jueves, 28 de junio de 2018
CAPITULO FINAL (PRIMERA HISTORIA)
Paula se detuvo a mirarlo y se le cortó la respiración al asimilar lo que tenía ante sus ojos: estaba allí tendido a su merced. Pedro era como un tigre encadenado listo para atacar y le resultaba embriagador y tremendamente erótico tenerlo inmovilizado. Aquel cuerpo musculoso era una promesa de placer y Paula se moría por acariciar hasta el último centímetro de su morena piel.
—Eres el hombre más sexy del planeta —afirmó con una voz seductora cargada de deseo.
—Creo que tienes que ir a que te revisen la vista. Siempre lo he pensado. Estoy lleno de cicatrices, cariño, y son muy feas.
Sí. Pedro tenía cicatrices, un testimonio de su fuerza y de su valentía. A Paula jamás le parecerían feas o desagradables.
—Como un guerrero, el héroe de mis sueños.
Estiró el brazo para acariciarle el pecho con la palma de la mano y repasó con el dedo cada una de sus cicatrices antes de inclinarse para lamerlas con la lengua.
—Estás loca —gimió tirando de las vendas que le ataban los brazos.
—Tú me vuelves loca —replicó riéndose sin dejar de lamerle el pecho.
Le mordisqueó un pezón con cuidado mientras le agarraba la verga por encima de la seda.
Tener a Pedro a su merced era algo completamente nuevo y tentador. Se arrodilló para quitarse la bata. Tenía tantas ganas de tocarlo que casi se olvida de la sorpresa que le había preparado.
—¡Madre de Dios! ¿Qué llevas puesto? —preguntó atormentado.
Paula le dedicó una sonrisa traviesa y seductora.
—Otro regalo de San Valentín para ti.
Era el conjunto más picante que se había puesto jamás y eso era mucho decir porque a Pedro le
encantaba la lencería sexy; si bien el interés en la ropa le duraba muy poco, pues no tardaba en
quitársela, a mordiscos si era necesario.
El vestidito rojo estaba reducido a su mínima expresión: tenía unos tirantes muy finos, la parte de arriba apenas le tapaba los pezones y las delgadas tiras de tela que tenía junto a la tripa eran transparentes. La braguita era ínfima y dejaba al descubierto el trasero y gran parte del sexo.
—Obviamente me he tenido que depilar. Del todo. Esta braguita no tapa gran cosa.
Pedro tragó saliva mientras recorría con ojos apasionados su cuerpo deseando hacerlo suyo.
—¿Depilada… del todo? —Casi se atraganta al pronunciar la última palabra—. Hace un momento no lo estabas.
Tiró la bata al suelo y se giró hacia él para rozarle con la yema del dedo la verga empalmada.
—Me depilé cuando me puse el conjunto, justo antes de que me llevaras arriba a probar el nuevo juego. Es muy grande, Pedro. Una auténtica pasada.
—Sí, lo sé, la tengo más grande de lo normal—gruñó resoplando cada vez más fuerte.
—¡Qué tonto! No me refería a tus partes, sino al juego. —Se echó a reír y, al bajarle el elástico de
los calzoncillos, Pedro se liberó en toda su magnitud.
—Ahora mismo el juego ese me importa un comino —resolló.
En cuanto le puso la mano encima Paula también perdió todo el interés en el videojuego.
Le agarró su suave miembro con la mano mientras se inclinaba para besarlo rozando sus sensibles pezones contra el pecho. Pedro le metió la lengua en la boca y reaccionó levantando las caderas cuando ella lo agarró con más fuerza del paquete. Pedro la besaba como si estuviera poseído y ella le contestaba con el mismo frenesí mientras le acariciaba la parte del cuerpo que se moría por tener dentro.
Pero eso podía esperar. Pedro había hecho todo esto por ella y Paula estaba decidida a que gozara con la experiencia. Y que gozara mucho.
Pensaba sacar al cavernícola que llevaba dentro antes de centrarse en sus propias necesidades.
Le liberó la boca y se arrodilló junto a él sin dejar de acariciar su terso falo. Sus manos recorrieron
sin prisa alguna cada centímetro de su piel, pues no sabía si se le volvería a presentar esta oportunidad y quería tocar su cuerpo entero.
—Tengo un antojo —le comentó con sensualidad antes de soltarlo y bajarse de la cama.
—Paula, vuelve —suplicó con una voz insistente.
