lunes, 25 de junio de 2018
CAPITULO 58 (PRIMERA HISTORIA)
-Podemos hablar?
Pedro Alfonso levantó la mirada de la pantalla del ordenador y vio a su prometida, Paula, en el
marco de la puerta de la sala de informática que tenía instalada en casa. Al oír las dos palabras que todo hombre teme que salgan de la boca de la mujer a la que ama se estremeció. Llevaba viviendo con esa preciosidad más de un año y, cuando vio esa conocida arruga de concentración entre los bonitos ojos azules de la morena, Pedro supo exactamente lo que estaba a punto de ocurrir. «¿Podemos hablar?». Las palabras que había susurrado con su voz seductora y aterciopelada eran en realidad una
advertencia, una señal de que se encontraba a punto de sacar un tema con el que él estaba en rotundo desacuerdo o del que directamente no quería ni hablar.
Cogió la taza que tenía junto al ordenador y pegó un trago al café deseando tener al alcance algún licor un poco más fuerte aunque no hubieran dado aún ni las ocho. La última vez que Paula había querido «hablar» le había dado la tabarra para que redujera el número de guardaespaldas. No estaba dispuesto a ceder en eso. Su lindo trasero ya tenía menos escolta de la que a él le gustaría. Hizo un esfuerzo para tragar el café a pesar del nudo que tenía en la garganta y trató de no fijarse en lo adorable que estaba Paula con su uniforme de enfermera color rosa bebé. Aunque hubiera pasado más de un año, le bastaba con mirarla, oír su voz, pensar en ella u oler su seductor aroma —vamos, percibir cualquier cosa que le recordara a Paula— para quedarse embelesado y sentir una erección.
Pedro se había convencido a sí mismo de que la obsesión que tenía con Paula se le pasaría con el tiempo dando paso a un amor más racional, a un sentimiento que no lo volviera completamente
tarumba. Pero no había sido así, más bien todo lo contrario: su fijación había ido en aumento.
Era obvio que se había estado engañando a sí mismo si pensaba que podía sentir por ella algo que no fuera completamente irracional.
«Soy multimillonario, socio de una de las empresas más potentes del mundo y me comporto con absoluta sensatez en todos los ámbitos de mi vida excepto en este. ¿Cómo puede una mujer hacerme perder la cabeza de este modo?».
Paula se paseó por la sala de informática y se detuvo delante de su mesa dedicándole una amplia sonrisa, a la que Pedro reaccionó empalmándose aún más —los vaqueros le iban a estallar— y sintiéndose tan feliz que hasta le dolía el pecho. Todavía no se había hecho a la idea de que esta mujer tan increíble fuera suya y, cada vez que la miraba, se preguntaba cómo era posible que lo hubiera aceptado por completo, con todos y cada uno de sus defectos.
«Mía».
A Pedro le entraron ganas de lanzarse por encima de la mesa para soltarle la melena, que llevaba atada en una cola de caballo, sentarla en su regazo y besar sus labios sonrientes hasta que empezara a hacer esos ruiditos de deseo, gemidos de abandono que…
—¿Pedro? —la voz inquisitiva de Paula lo despertó de sus fantasías eróticas.
«¡Maldita sea!».
«¿Podemos hablar?». ¡Vaya marrón! ¿Acaso tenía elección? Pedro sonrió antes de responder con precaución:
—¿De qué quieres hablar?
—Necesito que leas un documento y lo firmes. No tiene gran importancia —comentó dejando sobre la mesa varios folios unidos por un clip.
Echó un vistazo rápido a la primera página, analizando las palabras impresas, y respondió
desconcertado:
—Es un contrato. Un acuerdo prenupcial. —Pasó las páginas sin apenas detenerse, pues estaba más que acostumbrado a leer documentos jurídicos. No le llevó mucho tiempo encontrar la información más relevante—. ¿A qué viene esto?
Paula suspiró.
—Le he pedido a un abogado que lo redacte. Nos vamos a casar dentro de un mes. Tú eres
multimillonario y yo acabo de sacar la licencia de enfermera y estoy sin blanca. No estamos en
igualdad de condiciones. Me parece que lo más justo es que te cubras las espaldas. Yo ya lo he
firmado. Solo falta que firmes tú. Por favor.
Pedro entornó los ojos, levantó la cabeza y la fulminó con una mirada de determinación.
