martes, 19 de junio de 2018

CAPITULO 38 (PRIMERA HISTORIA)





—Hola, Paula.


Una voz cavernosa retumbó a su lado y, al girar la mirada, vio a Samuel Alfonso apoyado en la pared. Reaccionó de manera instintiva, retrocediendo varios pasos para poner distancia entre ella y un hombre que no le gustaba y en el que no confiaba.


Samuel avanzó varios pasos, pero sin acercarse demasiado.


—¿Qué quieres? —preguntó Paula con brusquedad, interponiendo una mano entre ellos para evitar que se aproximara más.


Samuel elevó una ceja al verla comportarse a la defensiva.


—Solo quiero hablar.


Aunque llevaba unos vaqueros y una sencilla camiseta negra, tenía el mismo aire de arrogancia que en la fiesta. Sin embrago, notó cierto remordimiento en sus palabras y sus brillantes ojos verdes parecían sinceros.


-»Por favor.


Viniendo de Samuel, esa petición sonó dolorosa, como si le hubiera costado pronunciarla.


—No te conozco y no tengo nada que decirte —le respondió ansiosa por alejarse de él. Lo último que le apetecía en el mundo era mantener una conversación con Samuel Alfonso.


—No pienso marcharme hasta que hables conmigo, así que supongo que lo mejor es que lo hagamos ya y así acabamos con esto.


Se sentía tan frustrada que le entraron ganas de pegar un pisotón en el suelo, pero se negaba a darle esa satisfacción.


—Dime lo que hayas venido a decirme y lárgate.


Samuel señaló la puerta del restaurante.


—Un café no me vendría nada mal. He tenido un día muy largo.


Paula negó con la cabeza.


—Acabo de hacer una entrevista ahí. No me apetece lo más mínimo volver a entrar.


Samuel señaló un restaurante al otro lado de la calle:
—Podemos ir a ese.


Paula puso los ojos en blanco y respondió:
—Ahí también he estado, otra entrevista. He pedido trabajo en todos los locales de este barrio.


Samuel la cogió del brazo con delicadeza y la llevó al sitio de comida rápida que les quedaba más cerca. Ella se zafó de su brazo, pero lo siguió, pues estaba claro que no la dejaría en paz hasta que no le dijera lo que se había propuesto decirle. Tenía la mirada obstinada típica de los Alfonso, la que ponía Pedro cuando no estaba dispuesto a dar su brazo a torcer.


Pidieron dos cafés en la barra y Samuel eligió una mesa discreta en una esquina. Antes de sentarse frente a él Paula se detuvo para echarse leche y azúcar. Estuvo un rato toqueteando la taza de cartón antes de levantar la mirada y entonces vio que Samuel la estaba observando con la intensidad de un halcón dispuesto a atacar a su presa. Se revolvió inquieta en la silla, pero decidió mantener la mirada. El rostro de Samuel no insinuaba nada
sexual; más bien parecía estar examinando un curioso microbio con una lupa. Si se proponía realizar una investigación exhaustiva de su personalidad, adelante; ella no había hecho nada malo, su único fallo había sido enamorarse de Pedro Alfonso.


Le sorprendió que quien cediera fuera Samuel.


—Lo siento —murmuró desviando la mirada. Era una disculpa sincera que, obviamente, no estaba acostumbrado a pronunciar—. Me comporté como un gilipollas en el cumpleaños de Pedro. Estaba tan borracho que apenas lograba mantenerme en pie, pero eso no es excusa. Un hombre tiene que responsabilizarse de sus acciones, esté borracho o no.


—¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué estás haciendo esto? ¿Te ha dicho Helena que vengas a pedirme perdón? No le he contado nada. No sé cómo se habrá enterado.


Desde aquella noche Paula solo había hablado una vez con la madre de Samuel y no le había mencionado su impresentable actitud.


Samuel la fulminó con una mirada oscura.


