martes, 10 de julio de 2018
CAPITULO 38 (SEGUNDA HISTORIA)
Aparentemente, Pedro se quedó sin habla porque no contestó. Se quedó mirando a Mauro desconcertado.
Paula se quedó helada, los dos hombres estaban a unos tres metros de ella, pero estaban tan embebidos en su discusión que no habían notado su presencia.
Mauro respiró profundo y se pasó la mano por su pelo cobrizo.
–Nos separaron. Yo fui adoptado, ella no. No supe nada de ella hasta que la vi en la boda. Es la viva imagen de nuestra verdadera madre. Y los dos tenemos los mismos ojos. Después de revisar más detalladamente los papeles de mi adopción descubrí que era mi hermana. Iba a decírselo. Simplemente no he tenido la ocasión. Realmente quería decírselo primero a ella.
Paula intentó digerir la información, su mente saturada por el esfuerzo de digerir que tenía un
hermano. Pero la situación era tan extraordinaria que no sabía cómo reaccionar.
Alegría.
Confusión.
Rechazo.
Tenía un hermano y no lo había sabido nunca.
Un hermano del que no sabía su existencia.
Mauro Hamilton es mi hermano. Con razón me sentía tan próxima a él.
Tragó aire ostensiblemente, el sonido retumbó en el cavernoso hall. Los dos hombres se volvieron para mirarla. La intensidad de sus rostros la hizo flaquear. Su tacón, enganchado en la lujosa alfombra de las escaleras.
Intentó agarrarse al pasamanos, sin éxito, incapaz de evitar una caída que parecía irremediable, tambalándose inestable. Durante un breve instante sostuvo la mirada de Pedro, el miedo que vio en sus ojos le dio escalofríos.
Todo ocurrió a cámara lenta para ella, un instante de terror que recordaría para siempre. Gritó al tiempo que Pedro se abalanzaba a la barandilla que protegía de una seria caída al piso de abajo. Con determinación, se impulsó en ella para saltar en dirección a Paula cuando esta empezaba a caer. Su cuerpo enorme voló por encima del traicionero hueco de la escalera, que podría matarlo o, cuando menos, causarle heridas considerables. Pedro tenía delante de él a Mauro y el hermano de Paula no se
había dado cuenta de lo que estaba ocurriendo.
Pedro eligió el camino más corto, la única forma de que su cuerpo podía detener el de ella. El momento del impulso los llevó a los dos escaleras abajo, pero Pedro la había arropado, envolviéndola con los brazos, protector, escudándola con su propio cuerpo.
La caída escaleras abajo fue una pesadilla y todo lo que Paula podía hacer era gritar refugiada en el pecho de Pedro. Sus brazos, protegiéndole la cabeza. Su cuerpo, absorbiendo los golpes a lo largo de todo el descenso, como si cumpliera una penitencia, cayendo a una velocidad de escalofrío, rodando una y otra vez hasta que, finalmente, sus cuerpos alcanzaron el final de la escalera. La espalda de Pedro golpeó la pared con una fuerza brutal, una fuerza capaz de detenerlos en seco. El cuerpo de Pedro se giró, como una marioneta, encima de ella.
–¡Pedro! ¡Pedro!.
Paula gritaba su nombre frenética y aterrorizada.
Temiendo que estuviera seriamente herido.
Pedro no se movía, su peso yacía inerte y aplastante sobre el cuerpo de Paula.
Dios mío, ¿y si se ha hecho daño? No quiero moverlo. Podía tener alguna lesión en la espalda. Por favor, por favor. Que esté bien.
–¡Paula! ¡Pedro! ¿Estáis bien?
Paula podía oír cómo Mauro renegaba por lo bajo cuando se agachó a su lado.
La voz asustada de Mauro la hizo salir de su ataque de pánico. Tenía que hacer algo. Su cuerpo temblaba y jadeaba como si acabara de correr un maratón.
–Estoy bien –respondió entrecortada–. Pero no sé Pedro. No se mueve y me da miedo moverlo. No sé si tendrá alguna fractura.
