sábado, 14 de julio de 2018
CAPITULO 3 (TERCERA HISTORIA)
Kevin se acercó a ellos cojeando, arrastrando a
Tucker. El perro jadeaba, lengua afuera, cuando se dejó caer a los pies de Pedro, no sin antes dirigirle una mirada de recriminación.
—No es culpa mía. Te fuiste con él —respondió
Pedro a la silenciosa amonestación de Tucker,
devolviéndole la mirada.
¿Es que Tucker no conocía a Kevin? El hermano
de Paula se empeñó en doblegar su pierna mutilada como si tuviera algo que probarse a sí y a los demás.
Cuando tuvo el accidente de moto que terminó su brillante carrera de jugador de fútbol americano, los médicos no creían que pudiera salvar la pierna, pero Kevin no sólo la salvó sino que estaba en mejor forma que ninguna otra persona que Pedro conociera.
Pedro se separó de Magda, que sonreía a Kevin mientras que este se dejaba caer sentado a su lado, cuidando de no sentarse encima del sándwich de Magda.
—¿Os habéis dado una buena paliza? —
preguntó Magda, acercándose a acariciar al maltrecho can. Tucker ya estaba roncando, pero dejó escapar un gemido de satisfacción cuando ella le acarició la cabeza.
—Seguro. Tucker me ha hecho sudar la gota gorda. Estoy reventado. Este perro corre a un ritmo agotador —respondió Kevin bromeando.
Sonrió a Paula y se incorporó, como si estuviera listo para andar otros diez kilómetros sin esfuerzo. Pedro estaba seguro que Tucker había seguido a Kevin sin molestarse en apretar el paso, lo que sin duda habría puesto de un humor de perros a Kevin. Me recuerda tanto a Paula.
Kevin y Paula tenía los mismos ojos azules, una sonrisa luminosa y el pelo rubio. En ese momento, Kevin estaba despeinado y necesitaba un corte de pelo, que le llegaba al cuello de la horrorosa camisa de flores que llevaba puesta. Por alguna razón, Kevin había sido siempre el perfecto candidato para la lista de los hombres peor vestidos. No era porque no tuviera dinero. Su cuñado era más que rico, quizás más que Pedro. Se había hecho cargo de la Harrison Corporation junto a su hermano mellizo, Teo, cuando sus padres murieron cuatro años atrás y había sido defensa en un equipo de fútbol profesional en Florida, ganando un sueldo astronómico y contratos publicitarios altamente lucrativos. Pedro apostaría algo a que la camisa, a pesar de estar para arrojarla al cubo de basura más cercano, era de marca. De hecho, creía que Kevin se vestía así para irritar a su hermano.
Teo era más bien neurótico y meticuloso, características que Pedro compartía y que
deberían hacerlo más afín a Teo que a Kevin.
Sin embargo, después de perder a Paula, Pedro y Kevin se habían acercado más, pasaban más tiempo juntos.
Kevin había estado dispuesto a hablar de Paula, Teo permanecía estoico y en sí mismo.
—Fue un detalle que sacaras a Tucker a hacer
ejercicio —dijo Magda a Kevin acercándose a darle un beso en la mejilla.
—Quieto ahí. Samuel tolera que Pedro reciba algo de mimos, pero si no eres familia, guarda las distancias.
Simon Hudson, el hermano menor de Samuel, se acercaba a la mesa con su embarazadísima esposa, Karen, pretendiendo que su aviso sonara con seriedad.
—Somos familia política, más o menos —
contestó Karen, sonriendo mientras que Simon
ayudaba a Karen a sentarse en el banco enfrente de ellos—. Es la hermana de mi cuñado. ¿No cuenta eso?
Simon arrugó el entrecejo, se evidenciaba su preocupación porque su esposa pudiera ponerse a dar a luz en cualquier momento. Kren estaba radiante, su cara sonrosada por el paseo con su marido. Simon miró por fin a Kevin después de sentarse al lado de su mujer.
—No cuenta. Si no eres familia directa, olvídate
—sentenció Simon.
