lunes, 27 de agosto de 2018
CAPITULO 12 (SEXTA HISTORIA)
Paula se despertó lentamente. La cabeza le palpitaba como si alguien le hubiera arrojado un martillo al cráneo. Tenía el estómago revuelto por las náuseas. La luz le dañaba los ojos y volvió a cerrarlos; se llevó una mano a la cabeza dolorida y la otra al estómago rebelde.
«¿Qué demonios ha ocurrido?».
Desesperada por ir al baño —parecía que su vejiga estaba a punto de explotar—, abrió los ojos con cuidado para dejar que la luz se filtrase de manera gradual.
«Oh, mierda».
Al final, sus ojos se acostumbraron a la luz tenue y se percató de un cuerpo muy grande y muy cálido junto al suyo. Levantó la cabeza de golpe hacia la figura que yacía junto a ella y gimió por el dolor de moverse tan rápido y por la identidad exacta de la masa de músculo firme junto a ella.
«¿Pedro? ¿Dónde demonios estoy?».
Paula avanzó lentamente hasta salir de la cama, decidida a encontrar el baño. No tuvo que buscar demasiado lejos. Había uno en la habitación, tan cerca que podía verlo. Al sentarse en el borde de la cama, con la cabeza palpitante, la corta distancia hasta el baño visible al otro lado de la habitación parecía de kilómetros en su estado actual.
«Levántate. Llega allí antes de hacer el ridículo».
—¿Necesitas ayuda?
Paula se encogió al oír el barítono grave y suave. Aunque era dulce y amable, ahora mismo, con el dolor de cabeza que tenía, sonaba como si Pedro le hubiera gritado.
—No —respondió avergonzada mientras sus ojos se concentraban en los increíbles abdominales justo enfrente de ella. Pedro se había levantado de la cama y se paró frente a ella sin que Puala se percatara siquiera. Llevaba unos bóxer ajustados azul marino y nada más. Paula, avergonzada, ni siquiera podía mirarlo a los ojos.
Sin mediar palabra, Pedro la cogió en brazos, la llevó al cuarto de baño y bajó sus pies al suelo delicadamente antes de salir y cerrar la puerta sin decir nada más.
«¡Gracias a Dios!».
Paula se ocupó de las necesidades urgentes de su cuerpo y consiguió llegar al tocador, que utilizó para apoyarse mientras se lavaba las manos. La cabeza seguía dándole vueltas.
Cuando volvió a enderezarse, el baño se inclinó.
Un brazo grande y masculino apareció en la puerta y dejó caer un camisón recatado en el baño. Ella lo miró fijamente, tirado en el suelo, antes de sentarse temblorosa en la tapa del inodoro para alcanzarlo. Se quitó todo excepto la ropa interior y se lo puso por la cabeza.
Tenía la boca seca como el desierto, estiró el brazo hacia el tocador, tomó una de las tazas colocadas boca abajo y la llenó de agua, sin importarle realmente si estaba limpia o no.
Estaba boca abajo, de modo que dio por hecho
que estaba sin usar. Bebió el agua lentamente mientras observaba un recipiente lleno de cepillos de dientes y el tubo de pasta junto al lavabo. Dio buen uso a uno de ellos y se lavó los dientes rápidamente, se los aclaró y después bebió más agua. ¿Había enfermado? En ese preciso momento, nada tenía sentido en su mente nublada excepto el hecho de que se sentía como una mierda.
Pedro abrió la puerta suavemente, la alzó en brazos en silencio y volvió a llevarla a la cama.
Después le entregó unas pastillas que parecían ibuprofeno y una botella de Gatorade.
—Tómatelas y come algo. Te sentirás mejor —dijo en voz baja.
Ella tomó las pastillas y se las tragó con la bebida isotónica mientras observaba dubitativa la bandeja que había frente a ella. Solo eran unas tostadas, pero el estómago se le revolvió ante la idea de comer.
—No creo que pueda comer —gruñó—. ¿Dónde estamos?
Pedro alcanzó la tostada, partió un pedacito y lo sostuvo frente a la boca de Paula.
