viernes, 22 de junio de 2018

CAPITULO 49 (PRIMERA HISTORIA)





«Ya no hay motivos para que Paula siga en casa».


Llamó a la puerta de la habitación de ella y se le encogieron las entrañas esperando a que
respondiera. Hoffman lo había llamado hacía apenas una hora para informarle de que la policía había detenido al agresor que andaba suelto, al otro miserable que había tratado de secuestrar a Paula.


Despotricando entre jadeos, abrió la puerta del cuarto, pero estaba vacío. Suspiró aliviado al ver su móvil y su mochila sobre la cama. Estaba en casa, en algún lugar del piso. Jamás salía sin su mochila.


«¿Lo sabe? ¿La ha llamado ya el agente Harris?».


Aunque sabía de sobra que no debería hacerlo, cogió el móvil para consultar el registro de llamadas.


Solo había una reciente: Harris la había llamado hacía treinta minutos. Había un mensaje en el buzón de voz, pero escucharlo le parecía pasarse de la raya y no lo hizo. Además, ya sabía lo que decía el mensaje: estaba a salvo, los dos hombres que la habían agredido se hallaban en la cárcel.


«Y la razón que la obligaba a quedarse en su casa se había esfumado».


Tenía que contárselo. Aunque a veces se comportara como un egoísta, no podía permitir que Paula sufriera un solo minuto más pensando que un tipo que quería matarla andaba suelto.


No había vuelto a tener pesadillas. Al menos que él supiera. Todas las noches permanecía atento a los ruidos y dejaba la puerta de su cuarto abierta por si lo necesitaba. Y no lo había hecho.


Volvió a dejar el teléfono en la cama y tiró del nudo de la corbata hasta deshacerlo por completo, dejando que la prenda colgara del cuello. Unos minutos antes, al llegar a casa, había dejado la chaqueta en la cocina. Mientras la incertidumbre caía sobre él como una nube negra, salió del dormitorio. ¿Se quedaría en casa aunque sus agresores estuvieran en la cárcel? Y si quisiera marcharse, ¿cómo iba Pedro a permitirle hacer algo así?


«Eso no pasará. Es mía, ¡maldita sea!».


Apretó los dientes y siguió buscándola por la casa mientras sentía determinación y miedo casi en igual medida. Lo más probable era que estuviera en la sala de informática. Esbozó una tímida sonrisa, preguntándose si le daría la brasa para que le soltara pistas sobre MythWorld II. Ese era el único juego al que jugaba, decía que los demás no eran tan interesantes y añadía otros comentarios para alabarlo por ser un genio y, de paso, para sonsacarle trucos. Pedro sabía que en el fondo no quería que se los dijera, pues entonces el juego perdería la gracia y dejaría de ser un reto. 


Si de veras quisiera saberlo, le bastaría con desviar esos ojos azul cielo hacia él. Una mirada inquisitiva de Paula sería suficiente para que Pedro confesara todos los secretos del juego, los que ella le preguntara y los que no.


Miró en la sala de informática, pero no estaba allí. Seguro que se encontraba en el gimnasio.


Cuando se dirigía hacia allí, cambió de idea y se fue a su dormitorio mientras se desabrochaba la
camisa. Quería quitarse esa incómoda prenda y esos irritantes pantalones, ponerse un chándal y
empezar a levantar pesas hasta liberar toda la tensión acumulada. Aunque iba a ser muy difícil
relajarse si Paula estaba en el gimnasio con su ínfima ropa de deporte. Daba igual, quería estar con ella, se moría por verla.


No le echaría en cara si en cuanto entrara por la puerta ella se diera media vuelta para largarse. 


En cualquier caso, esperaba que no lo hiciera aunque se lo mereciera. Los últimos tres días habían sido muy tensos y él se había mostrado muy borde con ella: había respondido a sus alegres preguntas con monosílabos y exabruptos y, siempre que habían coincidido en el mismo cuarto, prácticamente la había ignorado. Poco a poco Paula había empezado a imitar su comportamiento, de modo que solo se
dirigía a Pedro cuando tenía que decirle algo. 


