lunes, 23 de julio de 2018
CAPITULO FINAL (TERCERA HISTORIA)
Un mes después, en Tampa.
Pedro miró al documento que tenía en la mesa con el ceño fruncido, preguntándose si la información que tenía era factual. ¿Era realmente posible que él y Magda tuvieran otro hermano? Había investigado para asegurarse de que no tenía más familia dispersa por el mundo.
A pesar de que estaba completamente satisfecho con su vida en ese momento, no quería tener ningún hermano por ahí de quien no supiera nada. Aunque agotara todos sus recursos, siempre le quedaría la duda.
Así que dejó que unos investigadores hicieran el trabajo por él. Su madre biológica había estado casada otras dos veces después de que su padre murió. Podría ser posible que hubiera tenido otros hijos. La información que tenía era vaga, pero necesitaba investigar la posibilidad, comprobar la información que sus agentes habían descubierto.
— Sí. No hay problema. Lo puedo comprobar —dijo Kevin a través del altavoz.
— No es muy probable, pero tengo que saberlo, y no quiero dejar sola a Paula tan pronto. No puedo — confesó Pedro a su cuñado—. Además, tiene proyectos que terminar.
— Los dos necesitáis daros un descanso ya.
La queja de Kevin retumbó en la habitación.
Seguro. Pedro esperaba que nunca lo hicieran.
Aunque sabía perfectamente de lo que Kevin estaba hablando, preguntó pretendiendo inocencia.
— ¿De qué?
— Del empalagoso enamoramiento. ¡Es demasiado! —respondió Kevin disgustado.
Pedro levantó la vista cuando Paula entró en la habitación, espectacular en un vestido rojo que obligó a Pedro a tener una erección.
— Paula está lista. Nos vamos. Tenemos que ir a una fiesta benéfica. Gracias por ayudarme con esto. Te enviaré lo que tengo —dijo Pedro a Kevin, sin poner mucha atención, y desconectó la llamada.
Se puso de pie y se sacudió las mangas del esmoquin, sin dejar de mirar a su esposa.
Los dos se encontraron en el medio de la habitación. El último mes había sido un tiempo de exploración y descubrimiento para los dos.
Cada día se repetía que no podía amar a su mujer más de lo que la amaba a ella. Pero cada día, se enamoraba un poco más de la increíble mujer que tenía delante de él, una mujer que se había dado en cuerpo y alma a él durante el último mes y le había permitido a él hacer lo mismo.
Estaban unidos de una forma que no habían estado antes, compartiendo la alegría y la desgarradora emoción de un amor tan fuerte que dolía …pero no del todo. El éxtasis bien merecía el dolor. Para él, Paula valía todo eso y más.
— Estás guapísima.
Sabía que no eran la palabras adecuadas.
Estaba deslumbrante. El vestido rojo de cóctel le llegaba a las rodillas, la tela le abrazaba insinuante sus curvas.
— Tú no estás nada mal tampoco, Sr. Alfonso —dijo Paula coqueta mientras le ajustaba la pajarita del esmoquin—. ¿Listos?
— Cuando tú digas, mi amor. ¿Estás segura de que te apetece ir? Sé que no te gustan mucho este tipo de reuniones. Pero si alguien te irrita, dile exactamente lo que piensas. —Aunque Pedro no creía que su mujer tendría ahora ningún problema en hacerlo.
Pedro sabía que ella accedía a ir con él a estos eventos porque él tenía que ir, pero siempre iba con él. Le agradecía que estuviera a su lado, pero no quería que siguiera haciendo algo que no le gustaba por complacerlo.
— No me importa. Es algo que tienes que hacer y quiero estar contigo —le dijo con calma—. Estoy lista —aseguró, dándose la vuelta en dirección a la puerta.
Pedro se quedó boquiabierto cuando vio la espalda del vestido. O mejor dicho, cuando vio que el vestido no tenía espalda casi. El delantero era engañosamente decoroso, pero la espalda era completamente inaceptable.
— ¿Va a ir así? —preguntó Pedro atónito.
— ¿No te gusta? —dijo inocentemente, guiñándole un ojo.
¿Que si le gustaba? Ya lo creo. A cualquier hombre que lo viera le gustaría. La espalda estaba completamente abierta, dejando ver una abundante cantidad de piel.
— Me encanta. Y también le encantará a todos los hombres en la fiesta. Voy a acabar la noche a golpes —protestó, con la boca seca y la respiración contraída mientras miraba cómo se movía la seda, tentadora, en torno a su cuerpo.
— No me importan los demás. Sólo me importa lo que tú pienses —le dijo seria.