—Tienes que llevarte algo al estómago. ¿No te acuerdas de Las Vegas?
«Las Vegas. Me encontré con Pedro por casualidad. Pánico. Copas. Más pánico. Más copas».
Abrió la boca con obediencia y aceptó distraídamente el bocado que le ofrecía Pedro mientras intentaba poner en orden sus pensamientos revueltos al tiempo que masticaba. Los recuerdos eran borrosos ahora, pero se acordaba de lo nerviosa que se sentía, temerosa de que Pedro descubriera la verdad.
Había utilizado el alcohol como valor líquido, algo que no había hecho en toda su vida. Era una bebedora ligera, cuidadosa porque su padre era un alcohólico violento. Pedro le dio de comer de manera ridícula con la mano y ella aceptó otro pedazo de tostada distraídamente.
Después de tragar, preguntó dubitativa:
—¿Estoy enferma?
—Resacosa —dijo Pedro amablemente—. Estabas bastante borracha.
Nunca había tenido resaca, nunca había bebido lo suficiente como para experimentarla. En aquel preciso momento y lugar, juraría que nunca volvería a tenerla. Se sentía como si una picadora de carne gigante se la hubiera tragado entera para después escupirla.
—No suelo beber tanto normalmente —susurró en voz baja.
—Bienvenida al mundo de las fiestas excesivas —respondió Pedro suavemente—. Tienes que volver a dormir. Es lo mejor para ti ahora mismo.
—Le metió otro pedazo de pan en la boca.
Paula alzó la mano para indicar que ya había comido bastante tostada. Pedro tomó la bandeja.
—Termínate el Gatorade. Probablemente estés deshidratada. —Salió del dormitorio, obviamente para librarse de la bandeja.
Paula bebió lentamente, a sorbitos; el dolor de cabeza empezó a mitigarse.
Al mirar en torno al descomunal dormitorio lujoso, se preguntó en qué hotel de Las Vegas se hospedaba Pedro. Era un sitio maravilloso y ni siquiera daba la sensación de ser un hotel exclusivo.
El reloj junto a su cama decía que rondaban las siete de la mañana.
—Mi vuelo —murmuró alarmada. Tenía un vuelo temprano que salía de Las Vegas.
—Está anulado —dijo Pedro bruscamente cuando volvió a entrar en el dormitorio, con aspecto de estar completamente cómodo prácticamente desnudo.
«Un tipo como él no necesita sentirse cohibido».
Pedro era un adonis terrenal, tan de infarto como se describía a la figura mitológica.
—¿Has anulado mi vuelo? —preguntó sorprendida.
Pedro respondió con ironía:
—Desde luego, no parecía que fueras a ir en el avión. No dejan que gente excesivamente bebida vuele en aviones comerciales —respondió sin comprometerse—. Duerme, Paula.
Ella vació la botella de Gatorade y la dejó sobre la mesilla, deseando tener la certeza de que llegaría a la cocina para tirarla a la basura, pero no estaba segura de poder llegar tan lejos andando. Le pesaban los ojos y todavía le dolía la cabeza.
—Me siento fatal. Siento que te tocara quedarte a cuidar de mí. —Odiaba haber perdido tanto el control como para que Pedro necesitara hacer de niñero.
Por lo visto, se había quedado con él e incluso él durmió en la misma cama para estarse atento a ella. Evidentemente, no se molestó en ponerse un pijama.
Tal vez durmiera desnudo en realidad y estuviera siendo considerado al ponerse los calzoncillos. Ella tragó nerviosa ante aquella idea mientras intentaba no imaginar su increíble cuerpo desnudo enredado deliciosamente en las sábanas mientras dormía.
Pedro se metió en la cama y atrajo el cuerpo complaciente de Paula contra su costado, posando su cabeza sobre su hombro.
—Te sentirás mejor cuando te despiertes. —Hizo una pausa antes de añadir en tono jocoso—. Quizás esta vez no ronques.
—¿He roncado? —Paula se sentía avergonzada.