—Ni lo sueñes, cariño. Madre de Dios, ¿es que no puedes dejar pasar ni una? ¿Qué clase de abogado hace esto por su cliente? Tú no me vas a abandonar en la vida y yo no te dejaría ni harto de vino. Hasta que la muerte nos separe, lo mío es tuyo...
Paula apoyó las manos en las caderas y se enfrentó a la feroz mirada de Pedro con una de las suyas.
«Oh, oh». Pedro conocía de sobra esa mirada malhumorada y esa forma de inclinar la barbilla, pero para salirse con la suya en este asunto tendría que pasar por encima de su cadáver. Ni acuerdo prenupcial ni divorcio. Jamás. No podría soportarlo. La testaruda mujer que tenía delante era para él el mundo entero y toda su felicidad dependía de ella; Paula lo había forzado a enfrentarse a sus traumas y así había salido de una existencia vacía y solitaria, y había transformado su vida por completo.
Perderla no entraba en sus planes.
—A veces las cosas pasan sin que uno se lo proponga, Pedro. Me salvaste la vida y en el terreno económico no estamos en igualdad de condiciones. Te lo debo —explicó con frustración.
Las ruedas de la silla de Pedro chirriaron cuando se puso de pie. Entonces, rodeó la mesa y acorraló a Paula por la espalda.
—A nosotros no nos «pasan» cosas. Y tú a mí no me debes nada. Siempre que te quiero comprar algo me montas una escena. No aceptas ni un céntimo de mi dinero. Me apuesto todas mis pertenencias a que apenas has tocado el dinero que te ingresé en la cuenta hace más de un año.
Tomó aire tratando de reprimir la emoción y luchando contra el dolor y los celos que le crecían por dentro. Lo que más quería en el mundo era dar a Paula las cosas que no había tenido antes de conocerlo, pero lo único que le permitía hacer era ofrecerle techo y comida. No poder darle todo lo que estuviera en su mano lo estaba matando. ¡Maldita sea! Ahora que Paula iba a ser su esposa debería tener una vida más fácil. Desde pequeña había vivido al borde de la pobreza, deslomándose para llegar a fin de mes y pasándolas canutas para sobrevivir. Pedro quería cambiar todo eso ofreciéndole una vida sin preocupaciones y llena de felicidad. Tenía recursos de sobra para conseguirlo.
Paula exhaló un suspiro tembloroso antes de contestar:
—Me diste cobijo, te ocupaste de mí, hiciste que me enamorara locamente de ti y me recompensaste con tu amor. Me has dado todo lo que pudiera soñar. Deja que al menos yo te dé esto.
«¡Y un cuerno! No le he dado suficiente. No es suficiente. Merece mucho más. Probablemente un hombre mejor que yo, pero no soy capaz de renunciar a ella».
Pedro se estremeció al oler su característico aroma femenino. Le dio media vuelta y colocó las manos a ambos lados de la mesa para no dejarle escapatoria. Le costaba muchísimo decirle que no porque ella casi nunca le pedía nada —excepto amor—, pero esta vez no pensaba dar su brazo a torcer.
Aunque ya le había entregado su corazón, su cuerpo, su mente y hasta su alma, era evidente que su chica aún no se había dado cuenta de que lo tenía completamente a su merced.
«Mía».
Le mordisqueó la oreja mientras la acorralaba contra la mesa y empujaba su cuerpo contra el de ella para sentir esas exuberantes curvas amoldándose a sus músculos recios. ¡Madre mía! Le encantaba sentir que el cuerpo de Paula se rendía al suyo y que se fundían juntos como si ella aceptara su carne como parte misma de su ser.
Los brazos de Paula recorrieron su cuerpo y, cuando sus manos se colaron bajo la camiseta, la ardiente piel de Pedro prendió fuego. Ella aplastó el cuerpo contra el suyo, acariciándole la espalda y rotando las caderas para rozarse con su paquete mientras él gemía.
La boca de Pedro gruñó al oído de Paula:
—No firmaré ningún contrato. No habrá nada que se interponga entre nosotros. Ni ahora ni en el futuro. Eres mía y siempre lo serás.
CAPITULO 57 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro se paseaba por el patio del lujoso complejo turístico con el ceño fruncido. ¿Estaba a punto de cometer un grave error? ¿Y si le decía que no? Las últimas seis semanas habían sido los días más felices de su vida. ¿De verdad estaba dispuesto a arruinarlo todo?