Intentaba pensar, dejar a un lado la imagen de Pedro saltando sobre el vacío y protegiéndola con su cuerpo. Ni siquiera se detuvo a calcular el riesgo, su único objetivo era detenerla y salvarla de cualquier daño.
–Por Dios, Pedro, háblame. Por favor –susurró, rogándole que dijera algo, con todo su cuerpo en
tensión sin saber si él estaría bien–. Te quiero. Te quiero tanto… Por favor, dime que estás bien, por favor.
–Es probable que simplemente me guste mucho esta postura, cielo.
Su voz sonó ronca, apenas audible. El calor de su aliento acariciándole el oído, su boca descansando sobre la sien.
Gracias a Dios, está vivo.
El corazón le martilleaba el pecho, latiendo tan fuertemente que la aturdía.
–No te muevas. Nos sabemos si tienes lesiones graves –le susurró en respuesta.
–Una ambulancia está de camino –dijo Mauro con urgencia, intentando tranquilizarla.
–Está vivo –sentenció Paula, mirando a los ojos a su recién estrenado hermano, ojos tan iguales a los de ella.
Pedro empezó a moverse, refunfuñando mientras intentaba quitarse de encima de Paula
–Te he dicho que no te muevas –exigió Paula con firmeza.
–¡Dios! Cómo me pone ese tono de médico mandón tuyo –le dijo. Su voz, opaca–. Te estoy
aplastando.
–No importa. Quédate – le rogó–. Espera.
–¿Me vas a decir otra vez que me quieres? –le preguntó, sujetando algo de su propio peso con los brazos.
Para impedir que se moviera, Paula sacó los brazos de su regazo y rodeó el cuerpo de Pedro.
–Sí, te quiero. Te quiero. Te quiero, Pedro –exclamó–. Ahora estate quieto hasta que llegue la ambulancia.
–Cielo, me quedaría aquí por siempre solo para oírte decir eso –le murmuró al oído. –¿Te casarás conmigo?
Si no estuviera tan asustada, habría sonreído. A todas luces, Pedro estaba aprovechándose de la
situación, pero no le importaba. Mientras que él estuviera bien, haría todo lo que quisiera, le daría todo lo que le pidiera.
–Sí –dijo sin apenas aliento–. Nunca pensaba decir que no.
–Sigues siendo una calientapollas –murmuró Pedro, aparentemente contrariado.
–Pienso cumplir –informó tiernamente, acariciándole ligeramente el pelo. La tranquilidad al oírlo hablar, abrumadora.
–Más te vale –refunfuñó él.
Supo entonces que Pedro estaba bien. Las lágrimas asomaron a sus ojos y rodaron incontroladas por sus mejillas, mientras que sus manos se aferraban a él, uno contra otro, protegiéndolo hasta que llegara la ambulancia.
La mirada de Mauro permaneció fija en la de ella, reconfortándola en silencio, intentando decirle con los ojos que todo iba a salir bien. Su mano envolvió la de ella, cálida y gentil, calmándola, mientras que ella seguía abrazada a él. Permanecieron así hasta que llegaron los paramédicos.
CAPITULO 37 (SEGUNDA HISTORIA)
Dos noches después, Paula estaba sentada bebiendo champán en uno de los salones más
elegantes de la ciudad, intentando desesperadamente no parecer aburrida. Lo único que mantenía su mente despierta era ver a Pedro en su elemento, encantador y urbanita, afable y sexy y enteramente deseable.
Escondiendo la sonrisa detrás de una elegante copa de tulipán, lo miraba descaradamente, aún tratando de digerir que él la quisiera de verdad, la necesitase. Había tenido la oportunidad de saber que Pedro podía llevar un esmoquin con estilo, pero no le pasó inadvertido el hecho de que se encontraba perfectamente cómodo en un ambiente elegante, una ostentosa función de caridad a la que le había pedido que lo acompañara.
