viernes, 24 de agosto de 2018

CAPITULO 3 (SEXTA HISTORIA)




—Feliz Año Nuevo, Paula. —El barítono rico y aterciopelado estaba tan cerca que Paula sintió oscilar el pelo de la sien mientras un aliento cálido le acariciaba la mejilla. Su cuerpo se estremeció con una respuesta involuntaria a medida que unas manos grandes y cálidas se apoyaban firmemente sobre sus hombros y le daban media vuelta para que mirase de frente a la voz.


Sí, había mirado a Pedro toda la noche, los ojos pegados a ese cuerpo alto y musculoso, vestido inmaculadamente con un esmoquin negro que llevaba con tanta informalidad como si fueran unos pantalones informales. Pero estar tan cerca de él era perturbador para ella. Pedro Alfonso estaba muy cómodo consigo mismo, sin importar su atuendo. Era algo que siempre la había atraído de él, a cualquier edad. Sin embargo, en las distancias cortas y muy pasada la edad de adorar a los héroes, la ponía muy tensa.


Era demasiado receptivo, demasiado perspicaz, y sus penetrantes ojos cerúleos siempre parecían capaces de ver claramente hasta el fondo de su alma. Le resultaba incómodo y la había inquietado estar cerca de él durante la mayor parte de su vida adulta.


—Feliz Año Nuevo, Pedro —murmuró sonriéndole educadamente. —«Ay, Dios, qué bien huele». Paula sintió el deseo palpitándole entre los muslos con solo oler su perfume almizclado y a madera, la esencia de las feromonas masculinas que podían embriagar a una mujer con tan solo olerlo. Hizo todo lo que pudo para no cerrar los ojos y sumergirse en su perfume masculino y voz grave que decían «acuéstate conmigo, ahora».


Inclinó la cabeza hacia atrás y quedó cautivada por sus ojos azules. El color le recordaba el cielo en un perfecto día de verano. De una altura muy mediocre de un metro sesenta y cinco de estatura, y otros ocho centímetros de los tortuosos tacones que llevaba, Pedro seguía siendo más alto que Paula y hacía que se sintiera abrumada cuando estaba tan cerca de ella. En un gesto defensivo, dio un paso atrás y las manos de Pedro cayeron de sus hombros.


Pedro mostró una mirada fugaz de decepción antes de que desapareciera, sustituida por una sonrisa traviesa, una sonrisa que prácticamente hizo que la ropa interior de Paula se le derritiera del cuerpo.


—Quiero mi beso de Año Nuevo —dijo él con voz indiferente y mirada ardiente.


«No. Eso no va a suceder, grandullón. Si vuelvo a acercarme tanto a ti, me perderé en tu perfume, hundida en esos ojos claros». Paula sabía que si dejaba que se acercara demasiado a ella, la fachada cuidadosamente levantada que había perfeccionado con tanto trabajo a lo largo de los años podría desmoronarse. Pero sabía que no podía rechazarlo por completo. No tenía ninguna razón por la que no besarlo. 


Después de todo, era un amigo de la familia. 


Con cuidado, dio un paso diminuto al frente y le ofreció la mejilla.


Pedro redujo la distancia que los separaba y le quitó la copa de champán de la mano. La dejó en una mesa cercana.


—Eso no es lo que tenía en mente exactamente, guapa. —Tomando su mano, no dijo ni una palabra más mientras la conducía hacia las puertas del balcón al otro lado de la sala y la urgía a salir.


Perpleja, Paula se detuvo cuando cerró la puerta. Estaban solos en el patio.


«¡Qué frío hace aquí, joder!». Ella iba ataviada con un vestido negro de cóctel, relativamente conservador, de manga larga, pero el bajo flirteaba con sus rodillas y el aire frío se colaba bajo la falda para enfriar todo su cuerpo. Se frotó los labios y se estremeció. Estaba quedándose helada rápidamente.


—¿Qué estás haciendo? ¿Estás loco? Hace muchísimo frío aquí fuera. —Le castañeteaban los dientes por el frío.


