domingo, 15 de julio de 2018
CAPITULO 6 (TERCERA HISTORIA)
Su mujer había estado en el hospital durante dos días y aún apenas había tenido oportunidad de hablar con ella. Alguien venía siempre a buscarla para más pruebas y exámenes y cuando estaban en la habitación siempre había alguien visitándola. Quería estar a solas con ella, lo necesitaba.
No llamó a la puerta. Estaba entreabierta y la empujó suavemente con el hombro, sus ojos fijos en la cama. Pedro no sabía qué esperaba encontrar, pero exhaló con desahogo la respiración que, sin saberlo, había estado conteniendo. Quizás tuviera miedo de haberse vuelto loco o de que ella se hubiera ido.
Pero allí estaba, con la cabeza baja, mirando a la pantalla del ordenador, mordiéndose el labio inferior mientras tecleaba.
Está asustada. Conozco esa expresión de
preocupación.
Su pelo seguía estando corto, pero era rubio otra vez. Aparentemente, el tinte que tenía antes era sólo temporal. La mayoría se le había ido después de que la enfermera le ayudara a ducharse. Pedro no podía negar que quería saber por qué había querido ocultar su color, por qué se había cortado su preciosa melena, pero no le iba a preguntar nada. No iba a recibir ninguna respuesta, no ahora, al menos. En su lugar, se limitó a contemplar las hebras rubias que enmarcaban su bello rostro. Con un camisón rosa y unas zapatillas de felpa, parecía mucho más joven de lo que era, veintinueve años.
Me perdí dos cumpleaños. Nos perdimos dos aniversarios.
No importaba. Pedro pensaba resarcirse del tiempo perdido. Nunca más volvería a decirse que tenía tiempo, que tendría años por delante para disfrutar de la vida con Paula después de que levantara su imperio. Haber aprendido a controlar la intensidad de sus deseos con ella era una de las razones principales por las que se había centrado exclusivamente en sus negocios. Lo que había sentido por ella era demasiado intenso, demasiado carnal, difícil de ocultar. Ella había sido su punto vulnerable, una falla en su preciado autocontrol y le había sido muy difícil mantener su instinto animal a raya. Ahora, no podía importarle menos tener o no
control de sí mismo. Todo había dejado de importarle el instante en el que Paula desapareció.
¿Has aprendido la lección, imbécil?
La había aprendido, definitivamente. La vida es corta y nada, excepto las personas a quienes quería, importaba.
—¿Qué estás haciendo? —preguntó curioso,
entrando en la habitación y dejando que la puerta se cerrara a sus espaldas.
Paula levantó sus luminosos ojos azules de la pantalla y le dirigió una sonrisa de felicidad.
La expresión era tan familiar que casi lo hizo
arrodillarse.
—Buscando. Quiero averiguar qué pudo haberme pasado y por qué no puedo recordar nada.
Cerró el ordenador y le prestó toda su atención a él, una reacción familiar que siempre lo había desconcertado y fascinado al mismo tiempo. Ahora le parecía entrañable y seductora, algo que le ayudaba a calmar una necesidad profundamente arraigada. Él se sentó en el sillón al lado de la cama, incapaz de apartar los ojos de ella.
— ¿Y qué ha encontrado, señora detective?
— No mucho. Nada que los doctores no me hayan dicho ya. Eso sí, encontré algo un tanto siniestro acerca de mi supuesta muerte. —Suspiró y se recostó sobre las almohadas antes de continuar —. Perder dos años de mi vida me asusta. Parece que fue ayer cuando estábamos en la cena de beneficencia de Bannister, pero puedo sentir un hueco en mi vida, puede sentir que todo ha cambiado. —Hizo una pausa—. Yo he cambiado — susurró.
