domingo, 24 de junio de 2018
CAPITULO 55 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro la dejó en la cama con delicadeza. Ella rodó hacia un lado para abrir el cajón de la mesilla y sacar las vendas y las esposas.
—Átame. No me importa —le dijo dándoselas.
«Por favor. Átame y fóllame antes de que me muera de deseo».
Paula había perdido el control de la mente y del cuerpo, y jadeaba extasiada. Como ese cuerpo
musculoso y ardiente no la poseyera en cuestión de segundos, se iba a poner a chillar.
La miró confundido.
—¿Quieres que te ate?
—Te quiero a ti. Átame. Desátame. Haz lo que quieras. Me pone cachonda. Tú me pones cachonda. Lo único que deseo es que me folles, tú eliges el modo de hacerlo.
«Madre mía, ya no sé ni lo que digo. Me está volviendo loca».
—Cariño, al cavernícola posesivo que llevo dentro le encantaría tenerte a su merced y hacer que te corrieras como nunca, pero no necesito atarte. —Le quitó los accesorios de las manos y los tiró junto a la cama—. Pero ahora que sé que te pone, lo volveré a hacer otro día. Ahora mismo lo único que necesito es ver cómo te corres y hacerte el amor hasta que ninguno de los dos sea capaz ni de moverse.
Todas las luces estaban encendidas porque no las habían apagado. Pedro tenía una expresión
agresiva a la par que tierna y, curiosamente, plácida. Paula respiró hondo con el cuerpo tembloroso y el sexo empapado, listo para recibirlo. Se sintió embriagada cuando Pedro se tumbó sobre ella y la seda de sus bóxers recién estrenados rozó los pliegues de su sexo. Abrió las piernas para darle la bienvenida y gimió al sentir su erección dura como una roca contra su monte de Venus, estimulándole el clítoris, que antes de eso ya estaba más que excitado.
Se aferró a él como si tuviera miedo de que se escapara. Necesitaba confirmar de algún modo que era real y que era suyo. Nunca había sido posesiva ni obsesiva, pero Pedro era un hombre tan increíble, tan maravilloso, que casi parecía imposible que existiera y que además fuera de ella. A veces parecía un sueño, un sueño maravilloso que convertía su ordinaria existencia en algo extraordinario.
—Relájate, princesa —le susurró Pedro al oído, y su cálido aliento le hizo estremecer.
Relajó los brazos y le rodeó el cuello con ellos, tratando de controlar ese instinto visceral de
aferrarse a él, de mantenerlo siempre cerca.
—Lo siento. Creo que estoy un poco desesperada.
No tenía pensado decirle eso porque resultaba lamentable, pero era la verdad. Aunque sentía una sobrecarga de emociones, su cuerpo insaciable le pedía más.
La boca entreabierta de Pedro recorrió su cuello con besos cálidos:
—No más de lo que estoy yo. Cada vez que oigo tu voz, que te veo o que hablo contigo, siento la
necesidad de acercarme más a ti. Es más, me basta con pensar en ti para sentirme así. —Le rozó los labios con la lengua, perfilando el contorno de su boca—. Quiero penetrarte y que nuestros cuerpos se fundan de tal manera que no podamos volver a separarnos jamás.
«Ha dado en el clavo. Yo me siento igual».
Esta vez acercó su boca a la de ella sin más juegos ni seducción. La acosó, la asaltó y la saqueó con los labios y la lengua, y ella se abrió para él como una flor ante los rayos del sol.
Paula gimió porque aquellos besos saciaban una ínfima parte de su deseo, y levantó las caderas como por reflejo esperando que otras partes del cuerpo la rozaran, pues necesitaba aliviar de algún modo la tremenda excitación que sentía.
Arrancó la boca de la de ella y con la voz entrecortada exclamó:
—Eres un gustazo. ¡Me pones a cien!