Karen le dio una torta en el brazo.
—Kevin es de la familia. Déjalo en paz,
cavernícola. Resulta que a las dos nos gusta que nos trate como hermanas. Kevin y Pedro son mis hermanos honoríficos.
Pedro dejó escapar una risotada.
—Así que podemos darte un abrazo de
hermano, ¿no? —preguntó sin dejar de mirar a
Simon.
Pobre Simon, no debería tomarle el pelo. Era enfermizamente celoso y su mujer estaba de nueve meses, pero Pedro no podía evitarlo. Con una mirada cómplice a Kevin, los dos empezaron a levantarse.
Simon emitió un gruñido, de hecho, enseñó los dientes, cuando Kevin y Pedro se levantaron.
Karen parecía encantada con la idea de recibir el abrazo de los dos hombres.
—Un paso más y los dos acabáis en el hospital
—advirtió Simon amenazante.
Pedro sonrió y Kevin rio a carcajadas.
Definitivamente, no era buena idea bromear con
Simon acerca de su mujer, pero era entretenido ver sus reacciones. Los dos volvieron a sentarse, sabiendo que no era conveniente ir más lejos. A Pedro no le cabía duda que Simon cumpliría su palabra.
—Ya verás —dijo Simon—. La venganza se
sirve en plato frío.
La sonrisa despareció del rostro de Pedro.
Aunque a Kevin lo había plantado su novia recientemente, su cuñado podría algún día encontrar una mujer y entonces pagaría todas sus bromas.
Pero Pedro sabía que nunca la encontraría. Y él
nunca había tratado a Paula de la forma que Samuel y Simon trataban a sus mujeres. Sus padres lo habían querido, dándole todo lo que un hijo, adoptado o no, pudiera desear. A cambio, él siempre quiso hacerlos sentirse orgullosos comportándose siempre con dominio de sí. No es que no hubiera querido comportarse como un salvaje con Paula en algunas ocasiones, todo el tiempo, de hecho, pero no había permitido que ese deseo saliera a la superficie. Sin concesiones, lo reprimió, enterrándolo en lo más profundo de sus entrañas, y amó a Paula con el mismo tibio, solícito afecto que su padre mostraba hacia su madre. Pero por Dios que no había sido fácil.
Pedro sabía que sus instintos animales se habían despertado con Paula, devorándolo por escapar, pero los había ocultado siempre, en una lucha constante para mantenerlos a raya.
Ahora pensaba que ojalá los hubiera desatado y la hubiese amado con toda pasión. Temía asustarla, ahuyentarla si se comportaba irracionalmente. Pero viendo a los otros dos hombres con sus esposas no podía estar seguro de que ella no lo hubiera querido a él de esa manera también. Karen y Magda parecían felices, por entero seguras de que eran amadas.
¿Se había sentido Paula así alguna vez? No estaba seguro.
Samuel les trajo un plato de hamburguesas y
perritos calientes recién hechos. Rápidamente, juntaron dos mesas de picnic para que todos pudieran sentarse. La madera pareció crujir, protestando el peso de la gente y de la cantidad de comida, suficiente para alimentar a una milicia. Kevin y Magda se sentaron uno a cada lado de Samuel. Pedro recorrió con la mirada el grupo en torno a la mesa y la gente a lo largo del perímetro del parque, riendo para sí de la cantidad de guardias de seguridad camuflados que los rodeaban.
Sabiendo que Samuel y Simon tendrían el parque rodeado, no se había molestado en incluir su servicio de seguridad, más pequeño, en esta ocasión. Ahora estaba contento de no haberlo hecho. Hubiera sido demasiado. Los hermanos Hudson tenían prácticamente un pequeño ejército rodeando el parque para proteger a sus mujeres. No es que Pedro los culpara. Quizás si hubiera sido más firme con Paula acerca de su seguridad, quizás si no la hubiera dejado convencerlo de que no necesitaba que la siguieran cada minuto del día, quizás…
Iba a coger una hamburguesa cuando la vio, su
mano se detuvo abruptamente antes de alcanzar el plato. Se quedó helado cuando se encontró con la mirada de una mujer a unos pocos metros de él, sin moverse, medio escondida detrás de una palmera.