Seguía siendo amable, pero distante.


Mientras cruzaba el vestíbulo para llegar a su dormitorio se prometió a sí mismo que arreglaría ese asunto. No soportaba seguir así. Por una vez Samuel tenía razón. Pedro necesitaba a Paula y ver que se alejaba de él poco a poco le hacía sentir como si le estuvieran amputando una pierna. ¡Peor! Era como si alguien estuviera tratando de arrancarle el corazón con un cuchillo poco afilado.


Se quitó la corbata del cuello y la tiró a la cama antes de terminar de desabrocharse la camisa.


Cuando se disponía a meter las prendas en el cesto de la ropa sucia, la oyó.


El corazón empezó a latirle a gran velocidad y ladeó la cabeza para oír mejor. Escuchó un breve sollozo, un gemido femenino y después… su nombre.


Pedro.


Varios escalofríos le recorrieron la espina dorsal al oír aquella voz aterciopelada y seductora
expresando un anhelo tan apremiante. Ni siquiera se dio cuenta de que se le había caído la ropa al suelo. Avanzó hacia los gemidos que lo reclamaban, pero se detuvo delante de la puerta del baño.


Dejar de respirar y alejarse de aquella puerta le resultaba en aquel instante igual de imposible. 


La puerta se encontraba cerrada, pero el pestillo no estaba echado. Algo aturdido, empezó a abrir la puerta y una nube de vapor le dio la bienvenida. Avanzó otro paso en silencio y abrió la puerta de par en par.


«¡Madre mía!».


Cuando sus ávidos ojos se posaron en el cuerpo de Paula, el corazón le dio un vuelco y se le cortó la respiración. Estaba sentada en un escalón de la bañera y la espuma solo le cubría parte de las piernas, de modo que el agua le lamía los tobillos y le acariciaba los muslos. Pedro empezó a salivar al fijarse en que tenía las piernas abiertas de par en par y que se le veía la irresistible carne húmeda de la entrepierna. Seguía con la cabeza hacia atrás y los ojos cerrados, tan absorta en el éxtasis sexual que ni siquiera se había dado cuenta de que la estaba observando. La mano que jugueteaba entre sus piernas tenía hipnotizado a Pedro. Cada vez que bamboleaba las caderas para aumentar el roce con los dedos que lo frotaban apasionadamente sus turgentes pechos rebotaban.


Pedro le costaba respirar y la tenía tan dura que, si se lo hubiera propuesto, podría haber partido diamantes de un pollazo.


Contuvo un gemido. Sabía que debería respetar su intimidad, pero era incapaz. Era imposible. 


Lo único que hubiera podido separarlo de la escena más erótica y bella que había visto en la vida habría sido un cataclismo terrible que hiciera explotar el mundo, el apocalipsis.


Pedro.


Estaba fantaseando con él. Imaginándolo a él. 


Se moría por saber qué le estaba haciendo en su fantasía. Lo más probable era que estuviera haciendo exactamente lo que estaba deseando hacerle: meter la cabeza entre sus muslos sedosos y penetrarle el estrecho agujero con los dedos mientras la boca y la lengua se deleitaban con su clítoris.


Se bajó los pantalones y los calzoncillos y, sin apartar la vista de su cuerpo tembloroso ni hacer
ruido alguno, los dejó caer al suelo. Dio un paso al frente para apartarse de la ropa. Una parte de él quería acercarse a ella para prestar atención a esos pezones duros como piedras y para venerar ese trocito de carne rosa e hinchada que le imploraba entre sus muslos. Pero no podía moverse. La excitación de ella lo tenía embelesado; era una escena tan sensual que empezó a tocarse mientras se acercaba a la bañera.