Le apartó los brazos del cuello y, agarrándola por las muñecas, se las colocó a ambos lados de la cintura. Ella trató de retorcerse, pero la estaba sujetando tan fuerte que no podía moverse. Fue lamiéndola y besándole el escote hasta llegar a los pechos. Al no lograr satisfacer su intenso deseo a Paula le entraron ganas de ponerse a gritar.
No era delicado, y ella no quería que lo fuera.
Sus pechos tenían la sensibilidad a flor de piel y
sintió placer a la par que dolor cuando tiró de un pezón con su ardiente boca, utilizando los dientes y la lengua.
«Placer y dolor».
—¡Pedro! ¡Sí, sigue!
La cabeza empezó a darle vueltas cuando se dirigió al otro pezón para seguir torturándola, aumentando su deseo hasta límites insospechados.
El ataque erótico a sus pechos no había finalizado y, sin soltarle las muñecas, Pedro continuó lamiendo y mordisqueando una teta y después la otra.
Sentir que estaba completamente a su merced la volvía loca, la embriagaba y le cortaba la respiración.
Su boca continuó bajando por su cuerpo dejando un sendero de calidez hasta que se detuvo sobre el vientre para trazar círculos apasionados. Finalmente, le soltó las muñecas y le separó las piernas con las manos, mientras se colocaba entre sus muslos.
—Hueles tan bien… Hueles a excitación de mujer. Eres mi chica y mi deber es satisfacerte y lamer tu miel.
Respiraba con intensidad y el aire caliente que le salía de la boca acariciaba los pliegues mullidos de su sexo. Sintió que le iba a explotar el cuerpo solo de oír sus gruñidos varoniles y de sentir su excitación y su afán de poseerla.
—Sí, Pedro. Por favor. Te necesito. Tengo que correrme.
—Tengo que hacer que te corras. Tengo que satisfacer a mi chica.
Le levantó las piernas en el aire y le hizo doblar las rodillas para abrirle el camino a su ávida boca.
El ataque sumamente carnal no se hizo esperar: la boca la devoraba y la lengua la penetraba,
poseyendo su sexo con tal avidez que Paula empezó a gritar su nombre mientras su cuerpo entero se estremecía.
Le introdujo la lengua entre los suaves pliegues, explorando hasta el fondo de su sexo y lamiéndola con tal desenfreno que a ella se le cortó la respiración y dejó de gemir. La lengua encontró el clítoris y lo atacó sin mostrar atisbo alguno de compasión.
Paula lo agarró del pelo, absorta en el intenso éxtasis que su cuerpo estaba experimentando gracias a la misión primitiva y animal que Pedro se había propuesto: hacerle alcanzar el orgasmo. Un orgasmo de verdad.
Lamía el trocito de carne sin descanso. Cada vez más rápido. Una y otra vez.
Con el cuerpo tembloroso Paula lo empujó de la cabeza para sentir aún más aquella sensual boca en su palpitante sexo.
Le ardían todos los poros de la piel y se estremeció de tal modo que se le arqueó la espalda. El placer era tan extremo, tan intenso que no lo soportaba y trató de apartar su persistente boca, pero él la sujetó de las caderas para que no pudiera moverse y la forzó a cabalgar sobre las olas de placer que su boca le generaba. Empezó a gritar su nombre y Pedro no se detuvo hasta que cesó el último espasmo,
que la dejó totalmente desfallecida.
Entonces, ascendió por su cuerpo para tumbarse a su lado y Paula, que aún no había recuperado la respiración, se acurrucó junto a él dejando el brazo sobre su fornido pecho y enterrando la cabeza en su hombro.
—¿Ya te encuentras mejor? —preguntó con brusquedad aunque obviamente le parecía divertido.
—¿Estabas intentando matarme? —repuso Paula dándole una palmadita en el hombro.
—De placer, cariño —susurró con pasión.
—Pues entonces lo has conseguido.
Le acarició el pecho con la mano, siguiendo los caminos que marcaban las cicatrices y preguntándose por qué un hombre tan maravilloso había tenido que sufrir tanto. A veces la vida era injusta.
Su mano siguió bajando por el vientre trazando los contornos de sus músculos tonificados.