Se fue corriendo a la cocina y regresó con un bote de nata montada. Lo agitó con erotismo, inclinó la cabeza, abrió la boca y lanzó un chorro de crema entre sus labios.
—Mmmm…, ¡está buenísimo! —Se lamió los labios mientras tragaba la dulce espuma. Pedro la contemplaba embelesado con una mirada de deseo amenazante que hizo estremecer a Paula—. Solo hay una cosa que me sabría aún mejor si me estallara en la boca. Algo de lo que tengo antojo.
Avanzó a cuatro patas por la cama, entre las piernas atadas de Pedro.
—Paula —le advirtió Pedro, pero ella no le hizo caso.
Le echó la nata por el terso vientre, los muslos y el falo empalmado.
Primero le lamió el vientre, recorriendo con la lengua cada uno de sus duros músculos y deleitándose en el dulce sabor de la nata montada. Pedro se retorció lo que las vendas le permitieron y gruñó:
—Me las vas a pagar.
Paula sonrió lamiéndole el muslo.
—Cuento con ello, grandullón. Eres grande en todo. Ya me entiendes.
Su órgano viril no dejó de palpitar mientras ella se acercaba al otro muslo y empezaba a
mordisquearlo y lamerlo hasta dejar una marca con los dientes en la dulce piel.
Cuando por fin se dirigió hacia la ingle, sintió que el sexo se le contraía y que empapaba la atrevida braguita.
Empezó a gemir al recorrer la entrepierna con la lengua, lamiendo la nata montada con lentitud y a conciencia.
—No voy a durar mucho. Maldita sea, Paula. Desátame.
Su voz se debatía entre la frustración y la excitación, y Paula levantó la cabeza para buscar en sus ojos marrones alguna señal que indicara que estaba incómodo en algún plano que no fuera el sexual.
No la encontró. A Pedro le consumía el placer carnal, gozaba contemplándola y lo único que le
frustraba era no ser capaz de compensarla con el mismo placer.
—Pensé que querías satisfacer todos mis antojos —le susurró con sensualidad—. Tengo antojo de ti.
Pedro gruñó y dejó caer la cabeza sobre la almohada mientras Paula se metía el falo en la boca y trazaba círculos con la lengua sobre la punta en forma de bulbo.
—Me vas a matar —jadeó mientras ella se la metía hasta el fondo de la garganta.
«De placer, grandullón».
Paula se metió todo lo que le cupo en la boca, pero era enorme. Le apretó con los labios y succionó, meneando la cabeza mientras lo devoraba.
Pedro empezó a bambolear las caderas, empujándolas contra su boca cada vez que ella presionaba hacia abajo. Paula levantó la mirada y vio cómo se tensaban los músculos de ese cuerpo perfecto y cómo se aferraban sus manos a las vendas que lo mantenían atado. Se quedó cautivada de la expresión que tenía Pedro en ese momento: embriagado por la pasión, había perdido el control por completo y se había dejado llevar por el éxtasis.
—Paula, cariño. Ahhhh… Dios mío. Síííí…
A medida que ella se movía más rápido y ejercía más presión él empezó a gritar palabras sin ton ni son hasta que explotó con el cuerpo encharcado en sudor. Su alivio inundó en forma de líquido caliente la boca de Paula, que se lo tragó gimiendo sin sacársela de la boca.
Después de lamer hasta la última gota, gateó a cuatro patas hasta llegar a sus labios y lo besó para que probara su propio sabor entre sus brazos.
Él se recreó en su boca, pero acabó apartando los labios de los suyos para exigir:
—Tu sexo depilado. Ahora.
Tiró de las vendas con desesperación deseando estar suelto. Sí, era hora de liberar a su cavernícola.
—Ayúdame —le pidió ella, pues no tenía ni idea de cómo soltarlo.
Pedro le dio instrucciones concisas y ella logró liberar las manos. Entonces, sin dejar de jadear, se incorporó y desató él mismo los nudos que le sujetaban las piernas y, en un abrir y cerrar de ojos, su cuerpo sudoroso estaba encima de ella.
Pedro el Macho había encontrado a su presa y estaba desbocado. Dios mío, Paula adoraba a este hombre.
Le bastaron dos zarpazos para arrancarle la lencería, que cayó al suelo hecha pedazos.