Se quedó contemplando el agua mientras suspiraba satisfecho reviviendo algunos de esos bellos recuerdos.
«No quiero meter la pata, pero la necesito. Quiero que sea mía».
La necesidad de apoderarse de ella, de demostrarle al mundo que era suya, le superaba.
Miró a la puerta de la suite y sintió un escalofrío.
¡Joder! ¿Por qué le costaba tanto esto? Paula y él lo compartían todo. No había un rincón de su corazón o de su alma que ella no conociera.
Le vibró el móvil en el bolsillo de la chaqueta.
Llevaba traje y corbata aunque no estaba en la oficina. Habían ido a Orlando, ni más ni menos que a Disneylandia, para hacer realidad uno de los sueños de Paula. ¡Era increíble que una mujer de Tampa no hubiera ido jamás al Parque Disney!
Es verdad que él tampoco había estado nunca, pero Pedro había venido a vivir a Florida cuando ya casi era un adulto.
Llevaba en la mano el último corazón de cartón que le quedaba y apretó el puño hasta que prácticamente se quedó sin circulación y la palma se le puso blanca.
Aún le restaba un deseo. El otro lo había gastado para convencerla de que hicieran un viaje en las vacaciones de primavera. Un mes antes le había dado el corazón de cartón y le había dicho que deseaba llevarla al lugar que ella eligiera de vacaciones.
Sí, es cierto, pensaba que elegiría París, Londres, Asia o incluso África, pero, en lugar de esos destinos, Paula había mascullado que siempre había querido ir a Disneylandia.
Teniendo en cuenta que el parque estaba a poco más de una hora en coche y que tenían a su disposición un avión a reacción privado que podía llevarlos a cualquier parte del mundo, la propuesta de Paula había dejado a Pedro pasmado.
¡Concedido!
Y la verdad es que se lo habían pasado en grande. Donde más había disfrutado Pedro había sido en las atracciones, porque, cuando Paula se asustaba, se lanzaba a sus brazos gritando y riéndose encantada. Esa era la última noche que pasarían en el complejo hotelero y pensaba llevarla a cenar a uno de los mejores restaurantes de Orlando. Ojalá tuvieran algo importante que celebrar.
Sacó el móvil del bolsillo y miró la pantalla:
«Alfonso, Samuel».
—¿Qué? —respondió con brusquedad.
—¿Se lo has pedido ya?
A Pedro casi le da la risa al percibir cierto nerviosismo en la voz de su hermano. Samuel se comportaba como si aquella respuesta le importara tanto como a Pedro.
—No. Se está vistiendo. Vamos a salir a cenar.
—Ya ha pasado una semana. ¿A qué esperas?
—¿Y a ti qué te importa?
En realidad Pedro sabía de sobra por qué a Samuel le importaba tanto: si Paula decía que sí, lo más probable era que Samuel volviera a ver a Magdalena Reynolds.
—Te hace bien. La necesitas. Y no tengo ganas de soportar tus malas pulgas si te dice que no.
No iba a decirle que no. No podía decirle que no.
Si lo hiciera, tendría que convencerla. No
aceptaría un no por respuesta.
La puerta de la suite se abrió y Pedro perdió todo el interés en la conversación:
—Luego te llamo.
—Pídeselo.
Pedro colgó y se guardó el móvil en el bolsillo sin despegar la mirada de la imponente mujer de
rojo que esperaba en la puerta de la suite.
«¡Madre mía! Es de ensueño. ¿Me acostumbraré algún día a su belleza?».
Probablemente… no. Daba igual dónde estuviera o qué llevara puesto, en cuanto la veía, le palpitaba el cuerpo entero.
Esa noche llevaba un elegante vestido rojo hasta la rodilla y unos zapatos de tacón a juego.
A Pedro se le cortó la respiración. Tenía el pelo suelto y la suave brisa del océano le arremolinaba algunos mechones negros.
—Estás preciosa —le dijo con total sinceridad al llegar a su lado y plantarle un beso en los labios.
«Pareces una diosa». Es lo que pensaba todos los días. Cada vez que la veía.
—Gracias. Usted también va muy elegante, señor Alfonso. ¿Estamos listos? —le preguntó con una sonrisa de felicidad.
«Yo, sí. Estoy listo para quitarte ese vestido tan sexy y ver qué ropa interior llevas puesta. Después te la arrancaré con los dientes y te follaré hasta que pierdas el sentido».