Su corazón dio un respingo cuando sus ojos se clavaron en los de ella, tan parecidos a los de Paula.
Podría haberse convencido de que no eran el mismo azul, pero no podía ignorar el sentimiento de familiaridad que sintió y que vio reflejado en la mirada de ella. No podía ser.
—Paula —susurró, dejando caer la mano sobre la mesa, boquiabierto.
Al oír la declaración callada de Pedro, Kevin miró en su misma dirección, vio a la mujer y luego se volvió a Pedro.
—No te hagas eso. No es ella —le dijo
bruscamente.
Sí. Era cierto. Hasta un año después de la desaparición de Paula, Pedro la veía por todas partes.
Pero esto no era lo mismo.
—Es ella —respondió Pedro sin dejar de mirarla,
su cuerpo más y más tenso a medida que se ponía de pie.
Kevin lo sujetó por el brazo. Fuertemente.
—Sus ojos son del mismo color, eso es todo. No
es ella. Mírala, Pedro. Tiene el pelo corto, oscuro. Es delgaducha. No se parece en nada excepto por los ojos. Hay cientos de mujeres con los ojos azules.Deja de torturarte. Paula ya no está aquí y nunca va a volver.
CAPITULO 2 (TERCERA HISTORIA)
En el presente.
-No necesito una mujer, Magda, ya estoy
casado.
Pedro acarició su alianza de platino, un anillo que raramente abandonaba su dedo desde el día de su boda y allí permanecería aún hasta después de muerto. Técnicamente, seguía casado. El cuerpo de Paula nunca fue encontrado y no había sido declarada oficialmente muerta.
Respiró hondo, dejando salir el aire lentamente,
saboreando el olor a barbacoa y aire fresco.
Celebraban el final del verano con un picnic, una rara ocasión en la que familiares y amigos podían reunirse en uno de los parques públicos, volver a la niñez y olvidar que eran algunos de los individuos más ricos del mundo, con más responsabilidades sobre sus cabezas que un ciudadano cualquiera.
Hoy, eran gente corriente y Pedro no quería tener esta conversación con su recién encontrada hermana. Sólo quería saborear el hecho de que tenía una familia, una hermana de la que no conoció su existencia hasta principios de año. Por unas cuantas horas, quería disfrutar de la compañía de la gente que le importaba y no pensar en la mujer que había perdido.
Encontrar a Magda había sido un milagro, un regalo que no quería desperdiciar.
Magdalena se mordió el labio inferior, mirándolo con una expresión preocupada desde el otro lado de la mesa a la que habían sido desterrados por el marido de Magda, Samuel Hudson. Samuel estaba a cargo de la barbacoa y quería a su esposa, embarazada, alejada del fuego. Pedro sonrió, preguntándose cómo su
amigo y cuñado iba a sobrevivir el embarazo de
Magda. Estaba de pocos meses y Pedro la trataba como si fuera tan frágil como el cristal.
No quería imaginarse lo enfermizamente protector que Samuel se volvería a medida que el embarazo progresaba. No importaba que Magda fuera médico y perfectamente capaz de saber lo que podía o no podía tolerar, Samuel estaría siempre encima de ella.
Francamente, no podía culparlo. Él mismo se sentía algo más protector que un simple hermano. Su hermana tenía treinta y cinco años, dos años mayor que él, y quería ese hijo desesperadamente. Se sentiría aliviado cuando el bebé naciera sano y salvo.
Cualquier otra opción le destrozaría el corazón a
Magda, y su hermana ya había tenido suficientes adversidades que superar en la vida.
— Sólo quiero que seas feliz —respondió en voz
baja, estirando nerviosamente uno de sus rizados mechones de pelo rojo.