Pedro avanzó lentamente, sin dejar de mirar con ojos codiciosos, posesivos, el pedazo de piel que dejaba ver el vestido.
Es mía. Siempre ha sido mía y siempre lo será.
— ¿Cómo puedes llevar ropa interior con eso? —preguntó con voz de deseo, aunque prefería no saber la respuesta.
— Es un poco complicado. La verdad, no puedo ponerme ninguna con este vestido —contestó sin inmutarse, llegando a la puerta.
— Me temía que me ibas a decir eso.
Pedro la alcanzó en la puerta. Llevó una mano a la espalda del vestido. Con un pequeño empujoncito a la tela pudo ver el tatuaje de Paula.
— Dios. ¡No sabes lo que esto me provoca!
— Lo sé. Pero no se ve —razonó Paula.
Poco le importaba a Pedro. Sabía que estaba allí y lo estaba viendo en ese momento.
— ¿Recuerdas lo que te dije? —ronroneó como previniéndola.
— Lo recuerdo —dijo Paula, volviéndose con una sonrisa peligrosa.
Estaba tirando de la cuerda, lo tenía a su merced: tragó anzuelo, plomo y sedal.
— Siempre cumplo mi palabra —la amenazó—, y llegaremos tarde al baile. — No es que le preocupara. Tenía los testículos a reventar y ¿quién lo iba a echar de menos de todas maneras?
— No sería la primera vez.
Paula se giró y le pasó los brazos por el cuello.
Pedro no tenía escapatoria, pero no se resistió.
La cogió en brazos y la besó mientras se dirigían al dormitorio. La risa de Paula resonó por toda la casa, una casa enorme rebosando de amor.
No llegaron tarde a la fiesta. Nunca llegaron.
Pedro mandó una disculpa al día siguiente, pero no fue más que una formalidad. Una nota que decía que lo sentían, que les surgió una emergencia que atender. La verdad es que no lo sentían, y la excusa no era exactamente una mentira. Pero no podía decir toda la verdad: que nunca salieron de casa esa noche por culpa de un vestido de seda rojo, un tatuaje provocador y algo que, ciertamente, resultó ser una emergencia.
CAPITULO 32 (TERCERA HISTORIA)
Paula miró la expresión de Pedro, de pasión, angustia y deseo, y sintió su cuerpo en llamas. A Pedro también le había subido la adrenalina, pero necesitaba desahogarse de manera completamente diferente.
Paula sintió un calor súbito en el vientre, sus necesidades respondiendo a las de él, y, repentinamente, los dos estaban desnudándose mutuamente, frenéticamente, queriendo acercarse más. La ropa cayó al suelo; los dos perfectamente conscientes que que podían haber muerto y nunca más experimentar esta cercanía.
— Estate quieta —le pidió Pedro bruscamente, sujetándole las manos sobre la cabeza, contra el árbol, completamente desnudos los dos.
Paula jadeaba con intensidad, su entrepierna humedecida al oír la autoritaria voz de Pedro.
Obedeció inmediatamente. Su cuerpo entero se distendió cuando clavó los ojos, con deseo de mujer, en la intensa expresión de Pedro. Su marido podría haber sido reacio a aceptar sus tendencias de macho alfa con ella, pero ahora su mirada posesiva, protectora y codiciosa no dejaba lugar a dudas.
Todos esos deseos de dominación se manifestaban en gloriosa abundancia en el ardiente, musculoso macho que tenía delante de ella, exudando testosterona por cada poro de su escultural cuerpo.
Su piel estaba arañada y sudorosa; las gotas de sudor le cubrían el rostro mientras que la sometía con sus ojos hambrientos.
— Necesito que me necesites —le dijo con voz grave, cogiéndole con una mano las muñecas mientras que con la otra le acariciaba un pecho, dibujando círculos con el pulgar alrededor de su pezón. Paula gimió, sus pezones duros e increíblemente sensibles; el menor toque sacudiendo sus terminaciones nerviosas.
— Te necesito. Tómame, Pedro. Te lo pido.
— ¿Sabes cómo me sentí cuando te caíste? — preguntó recriminándola, llevando su mano al otro pecho, pellizcándole ligeramente para luego
acariciarlo.
— Sí — exclamó Paula—. Igual que me sentí yo cuando te vi colgando del precipicio.
— Sentía que morías otra vez. —Pedro puso la mano entre los senos de Paula y la bajó lentamente hasta el vientre—. Y yo también morí por un momento.
Su voz era rasposa, pero su toque se sentía suave entre las piernas, con delicadez separando los labios vaginales y acariciándolos sutilmente. No era bastante y el cuerpo de Paula empezó a protestar. Sus caderas se empujaron adelante, necesitando más presión, más de él.