La tenía dura como una piedra, pero eso no era ninguna novedad. Le pasaba todos los días, cada vez que ella le sonreía. Y también cuando no le sonreía. Y cuando fruncía el ceño. Y cuando discutía.
¡Joder! Su presencia era suficiente para que se empalmara. Y su voz. Y pensar en ella. Maldita sea…, con Paula estaba perdido.
—En un minuto. —La guio para que entrara de nuevo en la suntuosa habitación y cerró la puerta a sus espaldas—. Tengo que hablar contigo.
Su sonrisa se desvaneció y a Pedro le entraron ganas de darse a sí mismo una patada en el culo.
—¿Pasa algo? —preguntó preocupada.
—No. —Se puso cómodo en un sofá de cuero y cogió a Paula para que se sentara en su regazo—. Tengo que preguntarte una cosa.
«Hazlo de una vez. No le des más vueltas o te volverás loco».
Abrió el puño para mostrarle el último corazón de cartón que le quedaba.
—No lo malgastes pidiéndome sexo porque contigo estoy totalmente entregada—respondió riendo con suavidad.
La apartó con suavidad del regazo y la dejó caer a su lado. Metió la mano en el bolsillo y sacó una cajita.
Paula lo miró a los ojos, después al corazón de cartón y por último a la cajita. La cogió despacio y levantó la tapa.
—Deseo que te cases conmigo —pidió con su aterciopelada voz, vacilando entre la esperanza y el miedo.
—¡Dios mío, Pedro! No me lo esperaba. —Con dedos temblorosos sacó de la cajita de terciopelo el gigantesco diamante engarzado en una alianza de platino—. No sé qué decir.
—Di que sí. Por favor.
«Di que sí o me da un síncope».
Lo miró perpleja:
—¿Quieres casarte conmigo? Pero si ni siquiera me has dicho que me quieres. Pensaba que no
estabas preparado. Me has cogido por sorpresa.
¿Cómo era posible que no se lo esperara? Su corazón, su cuerpo y su alma eran suyos desde hacía una eternidad, o eso le parecía a él.
—Te quiero. Te quiero. Te quiero. —Estaba convencido de que ya se lo había dicho—. Es la verdad. No me puedo creer que no te lo haya dicho antes, pero tú ya lo sabías.
Paula le sonrió.
—Lo sabía. Lo que no tenía claro es si estabas preparado para decirlo.
—Estoy de sobra preparado. Eres mía y quiero que sea oficial. —Le dedicó una apasionada mirada con el cuerpo entero en tensión—. Debería haberte dicho que te quiero. De ahora en adelante me aseguraré de decírtelo tan a menudo que acabarás harta de oírlo. Mereces que te lo diga todos los días. Quizá no lo haya verbalizado antes porque las palabras no pueden expresar lo que siento por ti. El amor no es suficientemente intenso, no se puede comparar con lo que siento. Sin embargo, me encanta cuando esas palabras salen de tus labios. Debería haberme dado cuenta de que tú también querías escucharlas. —Suspiró—. Eres mi vida, cariño. Sé mía. Sé mía para siempre.
Paula se abalanzó a sus brazos y Pedro la recibió encantado cerrando los ojos con fuerza, consciente de que su mundo entero se encontraba en ese momento en aquella habitación.
—Mío para siempre —le susurró al oído con incredulidad.
Pedro se apartó levemente para mirarla a los ojos. Estaba llorando, un río inagotable de lágrimas le recorría las mejillas.
—No llores. No me gusta.
—Lo sé, pero son lágrimas de felicidad.
En cualquier caso estaba llorando y Pedro no soportaba verla así. Tomó el anillo de sus dedos
temblorosos y le cogió la mano con delicadeza para ponérselo en el dedo anular. El corazón se le aceleró mientras decía:
—Vas a casarte conmigo.
—Tan solo me has hecho una pregunta. —Le dedicó una mirada traviesa—. Aún no he respondido.
—Dime que sí —le advirtió con rudeza—. Dime que te casarás conmigo.
«Responde ya o me dará un ataque al corazón. ¡Dime que sí de una vez!».
Paula le cogió el puño y se lo abrió para recuperar el corazón de cartón. Entonces, lo partió en pedazos y dejó que los trocitos se desperdigaran por el sofá.
—Deseo concedido.
Pedro respiró aliviado mientras el corazón le palpitaba con fuerza.