De inmediato, él se quitó la chaqueta del esmoquin y le envolvió la parte superior del cuerpo, utilizando las solapas para acercarla más a él.


—Necesitaba intimidad. Estaré encantado de darte calor —respondió con voz ronca y misteriosamente urgente.


Paula se deleitó en la chaqueta, todavía caliente por el calor corporal de Pedro


«Joder, huele a él».


—¿Por qué tenemos que estar aquí fuera? —preguntó ella, confundida—. Simplemente, podrías haber…


Él atrajo todo su cuerpo, chaqueta incluida, contra su forma caliente y dura e interrumpió así cualquier protesta que fuera a hacer cuando le cubrió la boca con un beso. A Paula se le encogieron los dedos de los pies en los atroces
tacones de ocho centímetros. Pedro tomó posesión de sus labios y sumergió una mano en su melena rojiza. Las horquillas que la sujetaban para mantenerla apartada de los hombros volaron por los aires mientras él la devoraba. 


Paula ahogó una exclamación sorprendida, lo cual dio a Pedro una oportunidad para profundizar el beso, inclinar la cabeza de Paula y explorar los recovecos de su boca con la lengua, tan a fondo que la dejó sin aliento. El cuerpo puñetero y traicionero de Paula tomó el control y respondió como si su vida dependiera
de ello; se abrazó al cuello de Pedro y se rindió a su beso. Él mandaba y Paula cumplía, dejando que devastara todos y cada uno de sus sentidos mientras ella respondía a su exploración dominante y se deleitaba en la misma.


Aquello era lo que quería, lo que necesitaba de Pedro desde la graduación del instituto, el día en que finalmente admitió para sí misma que le gustaba. Él nunca se le había insinuado ni la había tratado como nada más que una amiga, pero ella quería… aquello. Sentía la tensión sexual entre ellos desde el día en que lo vio en su fiesta de graduación. No estaba segura de si el anhelo provenía únicamente de ella o de ambos, de modo que había evitado toda clase de contacto cercano o conversación íntima con él desde que se percató de que lo deseaba. 


Ahora, sabía que la atracción era mutua. La prueba estaba dura y firme contra su bajo vientre. No sabía si quería celebrarlo o salir despavorida.


Las sensaciones que experimentó con su beso sensual eran nuevas para ella, tan excitantes como aterradoras.


Al final, el cuerpo traicionero de Paula tomó la decisión por sí mismo. Sus hormonas femeninas corearon victoriosas cuando dejó que sus dedos se deslizaran por la textura áspera del pelo de Pedro y atrajera su boca con más fuerza sobre la suya. 


«Más cerca. Necesito estar más cerca de él. Necesito esto. Lo necesito a él».


Dejó que su lengua se batiera en duelo con la de Pedro, se entregó al momento. Pedro era un tabú, su fantasía secreta hecha realidad, y se permitió regodearse en la pasión de las caricias desesperadas de sus labios a medida que él le conquistaba la boca. Por primera vez en mucho tiempo, trajo su cuerpo a la vida, y con mucha más intensidad de la que había experimentado
nunca. Con Pedro, no ardía a fuego lento en sus besos apasionados; se sentía incinerada, subyugada por su masculinidad; el fuego entre ellos era completamente abrasador.


Finalmente, él apartó su boca de la de ella. 


Ambos jadeaban tras su encuentro fuera de control.


—Por eso es por lo que necesitaba intimidad —le dijo ansioso. Su rostro estaba enterrado en el cabello de Paula, que se estremeció por el calor de su aliento en la nuca—. Verte desde el otro lado de la sala estaba matándome.


Volviendo a la realidad, Paula intentó apartarse de él.


Pedro, yo…


—No —gruñó. Sus brazos se tensaron en torno a su cintura—. No me digas que no querías hacer eso y mucho más, igual que yo.


Paula no podía decirle eso, porque sería mentira. Ya había habido bastantes mentiras en su vida. No se esperaba que su cuerpo respondiera de aquella manera, pero había tenido una reacción explosiva a Pedro.