—Mi madre lo sabe todo, pero te agradezco que no lo hayas mencionado. Estabas en tu derecho. Pedro no tardó en atar cabos y, cuando se lo confesé, me pegó una buena paliza. Poco después de que te fueras entré a casa y la subsiguiente pelea de taberna dio la fiesta por concluida. —Titubeó antes de tomar un sorbo de café—. Y no, no me ha enviado mi madre. Estoy aquí porque quiero. Estoy aquí porque Pedro está hecho polvo y porque me comporté mal. No sabe que he venido y probablemente me daría otra paliza si supiera que me he acercado a ti.


Samuel giró la cabeza para mirar por la ventana. 


Paula se quedó mirándolo y se percató de los moratones que aún tenía sobre el ojo izquierdo y la mejilla derecha. Para que diez días después de la pelea aún tuviera marcas en la cara —que ella no había visto antes por falta de atención— Pedro debió de haberlo dejado hecho un cuadro.


—¿Por qué? ¿Por qué haría Pedro algo así? En la fiesta estaba ligando con una tía, intentando añadir una más a su colección. Cuando salí al jardín lo vi besarla en la terraza. No tiene sentido.


Samuel giró la cabeza para mirarla:
—No estaba ligando con nadie. ¿Cómo era la chica?


—Alta, delgada, rubia y maquilladísima, aunque seguramente sin maquillaje estaría igual de guapa. —Paula frunció el ceño—. Era preciosa.


Samuel asintió con la cabeza.


—Constanza. La vi entrar cuando salí de la fiesta. Quise seguirte cuando te vi salir a la terraza, pero no pude porque un cliente me entretuvo unos minutos. Si te hace sentir mejor, Pedro no aceptó su oferta. Connie volvió
a la fiesta hecha un basilisco y Pedro ya no estaba en la terraza. —Samuel bajó la mirada y empezó a trastear con la taza medio vacía—. Pedro jamás se tiraría a Connie. Está casada con un hombre que podría ser su abuelo, pero el tío no es muy generoso con su dinero. Mi hermano no se acuesta con mujeres casadas. Y si estaba foll…, o sea… Si tenía una relación
contigo, te aseguro que no estaría iniciando otra.  Puede que Pedro no se comprometa con las mujeres, pero solo está con una mujer a la vez.


Paula se atragantó y casi escupe el café. No se esperaba el comentario sobre la falta de compromiso de Pedro. Sí creía que Pedro no tuviera aventuras con mujeres casadas. Por alguna razón sabía que él no haría algo así. 


Puede que Pedro no creyera en las relaciones ni en el matrimonio en lo que a él respectaba, pero no tenía pinta de ser el tipo de hombre que traspasa esos límites. Pero ¿acaso importaba? Puede que se sintiera mejor sabiendo que Pedro no se había pasado las últimas noches atando, tapando los ojos y metiéndole caña a la despampanante rubia digna del póster central de una revista porno que lo había besado en la fiesta, pero, aun así, seguía sin creer en las relaciones. Sentía tal conexión con Pedro que le costaba respirar. A largo plazo, cuando consiguiera pasar página, acabaría hecha polvo.


—Gracias por contármelo. Y por pedirme disculpas —dijo Paula tratando de ocultar la emoción de su voz.


Samuel la miraba juntando las cejas con cara de preocupación.


—Le importas. Yo no estaba al corriente de eso; de lo contrario, no te habría hecho esa oferta.


—¿Por qué me la hiciste? Seguro que hay un montón de mujeres que te tiran los trastos a diario.


—Porque soy multimillonario —respondió indignado y asqueado consigo mismo—. Vi lo feliz que estaba Pedro desde que te fuiste a vivir
con él. También mi madre me había hablado mucho de ti. Supongo que pensé que, cuando rompierais, podría tener un pedacito de esa felicidad. Estaba borracho. Mi vida me parecía una mierda. Soy un gilipollas. Eres la primera mujer que le importa a mi hermano y le he traicionado. Encima, te he insultado. No te lo merecías.


Paula se apoyó en el duro respaldo de plástico sin dar crédito a lo que acababa de oír.


—A Pedro no le importo en ese sentido. Pero tengo que admitir que sí que me sentí insultada. No puedes comprar a todas las mujeres que desees, Samuel. Y ni siquiera creo que me desearas.


Samuel exhaló un suspiro.