Era como una estatua griega. Solo que él la tenía mucho más grande que esas esculturas de mármol.
—Eres tan atractivo —susurró embelesada mientras acariciaba el camino de seda que dibujaba el vello desde el ombligo hacia abajo.
—Empiezo a pensar que deberías ir al oculista —gruñó encantado.
—Tengo una vista de lince y un perfecto sentido de la percepción. Eres muy fuerte y muy guapo. — Agarró con los dedos su verga empalmada—. Y bien dotado.
Pedro jadeó cuando Paula metió la mano por debajo de los calzoncillos y pasó la yema de los dedos por la punta de su miembro, extendiendo una gota de semen por la sedosa piel y frotándola despacio con suavidad.
—Me encanta cuando me tocas. Es la mejor sensación del mundo.
CAPITULO 54 (PRIMERA HISTORIA)
Al tirar del papel rojo de la bolsa salieron disparados trozos de cartón en forma de corazón. Agarró uno al vuelo antes de que tocara el suelo. Paula metió la mano en la bolsa y sacó lo que quedaba en el fondo: unos calzoncillos de seda negra que sujetó por el elástico. Pedro se quedó mirando la prenda porque él siempre llevaba slips, pero entonces esbozó una sonrisa: la seda negra tenía un estampado de corazones y diablillos.
—Esto también tenía tu nombre, Pedro. —Elevó las cejas al mismo tiempo que meneaba la ropa
interior—. Vas a estar como un tren. Bueno, ya lo estás, pero cuando los vi no podía parar de pensar en lo sexy que estarías con esto puesto.
Paula se acercó los calzoncillos al rostro y se acarició con la suave seda. Pedro la contempló
fascinado y se empalmó imaginándose lo que sentiría cuando los labios de ella se posaran sobre la prenda cuando él la llevara puesta.
¡Madre mía! Aunque no estuviera acostumbrado a llevar bóxers, esos calzoncillos se acababan de convertir en sus favoritos.
—Ya he cortado las etiquetas. Póntelos para que te los pueda quitar —propuso entregándoselos con una sonrisa seductora
En un abrir y cerrar de ojos Pedro se abrió la bata y se los puso. Se estremeció al sentir el suave roce de las manos de Paula, que se posaron en sus hombros para quitarle la bata, y se quedó de pie frente a ella con sus nuevos calzoncillos favoritos.
—Como un tren. Como un auténtico tren —murmuró.
Aquel susurro era tan sensual y expresaba tal anhelo que Pedro casi pierde los papeles. Le gustaba sentir la seda sobre la piel, acariciando su miembro empalmado y, por supuesto, le encantaba la cara de avidez que tenía su chica mientras lo devoraba con la mirada. Le volvía loco que ella le mostrara las ganas que le tenía sin ruborizarse y que no se preocupara por disimular que se le iban los ojos a su entrepierna abultada.
—¿Qué es esto?
Abrió la mano para mostrarle el diminuto corazón de cartón. Le dio la vuelta y vio un mensaje escrito a mano.
«Vale por un deseo».
Se quedó mirándola perplejo. Paula se mordió el labio inferior con cara de preocupación:
—Es un corazón-deseo. No tengo dinero propio… —Levantó la mano pidiéndole que se callara en cuanto abrió la boca para rechistar—. No empieces otra vez. Total, que hice esto. Los puedes canjear cuando quieras. Valen por un deseo o un favor de mi parte. Cualquier cosa que esté en mi mano.
—¿Lo que sea?
El corazón empezó a latirle con fuerza mientras se le pasaban diversas imágenes por la cabeza.
Paula elevó una ceja.
—Lo que sea que esté en mi mano.
—Deseo que te quedes el dinero que te metí en la cuenta y que dejemos de discutir por el tema de la escolta.
Pedro frunció el ceño pues se sentía un poco culpable por usar el regalo en contra de ella.
Paula le dedicó una mirada como la que le solía dirigir su madre de pequeño: la muy temida «¡Me has decepcionado!». ¡Ay, eso duele!