—Sí, pero era algo así como erótico —respondió él—. Una especie de gato ronroneando en alto.
—Estaba borracha —respondió ella contrariada.
Se le cerraban los ojos.
La suave risa entre dientes de Pedro fue lo último que oyó antes de volver a sumergirse en el sueño.
CAPITULO 11 (SEXTA HISTORIA)
Deambuló hasta el dormitorio y de inmediato se le puso duro cuando vio a Paula en la cama, su cabello encendido salpicando una almohada blanca como la nieve. Obviamente, su pene era la única parte de su anatomía que no estaba enfadada con Paula en absoluto. Incluso inconsciente en la cama, Paula se veía tan hermosa que quitaba el aliento. Le quitó las sandalias, pero la dejó vestida con unos pantalones cortos y su camiseta ajustada.
«¡Uno sólo puede aguantar la tortura hasta cierto punto!».
No iba a toquetear a Paula mientras estuviera ebria o inconsciente. Quería que estuviera despierta y que fuera consciente de todo lo que ocurría cuando se enterrase en su interior por primera vez. Y haría eso exactamente muy pronto.
«Mía».
Pedro luchó con su sentido del honor y de la moral una vez más, preguntándose si todo hombre tenía un momento en la vida en el que haría cualquier cosa para conseguir algo que quisiera o a alguien a quien quisiera.
Aquello era una primera vez para él. Cierto es que se arriesgaba en los negocios, pero solo después de calcular cuidadosamente los riesgos y los beneficios de actuar de una manera determinada, cuando estaba bastante seguro de que conseguiría el resultado que esperaba. Se había apresurado durante las últimas veinticuatro horas estrictamente desde la emoción y el deseo, sin preocuparse siquiera de sopesar las consecuencias.
«Soy tan patético y estoy tan desesperado por tenerla en mi cama».
¿Qué demonios estaba ocurriéndole? Podría discutir consigo mismo eternamente, racionalizar los motivos por los que había hecho lo que había hecho, pero todo se reducía a puro egoísmo. Deseaba a Paula.
«¿Y qué importa, joder? No es como si fuera a quedármela para siempre. Vamos a tener sexo cada día, a cada hora, hasta que ambos estemos satisfechos y cansados el uno del otro. Cuando sepa que no va a casarse con el perdedor y me la haya sacado del sistema, podemos terminar estas pequeñas vacaciones imprevistas».
Pedro frunció el ceño; por alguna razón, su cuerpo y su mente se revelaban ante ese pensamiento. Una oleada de instintos posesivos recorrido todo su cuerpo cuando la miró, tan inocente y vulnerable mientras dormía.
«Mía».
Ahora que conocía algunos de sus secretos y que era consciente de cómo había mentido a todos para guardárselos, se sentía aún más protector hacia ella, necesitaba mantenerla a salvo, aunque estaba tan enfadado que quería despertarla y agitarla hasta que le contara toda la verdad. Y por qué había mentido.
Se obligó a dejar de mirar a Paula, se quitó los pantalones y la camisa y cerró los postigos de las ventanas para bajar la luz. Ya estaba bien entrada la tarde, pero la habitación seguía muy iluminada.
Se metió en la cama junto a ella y sonrió mientras se preguntaba si también emitía ese delicado ronquido cuando no estaba ebria. En realidad,era un poco… sexy.
Paula gimió y giró sobre su costado. Sus manos se aferraron a él de inmediato y cubrió su cuerpo con el de ella como un misil termodirigido.
—Pedro —susurró en tono bajo y adormilado rebosante de un intenso anhelo.
No estaba despierta, así que Pedro se preguntó cómo sabía que se trataba de él y no de su prometido.
«Está buscándome a mí, en la cama».
El hecho de que lo buscase a él, que tratara de localizarlo de manera subconsciente, lo golpeó de lleno como un puñetazo en el estómago. La envolvió con los brazos en gesto protector.