—Deseaba… tener algo. Supongo que estaba tan borracho y tan deprimido que estaba dispuesto a todo. En toda mi vida solo he conocido a una mujer a la que no le importara mi dinero. Y la cagué. —Su voz estaba llena de dolor, tristeza y remordimiento—. ¿Aceptas mis disculpas?


Samuel esbozó otra de sus radiantes sonrisas y se le iluminó la cara; el Adonis que Paula había visto en la fiesta estaba de vuelta, pero,
curiosamente, ya no le molestaba. Samuel Alfonso estaba consternado y la sonrisa radiante que le estaba dedicando no era más que la máscara tras la cual se ocultaba un hombre al que le interesaba mucho más la vida que el beneficio económico. Paula había encontrado una pequeña grieta en su fachada impertérrita.


—Sí, las acepto. Supongo que cuando bebemos todos hacemos y decimos cosas que normalmente no haríamos. —El comentario le recordó el día que, después de un par de copas en un restaurante, le había dicho a Pedro que tenía un cuerpazo y que lo deseaba—. Lo que no entiendo es por qué te importa.


Paula se dispuso a levantarse para marcharse, pero Samuel la miró con desesperación sujetándola de la muñeca.


—Paula, a Pedro le importa. Lo ha pasado muy mal y puede que no sepa expresarlo, pero le importa. No juzgues a mi hermano porque yo me comportara como un gilipollas, por favor.


La estaba reteniendo, pero lo hacía con delicadeza. Ella tiró del brazo y él la soltó suplicándole con la mirada. Maldita sea. No podía dejar que Samuel pensara que todo era por su culpa. No lo era. Estaba enamorada de Pedro Alfonso y habría terminado igual de mal aunque Samuel no hubiera aparecido en escena. Lo único que había hecho era adelantar la ruptura.


—No es por ti, Samuel. No es por lo que hiciste…


Paula negó con la cabeza y cogió su mochila.


—¿Por qué es? Cuéntamelo. Lo arreglaré —insistió desesperado.


Paula soltó una breve carcajada sin gracia. A fin de cuentas puede que los hermanos no fueran tan diferentes. Hablaba igual que Pedro. ¿Los dos pensaban que todo se podía arreglar con dinero?


—No puedes. Pero quiero que quede claro que no ha sido culpa tuya.


«No. Es culpa mía por ser tan tonta como para enamorarme de Pedro Alfonso».


—No te caigo bien ni me tienes ningún respeto, ¿verdad? —preguntó con un tono resignado y abatido.


Con la mochila al hombro, lista para marcharse, giró el cuerpo hacia Samuel para responderle:
—No te conozco lo suficiente como para decidir si me caes bien o mal. Y te aseguro que mi respeto no se compra con dinero. —Esbozó una leve sonrisa al ver el asombro en los ojos de Samuel—. Pero te tengo mucho respeto por querer tanto a tu hermano.


Se quedó mirándola mientras respondía con brusquedad:
—¿De dónde has sacado que lo quiero? Es un coñazo de tío. Me dejó la cara hecha un cromo y no he podido salir de casa en una semana.


Paula le sonrió con tristeza y puso la mano sobre la suya.


—Lo siento. Sé que Pedro y tú sois íntimos y por nada del mundo querría ser la causa de que os distanciarais.


Samuel se encogió de hombros.


—Hemos tenido malas rachas antes. Lo superaremos.


Paula retiró la mano.


—¿Os habláis?


Samuel se rio sin fuerzas.


—Intercambiamos insultos. Es un comienzo.


—¿Sabes qué le pasó? ¿Por qué tiene esas cicatrices?


Las palabras se le escaparon de los labios sin que le diera tiempo a retenerlas. Samuel se quedó con la boca abierta, asombrado.


—¿Le has visto las cicatrices? ¿Todas? ¿Por eso le estás evitando?


Paula se enfureció y le entraron ganas de darle otro bofetón.


—¡Madre de Dios! ¿De verdad piensas que todas las mujeres somos tan superficiales? —Intentó contener la irritación y prosiguió—: Tu hermano es el hombre más atractivo que he visto en la vida, con y sin cicatrices. Está tan bueno que me lo comería con patatas. Es obvio que sufrió un trauma terrible y eso me da mucha pena, pero sus cicatrices me importan un bledo.