— Te necesito —dijo con deseo, gimiendo, mientras los dedos de Pedro le frotaban el clítoris, jugando con ella.
— No me basta, cariño. Te quiero más necesitada —le susurró al oído, mordisqueándole el lóbulo y pasándole la lengua alrededor—. Quiero que te corras. Porque sé que una vez dentro, no voy a durar. No esta vez.
Paula gimió en protesta, necesitando su contacto más que nada en el mundo. Pedro quería satisfacerla y ponía sus necesidades por delante de las de él.
Pero ella lo quería dentro, necesitaba estar unida, atada a él.
— Entonces hazme venir. Porque tengo que tenerte dentro ya —dijo en voz alta, sin importarle quién la oyera.
Pedro se estremeció, como si hubiera perdido el
control, y se lanzó a su boca, con los dedos jugando como cuando tocaba el piano. Fuertes, seguros, perfectos. Explorando encontró el clítoris abultado, necesitado de su atención.
Deslizó la mano arriba y abajo con un poderoso vaivén, mientras que su boca se clavaba en la de Paula, sin aminorar la presión, hasta que la hizo estallar en pedazos, todo su cuerpo sobrecogido con la explosiva intensidad del clímax
Separando su boca de la de ella, Pedro le soltó las muñecas y la levantó por detrás.
— Sujétate a mí con los brazos y las piernas — le ordenó, sin dejarla apenas tomar aliento antes de enterrarse dentro de ella con un alarido animal—. Nada entre nosotros esta vez. ¡Qué bien se siente!
Paula le puso las piernas alrededor de la cintura, los brazos alrededor del cuello, obediente, tragando aire cuando la penetró, enterrándose hasta los testículos. Pedro intentaba mantenerla separada del árbol para que no se hiciera daño en la espalda, pero a ella no podía importarle menos si se arañaba un poco. La sensación de tenerlo dentro era lo único que importaba y ella era demasiado apasionada para preocuparse por eso.
— Sí —lo alentó, pasándole la lengua por el cuello y mordisqueándole la piel, recreándose en su primitivo gruñido de aprobación mientras que él se retraía y volvía a entrar. Más duro, más fuerte, más profundo.
Paula jadeaba con cada acometida de su pene, sus caderas empujándole el clítoris, sensible, mientras la martilleaba golpe a golpe, cada embestida más frenética y furiosa que la anterior.
Sintió un orgasmo venir, incontrolado y enérgico, tan poderoso que la hizo gritar.
— Te quiero.
Pedro gimió y se estremeció al impulsar sus caderas dentro de ella, las paredes de su canal vaginal empuñándole el pene, ordeñándolo, al tiempo que ella se corría sin poder hacer nada para evitarlo.
Paula le agarró la cabeza y lo beso, gimiendo en su boca mientras que una ola de calor la recorrió como si se estuviera quemando. Se sintió ebria de placer y delirio cuando sus lenguas se encontraron y se entrelazaron de todas las maneras posibles, sus cuerpos meciéndose unidos, abrazados en un mundo que les pertenecía sólo a los dos.
Pedro la bajó con él al suelo, sobre la hierba. Paula encima de él, sin separar los labios, saboreándose mutuamente. Con una mano le acarició el pelo; la otra posesivamente sujeta a sus nalgas, con la mirada perdida, acariciándole con los dedos el tatuaje. Completamente abatida, Paula descansó la cabeza en el hombro de Pedro.
— Me hiciste pasar mucho miedo. No vuelvas a hacerlo —murmuró. Quiso poner convicción en su voz, pero estaba demasiado cansada.
— Cariño, si eso te provoca esta reacción, creo que lo haré todos los días —replicó Pedro con una risita viril.
— Me divorciaré de ti —declaró Paula sin
convencimiento.
— No. No lo harás —dijo él desafiante, acariciándole el pelo con delicadeza.
— ¿Cómo lo sabes? —preguntó ella impertinente.
— Porque me amas —le recordó él confiado.
— Sí. Eso es cierto. —Paula estaba tan rendida que no quería discutir. Tenía razón.
Pasase lo que pasase, siempre estarían juntos.
Creía que había sido una suerte de predestinación que le hubiera arruinado aquel traje, de otra manera nunca habría visto su destino escrito en aquellos increíbles ojos color miel—. ¿Te das cuenta de que estamos en público y desnudos? Esto no es bueno para tu imagen, ¿lo sabías?
— Tú mandaste mi famosa flema marca
Alfonso a la mierda cuando te conocí —se quejó Pedro—. Don Perfecto dejó de serlo.