Pedro odiaba esa expresión triste en su rostro,
pero de alguna manera tenía que hacerle entender que no estaba interesado en ninguna compañía femenina. A veces no era posible conseguir la felicidad extrema que ella tenía con Samuel.
Definitivamente, no estaba en su futuro. Él había
encontrado al amor de su vida… Y había conseguido mandarlo todo a la mierda. Su hermana había tratado de presentarle a varias mujeres todo el verano y eso se tenía que acabar.
— Siento por Paula lo mismo que tú sientes por
Samuel. La amé. Aún la amo. Su muerte no ha
cambiado nada. No hay nadie más para mí, Magda. Ella fue la única. —Pedro sabía que Magda lo entendería. Después de todo, ella había esperado una década por Samuel—. No puedo estar con nadie más. Nunca podré.
—Eso lo piensas ahora, Pedro, pero algún día…
—Sentiré exactamente lo mismo el próximo año,
dentro de diez años y cada día posterior. —No iba a andarse con rodeos con ella. Nunca más. En el pasado, cambiaba de conversación cuando le sugería que debía buscar la compañía de una mujer, pero esta vez no. La preocupación de Magda por su felicidad era entrañable, pero equivocada. Sólo conseguía hacerle recordar aún más lo que había perdido—. Si algo le pasara a Samuel, ¿cuándo estarías lista para salir con otro?
A Magda se le entristeció el rostro y Pedro se
sintió como un imbécil. Lo último que deseaba era herir a Magda. Sabía que tenía buena intención y sólo quería que fuese tan feliz como lo era ella con Samuel, pero ya no aguantaba más y necesitaba desesperadamente que lo dejara en paz. Había pasado los dos últimos años y medio intentando no perder la cordura, el dolor en el pecho sin remitir, intentando superar día a día la angustia de vivir sin Paula. Era mejor no pensar en relaciones amorosas en absoluto.
No había final feliz para él, sólo supervivencia, y estaba mejor trabajando, durmiendo de agotamiento y dando gracias al cielo por la familia y los amigos. No quería otra mujer. No había sustituta. Era como era. Aparentemente, él y su hermana compartían una misma característica: se enamoraban una vez y para siempre.
—Nunca —admitió Magda. Sus ojos avellana se encontraron con los de él, comprendiendo finalmente lo que le quería decir—. Nunca estaría preparada porque Samuel es el único hombre para mí. Te comprendo y te pido disculpas. Es sólo que me siento tan inútil. Quiero ayudarte, pero no sé cómo.
Pedro se levantó y fue a sentarse al lado de su
hermana embarazada para abrazarla. Cerró los ojos, saboreando el femenino, compasivo abrazo de su hermana mientras le rodeaba los hombros con sus brazos y lo estrechaba.
— Ya me has ayudado siendo mi hermana. No necesito nada más —dijo con dulzura y con voz enronquecida. Mentía, sin duda. Pero lo que
necesitaba no era posible. Paula no iba a regresar y necesitaba aceptarlo. Simplemente, nunca lo había aceptado hasta el momento.
— A ver si dejáis eso ya antes de que Samuel
venga y os parta los brazos.
La voz masculina, jovial, sonó a sus espaldas.
Su cuñado Kevin se acercaba a ellos con Tucker, el sabueso con cara triste de Pedro. O mejor dicho, de Paula. Tucker era un perro callejero que Paula había adoptado y Pedro nunca había averiguado a qué raza pertenecía. Parecía un mal cruce entre basset y san-humberto, un can que hacía poco más que comer y mirar con reproche a Pedro desde algún lugar escondidos entre los pliegues de su piel. Pedro no estaba seguro cómo Kevin había hecho que Tucker se moviera.
Aquel perro consentido y holgazán solía mirar a quienquiera que lo quisiera pasear con desdén y se volvía a dormir. Podía ser peor que un dolor de muelas, pero Pedro no había sido capaz de deshacerse de Tucker a pesar de las muchas miradas acusatorias que éste le lanzaba, como si lo hiciera responsable por la desaparición de
Paula. Ella adoraba al perro y el chucho estaba completamente enamorado de su dueña.