—¿Te parece más guapo que yo?


Aunque era un arrogante por hacerle esa pregunta, parecía encantado con que Paula solo tuviera ojos para su hermano.


—Sí. No hay punto de comparación. Lo siento —respondió con brusquedad, pero en el fondo le parecía conmovedor lo encantado que parecía Samuel. Se quedó ensimismada pensando en sus cosas y mordiéndose el labio—: ¿Podrías darle a Pedro una cosa de mi parte?


Samuel se encogió de hombros y la miró con curiosidad.


—¿El qué?


—Un cheque. Le debo dinero.


Samuel soltó una risilla antes de esbozar una sonrisa traviesa:
—¿Tan bueno era?


—Me ingresó dinero en la cuenta. Quiero devolverle la mayor parte. Le daré lo que me falta cuando consiga un trabajo —respondió ignorando la indirecta.


Aunque el hermano de Pedro pareciera un angelito Paula sabía que sus abundantes tirabuzones rubios ocultaban cuernos de diablo.


—¿Quieres darle dinero a Pedro? Por si no te habías dado cuenta, ¡noticia de última hora!: es multimillonario. Si quería que te quedaras con ese dinero, yo no pienso aceptarlo. —Alzó las manos al aire como si se estuviera defendiendo de un golpe—. Ya me ha dado una vez para el pelo y sigue de muy mal humor. No pienso arriesgarme.


Paula se encogió de hombros y le dedicó una débil sonrisa.


—Tienes razón. No lo había pensado. No deseo que se cabree contigo. Solo quería devolvérselo.


—¿Sin tener que hacerlo en persona? —Samuel acababa de dar en el clavo —. Me temo que tendrás que hacerlo tú misma.


Parecía entusiasmado con la idea.


—Será mejor que me ponga en marcha. Tengo que estudiar. —Se puso de pie. Samuel se levantó y bajó la mirada para mirarle a los ojos—. ¿Vives con Magdalena Reynolds? Pelirroja. Guapa. —Pronunció las dos últimas palabras como si estuviera extasiado.


—Sí —afirmó sorprendida.


Samuel no parecía ni la mitad de hostil hacia Magda que su amiga hacia él.


—¿Cómo está? —preguntó como sin darle importancia, pero Paula vio un destello de dolor en sus ojos entornados.


No sabía cómo responder, pues no quería traicionar a Magda.


—Muy bien. Tiene una clínica privada y también trabaja en una clínica gratuita para niños.


—Lo logró. Acabó la carrera de Medicina —lo dijo en voz baja, como si estuviera hablando consigo mismo. Parecía admirar a Magdalena.


—Sí. Es uno de los médicos más profesionales y simpáticos que he conocido en la vida. Y además es una amiga maravillosa.


Paula se dio cuenta de que Samuel tenía intención de hacerle más preguntas que ella no quería contestar, así que pasó por delante de él para dirigirse a la puerta.


—Cuídate, Samuel. Adiós.


Sin aminorar la marcha tiró el vaso de plástico en la papelera y empujó la pesada puerta de vidrio. Una vez fuera Paula se dio cuenta de que había anochecido y suspiró aliviada al sentir una brisa de aire fresco en el rostro.




CAPITULO 37 (PRIMERA HISTORIA)




Paula cerró a sus espaldas la pesada puerta de madera del despacho del gerente de un restaurante. Se apoyó en ella y suspiró al borde de la desesperación. Era la undécima entrevista que hacía en diez días y todas, incluida esta, habían sido una auténtica pérdida de tiempo. 


Nadie quería contratar a una universitaria que tardaría pocos meses en acabar la carrera.


Ningún restaurante estaba interesado en una camarera que posiblemente dejara el trabajo en seis meses para buscar un puesto relacionado con su vocación. Paula no podía culparlos por ello, pero necesitaba un trabajo como el comer.