— ¿Te importa? —preguntó Paula con curiosidad, queriendo saber si lamentaba haber perdido algo de su vieja imagen; el razonable, callado, respetable Pedro que solía ser.
Se echó hacia atrás para mirarlo a la cara.
La sonrisa feliz, pueril, de su rostro le dio un vuelco al corazón.
— Por supuesto que no. Empiezo a comprender que ser un mal chico es mucho más divertido.
La besó tiernamente y la levantó con él.
Se vistieron rápidamente, riéndose mientras se quitaban restos de hierba y hojas uno a otro. Pedro la cogió de la mano mientras terminaban de descender la pendiente y la ayudó a subir al coche.
Condujo al límite de velocidad de camino de regreso a casa. Paula bromeó diciéndole que conducía como un abuelo. Él le respondió que habían corrido suficientes riesgos por un día.
Ella sonrió. Pedro no era perfecto, pero casi.
Ninguna mujer podía ser más afortunada.
Reclinándose en la lujosa piel del asiento, Paula se convenció de que, después de todo el dolor y la angustia de los últimos años, Pedro y ella estaban por fin juntos, como tenían que haber estado siempre. Y si Pedro estaba con ella, no importa dónde, siempre se sentiría en casa.
CAPITULO 31 (TERCERA HISTORIA)
Paula temblaba de miedo aferrada a un arbusto que salía del acantilado, con los pies apoyados en lo que debía ser una pequeña protuberancia en la roca que formaba el precipicio.
Respira, Paula. Respira. No estás muerta… todavía.
Tras la momentánea parálisis causada por el pánico, intentó hacerse con la situación. Y no era fácil. Colgaba peligrosamente, sólo el vacío entre ella y una larga, mortal caída. No las mejores circunstancias para pensar con claridad.
— ¡Paula!
El atormentado grito de Pedro la devolvió a la realidad. Mirando lentamente hacia arriba, pudo ver la cabeza de Pedro asomándose. Su proximidad la reconfortó. Sus angustiosas miradas se encontraron mientras ella, con mucho cuidado, soltaba una mano y extendía el brazo. A su vez, desde el suelo, Pedro estiró un brazo para cogerla, pero había demasiada distancia entre los dos.
Cerca, pero no lo suficientemente cerca.
— ¡Mierda! Voy a bajar —oyó decir a Pedro decidido.
Espantada, volvió a agarrarse del arbusto con las dos manos.
— No, Pedro. Busca ayuda. —La caída podría matar a cualquiera. Había mirado hacia abajo las suficientes veces para saber que no había nada más que una pared plana debajo de ellos. Había algunos salientes para sostenerse y ella estaba a duras penas sujeta a uno de ellos—. No puedes bajar. Te caerás. Por favor.
A Paula había dejado de importarle si ella se caía, pero no podía soportar que le sucediera a Pedro.
— Ya lo verás —dijo Pedro inflexible, sus piernas oscilando sobre el precipicio—. Tú no puedes aguantar mucho más tiempo.
No…probablemente no podía. El arbusto era lo único que la mantenía contra la pared. El saliente bajo sus pies apenas le ayudaba a aligerar el peso de sus brazos.
— ¡Pedro! Maldita sea. Estate quieto.
El corazón se le detuvo en el pecho al verlo descender, un tortuoso instante tras otro, a medida que él encontraba apoyo en los sitios más impredecibles.
— Tú no te mueres hoy aquí, cariño. Ni ningún otro día. Ahora que acabo de recuperarte —protestó él, con un sonido gutural, roto.
Estaba decidido. No podía verle la cara. En ese momento, Paula maldecía su tenacidad.
— Esto es una locura. Vamos a morir los dos.
— Nadie va a morir —dijo Pedro, sin aliento, poniéndose con cuidado a su lado, agarrando otra pequeña rama del arbusto, a la altura de Paula.
A Paula le faltaba el aire, el miedo se había apoderado de ella. Pedro apenas sujeto a la roca, su agarre aún menos estable que el de ella. Sus miradas se encontraron, ella aterrorizada, él fuego líquido en sus ojos color miel; una mirada de determinación, animal, resoluta, que nunca había visto antes en él.
— Pedro. Por favor. —Las lágrimas surcaron su rostro, su cuerpo estremecido sabiendo que a Pedro le daba igual morir por salvarla. Ella lo había puesto en esta situación por ser una idiota y acercarse tanto al precipicio, pero Pedro no había dudado ir tras ella—. Terco como una mula —susurró desesperada—. Se supone que tú eres el sensato de los dos.
— No cuando se trata de ti —respondió Pedro con seriedad—. Tú sales de esta, cariño.