— Lo averiguaremos, cariño, te lo prometo. Todo irá bien —respondió Pedro, sosteniendo su mano entre las de él y arrastrando el sillón más cerca de la cama.— Me alegro que estés aquí. —Bajó la mirada hacia las manos enlazadas—. Obviamente no he estado viviendo una vida de ocio. Mis manos están ásperas.
Pedro le giró la mano, fijándose por primera vez en sus uñas descuidadas y sus manos callosas.
—Nunca viviste una vida de ocio. Eres la mujer
más ocupada que conozco.
Pero su apariencia fue siempre perfecta, siempre impecablemente arreglada y conjuntada.
Los cambios eran extraños, pero no pensaba decírselo a ella.
—Bueno, al menos estoy delgada —dijo con resignación.
Y lo estaba. Demasiado flaca. Otra cosa que
siempre lo tuvo perplejo. Paula siempre había seguido alguna dieta y Pedro lo odiaba. Tenía unas curvas perfectas y un trasero que lo excitaba cada vez que lograba ver el contoneo de sus caderas.
—Nada que un buen plato de comida italiana no pueda solucionar —le respondió con una sonrisa.
— La pasta es mi enemiga —protestó ella.
—Te encanta —le recordó, queriendo reírse del
comentario que siempre hacía cuando terminaba un plato de fetuchini, generalmente seguido de una porción generosa de tiramisú. Francamente, a él no le importaba la apariencia de Paula. En sus ojos, siempre sería la mujer más hermosa del planeta.
Paula retiró lentamente la mano y puso su ordenador a un lado. Entrelazó las manos y habló casi murmurando.
—Les he pedido un análisis de ADN. Mis hermanos han dado muestras de sangre para que pueda hacerlo. No será tan definitivo como sería si mi madre estuviera viva, pero…
—¿Por qué? Sé que eres mi mujer. Y tú sabes…
— Quiero que lo sepas con certeza. Desparecí por dos años. Tienes derecho a alguna prueba irrefutable.
— No la necesito. No me cabe ninguna duda. Lo supe en cuanto te vi en el parque, Paula —replicó, algo molesto porque ella sintiera la necesidad de hacerse valer ante él.
— Creo que mi hermano lo quiere —dijo Paula silenciosamente, con una evidente decepción en la voz.
Hijo de puta, lo voy a rajar.
— Teo —dijo Pedro en voz alta, la rabia vibrándole en la garganta.
— No, creo que Teo me cree. Pero no estoy
segura de Kevin—admitió Paula. Su expresión herida.
—¿Kevin? ¿Y por qué coño quiere saberlo? —
OK. Pedro podía creer que Teo quisiera pruebas. Podría ser un hijo de puta sin corazón que sólo creía en evidencias. Pero, ¿Kevin?—. Lo mato — sentenció, pensando las muchas maneras en que podía torturar a su cuñado por pedirle tal cosa a Paula en ese momento.
— No me lo pidió realmente. Yo se lo ofrecí. Y creo que es importante que nos quedemos sin dudas por muchas razones. Kevin parece diferente, distante y reacio a aceptar que sea su hermana. —Suspiró —. Quizás sea por el revés de su accidente y la ruptura con su novia. Pero está dudoso y no quiero que nadie tenga dudas.
— Aun así voy acabar con su puta vida —
respondió Pedro irritado.
— No creo que te haya oído hablar así antes —
dijo Paula bromeando.
— Bueno, las cosas han cambiado. Yo he cambiado —admitió Pedro, consciente de que era verdad. No era el mismo hombre que ella había conocido.
— Yo también soy diferente. Recuerdo nuestra vida juntos hasta que desaparecí, pero siento que ya no soy la misma persona —dijo en un susurro, lo suficientemente alto como para que Pedro la oyera—. Lo siento.
Pedro se puso de pie y le levantó la barbilla para
poder ver sus maravillosos ojos.
— No importa. Nunca he dejado de amarte y nunca lo haré. Empezaremos de nuevo; a conocernos el uno al otro otra vez.