—Tienes mucho de lo que responder, mujer —susurró con voz ronca. Se le cerraron los ojos y se sintió como si Paula por fin estuviera exactamente donde se suponía que tenía que estar. Tenía el pene duro, pero se contentó con no reaccionar a eso. En ese preciso momento, bastaba con saber que ella estaba allí y que tal vez pudiera liberarse por fin de aquella larga y excitante obsesión por ella.
Sin ganas de pensar en el después y con el cuerpo cálido de Paula cubriendo el suyo a medias, cerró los ojos y durmió.
CAPITULO 10 (SEXTA HISTORIA)
Pedro intentó apaciguar su culpa diciéndose a sí mismo que Paula terminaría siendo más feliz a la larga, pero eso no lo ayudó esta vez.
Esa maldita voz exasperante de su cabeza había vuelto y no parecía capaz de cerrar la puerta del todo a sus emociones. De acuerdo, la voz no era lo bastante alta como para impedir que hiciera lo que tenía que hacer, pero era molesto tener remordimientos acerca de, básicamente, secuestrar a Paula, aunque ella hubiera ido con él por voluntad propia, aunque completamente borracha.
Volvió a sentarse con el ordenador de Paula, incapaz de evitar utilizar cada ápice de información que pudo encontrar. Gustavo había dejado el ordenador abierto y buscar información sobre Paula era una tentación demasiado grande.
Desesperado por descifrar su vida, intentó encajar toda la información. Parte de ella tenía sentido; mucha, no lo tenía.
Paula tenía muchos emails de un tipo llamado David. ¿Era este el misterioso prometido? «¡Ni siquiera sé el nombre del tipo!». Sin embargo, la mayor parte de los correos intercambiados no eran nada más que lugares de encuentro y planes de viaje. No había nada romántico y se intercambiaba muy poca información personal. Por lo visto, David estaba en Oklahoma, por lo que Pedro pudo conjeturar.
Curioso, buscó en Google su personaje de P. Chaves, igual que había hecho Gustavo, y llegó a la misma conclusión que él: era una fotógrafa muy respetada especializada en fotografía de fenómenos meteorológicos extremos.
Incluso tenía una página web, pero no había ni una sola foto de ella. Todas las fotos eran de tormentas violentas o del periodo posterior a los desastres.
«Dios. ¿Cómo lidia Paula con un sufrimiento y un dolor semejantes?».
Paula era la clase de mujer que daría cobijo a un gato sordo porque no podía soportar ver sufrir al animal. ¿Cómo lidiaba con la tragedia humana a esa escala?
En algunas de las fotos, vio al mismo hombre —un joven moreno, alto, probablemente de la edad de Paula. Normalmente estaba en medio de estos desastres, al igual que la mujer que tomaba las fotografías.
—¿Su prometido? —se preguntó a sí mismo con voz disgustada.
Demonios, ni siquiera sabía el nombre de su prometido, y eso lo molestaba. Al menos debería saber el nombre del tipo, ¿verdad?
Enojado, Pedro sacó su teléfono y marcó el número de German.
—¿Cómo se llama el prometido de Paula? —preguntó Pedro después de que German dijera hola, sin intercambiar ninguna de las chorradas habituales.
—Siempre se ha referido a él únicamente como Javier. Una vez le pregunté su apellido y dijo que era Smith —refunfuñó German—. Si vas a intentar echarle un vistazo, olvídalo. Yo ya lo intenté. ¿Sabes lo común que es ese nombre en Colorado? Sin una profesión ni ninguna otra información identificativa, no puedo estar totalmente seguro de qué Javier Smith está aprovechándose de mi hermana pequeña —admitió Grady bruscamente.
—Mierda —espetó Pedro malhumorado—. ¿Viven juntos? ¿Está en Aspen?