Con un vestido negro corto de rigor y con tacones altos, Paula se sentía inadecuadamente vestida para la ocasión, como pez fuera del agua. Estaba muy segura de que todas y cada una de las mujeres allí llevaba un traje exclusivo de alguna casa de modas de lujo y que ninguna llevaba bisutería.
Pero Pedro fue completamente sincero cuando le dijo que estaba absolutamente maravillosa. Era el único que importaba.
Suspiró cuando Pedro le dirigió una encantadora sonrisa a una mujer mayor, una sonrisa coqueta y carismática que ruborizó a la pobre señora. Sin duda, Pedro amaba a la mujer a cualquier edad y, por lo que parecía, todas estaban encantadas con él. Sin embargo, Paula no estaba celosa. El hombre que estaba observando era solo una porción del hombre que ella conocía, el rostro de la Alfonso Corporation, el Pedro Alfonso público, el elegante multimillonario.
Pero él es mucho, mucho más.
Paula atesoraba esta información privilegiada, encantada de conocer al verdadero Pedro Alfonso y de que fuera un macho alfa extremadamente deseable, con un lado amable que la subyugaba hasta obligarla a aceptar que lo amaba. Siempre lo había amado. Siempre lo haría.
Para ella solo existía Pedro. Esa necesaria y elemental conexión se había cimentado cuando se conocieron y Paula no había sido nunca capaz de romper el vínculo. Aceptaba que Pedro era el único hombre para ella, que solo había habido un hombre en su vida. Un pensamiento que la asustaba, pero había sido estimulante reencontrarlo, descubrir que él la había echado de menos tanto como ella lo había echado de menos a él todos esos años.
Ojalá hubiera sabido la verdad antes. Ojalá hubiera sabido cuánto sufrió en el pasado.
Paula supiró trémula, agradecida por la segunda oportunidad. ¡Lo cerca que habían estado de no volver a estar juntos! Era una mujer de ciencias, pero tenía que admitir que a veces los hados y el destino no podían negarse.
Los ojos de Pedro recorrieron la habitación, buscándola. Se encontraron la mirada y la mantuvieron, una mirada de deseo que Pedro reservaba solo para ella. Contuvo la respiración mientras él la miraba descarada, posesivamente, diciéndole con los ojos exactamente lo que estaba pensando. La muda conversación fluyó entre los dos. El calor, tan insoportable que Paula necesitaba darse una ducha fría.
Se supone que iba al aseo. Querrá saber qué hago aquí, de pie, sola, observándolo.
De hecho, iba camino del aseo, pero se había parado a pedir una bebida y quedó hipnotizada con la imagen de su más que deseable varón repartiendo encanto entre quienes lo rodeaban.
Dirigiéndole una sutil sonrisa, alzó su copa en dirección a él y se volvió camino de la larga escalinata que llevaba a los aseos.
–¿Necesitas compañía? –preguntó una voz grave, familiar, cercana, al oído.
Paula se paró en el primer peldaño.
–Mauro –respondió, contenta de ver su cara sonriente. Incapaz de contenerse, lo abrazó cariñosamente–. Me alegro de verte.
Él también la abrazó y, con una sonrisa de satisfacción, le ofreció el brazo a Paula, que lo aceptó gustosamente. ¡Qué guapo estaba! No había ninguna química sexual entre ellos, pero Mauro tenía algo que le alegraba el corazón. Estéticamente, podía apreciar lo guapo que era y lo bien que llevaba su esmoquin.
Era un ejemplar maravilloso e increíblemente afable. Aún así, todo indicaba que había ido solo a la fiesta. Probablemente era pronto para él buscar acompañante.
–¿Te estás divirtiendo? –le preguntó mientras la acompañaba escaleras arriba.
–No mucho –respondió honestamente–. No entiendo cómo Pedro y tú podéis hacer esto continuamente.
–¿Hacer qué? –preguntó Mauro curioso, detenténdose al final de la escalera, con Paula del brazo y una expresión de extrañeza.
Ella se soltó y dio un paso atrás.