Se tomaría su tiempo, la dejaría recuperarse, pero Pedro estaba decidido a que Paula lo conociera.
Quería decirle lo vacía que estaba su vida sin ella, que su corazón había sangrado cada día desde que se fue, que deseaba haber muerto con ella cuando creía que estaba muerta. Pero ella no estaba para eso ahora y, sin más contemplaciones, desechó el pensamiento. En ese momento, sólo la quería íntegra, sana y feliz.
— Claro —asintió ella con la respiración entrecortada—. Deberías irte a casa y descansar. Se te ve agotado. ¿Has dormido?
Él le sonrió.
— No mucho, pero no me voy a ir hasta que
pueda llevarte a casa mañana.
—Necesitas dormir. Pareces cansado —
murmuró Paula con una expresión preocupada, mordiéndose el labio con aflicción.
— Ya dormiré —le aseguró él. Odiaba verla
preocupada por él cuando ella era la que estaba en una cama de hospital—. Aquí —dijo arrastrando el sillón para acercarse más a la cama.
Ella dudó un instante antes de preguntarle,
vacilante.
—¿Quieres dormir conmigo?
Haciéndose a un lado de la cama, le dirigió una mirada prometedora. En ese momento, todo lo que Pedro quería era meterse en la cama a su lado y abrazarla, sentir su aliento contra la piel para recordarle que era suya de nuevo. Pero no podía.
— Apesto. No me he duchado y no me he cambiado de ropa en dos días.
Paula sonrió y levantó la mano señalando con el
pulgar a la puerta al lado de la entrada.
—El baño está ahí y Magda te ha traído ropa
limpia. Está en el cajón.
Pedro hizo un mohín con los labios y se acercó a la cómoda. Abrió el cajón y sacó unos vaqueros y una camiseta, recordándose a sí mismo que le debía un gran favor a su hermana.
— Cinco minutos —le dijo a Paula, a toda prisa camino del baño. Cerró la puerta y se duchó batiendo probablemente algún record de prontitud.
CAPITULO 5 (TERCERA HISTORIA)
—He hablado con sus médicos, Pedro. Hasta con el psiquiatra que los asesora. Su golpe en la cabeza es leve. Tiene algunos síntomas normales tras un traumatismo con amnesia regresiva. Realmente no recuerda nada de lo que ocurrió en los dos últimos años y medio de su vida. —Magda le estaba hablando como médico, pero había dejado ver su preocupación cuando se sentó al lado de Pedro en la sala de espera y le puso la mano sobre la de él.
—¿Me lo puedes poner de forma que lo
entienda? —preguntó Pedro tras dejar escapar un suspiro de cansancio.
Con la otra mano, se recorrió la cara desde la frente a la mandíbula, miró a su hermana, incapaz de ocultar su expresión de súplica.
Quería que alguien le dijera que Paula iba a estar bien. Cualquier otra cosa no era aceptable.
—Quiere decir que cuando se golpeó la cabeza contra el cemento, dañó su cerebro y alteró algunas de sus funciones. Está bien, Pedro. De verdad. No hay nada anormal en la resonancia magnética. El dolor de cabeza y el mareo remitirán poco a poco y recuperará la memoria.
Magda soltó la mano de Pedro cuando Samuel entró en la habitación con una bandeja de cartón llevando varios vasos de café. Silenciosamente le dio uno a cada uno y se desplomó en la silla al lado de su mujer. Pedro sabía que debería sentirse aliviado al escuchar lo que Magda decía, pero cada vez que veía la vulnerabilidad en el rostro de Paula, sentía deseos de matar a alguien. El problema era que no tenía ni idea a quién matar por lo que le había sucedido a su esposa. Ni siquiera sabía lo que le había sucedido. Por otro lado, sólo quería saber que estaba sana y salva. Pero no podía evitar tener momentos de vacilación, preguntándose dónde habría estado, qué le habría pasado durante estos últimos años. Él era un hombre de lógica y nada de esto tenía sentido para él.