—No lo sé. Paula siempre dice que no es de mi incumbencia. Nunca quiere hablar de él. Lo único que dijo cuando hablé con ella era que estaban resolviendo sus problemas y que iban a casarse. Entonces me dijo que iba a Las Vegas con sus amigas durante unos días para una despedida de soltera. A menos que haga que la sigan, no puedo sonsacarle la puñetera información. Y, créeme, he pensado en ponerle una sombra. Pero si llegara a enterarse, se sentiría realmente dolida. Lleva una vida tranquila en Aspen y nunca ha querido estar en los medios de comunicación ni llamar la atención —suspiró German—. Todos nosotros hemos amenazado con ir allí a conocer al tipo, pero Paula prometió que lo traería a Amesport o que todos nos encontraríamos en algún sitio antes de que se case con él. Ni siquiera ha fijado una fecha aún, así que no la presioné. Sonaba agotada el día que me lo contó. Dijo que estaba cansada.
Pedro estuvo muy cerca de descubrirse, de decirle a German lo que había hecho exactamente, pero no lo hizo. Si German supiera que había encontrado a su hermana pequeña en Las Vegas y que después la había emborrachado tanto que ella no sabía lo que estaba haciendo, le daría una paliza. A Pedro no le preocupaba pagar por lo que había hecho. A decir verdad, lo esperaba.
Simplemente no quería irse de la lengua demasiado pronto. Primero necesitaba
tiempo con Paula.
—Estaba pensando en echarle un vistazo después de que me contaras que iba a casarse con él. Estoy preocupado porque vaya a casarse con un tipo al que no conoce nadie —admitió Pedro, más preocupado ahora de lo que había estado nunca antes. Paula no estaba llevando la vida tranquila en Aspen que German pensaba, ni de lejos.
—No sabía que vosotros dos manteníais realmente el contacto —dijo German pensativo.
—No nos ponemos en contacto tan a menudo como a mí me gustaría — confesó Pedro—. Desde tu fiesta de compromiso en Año Nuevo, nos escribimos, pero siempre la he considerado una amiga. —Pedro estuvo a punto de atragantarse con la palabra amiga, y decir que se «escribían» era una exageración. Le enviaba una frase corta todas las semanas y ella le respondía las dos mismas palabras: «Estoy bien».
—Es todo un detalle por tu parte que te importe lo suficiente como para preocuparte —dijo German en voz baja y sincera.
Pedro empezaba a sentirse realmente asfixiado por la culpa. Sólo le importaba porque era un cabrón egoísta, no por la bondad de su corazón.
—Me importa —respondió con voz ronca. Al menos aquella afirmación era verdad, independientemente de sus motivaciones—. Bueno, ¿cómo está Emilia? —preguntó Pedro con curiosidad.
German se reavivó de inmediato y empezó a ponerse poético sobre su esposa.
Pedro sonrió y su amigo siguió hablando sin cesar sobre cuánto había cambiado su vida Emilia. Obviamente no había problemas en ese matrimonio en particular. German adoraba a Emilia y se preocupaba por ella de manera
obsesiva. Aunque Pedro nunca había querido esa clase de apego con ninguna mujer, casi envidiaba a German. El hombre era feliz y había cambiado, definitivamente para mejor, desde que Emilia llegó a su vida. Otrora un solitario, ahora prácticamente lo adoraba toda la ciudad de Amesport, Maine.
Para Pedro, no cabía duda de que Emilia amaba a German con la misma intensidad con que él la amaba a ella. Lo había visto en sus ojos cuando los vio juntos durante las vacaciones.
Desgraciadamente, no había podido asistir a su boda. Llegó en un momento en que tenía que estar sin falta en Londres, por negocios, y German se había asegurado de casarse con Emilia con muy poca antelación, como si temiera que ella cambiase de idea. Por aquel entonces, Pedro no estaba seguro de si ese compromiso previo había sido una bendición o una maldición. Quería ver a Paula desesperadamente, pero no estaba seguro de si habría sido capaz de ocultar el hecho de que quería acostarse con ella si volvía a verla.
Sinceramente, no sabía con seguridad si no se la habría echado al hombro y embarcado en su avión privado con ella a cuestas para llevarla a cualquier lugar donde pudieran estar solos juntos.
Habló con German durante treinta minutos más, principalmente de Emilia y de los hermanos de German. Para cuando colgaron, Pedro casi veía doble y su cuerpo suplicaba que durmiera.
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