—Quería hacerlo. Si no quisiera, ahora mismo estarías gritando de dolor de un rodillazo en las pelotas. —«Y que Dios me ayude, quiero más. Pero no puedo. No puedo hacer esto».


Nunca se entregaría completamente al deseo físico y sabía por instinto que, con Pedro, probablemente sería todo o nada. Él nunca era templado en nada de lo que hacía y Paula estaba bastante segura de que lo querría todo de ella.


Una risa grave y ronca vibró junto a su oído.


—Me alegra saber que no has cambiado mucho —respondió, divertido.


«Oh, sí he cambiado, te sorprenderías de lo diferente que soy».


—Ya no me conoces. —Se echó atrás lentamente, para desengancharse de la
increíble sensación de su cuerpo contra el de ella.


Él la agarró de los hombros y la abrigó más con su chaqueta.


—Puede que no —concedió él—. Pero quiero ponerme al día. Te deseo. Pasa tiempo conmigo esta noche, Paula. Vayamos juntos a correr una aventura como hacíamos cuando éramos niños.


Ese comentario le golpeó el corazón como un rayo. Sus pequeñas aventuras con Pedro eran lo más memorable de su infancia. De acuerdo, la mayor parte de sus mal llamadas aventuras terminaban en el quiosco de caramelos porque
Pedro era adicto al chocolate o en la heladería, porque ella le suplicaba que la llevara allí, pero Pedro siempre hacía que esas sencillas excursiones parecieran expediciones alocadas. 


Al recordarlo, Paula pensó que había tenido
buen perder jugando a capitanes de barco o a exploradores cuando ya estaba en el instituto, solo para divertirla.


—Ya no tengo diez años —musitó infeliz.


—Créeme, soy muy consciente de eso —contestó Pedro en tono lúgubre y enigmático.


Paula apoyó las manos en sus bíceps musculosos. Lo miró y estudió su expresión, capaz de descifrar muy poco a la tenue luz del patio, excepto por el destello de deseo que permanecía en su mirada.


—¿Por qué? Tienes a las mujeres a tus pies a diario. ¿Por qué yo? ¿Por qué ahora? Podrías escoger a la mujer más guapa de la sala si quieres matar el tiempo. —Pedro Alfonso era un inversor multimillonario y, a la edad de treinta y uno, era uno de los solteros más codiciados del mundo. Aunque ella fuera una vieja amiga de la familia, ¿por qué quería pasar tiempo con ella?


Aunque Paula tenía una casa allí, en Amesport, Maine, no vivía allí; Pedro había volado hasta allí únicamente para asistir a la fiesta de compromiso y Año Nuevo de German. Ambos se marcharían por la mañana. Tal vez simplemente estuviera inquieto y aburrido. Aun así, podía escoger entre bastantes mujeres atractivas que había dentro si únicamente quería un lío de una noche. Ella no podía darle lo que quería y quería de él más de lo que podía aceptar. Pedro se le antojaba como una droga muy adictiva, pero sabía que era incapaz de absorberlo como quería.


Pedro se encogió de hombros.


—He escogido a la mujer más atractiva de la fiesta y no necesito matar el tiempo. Simplemente no me apetece fingir esta noche, Paula.


La profunda sensación de soledad en su voz resonó en el alma de Paula.


Ella ni siquiera iba a actuar como si no supiera a qué se refería. Lo sabía.


Pedro estaba rodeado de gente, vivía en el mundo de los mega ricos, pero Paula sabía por experiencia que era difícil conocer las intenciones de las personas cuando afirmaban ser amigas o que les importaba. La mayor parte del mundo donde ambos habían crecido era, como mucho, superficial, razón por la cual ella evitaba los medios de comunicación y eligió vivir fuera de ese círculo de adulta. Sin embargo, Pedro no tenía opción. Era un poco joven como para retirarse y, de todas maneras, eso no formaba parte de su personalidad. Era resuelto; siempre lo había sido.


Paula alzó una mano hasta el rostro de Pedro y le acarició la mandíbula áspera. Le encantaba la sensación de la barba incipiente bajo los dedos.