Como si estuviera leyendo su mente, Samuel hizo un comentario pausado, pero con la determinación de una promesa.
—Averiguaremos qué es lo que ha pasado,
Pedro.
Pedro pudo oír en el tono de Samuel lo que él no había dicho en voz alta. El hijo o los hijos de puta lo pagarían si le hubieran hecho algún daño. Pedro miró a Samuel por encima del hombro de Magda. Cuando sus ojos se encontraron, Samuel asintió con la cabeza a
Pedro, indicándole que hablaba en serio. Pedro inclinó la cabeza ligeramente, agradeciendo el apoyo de Samuel, satisfecho de que alguien reconociese su indignación y su impotencia, su necesidad primitiva de vengarse por lo que le había pasado a Paula. Sí, no estaba seguro de que le hubieran hecho daño, pero alguien se la había llevado y quería la cabeza de esa persona en ese momento.
—Necesitas dormir, Pedro. Llevas dos días aquí.
Ve a casa y descansa. Paula se podrá ir a casa por la mañana —le rogó Magda, con cara de
preocupación.
De ninguna manera. Necesitarían un ejército
para alejarlo de Paula. Ella estaba confundida y
asustada y, aunque Magda no lo sabía, eso era raro en Paula. Necesitaba quedarse con ella. Su mujer había vuelto y nada ni nadie se la iba a llevar de su lado otra vez. Con la incertidumbre de no saber lo que había ocurrido, por qué había desaparecido, no se separaría de ella.
—Yo me quedo. Dormiré cuando volvamos a casa —respondió testarudamente, mientras levantaba la tapa de su vaso de café y bebía un buen trago—. Vosotros dos necesitáis iros. Yo estoy bien.
Más que bien. Quería levantarse y brincar de
alegría porque su mujer le había sido devuelta.
Lo haría si no estuviera tan cansado y tan preocupado.
Kavin y Teo ya se habían ido, pero Magda y Samuel habían decidido quedarse para que Magda persiguiera a los médicos y tener toda la información del caso de Paula, previo permiso de ésta. Gracias a Dios su hermana era médico. Pedro necesitaba oír lo que pasaba de la boca de alguien en quien él confiaba y en un lenguaje que entendiera. Samuel se levantó y sujetó a su esposa de la mano ayudándola a ponerse en pie.
—No quiero dejarte solo aquí esta noche, Pedro
—dijo Magda tiernamente, con una mirada compasiva a la figura descuidada de su hermano.
Pedro levantó la mirada, agradecido por su
consideración. Dejó el café en la mesa que tenía a su lado, se levantó y la abrazó con la fuerza de unas tenazas. Con destreza, Samuel recogió el café de la mano de su mujer al tiempo que Pedro la fue a abrazar.
—Gracias por aparecer cuando más te
necesitaba, pero ya no estoy solo. Paula está conmigo. Estoy donde tengo que estar. —La voz sonaba entrecortada, sus emociones aflorando a la superficie por el cansancio. Luego, soltó a Magda —. Llévatela a casa. Está embarazada con mi sobrino —dijo a Pedro.
Samuel rió con desdén.
—Querrás decir mi hija —dijo arqueando una
ceja a Pedro.
Pedro puso los ojos en blanco.
—Mi sobrino —repitió Pedro de buen humor.
Sabía que a Samuel no le importaba si fuera niño o niña, sólo le importaba que estuviera bien, pero como había sabido que Samuel esperaba darle una primita a la niña, a punto de nacer, de Simon, no lo quedaba otra que contrariarlo. No sería natural no discutir con él.
Samuel cogió a Magda de la mano y le dio un
golpe en la espalda a Pedro.
—Ahora ya puedes tener uno propio, pesado.
Nos vemos mañana.
Samuel salió de la sala de espera con Magda, sus palabras resonando en la mente de Pedro.