—¿En serio?
—Sí. Me casaré contigo. Yo también te quiero.
—Cuanto antes —exigió él.
—Ya veremos. ¿Esto sí lo negociaremos?
—¡No! —La cogió de la mano y besó el anillo que le acababa de poner en el dedo—. Esta vez no cederé ni un milímetro.
Paula le rodeó el cuello con los brazos y le besó los labios mientras le acariciaba la nuca.
—¿Un poquito?
—No.
Paula le tiró del pelo y lo abrazó con tal pasión y frenesí que Pedro acabó gruñendo y jadeando.
—Un poco sí que puedes ceder… —susurró con voz persuasiva.
Pedro gimió mientras Paula deslizaba la mano por su pecho y la metía por dentro de los pantalones.
—¿Me estas seduciendo para que dé mi brazo a torcer?
—Puede. ¿Funciona? —repuso con su irresistible voz en plan «fóllame».
—¡Ya te digo! —exclamó abrazándola—. Vale. Llegaremos a un acuerdo, pero ahora no.
Pedro se puso de pie levantándola también a ella.
Estaba entregado.
—Ahora no —accedió ella—. Después.
Lo cogió de la corbata y tiró de él, que la siguió encantado hacia el dormitorio.
Quizá estar entregado no era tan malo.
Obviamente, no llegaron al restaurante, sino que varias horas después pidieron servicio de
habitaciones. Antes de celebrar su compromiso con una cena en la suite Pedro se dio cuenta de que ceder no siempre era un error y que estar entregado podía ser algo muy muy bueno.
CAPITULO 56 (PRIMERA HISTORIA)
Lo sujetó con un poco más de fuerza y comenzó a mover la mano con sensualidad para provocarlo.
Pedro nunca había experimentado algo así porque hasta entonces las mujeres con las que se había acostado habían tenido que estar atadas. Eso había cambiado. Pedro jamás sería un amante dócil, pero el hecho de que se sintiera cómodo mientras ella le tocaba —no solo eso, sino que deseara que le tocara— le hizo sonreír. A pesar de la terrible experiencia que había sufrido en el pasado confiaba en ella.
Pedro gruñó y el sonido que salió de sus labios transmitió una sensación entre el placer y el tormento. Puso la mano sobre la de ella, que era mucho más pequeña.
—Móntame, cariño. Fóllame hasta dejarme inconsciente.
Se quitó los calzoncillos que acababa de estrenar pero que ya eran sus favoritos y los tiró al suelo.
Paula levantó la cabeza para mirarlo a los ojos mientras él la rodeaba con los brazos y la tumbaba sobre su cuerpo.
—¿Estás seguro?
Lo que más quería en el mundo en ese momento era meterse ese gigantesco falo en el sexo y contemplarle gozar bajo su peso, pero le angustiaba mucho hacerle revivir otro mal recuerdo.
—Sí. Quiero ver cómo cabalgas sobre mí. Quiero contemplar tu rostro cuando te corras sobre mi verga —respondió con determinación y necesidad.
Le montó a horcajadas, pero se detuvo vacilante con el corazón a cien por hora.
¿Podría Pedro hacerlo así? No era necesario.
—No tienes que demostrarme nada. No tenemos que hacerlo.
—Métetela, cariño. Necesito follarte. Te necesito —bufó con una voz ronca plagada de deseo.
«Te necesito».
Bastaron esas dos palabras para que Paula levantara las caderas, le cogiera el falo empalmado y colocara la punta en la abertura de su húmeda cavidad. Entonces le invadió una tremenda necesidad de que la penetrara, un deseo visceral de sentirlo dentro, lo más dentro que pudiera. Apoyó las manos en su pecho y empezó a subir y bajar para metérsela poco a poco. Bajó todo lo que pudo metiéndosela casi por completo y volvió a elevar las caderas para tratar de llegar hasta el fondo.
Sus grandes manos fornidas la agarraron de las caderas para que descendieran justo en el momento en que él elevaba las suyas, de modo que sus cuerpos chocaron y, por fin, la penetró hasta el final, llenándola por completo. Siguió sujetándole de las caderas para estirar y abrir su cavidad mientras sus cuerpos permanecían ensartados con la verga metida hasta el fondo.
—¡Dios mío! ¡Me muero de placer! ¡Lo tienes tan estrechito y caliente! ¡Qué ganas tenía de estar
dentro de ti! —exclamó con desenfreno y pasión.