Cruzó los brazos por delante del pecho:
—Ese deseo interfiere con mi ética y mis principios. Además, son dos deseos. No es justo.
—¿Llegamos a un acuerdo? —preguntó con dulzura, pues no le gustaba verla de mal humor.
El rostro de ella se relajó.
—Me parece bien.
—Deja el dinero en tu cuenta. Gástalo si lo necesitas. No digo que te lo tengas que quedar para siempre, pero al menos por ahora, hasta que acabes la carrera y encuentres trabajo. Más adelante podemos volver a negociar.
Obviamente no le dejaría que se lo devolviera nunca, pero en ese momento lo importante era que se lo quedara por si le ocurría algo a él.
—Deseo concedido. —Dejó caer los brazos por los costados y los apoyó en las caderas—. ¿Y los guardaespaldas?
—Déjame mantenerte la escolta. Me encargaré de que sean más discretos. Ni te darás cuenta de que están ahí. Pero déjame que sigan ahí. —Aguantó la respiración mientras observaba su rostro—. Será la única forma de que esté tranquilo, Paula. Hazlo por mí.
—Lo haré por ti siempre y cuando se mantengan a distancia y dejen de asustar a mis compañeros.
-Deseo concedido.
Le quitó el corazón de cartón de la mano y lo rompió en pedazos.
Pedro se tiró al suelo para buscar como un loco el resto de los corazones.
—¿Cuántos me has regalado?
Había encontrado dos. Vio otro debajo de la mesa y gateó para cogerlo sin prestar atención a las rozaduras que se estaba haciendo con la alfombra en las rodillas. Lo único que le importaba en ese momento era encontrar a esos bribones. Valían su peso en oro.
—Cinco —respondió con una carcajada.
Suspiró aliviado al encontrar el quinto sobre la alfombra. Al ponerse de pie vio que Paula tenía la mano extendida y una mirada de expectación en el rostro.
—¿Qué?
No pensaba darle ninguno.
—Has pedido dos deseos. Me debes uno de esos.
—Hemos llegado a un acuerdo. He cedido —repuso acalorado. Dar el brazo a torcer debería tener alguna recompensa. No era algo que hiciera todos los días ni con cualquiera.
—Dámelo —insistió moviendo los dedos.
¡Maldita sea! Le había faltado poco para salirse con la suya. A regañadientes, cogió un corazoncito de la palma de la mano y se lo entregó acompañado de un gruñido.
—¿Me regalarás esto en todas las celebraciones?
—Ya veremos —masculló ocultando una sonrisa mientras hacía añicos el papel.
—¿Por qué has dicho que nunca te han regalado flores? Tuviste una relación larga.
Paula suspiró.
—No era de hacer regalos. Decía que no le gustaba malgastar el dinero. Sobre todo con flores, porque se mueren.
—No te ofendas, cariño, pero ¿cómo pudiste estar tanto tiempo con ese tío?
Apretó la mandíbula; lo que daría por pegarle un guantazo al ex de Paula.
—La verdad es que no lo sé. Probablemente tuvo algo que ver con la muerte de mis padres. Los echaba de menos y me sentía muy sola. Supongo que era demasiado joven, vulnerable y estúpida — comentó melancólica.
Pedro le cogió aún más manía al impresentable ese, que se había aprovechado de una chica sola y desolada que acababa de sufrir la muerte de sus padres. «Ojalá hubiera estado a su lado en esa época.
Pero lo estoy ahora». Atrajo hacia él el cuerpo de Paula, que no opuso resistencia, y se juró protegerla desde ese momento.
—Jamás volverás a sentirte así, nena. Siempre me tendrás a mí. Nunca dejaré que vuelvas a sentirte sola.
«Ninguno de los dos volverá a estar solo jamás».
Le quitó el pasador del pelo y lo tiró al suelo.
Mientras acariciaba relajadamente los suaves
mechones de cabello, se dio cuenta de que llevaba toda la vida solo. Lo que pasaba es que nunca lo había reconocido.