Paula suspiró cautivada por esa fuerza bruta y por la facilidad con la que era capaz de desnudarla. Hacía tiempo que había dejado de reprenderle cada vez que le destrozaba la ropa interior. Ya le compraría más. Merecía la pena solo por ver cómo la pasión le hacía perder los estribos. Como de costumbre, se puso como una fiera con la ropa, pero a ella no le hizo ningún daño.
—Dios mío, eres preciosa —jadeó mientras contemplaba su sexo depilado—. Es hora de la
revancha. ¿Querías jugar, pequeña? Pues prepárate.
Paula estaba más que preparada para el tipo de castigo que Pedro tenía en mente: un castigo que la dejaría sin respiración y que la haría gimotear y suplicar. Gimió al sentir sus dedos acariciándole los pezones hinchados y con la sensibilidad a flor de piel. Estaba más que lista.
—Por favor, Pedro.
—Por favor, ¿qué? ¿Qué es lo que quieres? —le preguntó con brusquedad.
—Fóllame, por favor.
—Creo que no. El que tiene un antojo ahora soy yo. Se me hace la boca agua pensando en tu miel. ¿Estás mojada, cariño?
¿Mojada? Madre mía…, estaba empapada.
—Sí.
Paula bamboleó las caderas, pero fue incapaz de mover ni un milímetro el cuerpo duro como una roca que tenía encima. Aunque estaban piel contra piel, él apoyaba la mayor parte de su peso en sus brazos. Ella miró hacia arriba para encontrarse con sus intensos ojos oscuros y exigirle con el cuerpo que la hiciera suya.
—Vas a correrte para mí mientras te como entera —susurró con una voz áspera.
Enterró la cara entre su pelo antes de mordisquearle el cuello y empezar a descender hacia sus senos lamiéndole la piel.
Paula gimió mientras él le lamía los pechos —primero uno y luego otro—, como si dispusiera de todo el tiempo del mundo para idolatrar aquellos pezones erectos. Sintió que se estremecía por dentro cuando Pedro se dirigió hacia la tripa, donde se detuvo para lamerle el ombligo y llenarle de besos húmedos y cálidos el vientre.
Por fin, justo antes de que empezara a gritar de frustración, Pedro le separó las piernas y Paula se estremeció al sentir el cálido aliento de su prometido sobre su sexo al descubierto.
—Huelo tu excitación y veo lo empapada que estás —bramó acariciando la piel desnuda.
Paula echó la cabeza hacia atrás desesperada por que su boca la tocara.
—Por favor, Pedro. Te necesito.
Rozó con el dedo sus pliegues empapados, introduciéndolo cada vez más.
—¿Así? —preguntó con exigencia.
—Más —le rogó.
Si no hacía que se corriera de inmediato, se iba a volver loca.
—¿Así?
Su dedo se deslizaba con facilidad sobre la piel resbaladiza y empezó a trazar círculos en el clítoris.
—Más. ¡Más!
Su cuerpo lo deseaba tanto que estaba empezando a perder los papeles.
—¿Así?
Acercó la lengua hacia la mullida piel y le lamió la excitación con la lengua.
Ay, Dios. Sí. Sí. Sí. Levantó las caderas para que su lengua la penetrara aún más. Pedro separó los pliegues de su sexo con los pulgares y enterró la cabeza entre sus muslos para devorarla con un ansia sin paliativos. Le frotó el clítoris mientras le comía hasta las entrañas emitiendo un sonido reverberante.
—Sí. Por favor, Pedro. Necesito correrme.
Paula metió los dedos entre sus cabellos para agarrarlo de la cabeza y atraerlo aún más hacia ella.
Gimió y balanceó las caderas mientras él le daba todo el placer que su ardiente boca podía darle.
Pedro gruñó sobre su carne, lo que generó unas vibraciones que la arrastraron despacio hacia la
locura. Siguió lamiendo hasta que Paula perdió el sentido y se dejó llevar por un clímax abrumador que la consumió por completo y que la hizo arder de pasión.
En lugar de sollozar aliviada, que es lo que tenía ganas de hacer, Paula gritó su nombre mientras
continuas olas de placer le recorrían el cuerpo entero.
Después de haber exprimido hasta la última gota de satisfacción que podía ofrecerle con su
increíble boca, Pedro se quitó los calzoncillos y trepó por el cuerpo de Paula, que abrió los ojos para ver al hombre del que estaba enamorada y que en ese momento se mostraba feroz y desbocado, tal como le gustaba a ella. Tal como ella lo amaba.