Volvió a salir avergonzada del despacho de otro gerente que no estaba dispuesto a contratarla ni siquiera a media jornada y, al pasar por la parte trasera del restaurante, escuchó sonidos que le resultaron extremadamente familiares: el ruido de platos al chocar, los bufidos de los cocineros y los comentarios mordaces de los camareros.


Vale, tampoco se iba a morir de hambre. Aún tenía diez mil dólares en su cuenta, el préstamo que se había quedado de Pedro. Se mordió el labio inferior al sentir de nuevo el terrible dolor que la invadía cada vez que pensaba en él. 


Abrió la puerta principal del restaurante y se apoyó en el frío ladrillo para poner sus pensamientos en orden tras la catastrófica entrevista.


En realidad tenía más de diez mil dólares en su cuenta: nueve días antes, en su cumpleaños, Pedro había contratado a varios hombres y un
mensajero para que llevaran a la casa de Magda todos los objetos que Paula había dejado en su piso. Los porteadores apenas podían cargar con todas sus posesiones —todas regalo de Pedro—, y el mensajero le entregó un ramo enorme con docenas de rosas rojas y un sobre con una nota.




Paula,
Te devuelvo el cheque. Por favor, acéptalo como un regalo de
cumpleaños de mi parte y no te pelees con los porteadores. Les he
ordenado que dejen las cajas donde tú les digas o en la misma puerta.
Como trabajan para mí, obedecerán mis instrucciones.
Lamento lo ocurrido con Samuel. Vuelve a casa, por favor.
Feliz cumpleaños. 
Ojalá pudiéramos pasarlo juntos.
Con mucho cariño,
Pedro



Al recordar la escena Paula reprimió un sollozo e inconscientemente se frotó la parte superior del muslo para sentir el papel de la nota, que siempre llevaba en el bolsillo.


«Voy a tener que hablar con él».


Paula había confiado en que con el tiempo se sentiría más estable y menos propensa a la depresión, pero le había ocurrido todo lo contrario: cada día que pasaba sin verlo le parecía una eternidad y se estaba engañando a sí misma si pensaba que con una semana o dos lograría superar el anhelo que sentía. De hecho, con cada día que pasaba se hundía más en la oscuridad.


«Tengo que hablar con él. Debe aceptar el cheque. Hay que aclarar cómo le voy a devolver el dinero que me ha prestado. Tengo que devolverle todo lo que me ha comprado».


Paula se había puesto a berrear como un bebé cuando había abierto el portátil que Pedro le había regalado y había visto que le había descargado todos los juegos a los que ella había jugado en la sala de informática. Myth World —los dos juegos— encabezaba la lista.


Furiosa consigo misma por no saber contenerse, se secó con brusquedad una lágrima que le corría por la mejilla. Sabía que tenía que dejar de pensar en Pedro Alfonso, lo que no sabía era cómo lo iba a lograr. Se emocionaba cada vez que pensaba en todos los detalles que Pedro había tenido —como dedicar su tiempo a descargar todos esos juegos—, pues demostraban lo atento que había sido con ella. Pero entonces se acordaba de la supermodelo rubia acercándose a los labios de Pedro en el porche de Samuel y se volvía a cabrear. ¿Cómo podía un hombre ser tan atento y tan picha brava a la vez?





CAPITULO 36 (PRIMERA HISTORIA)





—¡Paula! —vociferó Pedro dando un portazo tras entrar en el piso.


Tiró las llaves sobre la encimera de la cocina sin ningún cuidado. Vio que había una tarjeta y un pequeño regalo envuelto con cuidado, pero lo ignoró y continuó corriendo por el piso como un poseso.


»¡Paula!


Siguió gritando su nombre hasta quedarse afónico, pero todos los cuartos estaban vacíos. 


El dormitorio de ella estaba intacto; tan solo faltaba su mochila.


»¡Mierda!


Volvió a la cocina y, al coger la tarjeta y el paquete envuelto en papel de colores, encontró un cheque de Paula por un valor de noventa mil dólares y una nota.




Te devolveré el resto en cuanto encuentre un trabajo. He dejado todos
tus regalos excepto un par de vaqueros y algunas camisas. Gracias por
todo. Siempre te estaré agradecida.
Paula



¿Qué era eso? No quería su gratitud…, sino a ella.