Pedro no pudo reprimir un gruñido gutural que sobresaltó a Paula, quien, al levantar la cabeza y abrir los párpados, tenía los ojos anegados de lujuria y sensualidad.


—No pares, por favor. Quiero ver cómo te corres —dijo con una voz ronca que transmitía un
intenso anhelo.


Paula detuvo la mano, pero no la apartó de su sexo.


—Lo siento, Pedro. Yo…


—Córrete para mí, Paula. Continúa. Y piensa en mí. Lo que más quiero en el mundo en este
momento es ver cómo gozas con tus propias manos. Estás muy guapa.


Ella no se hacía una idea de lo cautivadora que estaba con las mejillas sonrojadas y esa expresión de haberse abandonado al deseo.


Paula recorrió con ojos vacilantes el cuerpo viril que estaba frente a ella y se detuvo en el falo, que Pedro tenía bien agarrado.


—No. Tú eres muy guapo, Pedro. El hombre más guapo que he visto en la vida.


Pensaba que no podía estar más excitado de lo que estaba, pero casi alcanza el éxtasis al oír el
susurro de Paula en plan «fóllame». Saber lo mucho que lo deseaba le hizo perder la cabeza.


Cuando sus miradas se cruzaron, quedaron unidas por un lazo invisible. Paula comenzó a mover la mano y, a medida que lo hacía, sus ojos transmitían aún más erotismo. Pedro le respondió gimiendo y bombeando su miembro.


Se observaban con una pasión sin límites ni restricciones. Paula se lamía los labios con desenfreno y sin mostrar un ápice de inhibición mientras él se estremecía con la verga a punto de explotar.


Sin desviar ni por un instante la mirada Paula empezó a susurrar su nombre entre jadeos y gemidos que la hacían palpitar y crear una red de deseo tan potente que a Pedro le empezó a correr el sudor por la frente y las piernas le flaquearon.


—Eso es, preciosa. Llega hasta el final —le pidió aumentando la fuerza con la que se masturbaba.


Verla gozar sin ningún tipo de inhibición le producía tal placer visual que se le endurecieron los testículos, lo que aumentó la presión que sentía en su interior.



CAPITULO 48 (PRIMERA HISTORIA)




A Paula le salió un suspiro del alma cuando se metió en la bañera ovalada de Pedro. El agua caliente y las burbujas la cubrían casi por completo; tan solo la cabeza quedaba fuera del agua. Hacía tiempo que Pedro le había dicho que podía usar el cuarto de baño principal siempre que quisiera, pero nunca había aceptado la oferta. Junto a su dormitorio había una ducha y una bañera estupenda aunque no era tan increíble como esta.


«Admítelo. No has venido por el tamaño de la bañera, sino porque él se lava aquí».


Con el ceño fruncido cogió una esponja de lufa de la repisa que había junto a la bañera y empezó a frotarse los brazos con tal fuerza que se arañó la piel. ¡Maldita sea! Se resistía a admitir que echaba tanto de menos a Pedro que había venido a su baño para usar su bañera e inhalar su aroma.


«¡Fuiste tú la que dijiste que no os volveríais a acostar! ¡Menuda idea!».


Sí, lo había propuesto ella, pero no paraba de dar vueltas al asunto. En un momento dado le había parecido la opción más acertada porque no quería estar con él hasta que estuviera completamente segura de que Pedro confiaba en ella. Si no sabía lo que le había ocurrido, podría volver a cometer fallos y a herirlo sin querer, y no soportaba esa idea. En aquel momento había pensado que se abriría, compartiría su trauma con ella y le permitiría ayudarlo a superarlo. Pero se había equivocado de principio a fin.


En lugar de compartir con ella lo que le atormentaba por dentro Pedro se había distanciado. Desde que Paula le había dicho que no volverían a hacer el amor hasta que le contara el «incidente» Pedro no la había vuelto a tocar ni a besar. ¿Qué le había pasado? ¿Lo había presionado demasiado? ¿No había esperado suficiente? ¿Habría sido mejor haberse conformado con lo que estaba dispuesto a dar?