Aunque el cuerpo de Paula estaba satisfecho, la necesidad de unirse con él en un solo ser era tan apremiante que la superaba.
—Fóllame, Pedro. Ahora.
Su erección se acercó peligrosamente a su sexo, que aún no había dejado de estremecerse.
—Eres mía —rugió—. Siempre lo serás.
—Sí. Siempre.
Pedro colocó su falo empalmado en la entrada de la cavidad palpitante de Paula y la penetró de una sola embestida que la dejó sin respiración y que la llenó por completo. Paula le rodeó la cintura con las piernas y el cuello con los brazos, tratando de acercarse al máximo a él.
La boca de Pedro cubrió la suya insuflando calor en todo su cuerpo y arrastrándola a un lugar en el que solo existían ellos dos. La empalaba una y otra vez, retrocediendo las caderas sin llegar a sacarla del todo, mientras Paula se entregaba en cuerpo y alma al volátil apareamiento. La estaba haciendo suya y ella quería que así fuera.
—Dime que eres mía. Te necesito. Te quiero. No me abandonarás en la vida —exigió Pedro entre
jadeos tras arrancar la boca de la de ella.
—Siempre seré tuya. Nada se interpondrá jamás entre nosotros. Te quiero.
Apenas había salido aquel jadeo de su boca cuando sintió que el orgasmo se acercaba; entonces apretó con más fuerza las piernas alrededor de la cintura de Pedro para responder a sus intensas embestidas, de modo que sus cuerpos empapados en sudor se fundieron en uno solo.
Paula sintió que el cuerpo se le hacía añicos entre temblores y, mientras su cavidad palpitaba, le clavó las uñas en la espalda. Gritó su nombre sin dejar de bambolear su cuerpo fogoso contra el de él hasta que alcanzó un éxtasis arrebatador que empapó a Pedro y del que tardó un buen rato en sobreponerse.
—Paula. Paula… —susurró antes de correrse.
En cuanto su descarga inundó el útero de Paula se quitó de encima sin soltarla, manteniéndola en el refugio de sus brazos. Mientras se le hinchaba y deshinchaba el pecho, preguntó:
—¿Te he hecho daño?
Paula negó con la cabeza mientras su cuerpo entero seguía estremeciéndose.
—No —suspiró entre jadeos—. Me has dado justo lo que necesitaba.
Paula lo besó en la frente por haber saciado sus necesidades y después escondió el rostro en su cuello para tratar de recuperarse.
No tenía ni idea de cómo lo hacía, pero Pedro siempre sabía lo que necesitaba en cada momento.
Esa noche, en su segundo San Valentín juntos, le había ofrecido una pasión desenfrenada y su amor incondicional. Obviamente no tenía que atarse a la cama para demostrarle nada, pero el hecho de que hubiera querido hacerlo y que se hubiera puesto a su merced la emocionaba.
Paula suspiró preguntándose cómo podía ser tan afortunada de haberse cruzado con un tío como Pedro, un hombre a quien podía entregarse por completo, pues siempre trataría con cuidado su amor, su confianza y su alma.
—Te quiero. Feliz día de San Valentín —susurró junto a su cuello.
—Feliz día de San Valentín, cariño. Te querré siempre —murmuró Pedro sobre su hombro,
estrechándola entre los brazos con el mismo afán de protegerla que de poseerla.
Fueran cuales fueran los retos que les aguardaban, Pedro y Paula se enfrentarían a ellos juntos.
—Siempre estaré a tu lado —musitó ella adormilada.
—Lo sé, nena. Soy el tío más afortunado del mundo —afirmó él con orgullo.
Paula se durmió con una sonrisa en los labios y con la satisfacción de saber que había encontrado el amor eterno. Para una mujer que durante un tiempo había estado tan sola era el mejor regalo de San Valentín que podía recibir.
CAPITULO 67 (PRIMERA HISTORIA)
Esbozó una sonrisilla mientras avanzaba hacia el cuarto. Él no pedía; daba órdenes. Paula le
obedecía cuando le apetecía y en ese momento se sintió tentada a seguir sus instrucciones.
Avanzó por el pasillo con curiosidad. La puerta del dormitorio estaba entornada y se abrió de par en par sin hacer el menor ruido cuando Paula apoyó una mano en la madera y empujó con suavidad.