—Llevo toda la vida esperándote —susurró Pedro con sensualidad.
En cierto modo la conocía desde el primer día que la vio. No de vista, sino de corazón.
Y solo Dios sabía cuánto la necesitaba.
Paula se apartó un poco para poder mirarlo a la cara. No dijo nada, pero tampoco era necesario.
Pedro podía ver en sus ojos lo mucho que lo amaba. Recorrió con los dedos sus labios, las mejillas y el cuello, deleitándose en la suavidad que sentía en las yemas. Dibujó unas iniciales en el nacimiento de sus pechos, que la bata dejaba al descubierto. Las iniciales eran las suyas y las repasó una y otra vez para marcar a la mujer que lo llevaba al éxtasis y lo arrastraba al borde de la locura.
—Pedro —gimió empujándolo de la nuca para acercarlo a sus labios.
Con la impresión de que el corazón se le iba a salir del pecho él gruñó entre sus brazos, disfrutando de las delicadas caricias en los hombros y del roce de sus dedos sobre su acalorada piel.
Necesitaba poseerla, reivindicarla de algún modo, y le metió la lengua en la boca con
desesperación. Tan intensa era la necesidad de hacerla suya que prácticamente le dolía. La bestia posesiva que llevaba dentro suspiró aliviada cuando Paula se mostró más que receptiva abriendo la boca para dejarlo pasar.
Entró a saco hasta que los dos empezaron a jadear y se quedaron sin aliento.
Pedro se retiró para coger aire y le mordió el labio inferior, debatiéndose entre lo que le costaba separarse de ella y la necesidad de desnudarla cuanto antes.
Le cogió un pecho sin apartar la tela de seda y frotó con un dedo el prominente pezón.
—¿Recuerdas lo que te dije de esta bata? —masculló lamiéndole con la punta de la lengua los labios.
—Palabra por palabra —susurró con voz sugerente—. Tengo recuerdos muy placenteros de esta bata.
— Y yo —respondió con pasión, antes de soltarla a regañadientes para enseñarle un corazoncito—. Pero en este momento deseo que te la quites.
Con un movimiento grácil le cogió el corazón de cartón de la mano y lo rompió en pedazos.
Desató despacio la lazada de la bata y la seda se deslizó por sus hombros. Pedro tragó saliva al ver sus perfectos pechos mientras la prenda se detenía un instante en los codos antes de caer al suelo formando un charco negro y brillante.
Pedro hizo un esfuerzo para respirar metiendo y sacando el aire de los pulmones. Era preciosa. Y
suya.
«Mía».
—Me chiflan estos corazoncitos —afirmó sujetando con fuerza los dos que le quedaban.
Sus imponentes ojos azules bailaron de alegría sin dejar de transmitir un deseo apasionado.
—Ese lo has malgastado. Te lo hubiera concedido igualmente. Te necesito.
«Te necesito».
Él sentía el mismo deseo y, tras dejar los corazoncitos a buen recaudo bajo un mantel individual, su cuerpo empuñó las armas para reclamar lo que era suyo. Tenía el falo más duro que una piedra y sentía la necesidad de meterlo en su sexo húmedo y cálido. A estas alturas temía explotar en cuanto lo hiciera.
Ella dio un paso al frente y, cuando rozó su piel suave como la seda contra la de él, lo hizo estremecer. Pasó la mano con delicadeza por los calzoncillos y le acarició la verga empalmada como si se tratara de su mascota favorita.
Le apartó la mano para cogerla en brazos, incapaz de esperar ni un segundo más.
—Hora de ir a la cama.
—Ya era hora —murmuró ella expresando su impaciencia.
Entonces, la atención de Pedro se desvió de sus necesidades carnales a la mujer que llevaba en brazos. A su chica. Ella lo deseaba, quería que le diera placer y que saciara sus necesidades. Él también satisfaría las suyas, pero antes se ocuparía de las de ella. En la cama y fuera de ella Paula siempre sería lo primero.
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