Hombre y perro habían firmado una tregua sólo por ella.
Habían aprendido a tolerarse mutuamente. Pedro sabía que Tucker todavía languidecía por Paula, como si todavía esperara que volviera a casa. En eso, hombre y perro eran tristemente parecidos. De alguna extraña, retorcida manera le hacía sentirse mejor a Pedro saber que había otra alma lamentando la pérdida de Paula, aunque fuera un perro de treinta kilos poco atractivo.
CAPITULO 1 (TERCERA HISTORIA)
Febrero, 2016
Pedro Alfonso miraba al vacío desde la arenosa franja de playa detrás de su casa, tiritando y frunciendo el ceño al agua que rompía en la arena, como si se tratara de un enemigo. La oscuridad de la noche era casi absoluta, pero los astros iluminaban lo suficiente como para ver batirse el mar delante de él. Había hecho de la gran masa de agua que le había robado a Paula su némesis y, en ese momento, sentía resentimiento por cada gota de agua en el Atlántico.
Perdido en él, el cuerpo sin vida de su esposa flotaba en sus entrañas, sepultada en una tumba de agua.
Podía sentir cómo su cuerpo se alejaba más y más de él. Como si al irse le hubiera arrancado el corazón y se lo hubiera llevado con ella, él se había quedado allí, indefenso, sangrando incesantemente a través de la herida.
Se llevó la mano al pecho y se lo frotó, pero no pudo aliviar el insoportable dolor.
No… maldita sea. No puede ser. Creí que tendría todo el tiempo del mundo para doblegar poco a poco mi deseo. Creí que podría someter mis debilidades y amarla como se merecía ser amada.
Le fallaron las piernas y dio con los glúteos en la arena, la humedad calando sus pantalones vaqueros.
No le importó. Su mirada clavada en el agua.
Estaba demasiado aturdido para sentir los elementos, demasiado roto para que le importara, todo su ser concentrado en Paula, como si esperara devolverla a la vida con la fuerza de su voluntad. Ignoró no sólo el frío embate del viento contra su cuerpo, cubierto solo con una camiseta y unos vaqueros, sino también los mosquitos que hacían de su piel desnuda un festín y el tortuoso sentimiento de abandono, tan doloroso que si no se obligaba a cerrarle el paso se volvería loco.
Tenía cada músculo de su cuerpo en tensión, los puños apretados, la mente intentando mantener sus emociones bajo control. Llorar significaría aceptar que Paula se había ido para siempre y se negaba a creerlo. No iba a llorar su muerte. Nunca la aceptaría. Si aceptase que se había ahogado en aquella misma playa, mar adentro, no podría sobrevivir la agonía de pensarlo.
Pedro Alfonso no lloraba. Nunca lo había hecho.
Hasta cuando sus padres murieron en un trágico accidente reprimió el impulso, o se avergonzarían de él. Ningún Alfonso se dejaría llevar por sus emociones ni permitiría que la razón se sometiera a ellas. Sabía que sus padres lo habían querido, pero habían nacido en un mundo de privilegios y siempre le habían enseñado a actuar con decoro y moderación.
Sus padres siempre dijeron que era el hijo perfecto y siempre estuvieron orgullosos de él.
Al ser adoptado, Pedro había querido ser perfecto en todo momento e hizo todo lo posible, aún después de que ellos murieran. Su costumbre de mantenerse a distancia era algo que él asociaba con el afecto y la aprobación.
Ahora no estaba tan seguro. Su corazón le decía que Paula podía haber muerto sin llegar a saber lo que de verdad sentía por ella.
Por desgracia, no se sentía tan seguro y ecuánime en ese momento y su compostura
Alfonsoniana parecía estar abandonándolo.
Paula había desaparecido de aquel mismo lugar una semana antes. Había dejado su bolso, ropa y teléfono en la playa. Siempre le había gustado darse un baño rápido en aquel lugar, al que llamaba su paraíso particular.