–Esto. Todo esto –gesticuló señalando en torno al salón–. Debe ser que no soy una persona de mundo –dijo sencillamente–. Lo mejor de todo es ver a tantos hombres guapos en esmoquin.
Y, descaradamente, le guiñó un ojo.
–Particularmente uno de ellos –respondió Mauro divertido–. Me he fijado cómo mirabas a Pedro. Dudo que notaras la presencia de ningún otro hombre en el salón. Pareces feliz –añadió, más seriamente–, aunque estés algo aburrida. Te acostumbras a todo a la larga –dijo encogiendo los hombros–. Es casi una obligación que trae consigo el dinero. Es un pago equitativo.
Paula hizo un gesto de reconocimiento, suponiendo que lo que Mauro decía era cierto.
Había aspectos de su profesión que a ella tampoco le gustaban, pero se había acostumbrado a vivir con ellos. Por Pedro, estaba dispuesta a hacer cualquier cosa.
–Te veré luego, Paula. Necesito hablar contigo acerca de algo –mencionó Mauro de manera casual cuando se separaban.
Se despidió de él con un breve gesto de la mano, camino del aseo de señoras, a su derecha. Mauro se fue a la izquierda, probablemente al aseo de caballeros.
Paula terminó rápidamente, pero hizo una pausa mientras se lavaba las manos para mirarse al espejo. Se había hecho un peinado un poco más elaborado, su maquillaje era correcto, pero ella era tan …común. Y tan diferente a todas las bellísimas mujeres presentes en la fiesta. Sin embargo, después de hablar con algunas de ellas, no se sentía fuera de lugar. Era médico y podía distinguir una cirugía plástica a kilómetros de distancia y algunas mujeres parecían sencillamente anoréxicas. Aunque Paula había
tratado de participar en la conversación, muy pocas podían hablar de algo que no fueran actividades sociales, moda, o estupideces varias.
Pedro me necesita. Necesita una mujer con la que pueda hablar cuando llegue a casa. Y necesita amor. Desesperadamente.
Lanzó un pequeño suspiro y se secó las manos.
Estaba convencida de que Pedro probablemente habría intentado rodearse de gente para ocultar su vacío. Sin éxito. Ella misma lo había intentado, trabajando continuamente hasta agotarse, llenando cada hora del día con su trabajo. Pero el vacío había permanecido, oculto pero presente. Un espacio que solo Pedro podía llenar.
Abrió la puerta, salió al vestibulo y se dirigió hacia las escaleras. Oyó una pelea al llegar al primer peldaño, las voces acaloradas de dos hombres llegaban desde el otro lado del hall.
–Sé que la has estado llamando. Que la has llevado a cenar. Quiero que la dejes sola. Me pertenece. Siempre me ha pertenecido. La necesito, ¿te enteras? –la voz de barítono de Pedro era fácil de identificar.
–Solo quiero su amistad –reaccionó Mauro, firmemente.
–Tú quieres tirártela. Sientes algo por ella y no te culpo. Pero Paula es mía. Está destinada a ser mía. No puedo estar sin ella, así que búscate a otra –rugió Pedro estruendosamente.
–No la quiero para mí –replicó Mauro, su voz más cerca de la escalinata, obviamente alejándose de Pedro. Paula vio que se acercaban, pero ellos no la vieron a ella. Los dos hombres habían llegado a un punto muerto, mirándose uno a otro irritados y con abierta hostilidad.
–Quieres llevártela a la cama y eso no va a suceder –ladró Pedro.
–Por amor de Dios, Pedro. Deja de pensar con el culo por un momento y pon atención. No me va el incesto.
Mauro tenía la mandíbula contraída, la mano en un puño.
–Paula es mi hermana. Mi sangre –añadió.
CAPITULO 36 (SEGUNDA HISTORIA)
Aunque ella estaba encima de él, Pedro continuó controlándola, exigiendo, insistiendo, dominando.
Todo lo que ella podía hacer era facilitar sus frenéticas, profundas embestidas … y correrse.
Separando su boca de la de Pedro, Paula gritó. El climax recorrió su cuerpo como un huracán,
desvaneciéndola, dejándola impotente.