—Pedro. Tú no puedes …
Le puso una mano debajo de las nalgas y la empujó, pasando a ocupar su lugar mientras lo hacía.
— Agárrate, ¡maldita sea! —le ordenó,
observándola desde abajo.
No estaba lejos de la cima y la voz firme de Pedro la hizo luchar por encontrar un apoyo y evitar que él cayera. Un último poderoso empujón desde abajo puso su torso sobre la cima y Paula se arrastró arañando el suelo, jadeando y sin aliento hasta colapsar en suelo firme. Se volvió y dejó asomar la cabeza sobre el precipicio. Tragó aire al ver que el apoyo que había tenido en los pies se desprendía.
Pedro había puesto demasiado peso en él cuando la empujó por segunda vez. Vio a Pedro oscilar inestable por un instante, el instante más largo en la vida de Paula, hasta que encontró un nuevo apoyo.
Por favor. Por favor, que no muera.
Ella se arrastró con los codos hasta asomar el pecho, queriendo acercarse a él.
— Retrocede inmediatamente —ordenó Pedro con brusquedad, encontrando otro asidero, tirando poco a poco de su cuerpo hacia arriba.
Paula retrocedió, pero no mucho, resuelta a
ayudar a Pedro.
— Puedes cogerme la mano.
— ¡Atrás, joder! —la voz de Pedro sonó contundente. Su cuerpo poco a poco escalando la pared, a base de fortaleza y terquedad masculinas.
Dándose cuenta de que su marido, firme, no iba a correr el riesgo de tirar de ella hacia abajo, Paula se hizo a un lado, dejando sitio para que su marido trepara hasta la cima y para ayudarlo en su ascenso.
Lo cogió por la cintura del pantalón y tiró de él con todas sus fuerzas en cuanto vio aparecer su torso.
Tragó aire cuando él la agarró por la cintura y echó a rodar con ella lejos del borde dentado de la roca, protegiéndola con su cuerpo. No dejó de rodar hasta que dieron contra el tronco de un árbol. El cuerpo de Paula arrellanado en el de él.
Él se levantó y la ayudó a ponerse de pie. Había fuego en sus ojos.
— ¿Estás bien? —preguntó, tocándola por todas partes en busca de alguna herida.
Paula exhaló meditabunda, su cuerpo aún temblando. Pedro tenía raspones y cortaduras, pero estaba de una pieza.
— Estoy bien. Sólo temía que te mataras. ¿Qué estabas pensando? —le riñó enfadada; la adrenalina haciéndose dueña de su cuerpo—. Lo que hiciste fue estúpido. No vuelvas a hacerlo, Pedro Alfonso. Me has quitado veinte años de vida y me has asustado de muerte. —Le dio un puño en el hombro. Y luego otro, desahogándose contra la masa sólida de músculos que era Pedro.
Pedro la cogió, con calma, mientras que ella continuaba golpeándole el pecho. Empezó a bajar la cuesta con su cuerpo desgranado en brazos. Se paró a mitad de camino y la puso de pie en el suelo. La agarró por las muñecas y la empujó contra un enorme árbol, dominándola con muy poco esfuerzo.
Con la adrenalina por la nubes, ella dejó de golpearlo y empezó a sollozar. El miedo la dominaba ahora.
— ¿Qué haría yo si algo te pasara, Pedro? No lo soportaría.
— Lo sé. Así es como me sentí por más de dos años, cuando creí que estabas muerta, cariño— respondió con voz gruesa, emocionada.
Paula dejó de forcejear. Por fin era consciente de la realidad de lo que acababa de pasar.
Había vivido unos instantes de agonía pensando que Pedro iba a morir. Él había pasado más de dos años sin saber, pensando que ella estaba muerta. Había estado sola, añorando a Pedro, pero al menos sabía que él estaba vivo.
— No hubiera podido soportarlo. Los siento. Lo siento.
Sentir la intensidad de lo que Pedro había sufrido la llenaba de remordimiento, angustia, y pesadumbre.
— Lo pasado ya no importa, Paula. Sólo me importa nosotros. Si estás conmigo, nada más importa. Entiendo que me estabas protegiendo. Entiendo que no sabías qué otra cosa hacer. Yo fui parte del problema por la puta manera como hacía las cosas. Déjalo pasar. Necesito hacerte el amor — se desahogó Pedro, agarrando el suéter de Paula y sacándoselo por la cabeza—. Estamos vivos. Estamos juntos.
— No puedo creer que bajaras a rescatarme — dijo ella, todavía aturdida.
— Donde quiera que estés, siempre te voy a seguir —juró él con solemnidad.
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