—Tienes algo más que dinero —le dijo en voz baja, sinceramente. Bajo su exterior brutal y de aspecto empresarial, Pedro tenía el corazón de un hombre que había hecho prácticamente cualquier cosa para alegrar a una pardilla de primaria a quien acosaban en su infancia. 


Incluso había estado dispuesto a quedar en ridículo cuando se suponía que era un chico popular de instituto. Ese corazón seguía latiendo en el pecho del hombre. Simplemente había aprendido a ocultarlo bien con el hastío social y con ese instinto de supervivencia de «matar o morir» en los negocios, igual que sus hermanos.


—¿Y qué más tengo que ofrecer? —preguntó él en tono malhumorado.


Volvió a rodearle la cintura con un fuerte y musculoso brazo mientras trazaba
distraídamente el contorno de sus labios con el dedo.


«¿Quieres decir aparte del hecho de que tienes buen corazón y el cuerpo y la cara de un dios? Eh… ¿quieres decir aparte del hecho de que eres tan caliente como para que a una mujer se le derrita la ropa interior? Ah, sí, ¿se me olvidaba decir que también eres increíblemente brillante?».


Pedro no solo era atractivo; era la fantasía secreta de toda mujer. Paula nunca lo había visto desnudo, pero no dudaba que cortaba la respiración. No era difícil ver que era muy musculoso incluso vestido, y sus anchos hombros y su más de un metro ochenta de altura hacían que pareciera peligroso y formidable. Su pelo dorado era de varios tonos atractivos de rubio; lo llevaba cortado con un estilo que hacía que pareciera que siempre estaba revuelto. Era increíble que pudiera hacer de ese estilo algo tan sexy y sofisticado, incluso con esmoquin. En Pedro, el corte resultaba pulcro y urbano, aunque fuera un
aspecto de «pelo revuelto» que hacía que todas las mujeres, sobre todo ella, quisieran arrancarle la ropa y llevárselo a la cama con el único objetivo de hacer que pareciera aún más desgreñado, porque lucía esa imagen en particular increíblemente bien.


—Tienes buen corazón, Pedro —respondió finalmente, distraída por la sensación sensual de su dedo sobre los labios y por la mirada hambrienta en sus ojos. A Paula le parecía que sería mejor dejar el factor físico al margen por el momento.


Él echó la cabeza atrás y rió a carcajadas.


—¿Qué? Es verdad —respondió Paula con firmeza, enojándose.


Él se calmó ligeramente y le lanzó una sonrisa endiablada.


—Soy un imbécil, Paula.


Ella no podía discutírselo. Cualquier que fuera tan rico como Pedro tenía una faceta despiadada.


—Solo por fuera —musitó ella en voz baja. Su mano cayó del rostro de Pedro, sobre su hombro.


Él jugueteó con un mechón de pelo de Paula, con expresión pensativa.


—Te sorprendería lo profunda que es mi faceta de imbécil. —Dejó escapar un suspiro masculino—. Mi dulce Paula, rescatadora de todas las criaturas necesitadas, ¿quieres intentar rehabilitarme? —preguntó él tristemente.


Pedro no necesitaba cambiar. Solo necesitaba a alguien que lo comprendiera. Paula se encogió ante su descripción de ella, pero a veces sentía
debilidad por cualquier animal o persona necesitados. Casi siempre, esa característica le carcomía el alma por el camino que había decidido tomar con su vida.


—Todavía tengo a Daisy —confesó.


Pedro le había llevado una gatita casi blanca con unas cuantas motas oscuras cuando lo vio en su graduación. Daisy estaba en un estado lamentable y hambrienta, abandonada en una cuneta. Pedro se la llevó a Paula, que nunca tuvo valor para deshacerse de Daisy. Fue amor a primera vista para ella y su fiel compañera.


—Pensaba que la engordarías y le encontrarías un hogar —comentó Pedro en tono cómplice.


—No pude. —Aunque lo cierto era que Paula no había intentado deshacerse de la gatita con muchas ganas. De hecho, no lo intentó en absoluto. Solo tardó cinco minutos en enamorarse de la adorable cría felina.