Se le cortó la respiración al posar los ojos en Pedro: estaba atado a la cama y lo único que llevaba puesto era la cadena de oro con el penique de la suerte y unos bóxers de seda decorados con corazones y diablillos. Con el pulso acelerado corrió hacia la cama:
—Pero ¡qué haces, Pedro!
Paula había estado atada varias veces: la primera vez porque era la única manera en que Pedro podía hacerlo al principio y las demás porque les resultaba erótico y sexy. Teniendo en cuenta lo que le había ocurrido a Pedro, Paula no daba crédito a lo que veían sus ojos.
Parpadeó y volvió a parpadear.
Pedro abrió el puño para enseñarle uno de los corazones de cartón que ella le regalaba en todas las celebraciones; un diminuto corazón canjeable por un deseo, por cualquier cosa que quisiera de ella. El papelillo revoloteó sobre la palma de su mano atada.
—Deseo que te des cuenta de que confío en ti al cien por cien.
—No, Pedro. No. —Paula subió a la cama y tiró de las vendas presa del pánico, pero no logró
desatarlas. Se sintió frustrada al no ser capaz de liberarlo y le rogó—: Dime cómo se desata esto. — Empezó a tirar con todas sus fuerzas de una de las vendas que le sujetaban el brazo. Necesitaba soltarlo como fuera. No soportaba verlo así de indefenso. Estar así tenía que estar matándolo. «¡Maldito Pedro!». ¿Había algo que no estuviera dispuesto a hacer para demostrarle su fe en ella?—. No hacía falta que hicieras esto. Ya confío en ti al cien por cien.
—Quieta. Para o te harás daño. —El tono severo la hizo frenar en seco. Paula nunca le había oído tan serio. Con un tono más relajado añadió—: No estoy incómodo. Bueno…, excepto porque tengo cierta protuberancia…
Paula posó la mano sobre su corazón acelerado y, por primera vez desde que había entrado en el dormitorio, miró a Pedro a la cara: estaba sonriendo. Al ver que tenía una sonrisa de oreja a oreja se relajó un poco y analizó la situación.
¡Madre del amor hermoso, el tío estaba como un tren! Tenía atadas las cuatro extremidades y lo único que había en la cama era una sábana de seda negra bajo su cuerpo musculoso. Los bóxers negros eran nuevos, uno de los muchos regalos que le había hecho ella por San Valentín, y se amoldaban perfectamente a su erección.
¿Estaba empalmado? ¿Excitado? ¿Cómo era eso posible? Después de las cosas que le habían ocurrido en el pasado, ¿cómo podía hacer esto sin sentirse angustiado o afligido?
Buscó alguna señal de molestia en el rostro de Pedro…, pero no encontró ninguna. La devoraba con una mirada apasionada, sin rastro alguno de malestar.
—¿Cómo lo has hecho? ¿Cómo has logrado atarte a ti mismo?
A juzgar por lo poco que habían cedido las vendas cuando Paula había tratado de desatarlo los nudos estaban muy apretados.
—Ha sido Samuel —respondió contrariado—. Creo que el muy cabrón me ha atado demasiado fuerte.
Paula se llevó una mano a la boca para intentar reprimir la risa…, pero la carcajada se le escapó
igualmente de los labios.
—¿Ha sido tu hermano?
—Esto me lo va a estar recordando toda la vida. Yo quería estar desnudo, pero insistió en que al
menos me tapara mis partes para que no le sacara un ojo —respondió Pedro malhumorado.
Madre mía, Paula hubiera dado cualquier cosa por ver ese momento, pero tenía que conformarse con imaginarse a Samuel atando a su hermano a la cama e insistiéndole en que se tapara sus partes nobles.
Como Samuel no conocía todos los secretos de Pedro, lo más probable es que, en lugar de alarmarse con la situación, se lo hubiera tomado como una extravagancia, con la que podría estar vacilando a su hermano pequeño eternamente.
—No puedo creerme que hayas hecho esto. —Cogió el corazón de cartón de la mano de Pedro, lo rompió en pedazos y lanzó los trocitos hacia el techo—. Deseo concedido. Pero ya confiaba en ti al cien por cien. Ya te he dicho que fue por culpa de las hormonas. Además, he estado pensando y ahora entiendo que hayas podido interpretar mi comportamiento como una muestra de rechazo o de vacilación, pero todo han sido paranoias mías, no tiene nada que ver contigo.
—Quería asegurarme de que confiabas en mí, pero tócame de una vez o me va a dar un síncope — exigió con sus ojos oscuros.
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