–Sí. Sí. ¡Sííí! –Pedro gemió, golpeándola intensamente con toda la fuerza de su pene inflamado, desahogándose en su seno, con el pulgar aún entrando y saliendo inconscientemente del ano de Paula, exhausto por la violencia de su descarga.
Pedro se desplomó, quitándole las manos de encima. Se dejó caer en el sofá. Rodeándola por la cintura de Paula con sus brazos, sujetaba el peso de Paula sobre su cuerpo.
–Me vas a matar –carraspeó, desmintiendo sus palabras con un beso en la frente, otro en la sien, en las mejillas, para terminar con un beso liviano en los labios enrojecidos–. Lo siento, lo he vuelto a hacer.
Paula no tuvo que preguntarle lo que quería decir.
–Te di permiso, Pedro. No estás abusando de mí. Por favor, nada de lo que hagamos juntos es
vergonzante. Lo he disfrutado, lo quería. Te quiero de todas las maneras, en todo mi cuerpo.
–Pierdo el control contigo, cielo –se lamentó Pedro.
–Lo sé. Y me encanta de qué manera me deseas –susurró, recostando la cabeza en su hombro.
–¿De verdad, Paula? ¿No te asusta? Porque a veces a mí sí me asusta –dijo él, pasándose la mano por el pelo.
–No, Pedro. Nunca podría tener miedo de ti. Me puedes cabrear, pero la forma que tienes de quererme me pone a cien y no puedo resistirme. Te quiero tanto como tú a mí –le respondió cándidamente.
Pedro movió la cabeza de un lado a otro, raspando ligeramente la frente de Paula con su barba.
–Eso no es posible, cariño –le dijo, la gruesa voz de barítono vibrando contra su oído.
–¿Perferirías controlarte? ¿Hacerlo sin pasión? –preguntó curiosa.
–No, claro que no. Eso no es lo quise decir. Dije, simplemente, que puede ser algo doloroso –dijo
simplemente.
Paula siguió con el dedo el trazo de las líneas de la corbata de Pedro.
–Todo es acostumbrarse –musitó–. No puedo creerme que estoy completamente desnuda mientras que tú pareces listo para salir a dominar el mundo.
–Mejor que te acostumbres. Nos vamos a casar –replicó Pedro–. Y preferiría quedarme en casa y dominarte a ti.
Su viril, posesivo tono de voz le produjo un escalofrío que le recorrió la espalda.
–Aún no te he dicho que quiera casarme contigo porque nunca me lo has preguntado. Tú dictas. Y hablando de eso, ¿qué vamos a hacer con el coche?
–¿Qué es lo que tú quieres hacer? –preguntó Pedro en voz baja, amable–. Me gustaría que te quedaras con él. Quería dártelo como regalo. No era mi intención comportarme como un patán. Es grande, es robusto y tiene todos los dispositivos de seguridad conocidos. Quiero que lo uses porque me preocupa tu seguridad. Nada puede pasarte, cielo –suspiró hondamente.
Vale… eso está mejor. Al menos no se está comportando como un gilipollas.
Paula dio un leve suspiro.
–Está bien. Lo conduciré. ¿Ves lo fácil que era? Pregúntame con tacto y te responderé como tú quieres –le dijo divertida.
–¿Estás intentando domesticarme, mujer? –la regañó igualmente divertido.
Paula rio ligeramente antes de responder.
–¿Sería posible?
–No. Pero tampoco quiero herirte –dijo Pedro mientras sus manos continuaban acariciando la espalda y los rizos de Paula, reclamando su propiedad.
Levantando la cabeza, clavó en él su mirada perpleja.
–¿Así que vas a dejar de comportarte como un cavernícola?
–Es lo mismo que me dijo mi madre –replicó contrariado.
–¿Te dijo que eras un cavernícola? –dijo Paula arqueando las cejas.
–Sí…Más o menos. Pero no es cierto –sentenció algo indignado.