—Está sorda. Nadie la quería —añadió a la defensiva cuando Pedro le lanzó una mirada escéptica. Su gata de ojos azules no oía, pero eso nunca había frenado a Daisy. La gatita probablemente fuera sorda desde que nació y no parecía extrañar algo que nunca había tenido. Sin embargo, Paula no podía dejar que saliera de casa nunca por el riesgo de que la gata estuviera fuera y no oyera un peligro inminente, algo que no parecía molestar a Daisy en absoluto.


—Lo siento —dijo Pedro con remordimientos—. No era mi intención cargarte con una gata sorda.


—No —dijo Paula a toda prisa—. La quiero. Es buena compañía. —Con su calendario de viajes, no era fácil para Paula tener un animal, pero se las apañaba con la vecina de al lado cuando no podía llevarse a Daisy.


—¿Mejor compañía que tu ex novio? —preguntó Pedro en tono contrariado.


«Ah, sí… él».


—Definitivamente —replicó ella con rotundidad. 


Pedro le recorrió la mejilla con el dedo en actitud sensual y ella se estremeció.


—Tienes frío. —Pedro tomó su mano helada y la condujo a la puerta que volvía a la fiesta—. Vámonos de aquí. Vente conmigo —dijo en tono persuasivo cuando llegaron a la puerta.


«Vente conmigo. Simplemente no me apetece fingir esta noche». 


Paula miró Pedro, buscó en sus ojos e intentó descifrar sus prisas. Su expresión era arrogante, la mandíbula apretada, pero había una mirada de persuasión en sus ojos que no pudo ignorar.


«No puedo. No, no, no. No con Pedro. No puedo dejar que esa luz ligeramente suplicante me afecte». 


Al final, fue su corazón el que la traicionó.


—Vale. Te veo en la parte delantera de la casa. Pero no voy a acostarme contigo, así que si solo quieres sexo, no te presentes. —Algo perturbaba a Pedro y Paula quería saber qué era exactamente lo que le ocurría. 


Además, quería estar con él. Ambos se iban al día siguiente y, probablemente, pasaría mucho tiempo antes de que volvieran a encontrarse. 


Aunque estar a solas con él era peligroso, también era una tentación tan apremiante que no pudo resistirse. Más allá del deseo, lo extrañaba.


«Solo tengo esta noche».


—Eso no es lo único que quiero —respondió Pedro en tono ominoso mientras le abría la puerta.


Un escalofrío de aprensión se apoderó de su columna como un dedo helado al oír el timbre grave de su voz y el hecho de que no negara que quería dormir con ella. Le devolvió su chaqueta.


—Así que, ¿no vas a intentar seducirme?


—Probablemente lo haga en algún momento porque no podré contenerme, pero siempre puedes decir no —le dijo seriamente.


«Ese es el quid de la cuestión. Me lo voy a pasar en grande diciéndote que no».


Enderezó los hombros y le lanzó una mirada de desaprobación.


—No tengo ningún problema en decir que no —mintió mientras rodeaba la sala para evitar a la muchedumbre.


—¿Paula? —Pedro le agarró el brazo suavemente desde atrás.


—¿Sí?


—Será una buena noche, aunque digas que no. Solo quiero que pasemos tiempo juntos. —Su voz vibraba de intensidad.


«Mierda. Mierda. Mierda. Estoy hundida».


Pedro selló su destino con aquellas palabras. 


Esa simple afirmación atravesó sus defensas como no podría hacerlo ninguna otra palabra. Pedro también quería su compañía y eso la conmovió. Sentía su soledad y quería aplacarla haciéndole saber que solo quería estar con él.


Sin una palabra más, Paula giró sobre sus pasos y fue a despedirse de sus cuatro hermanos y de Emilia antes de agarrar su chaquetón y salir del centro juvenil donde se celebraba la fiesta.


Para cuando llegó fuera, Pedro ya estaba esperándola. Al aceptar la mano que le ofrecía y sentir la chispa entre ellos, rogó a Dios no arrepentirse de aquella noche.