Cerró los ojos. Pedro dibujó su rostro, su expresión traviesa y su sonrisa burlona. ¡Dios! ¡Cómo odiaba que fuera sola a nadar o hiciera cosas que él consideraba peligrosas!. La aleccionaba lo mismo que un maestro haría con su pupilo, pero ella siempre se burlaba de él, sacándolo poco a poco de su enfado, diciéndole que era demasiado serio y se preocupaba en exceso. El problema era que nunca pudo estar enfadado con ella por mucho tiempo.
Condenada mujer. Lo había manejado a su antojo desde el momento en que se conocieron y él la había dejado hacer. Siempre que la advertía cuando hacía cosas que le preocupaban acababa dejándola hacer lo que le diera la gana, haciéndole creer que se preocupaba sólo a medias, cuando en realidad le horrorizaba la idea de perderla.
Él era el hombre serio, responsable, que siempre actuaba lógicamente y con cautela. Y Paula… ¡Oh, Paula! Lo hizo feliz, siempre lo hacía reír, lo complementaba, hacía que deseara perder el control completamente. Nunca lo hizo. Ni una sola vez. Fue capaz de sujetar la rienda a los instintos que ella despertaba en él. Pero por poco.
— Era nuestro trato —susurró roncamente, aunque el trato nunca fue oficial, nunca lo hablaron —. Yo me encargaba de las cosas serias y tú me ayudabas a aliviar la carga.
Ella lo hacía reír cuando él estaba tenso y él le daba a ella serenidad. Juntos eran perfectos.
O quizás sólo Paula era perfecta y simplemente lo hacía a él un hombre más feliz. No le importó reprimir el deseo constante de comportarse como un hombre de las cavernas y llevársela a rastras a su guarida. Pero ella nunca había conocido esa faceta secreta de él, que le pedía a gritos rienda suelta.
Porque no quería que eso la alejara de mí.
Se tumbó y se cubrió la cara con el brazo,
dejando escapar un grito ahogado de dolor. Sus
emociones encontradas, batallando por dominar el caos de una mente tomada por la rabia, la desesperación, la rebelión y el dolor. Para su desgracia, la agonía que le corroía alma y corazón estaba ganando la pelea, atenuada sólo por su negativa a admitir la realidad.
No ha muerto, ella no ha muerto. Necesito más tiempo con ella.
Apretando los ojos fuertemente para aliviar el escozor que sentía bajo sus pestañas por las lágrimas que se negaba a verter, reprimió el sollozo que se estaba formando en su pecho. Él y Paula formaban una pareja. No podía funcionar sin ella. Llevaban dos años casados, compenetrados como piezas de un rompecabezas, inseparables desde el primer
momento en que se conocieron. Nunca había creído en el amor a primera vista o en la conexión inmediata hasta que conoció a su esposa. En muchas cosas eran completamente opuestos y, aun así, eran el uno para el otro.
Ese sentimiento lo había acompañado desde el comienzo de su relación. Pero entonces se resistía a admitirlo, pensando que lo que sentía por ella se atenuaría hasta hacerse soportable.
Nunca fue así y, honestamente, Pedro sabía desde el principio que nunca sería así.
Simplemente, había sido demasiado estúpido para admitirlo.
Volvió a sentarse, se abrazó las rodillas y se meció, luchando contra cualquier pensamiento racional que pudiera filtrarse en su mente acerca de la desaparición de su esposa.
Si empezaba a pensar lógicamente, tendría que admitir, probablemente, que estaba muerta. Paula no desaparecería sin decirle nada. Podría ser algo descuidada con su propia seguridad, deshaciéndose de su guardaespaldas siempre que podía, pero nunca había sido desconsiderada. No era posible que no contactara con él, a menos que físicamente no pudiera.
— ¿Dónde estás, Paula? —susurró con voz
ronca, desesperada—. No me hagas esto, por favor. Te necesito.