Arrugó el papel con fuerza hasta que se le quedaron los nudillos blancos.


¿Le había dejado?


Sin darle una explicación.


Sin despedirse.


Se había… esfumado.


Cogió el regalo y la tarjeta y se fue al salón a servirse una copa. Se tomó un whisky de un trago antes de servirse otro y se sentó en un sillón de cuero tras dejar la copa en una mesita a su lado.


Apoyó la cabeza en el respaldo y cerró los ojos.


Deseaba volver al momento en el que Paula y él habían salido del piso para ir a la fiesta. 


Si pudiera volver atrás, se habría comportado de otra manera: no habrían salido de casa.


Esa noche había estado a punto de matar a su hermano. Le había dado una paliza tras enterarse de que le había entrado a Paula. No le había costado mucho averiguarlo: Paula había desaparecido y Samuel llevaba la marca de una bofetada en la cara que obviamente le había propinado alguna mujer cabreada. Se había pasado de la raya: le había hecho creer a Paula que a Pedro no le importaría que Samuel se la follara.


Samuel iba como una cuba cuando le había confesado lo ocurrido y Pedro había perdido los papeles de tal modo que no le había importado lo más mínimo lo borracho que estuviera: lo había tirado al suelo y no había dejado de golpearlo hasta que su madre se había interpuesto entre ellos.


Era la primera vez que su hermano y él llegaban a las manos. Samuel jamás le había puesto un dedo encima y Pedro nunca se hubiera imaginado pegando un puñetazo a su hermano. 


Hasta ese día. Hasta que llegó Paula. La idea de
otro hombre tocándola le hacía perder los estribos.


Pedro no se sentía mejor porque Paula hubiera rechazado a Samuel y le hubiera pegado semejante guantazo. Seguramente se había sentido agredida y confundida. Encima, lo había abandonado. Solo de pensarlo le entraban ganas de volver a la casa para pegarle otra paliza al imbécil de su hermano.


Abrió los ojos al darse cuenta de que había arrugado la tarjeta. La extendió y la abrió.




Pedro,
¡Feliz cumpleaños! Quería regalarte algo sin gastarme tu dinero, algo
que fuera especial. Se me ocurrió este regalo porque sé que tienes una
colección de monedas.
Es de mi padre. Era su penique de la suerte. Lo encontró el día que
conoció a mi madre. Juraba y perjuraba que lo había encontrado pocos
segundos antes de verla por primera vez. Siempre decía que gracias a
ese penique había tenido la inmensa suerte de conocerla.
Siempre lo he llevado conmigo. He llegado hasta aquí, así que
supongo que me ha dado suerte.
No es gran cosa, pero quiero que lo tengas tú. Sé que en realidad no
necesitas tener suerte, pero me sentiré mejor si sé que lo tienes.
Espero que te proteja.
Paula




Pedro rompió el envoltorio y se quedó mirando con mucha concentración la cajita de plástico gastado. Finalmente la abrió para ver mejor la moneda.


Perplejo, le dio una vuelta y después otra. Madre mía, era un penique de cuño doblado de 1955 y estaba en muy buen estado. No era un tasador profesional, pero estaba convencido de que tenía bastante valor.


¿Era consciente la loca de ella de que había estado yendo por ahí con una pieza tan singular? Una moneda que, si la vendiera, tendría para comer varios meses.


Probablemente no. Además, sabía que Paula preferiría morirse antes que vender un objeto con tanto valor sentimental.


Pero se la había dado a él. Había renunciado a algo que era muy valioso para ella para regalárselo por su cumpleaños.


Cerró la cajita y apretó la moneda entre los dedos antes de ponérsela sobre el corazón. 


Sintió que el dolor le atravesaba el esternón: ¿por qué se había desprendido de una moneda que había pertenecido a su padre? ¿Por qué se la había dado a él? El instinto le decía que para ella era un objeto especial, tanto que siempre lo había llevado consigo.


Pedro se acabó la segunda copa de whisky y se guardó la moneda en el bolsillo delantero. No se separaría de ella hasta que pudiera devolvérsela.