«Puedo decirle que me ate a la cama y que me haga lo que quiera. Así, no podré volver a hacerle daño».


Emitió un gruñido, dejó de frotarse los brazos y sacó una pierna del agua para dejarla en el borde de la bañera. La idea era muy tentadora. 


Aunque Paula era una mujer muy independiente, le había encantado cómo la había sometido Pedro en la cama y cómo se había apoderado hasta de sus sentidos.


Por algún motivo el macho alfa que aparecía cada vez que la tocaba la ponía tan cachonda que se volvía loca. Esa virilidad, unida a la ternura y a la vulnerabilidad que en ocasiones dejaba entrever, ejercía una fuerza irresistible que la atraía como la luz a una polilla.


Pedro la hacía sentir preciosa.


La hacía sentir a salvo.


Madre mía... Lo cierto es que adoraba a ese macho protector y posesivo que tenía un corazón de oro y que, además, era suyo.


Levantó la pierna en el aire y la esponja se deslizó por la pantorrilla, avanzando despacio hacia la rodilla y el muslo. Le vinieron a la mente retazos de recuerdos que hicieron que su entrepierna comenzara a palpitar y que su corazón se detuviera por un instante.


Atada a la cama de Pedro, a merced de su boca hambrienta.


En el sofá, agarrada por las muñecas, sintiendo que el mundo entero le daba vueltas.


En el ascensor, abierta de piernas para que la penetrara con todo su ser y la hiciera gritar.


Hace tres días, abrazada a él mientras la partía en dos.


¡Madre mía! Ese hombre había convertido todas sus fantasías eróticas en una realidad de vivos
colores y no había una sola cosa de él que no le gustara.


Una lágrima solitaria le recorrió la mejilla mientras cambiaba de pierna y empezaba a frotar la otra con la esponja.


Tres días. Tan solo habían pasado tres días y ya se sentía devastada. Lo anhelaba en soledad y
aquella sensación la reconcomía por dentro y la dejaba hecha polvo. Él no solo cumplía sus fantasías eróticas, también era todas sus fantasías. Lo tenía todo. Jamás había conocido a una persona como él y, seguramente, no volvería a conocer a un hombre así.


Era un encanto aunque dijera que no.


Era atento aunque dijera que no.


Dulce.


Bueno.


Un auténtico genio, del que aprendía algo nuevo cada día aunque, sin duda, eso también lo negaría.


Porque además era humilde. Pedro Alfonso no se consideraba una persona especial, pero ella lo veía tal y como era: como uno de esos hombres que si consigues atraparlo no debes soltarlo jamás.


Una segunda lágrima rodó por la otra mejilla mientras sentía que el corazón se le hacía añicos.


No quería recuperar la vida que tenía antes de Pedro. Y ese deseo nada tenía que ver con la
pobreza: siempre había sido pobre y lo único a lo que aspiraba en la vida era a lograr una estabilidad que le permitiera no agobiarse con llegar a fin de mes. El dinero no compra la felicidad y las cosas materiales jamás podrán competir con el verdadero amor, con la satisfacción y la felicidad que produce el hecho de tener cerca a esa persona especial que te complementa. ¿De qué sirven las cosas y el dinero cuando una no se siente satisfecha en su vida emocional ni está orgullosa de sus logros sin que importe lo grande o lo pequeños que sean?


«Si no fuera rico, sentiría exactamente lo mismo por Pedro. Lo único que me importa es que sea
feliz».


Es verdad que Pedro era demasiado inteligente y demasiado ambicioso como para no tener éxito en la vida, pero a veces a Paula le gustaría que no fuera tan rico y que no trabajara tanto. 


Sin embargo, esa astucia y esa necesidad de lograr que sus productos fueran los mejores eran cualidades de Pedro que a Paula le encantaban. Lo aceptaba tal y como era. Estaba loca por ese peculiar amasijo de masculinidad
y testosterona que lo hacían único…, que lo hacían Pedro.