–Sí que lo es, Pedro –rio Paula dando un ronquido.
–En lo del coche he sido civilizado –replicó él.
–Después de pelearnos –le recordó, arrugando el entrecejo, retándolo a negarlo.
–¿Y cómo se supone que voy a conseguir que hagas lo que yo quiero? –preguntó contrariado.
Paula empezó a moverse, separándose a regañadientes de Pedro. Se puso de pie.
–Llévame arriba y convénceme –le ofreció, dicéndole ven aquí con la mirada–. Te demostaré que es una forma mucho eficaz que darme órdenes como si fuera una empleada tuya.
Pedro se puso de pie rápidamente, cubriéndola con la mantita que descansaba en el respaldo del sofá antes de cogerla en brazos.
–No tengo ningún problema con este protocolo. ¿Si quiero algo solo tengo que follarte hasta que estés de acuerdo?
Paula agitó la cabeza de una lado a otro, con una sonrisa. Quizás no era tan bueno su plan, después de todo. De esta manera, probablemente, la podría convencer de cualquier cosa.
–Pues sí –dijo reacia, sabiendo que probablemente se arrepentiría.
Pedro dibujó una sonrisa, una sonrisa malévola que hacía su rostro aún más atractivo. Tanto que ella volvió a humedecerse.
–Quiero mucho de ti, cielo. Lo quiero todo.
Su voz, juguetona y varonil, deliciosa y pecaminosa.
–Quizás emplee algún tiempo en convencerte –añadió.
A Paula se le aceleró el corazón cuando sus ojos se encontraron con la mirada esmeralda de Pedro.
–Creo que podré aguantarlo –dijo sonriendo, desafiando su asedio.
–Vas a suplicarme.
La miró arrogante, con una mirada abrasadora.
Lo cierto es que muy probablemente él sería capaz de hacerlo. Y ella lo disfrutaría cada segundo. Pedro le mordisqueó el lóbulo de la oreja y luego se la acarió con la lengua.
–Puedes empezar a suplicar ya si quieres –le susurró con deseo cerca del oído–. Maldita sea, Paula. Ya me la has puesto dura como una piedra –dijo bruscamente–. Eres una calientapollas.
Salió de la habitación y atravesó la casa. Subió las escaleras tan deprisa que Paula rebotaba en sus brazos, riéndose cuando él se precipitó hacia el dormitorio.
–No caliento si no pienso cumplir lo prometido –murmuró.
–Sigues siendo una calientapollas –gruñó Pedro. La dejó caer suavemente sobre la cama y empezó a arrancarse la ropa–. Y tú te vas a casar conmigo. Muy pronto –exigió, quitándose la camisa sin desabrocharse los botones.
Paula suspiró ensoñadora viendo cómo Pedro se deshacía frenético de la ropa, poniendo al descubierto cada centímetro de su perfecta masculinidad.
Algún día, me pedirá que me case con él.
Ella ya sabía que diría que sí. Si no estuviera segura, no tendría relaciones sexuales con él sin
protegerse. Había empezado a tomar la píldora, pero aún así era algo arriesgado, tanto como peligroso podía ser el hombre que ahora se acercaba a ella.
Gloriosamente desnudo, la acechó gateando sobre la cama. Retiró la sábana que la cubría como desenvolviendo un regalo, con un semblante de absoluta fascinación dibujado en su espléndido rostro.
–Dame una fecha. Vamos a casarnos. Tú eres mía –reclamó, cubriendo el cuerpo de Paula con el suyo y sujetándole las manos sobre la cabeza.
Paula se fundió al calor del contacto con su piel, el nirvana de piel contra piel la hizo ignorar el
comentario. Su fría conducta la hería, pero el macho alfa la volvía loca, su maneras dominadoras alentaban su deseo de tenerlo dentro de sí.
Sabiendo que nunca domaría a Pedro y que realmente no quería hacerlo, se encontró con su boca exigente amordazando la de ella, dejándose llevar por el hombre que tenía su corazón, su cuerpo y su alma … Siempre los tuvo.
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