En persona.


Cogió el móvil y llamó a su jefe de seguridad. 


Hoffman respondió al segundo toque.


—¿La estáis siguiendo? —preguntó Pedro con brusquedad, sin preocuparse de las formalidades.


—Por supuesto. No sabía qué estaba ocurriendo, pero la hemos seguido y parece haber encontrado un lugar para pasar la noche. Es un buen barrio, la casa es decente y pertenece a una tal doctora Chaves —informó Hoffman.


—Se ha marchado. Que la siga un equipo las veinticuatro horas del día. Quiero saber hasta cuándo estornuda.


—Muy bien, jefe. Así será.


Pedro colgó con un suspiro. Era evidente que había ido a dormir a casa de su amiga Magdalena. 


Allí estaría bien. De momento.


No le había contado a Paula que llevaba escolta desde el día del incidente de la clínica. El equipo de Hoffman trabajaba por turnos para vigilarla y permanecía alerta cada minuto del día. La policía no había detenido a los yonquis que le habían disparado en la clínica y Pedro no estaba dispuesto a correr ningún riesgo. Paula los había visto de cerca y había ayudado a la policía a realizar los retratos robot. Tenía que estar protegida hasta que pillaran a esos capullos. 


Pedro necesitaba asegurarse de que Paula estaba a salvo.


Todos sus instintos, cada célula de su cuerpo, lo instaban a ir a buscarla para traerla de vuelta, en brazos si fuera necesario. Estaba deseando hacerlo, pero sabía que no saldría bien. Era obvio que el incidente con Samuel la había disgustado y sería mejor que le diera un poco de tiempo.


Arrastrarla a su casa solo solucionaría el problema temporalmente y Pedro no estaba interesado en el corto plazo. Necesitaba a Paula y quería tenerla para siempre. No se contentaría con otra cosa.


Si hace unas semanas alguien le hubiera dicho que conocería a una mujer sin la cual no podría vivir, se habría desternillado de la risa. Pero en ese momento no le hacía ninguna gracia. 


Paula era lo más importante en su vida y era incapaz de plantearse un futuro sin ella.


¿Qué tipo de vida había llevado antes de conocerla? Frunció el ceño recordando a todas las mujeres que se había tirado en el pasado. 


Mujeres que tenían que beber y ser agasajadas con regalos prohibitivos para ofrecerle sus cuerpos. Habían sido experiencias vacías con personas que toleraban sus actos a cambio de dinero. Aquellos tratos habían satisfecho de forma temporal sus necesidades, pero le habían dejado un inmenso vacío, que ni siquiera había notado antes de conocer a Paula. 


Había descubierto lo que suponía estar con una mujer que lo deseaba de verdad y ya no había vuelta atrás. Necesitaba a Paula más que al aire que respiraba.


Pedro puso a Dios por testigo de que, a pesar de que no la merecía, la recuperaría.


Hizo un esfuerzo para ir al dormitorio, se desnudó y se dirigió hacia la cama. Se dio la vuelta con brusquedad y volvió a la pila de ropa que había dejado en el suelo para rebuscar en el bolsillo de los pantalones. Sacó la moneda que Paula le había regalado, cerró la mano y, aunque estaba totalmente desvelado, se metió en la cama deseando que el sueño lo ayudara a olvidarse de todo.


La partida de Paula era como una tortura cruel. 


La casa estaba demasiado silenciosa, demasiado vacía. Desde que había cruzado la puerta por primera vez, su presencia había sido palpable y Pedro percibía el fantasma de su esencia y los ecos de su risa.


Metió la moneda bajo la almohada y se tumbó de espaldas. Estaba agitado y rezó para que el sueño se lo llevara…, pero Dios debía de estar ocupado porque se pasó en vela casi toda la noche, buscando la mejor estrategia para recuperar a Paula.


La recuperaría. Era la única opción que se planteaba. Tan solo tenía que encontrar la mejor forma de alcanzar su objetivo.


Cuando por fin consiguió dormirse ya despuntaba el día, pero no logró descansar, pues las visiones de Paula lo atormentaron en sueños.