Se sentó en un escalón de la bañera, cerró los ojos y, mientras se frotaba despacio el vientre con la esponja de lufa, dejó que el efímero aroma a hombre impregnado en la esponja se apoderara de sus sentidos y las imágenes de Pedro invadieran sus pensamientos.


Paula se mordió el labio al sentir el roce áspero de la lufa en los pechos y jugueteó con sus pezones duros. Se imaginó a Pedro lamiéndolos y mordisqueándolos con delicadeza. Se dejó llevar por esos pensamientos eróticos y por la excitación que sentía y acabó cediendo a los ruegos de su cuerpo: abrió las piernas y deslizó una mano por el resbaladizo muslo para sumergirse en una fantasía.


Si no podía estar con Pedro en la realidad, al menos podría estar con él en su imaginación.



CAPITULO 47 (PRIMERA HISTORIA)




Tras una exhalación temblorosa Pedro se puso de pie y cogió su maletín mientras contemplaba el elegante despacho. Toda la estancia —a excepción de la mesa y la silla— era art déco, un estilo que en realidad no le gustaba. ¿Cómo había sucedido eso?


Hace años que tenía ese despacho, pero nunca se había parado a pensarlo, nunca le había importado.


«Será porque le dijiste a la decoradora que hiciera lo que le viniera en gana».


Sí, esas fueron sus palabras exactas. Le daba totalmente igual la decoración que eligiera la
diseñadora de interiores. Cada mañana venía al trabajo a ocuparse del negocio y después volvía a su piso para enfrascarse en sus proyectos en la sala de informática. A veces, al entrar y al salir del edificio de oficinas, saludaba con apatía a la secretaria y a su ayudante personal. A veces no. 


Siempre estaba tan concentrado en el trabajo, tan inmerso en esa burbuja, que de vez en cuando se olvidaba hasta de decir hola.


Tiró del nudo de la corbata color Borgoña para aflojársela y desabrochó el botón del cuello de la
camisa. ¡Odiaba llevar traje!


«Cuidado con la corbata, ¡es una de las favoritas de Paula!».


En realidad no sabía si eso era cierto. No estaba seguro de que tuviera una favorita. Todas las
mañanas, cuando entraba a la cocina vestido con traje y corbata, Paula le decía que estaba muy guapo.


Pero la primera vez que se lo había dicho llevaba esa corbata y, desde ese día, le había dado por ponérsela bastante.


Se dirigió hacia la puerta del despacho sin hacer apenas ruido, pues la alfombra amortiguaba el
sonido de las pisadas. ¡Estaba enamorado! 


¿Desde cuándo se preocupaba por la corbata que se ponía, por la decoración de su despacho o por si era amable o no con sus empleadas?


Era obvio que había llegado la hora de irse a casa.


«A casa. Paula ha convertido mi piso en un hogar. Ya no es el lugar al que voy cuando acabo de currar. Su risa, su voz y su mera presencia lo convierten en un hogar».


Salió del despacho y cerró con delicadeza la puerta a sus espaldas. Entonces, desvió la mirada hacia Nina y frenó en seco ante su mesa.


—¿Necesita algo, señor? —preguntó con un tono profesional que contrastaba con su amplia y sincera sonrisa.


Miró con el ceño fruncido a su ayudante de pelo cano, que prácticamente quedaba oculta tras un
gran ramo de rosas colocado en un sitio privilegiado de la mesa. ¿Se le había pasado su cumpleaños?


No. Imposible. El cumpleaños de Nina era en septiembre y además Marcie, su secretaria, siempre se lo recordaba.


—Bonitas flores. ¿A qué se debe? —preguntó con curiosidad.


Nina le miró sorprendida con las gafas de cerca en la punta de la nariz.