Apenas se había atrevido a creer que Paula estuviera viva, de nuevo en su vida. Era demasiado pronto para empezar a pensar en niños, pero no pudo contener la ilusión de pensar que podría tener algo más que un futuro desolador por delante. Con el corazón latiendo deprisa, salió dando zancadas de la sala de espera hasta la habitación de Paula.
CAPITULO 4 (TERCERA HISTORIA)
Kevin hablaba en voz baja, apenas audible.
Tenía la cabeza vuelta de forma que sólo Pedro pudiera oírlo. Pedro lo ignoró, se deshizo del abrazo de su cuñado mientras se levantaba respondiendo a la llamada de la tristeza que sentía viniendo de aquella mujer. Sin dejar de mirarla, dejó la mesa. La sensación de familiaridad que sentía hacía desvanecerse todo el ruido a su alrededor hasta sólo oír el tumultuoso latido de su corazón y sentir la misteriosa sensación de conocer a la mujer que estaba a la vez tan cerca y tan lejos de él.
Déjà vu.
Esa fue exactamente la sensación que experimentó cuando miró a Paula por primera vez y se perdió en el intenso azul de sus ojos. Cuando él se acercó, ella se echó hacia atrás. Esquivando la mirada, se dio la vuelta y empezó a correr, sus estilizadas extremidades, que unos pantalones cortos y una camiseta dejaban al descubierto, se alejaban ágiles, con paso ligero.
Maldita sea. No. No corras. Por favor, no corras.
La desesperación lo embargó y echó a correr detrás de ella, golpeando con furia el polvo.
Rápidamente salvó la distancia entre los dos.
—Espere, sólo quiero hablar con usted —le gritó, lo suficientemente cerca que casi la podía tocar. Sin dejar de correr, ella giró la cabeza, asustada por la proximidad de la voz, el pánico en la expresión. La distracción le impidió ver el bordillo de la acera delante de ella y tropezó. Cayó con violencia, golpeando el suelo con la cabeza. Como estaba mirando hacia atrás, no tuvo oportunidad de usar los brazos para amortiguar la caída.
—¡Mierda! —Sorprendido, Pedro tuvo que saltar para evitar caer encima de ella, encogiéndose al ver cómo la mujer se golpeaba la cabeza contra el cemento. Casi sin aliento, se agachó al suelo a su lado, sintiéndose culpable por haberla perseguido como un lunático y provocando tal caída—. ¿Se encuentra bien? —preguntó preocupado mientras le daba la vuelta, sujetándole con cuidado la cabeza.
Estaba mareada, la expresión perpleja como queriendo saber qué había pasado.
—No te has afeitado hoy.
Debería haber sido extraño que dijera algo así, pero no lo fue. Él solía ser meticuloso con su afeitado. A veces, se afeitaba dos veces al día para mantener un aspecto más pulido. Ya no se preocupaba tanto de eso ahora, se afeitaba por la mañana e ignoraba la sombra que asomaba pasada la tarde. La seductora y confundida voz llegó a Pedro golpeándole el estómago hasta dejarlo casi sin respiración, sin poder ni siquiera pensar.
—¿Paula?
Apenas el nombre pudo salir de sus labios mientras recogía su frágil forma entre sus brazos, su cuerpo entero temblando de emoción. La mujer movió la cabeza de un lado a otro, como intentando aclarar la mente.
—No. Yo no soy la mujer que busca —dijo ella negando con la cabeza hasta quedarse con la expresión en blanco. Cerró los ojos tras un breve parpadeo y se desvaneció en sus brazos, la cabeza apoyada en su pecho.
No sabes lo que dices. Eres exactamente la mujer que busco.
—No. Despiértate. Quédate conmigo —susurró
Pedro fervientemente, apretándola más contra su pecho.
Sintió humedad en la mano que le sostenía la cabeza. La retiró un poco. Estaba llena de sangre a causa de un corte en la cabeza. Las heridas en la cabeza sangran muchísimo. Podría no ser tan grave como parecía.