Lo observó con atención, buscando cualquier señal de que la postura lo estaba incomodando, pero lo único que vio en su rostro fue placer. Sus ojos color chocolate se clavaron en los de ella atrapando su mirada. Pedro guiaba sus caricias con las manos mientras elevaba las caderas embistiéndola con fuerza.
Mientras se miraban a los ojos Paula derramó una lágrima al darse cuenta de que no había temor alguno en su rostro y de que reconocía perfectamente a su amante.
—Solo tú, Paula. Tú siempre has sido la única —le dijo mientras su pecho se hinchaba y
deshinchaba—. Estás preciosa. No te cortes. Cabalga sobre mí. Córrete para mí.
Paula cerró los ojos mientras Pedro la empalaba, sujetándola de las caderas con sus robustas manos.
Echó la cabeza hacia atrás para dejarse llevar por las fricciones de su falo, por las embestidas furiosas de sus caderas y por la sensación de que la hacía suya una y otra vez. Sus pechos rebotaban con cada una de sus arremetidas y Paula se los sujetó con las manos y empezó a pellizcarlos con delicadeza.
—Sí, haz todo lo que quieras, cariño. Todo lo que necesites —jadeó dándole con más ímpetu y metiéndosela aún más.
Cuando Pedro la agarró con más fuerza y sus manos se volvieron más exigentes, Paula empezó a pellizcarse los pezones. Lo cabalgó con frenesí, apretando su cuerpo contra el de él y metiéndosela tan al fondo que sintió escalofríos.
Volvió a echar la cabeza hacia atrás e implosionó: los músculos de las paredes de su cavidad se tensaron y destensaron varias veces, exprimiendo el miembro que la invadía. Mientras se estremecía, Paula sintió que el cuerpo de Pedro se tensaba bajo su peso.
En el momento en que se corrió sus miradas se cruzaron y Paula se quedó observando a ese ser salvaje, viril y perfecto. Estaba tremendo.
Jamás había oído un sonido más bello que el gemido que salió de la garganta de Pedro.
Una explosión de fluidos cálidos le llenó el útero y los dos se desplomaron. Paula notaba cómo
temblaba Pedro bajo su cuerpo, que le cubría como una manta.
—Te quiero —masculló ella suspirando sobre su pecho.
Pedro la rodeó con los brazos y la apretó contra su cuerpo. Estaban sudados y exhaustos, pero se sentía completa y dichosa. Después de un rato logró normalizar la respiración y apaciguar su acelerado corazón y se separó del cuerpo de Pedro para tumbarse a su lado, pero no le dejó: le dedicó un gruñido y volvió a colocarla encima de él.
—Quieta.
Debería cabrearse porque le hubiera dado una orden como quien se la da a un perro, pero lo había dicho con tal anhelo que, en lugar de enfadarse, sonrió. Además, estaba tan satisfecha que apenas se podía mover.
Acurrucó la cabeza en su hombro y se dijo que, en cuanto recobrara la energía, se apartaría, porque, de lo contrario, acabaría aplastando al pobre hombre.
Pedro comenzó a respirar de forma más pausada y regular y, a pesar de que siguió abrazándola, se le relajaron los músculos.
«Se ha dormido. Acabamos de acostarnos en la postura que lo tenía traumatizado y se ha quedado dormido conmigo tumbada encima».
Le dio un vuelco el corazón y sintió un dolor profundo que le cruzaba el cuerpo entero. Se fiaba tanto de ella que podía estar totalmente relajado en la postura en la que más vulnerable se consideraba.
Giró la cabeza para darle un beso ligero mientras era consciente de que el amor que sentía por ese hombre desbordaba su pecho.
Un hombre para el que las necesidades de ella eran lo primero.
Un hombre que confiaba en ella.
Un hombre que haría cualquier cosa para complacerla.
Un hombre del que estaba enamorada.
Siempre valoraría su confianza por encima de todas las cosas y trataría de cultivarla como algo
precioso. Pues lo era.
El agotamiento le cerró los ojos y le relajó el cuerpo.
«Quítate de encima, de verdad. Así no podréis dormir».
Su respiración se fue haciendo más profunda hasta que imitó el ritmo de la del hombre que tenía tumbado debajo.
A la mañana siguiente se levantaron en la misma postura. Descansados y a gusto
Suscribirse a:
Entradas (Atom)