—Es 14 de febrero, jefe. El día de los enamorados. Ya sabe: corazones, flores, romanticismo... — Esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. Mi Ralph lleva 37 años enviándome dos docenas de rosas por San Valentín. —Suspiró—. ¡Siempre ha sido un romántico!


Su voz transmitía el cariño y la adoración que sentía por su pareja.


¿El día de los enamorados? Sí, conocía la tradición, pero nunca le había prestado atención: San Valentín pasaba cada año sin que le afectara lo más mínimo. Era otro día cualquiera, un periodo de veinticuatro horas durante el cual veía un montón de cupidos y corazones rojos…, eso si decidía prestarles atención, algo que no era habitual.


Echó un vistazo al despacho de su secretaria, que estaba al lado del de Nina, y le preguntó:
—¿Y tus flores?


Marcie dejó de teclear con diligencia para desviar la atención de la pantalla del ordenador y responder a la pregunta:
—Aún no me las ha dado. Mi marido me las regala todos los años antes de que salgamos a cenar. Es una tradición.


—Eh..., ¿es lo que se suele hacer? ¿Cena? ¿Flores?


Volvió a mirar a Nina con el ceño fruncido.


¡Maldita sea! No había preparado nada para Paula. Ella merecía romanticismo, corazones, flores y todas esas cosas que los hombres hacían por las mujeres el día de los enamorados.


—Depende. Cada pareja suele tener una tradición diferente —respondió su ayudante con una mirada inquisitiva—. ¿Se encuentra bien?


¡Mierda! No sabía qué hacer y odiaba esa sensación. ¿Qué podría convertirse en una bonita tradición? ¿Qué haría feliz a una mujer? ¿Qué la haría sentirse valorada? ¿Le habría mandado flores su ex? ¿La habría llevado a cenar?


Dejó el maletín en el suelo y trató de superar los celos que empezaban a crecerle por dentro. 


Daba exactamente igual lo que aquel capullo hubiera hecho por ella en el pasado…Pedro lo haría mejor.


Ahora era su chica y su deber era protegerla e idolatrarla. Quería que ese San Valentín fuera tan memorable que a partir de ese día no pudiera pensar en nada más que en él. El problema era que no tenía ni pajolera idea de cómo lograr su objetivo.


Se acercó a Nina inclinándose por encima de las flores y le susurró con vacilación:
—Paula.


Nina sonrió.


—Esa chica vale un potosí. Es una jovencita encantadora, jefe.


Solo una mujer en el mundo era capaz de hacerle pronunciar una palabra que jamás había salido de su boca:
—Ayúdame. —Curiosamente, como la petición estaba relacionada con Paula, no le resultó tan difícil decirla—. No sé qué hacer. ¿Podrías ayudarme, Nina?


Su ayudante se levantó de un salto con un entusiasmo y una velocidad que no eran normales para su edad. Hizo aspavientos a Marcie para que se acercara y las dos lo acorralaron para freírle a preguntas.


Normalmente se hubiera sentido avergonzado en una situación así: Pedro Alfonso, el
multimillonario y socio de una de las empresas más potentes del mundo, en un corrillo con dos
empleadas. Pero no se sentía abochornado, sino que escuchaba con suma atención cada palabra que pronunciaban las mujeres y cada consejo que le ofrecían.


Samuel pasó por allí para dirigirse al ascensor y, a pesar de que cuchicheaban como si estuvieran
organizando una conspiración, esbozó una sonrisa al lograr captar parte de la conversación.


Al ver la expresión de burla en el rostro de Samuel, Pedro le hizo una peineta sin apenas despegar los ojos de las dos mujeres que parecían conocer al dedillo los misterios femeninos. En ese momento para él eran diosas.


Hizo caso omiso de la risilla que soltó Samuel mientras se alejaba. Menuda pieza. Estaba deseando que llegara el día en que su hermano acudiera a él en busca de consejo.


Volvió a centrar toda su atención en Nina y Marcie y, dispuesto a aprender, las escuchó con los cinco sentidos.