Calma. No. ¡Qué coño! ¿A quién quiero engañar? Ha perdido el conocimiento.
Samuel, Simon y Kevin llegaron cuando Pedro se puso de pie, sosteniendo el liviano peso de la mujer en sus brazos.
—¿Has perdido la puta cabeza? ¿Por qué coño
corriste de esa manera? —Kevin miró a la mujer que Pedro tenía en los brazos—. ¿Qué le ha pasado?
—Tropezó. Está inconsciente. Se golpeó la cabeza contra el suelo. Necesitamos llevarla al hospital. Llama a una ambulancia.
Por una vez, Kevin no discutió. Se metió la mano en el bolsillo buscando su teléfono. Pedro empezó a andar, su mente racional estaba funcionando. Sabía que tenía que sacarla del parque y salir a la carretera al encuentro de la ambulancia. Podía sentir el aliento cálido de ella en su piel y su pulso acelerado en la punta de los dedos en los que descansaba el cuello de la mujer.
Vive. Paula vive.
Era algo extraordinario, por muchas razones, pero Pedro sabía que no era el momento de pensar en eso. Lo sabría todo cuando llegara el momento. En ese momento, Paula necesitaba cuidados médicos. Si no se concentrara en eso y sólo en eso… se volvería loco y su famosa flema lo abandonaría por completo.
Pedro atravesó tan deprisa como pudo el parque, intentando no mover mucho a la mujer que llevaba en brazos. Simon y Samuel lo flanqueaban en silencio, uno a cada lado. Kevin iba detrás de él, todavía al teléfono, resoluto, dando detalles de su localización a los servicios de emergencia.
—Yo puedo llevarla un rato —sugirió Samuel,
poniendo la mano en el hombro de Samuel para intentar detenerlo.
—No —protestó Pedro. No iba a dejar que nadie más que él la tuviera en los brazos. Antes se helaría el infierno. La había recuperado, no la iba a dejar ir.
Con un movimiento del hombro, se deshizo de la
mano de Samuel y siguió adelante.
—No puedes tenerla en brazos hasta que la ambulancia llegue. Puede tardar algo —quiso razonar Simon.
— Sí puedo —respondió Pedro hoscamente,
involuntariamente estrechando el abrazo a la mujer a medida que alargaba sus pasos—. Es mi mujer. La llevaré en brazos tanto como haga falta.
Necesitaba conservarla, necesitaba abrazarla.
No se dio cuenta de la expresión atónita de Sam y Simon, que lo miraban como si hubiera perdido la cabeza.
—¿Piensas que es Paula? —preguntó Samuel,
confundido.
—Es Paula —respondió Pedro con seguridad.
—Pedro, no se parece a Paula.
Pedro giró el cuello para mirar a Samuel.
—Es ella —dijo beligerante. Él la conocía. Y aquella mujer olía como Paula, se sentía como Paula.
Era Paula.
Llegaron al aparcamiento. La mujer empezó a agitarse cuando Kevin se unió a los tres hombres. Se oían las sirenas en la distancia, acercándose rápidamente.
—Ya viene la ambulancia —murmuró Kevin,
metiéndose las manos en los bolsillos y mirando a Pedro con preocupación—. Pedro, ya sé que crees que es Paula, pero tienes que saber que no lo es en realidad.
Pedro la vio abrir los ojos lentamente,
pestañeando como si estuviera intentando aclarar la vista y mirando alrededor con cautela.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué me llevas en brazos? —dijo con sorpresa.
—Te caíste y te golpeaste la cabeza, cariño —
respondió Pedro con calma.
—¿Me haces el favor de soltarme? —le pidió ella, revolviéndose.
—De ninguna manera. Tienes una herida —dijo frunciendo el ceño.
Irritada, miró a su hermano.