Debería haberle dicho más veces que la amaba, pasar más tiempo con ella en lugar de volar de un lugar a otro buscando conquistar el mundo y de ocultar los instintos que despertaba en mí. No debería haber huido de ellos. Ella podría haber sido capaz de aceptarlos, como había aceptado todo lo demás.
Lo cierto es que nunca le había dado la oportunidad. Nunca se abrió completamente a ella, nunca le dijo exactamente lo que sentía. Lo
lamentaba ahora, cuando era demasiado tarde.
Meciéndose con más fuerza, abrió los ojos y las lágrimas brotaron finalmente. Se pasó el brazo por los ojos, maldiciendo su suerte mientras se secaba bruscamente su torturado rostro. Pero las lágrimas volvían a aparecer y sólo conseguían irritarlo más. A duras penas pudo ponerse en pie. Se acercó al borde del agua y siguió caminando hacia delante, tentado de perderse en el océano si era de la única manera que él y Paula pudieran volver a estar juntos.
No ha muerto. Ha desaparecido. No la voy a abandonar.
— ¡Paula! —El viento impetuoso arrastró su
lamento mar adentro. Tiritando, gritó desesperadamente—. ¡Vuelve!
Nadie respondió. Cayó de rodillas en el agua helada, dejando que le acariciara el pecho.
Sus lágrimas se mezclaban con el agua. Su
desesperación y su angustia se rompían en la
garganta con un doloroso sollozo. Y luego otro.
Y otro. Las olas empujaban su cuerpo hacia la orilla y él se dejó llevar por la inercia del agua.
Cuando llegó a la arena, gateó una corta distancia hasta derrumbarse en la playa.
Deja de llorar de una puta vez. No está muerta.
Está en algún lugar, perdida. Tienes que encontrarla.
Empezó a toser violentamente. Intentó reprimir el estridente sonido que se escapaba de su boca, le bastaba la cólera que le producía lamentar la muerte de una esposa que podría no estar muerta. ¿Y qué si la policía y todo el mundo pensaba que estaba muerta? No se daba por vencido. Nunca se daría por vencido.
No había movimientos en su cuenta bancaria, ninguna señal de que estuviera viva.
Pero él no iba a parar hasta encontrarla. Sin apenas dormir desde que desapareció, había pasado la última semana removiendo Tampa buscándola, contratando detectives privados cuando ya la policía se limitaba a mover la cabeza de un lado a otro con resignación.
— No me rendiré, mi vida. Te lo prometo —
murmuró con los labios rasposos a causa de la arena que empezaba a recubrir el interior de su boca con cada respiración—. Te esperaré siempre.
Con la vista nublada, abrumado por el cansancio, miró fijamente a las olas que rompían. Podía ver luces a lo lejos, barcos que pasaban por su campo de visión en la oscuridad de la noche. Parpadeó intentando mantenerse consciente, pero la oscuridad se apoderó de él y se rindió a ella. Sabía que no iba a irse de aquella playa esa noche. Quizás nunca lo haría.
Quizás se quedaría allí hasta que muriera o hasta que Paula volviera a él.
La figura mojada, aterida, embarrada, yació inmóvil hasta el amanecer. Abrió los ojos en la madrugada con la esperanza de que todo lo que había pasado la semana anterior hubiera sido sólo un sueño. No lo era. Cuando se miró al espejo al día siguiente tuvo que admitir para sí que a veces no existían las segundas oportunidades. De vez en cuando, algo o alguien extraordinario aparece en tu vida y sólo hay una ocasión para hacerlo tuyo.
Desgraciadamente, él había sido un cobarde, con miedo a los cambios, y le habían quitado su alguien extraordinario antes de que pudiera reclamarla como suya. Por primera vez en su vida, Pedro Alfonso sentía remordimientos, algo extremadamente doloroso. En algún momento, debería de pasar examen a su vida y decidir si realmente necesitaba ser un robot que funcionase con una lógica y un control meticulosos, haciendo sólo lo que a su parecer era aceptable. Pero eso sería más tarde, cuando el dolor remitiese. Tristemente, ese día nunca llegaría.
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