—Kevin, ¿quieres decirle a Pedro que estoy bien? ¿De dónde has sacado esa camisa tan horrorosa? Es peor que aquella violeta con pájaros. —Sus ojos confundidos se dirigieron a Simon y Samuel — ¿Qué hacen Simon y Samuel aquí? ¿Dónde estamos? Dios mío, me siento como si me hubiera pasado un tren por encima.
Descansó su cabeza en el hombro de Pedro otra vez, sin protestar más porque la tuviera en brazos, su momento de lucidez aparentemente desvanecido.
Los cuatro hombres quedaron mirándose unos a otros, sin moverse, antes de mirar a la mujer que Pedro sostenía.
—¡No es posible! —exclamaron Simon y Samuel
al unísono.
El pulso de Pedro se aceleró, empezó a secársele la boca. Se vio a sí mismo incapaz de decir nada, intentando buscar sentido a lo que estaba pasando…
Y fracasó estrepitosamente. Kevin sacó el teléfono de su bolsillo y oprimió uno de los botones. Elevando la voz para que pudieran oírlo por encima de las sirenas de la ambulancia que se acercaba, gritó al teléfono.
—¿Teo? Necesito que te reúnas con nosotros
en el hospital. Creo que hemos encontrado a Paula. Está viva.
Magdalena, Karen y el resto de los asistentes al picnic llegaron, todos hablando a la vez cuando los paramédicos saltaron de la ambulancia y acercaron una camilla. De mala gana, Pedro dejó a Paula sobre la inmaculada sábana que cubría la colchoneta, pero la sujetó de la mano y no la soltó. Ignorando el caos a su alrededor, siguió a su mujer en todo momento.
Subió a la ambulancia y se sentó a su cabecera.
Dejó que el paramédico hiciera su trabajo, pero agarrado de su mano, apretándola ligeramente, necesitado de su contacto.
—Señor, ¿tiene usted alguna herida? —preguntó el paramédico con marcialidad.
La pregunta apenas penetró la niebla que nublaba la mente de Pedro. Lentamente bajó la mirada a su camiseta, dándose cuenta de que estaba cubierto por la sangre de Paula.
—No —dijo de forma casi inaudible, negando
con la cabeza—. Ya no.
El perplejo joven miró a Pedro un instante y se
encogió de hombros, convencido, sin duda, de que la sangre pertenecía a Paula. Volvió a lo suyo. Detuvo la sangre que salía de la herida de Paula, le estabilizó la cabeza y el cuello y empezó a hacer preguntas a Pedro acerca de la salud de su esposa. Sacándose bruscamente de sus propios pensamientos, Pedro conectó su piloto automático, respondió a todas las preguntas, con coherencia, dándole al paramédico toda la información que podía para ayudar a Paula.
Convocando todo el autocontrol de los Alfonso,
Pedro se calmó y dejó a un lado las emociones.
Debería haber sido fácil. Era algo que había hecho toda su vida. Pero en ese momento le costó un esfuerzo enorme, un esfuerzo que no parecía importarle si no lo conseguía.
Hazlo por Paula. Ella necesita que estés lúcido y que te domines.
Con ese pensamiento, Pedro fue capaz de sujetar la rienda, ser el hombre racional que todos esperaban siempre que fuera. Para cuando la ambulancia llegó al hospital, Pedro estaba completamente en control de sí mismo. Lo único que indicaba que no había logrado del todo dominar sus emociones era el firme, inquebrantable lazo que mantenía sobre la mano de Paula. Por algún desconocido fenómeno, Pedro sabía que la vida le daba una segunda oportunidad. Por muy imposible que pareciese, su mujer le había sido devuelta y esta vez no iba a echarla a perder. Siempre con una expresión grave, no dejó a Paula por un instante, ni cuando le pedían que esperara fuera. Había esperado demasiado. Tenía a su esposa de la mano y no iba a dejarla ir otra vez.
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