jueves, 21 de junio de 2018
CAPITULO 46 (PRIMERA HISTORIA)
Tres días después Pedro garabateó su firma en el último de los documentos que su secretaria había apilado sobre la mesa esa misma mañana. Tiró el bolígrafo dorado con más fuerza de la necesaria sobre el montón de papeles que prácticamente llegaba al techo y se reclinó en la butaca de cuero suspirando frustrado mientras pensaba cuántos días más podría aguantar la tensión que había entre Paula y él.
«No nos acostamos juntos. No nos tocamos. No me despierto con su irresistible cuerpo abrazado al mío como si fuera una sábana de seda».
¡Manda narices! Hacía tres días se había levantado con la impresión de que aquella sería la mejor mañana de su vida, pero, por desgracia, lo que había ocurrido en el desayuno había convertido aquel día en uno de los peores de su vida.
Ella había querido hablar de lo sucedido la noche anterior.
Él, no.
Vamos, se había mostrado más que dispuesto a hablar sobre lo que había pasado después de que le diera el ataque —a comentarlo y a repetirlo, claro—, pero del ataque en sí… no, de eso no había tenido tantas ganas de hablar.
Se peinó el pelo con los dedos y se reclinó en la butaca tratando de relajar el cuerpo. En realidad la distancia que había entre los dos no era culpa de ella. No del todo. Paula no se había tomado mal que él no tuviera ninguna gana de hablar del tema, de hecho, le había dedicado una de sus dulces sonrisas y le había dicho que esperaría hasta que estuviera listo para hacerlo, pero entonces…, justo cuando él estaba pensando que ya podía esperar sentada porque posiblemente le saldrían canas y sería vieja antes de que a él le entraran ganas de sacar el tema, había soltado la bomba:
«No puedo hacer el amor contigo, Pedro. No hasta que confíes en mí lo suficiente como para
contarme lo que ocurrió. Es que no puedo».
Entonces, después de haberle puesto el mundo del revés con aquel comentario, lo había besado en la frente como si fuera un niño pequeño, le había deseado un buen día y se había marchado contoneando su lindo trasero. Y todo eso lo había hecho sin borrar la sonrisa.
Alucinante.
En su favor había que decir que no le había puesto las cosas difíciles, ni había levantado la voz, ni había montado un escenita. ¡Ojalá lo hubiera hecho! De esa forma igual le habría cogido un poco de manía y le habría resultado más fácil superar este tormento.
Lo único que le molestaba de veras era que él sí que confiaba en ella. Lo que pasaba es que no
quería hablar de ese tema.
—¡Vaya careto! ¡Ni que estuvieran a punto de llevarte a la horca! ¿Qué te pasa, hermanito? ¿Te empiezas a aburrir de Paula? Porque en ese caso a mí no me importaría…
—Si la tocas, te mato. —Pedro se echó hacia delante, posó los puños apretados sobre la mesa y, mientras contemplaba cómo su hermano se paseaba por el despacho, lo amenazó con una mirada fratricida—. ¿Es que no sabes llamar a la puerta?
Sabía que Samuel solo estaba intentando hacerlo rabiar. En realidad su hermano jamás volvería a acercarse a Paula. Se lo había jurado y perjurado cuando había ido a pedirle perdón por lo que había hecho en la fiesta. Sin embargo, eso no le impedía utilizar el tema para sacar a Pedro de sus casillas.
Samuel le dedicó una sonrisa vanidosa y se sentó en una silla delante de la mesa de Pedro.
—¿Por qué iba a hacerlo? Soy el dueño de la empresa.
Pedro pensó que lo único que era peor que compartir la propiedad de la empresa Alfonso con Samuel era que sus despachos estuvieron en el mismo piso.
—La última vez que lo comprobé yo también era el dueño —repuso de malos modos, pues no
estaba de humor para las tonterías de su hermano mayor.
—Soy mayor que tú. Por tanto, tengo más antigüedad.
Samuel puso los pies encima de la mesa de Pedro, que esperó con paciencia a que su hermano se acomodara en la silla. Menudo caradura. Pedro se inclinó hacia delante y pegó un brusco manotazo a los zapatos de cuero italiano, que acabaron por los aires.
—¡No pongas tus apestosos pies en mi mesa!
«¿Hay algo más gracioso en el mundo que ver a un hombre con un impoluto traje de diseño
agitando los brazos como un pajarito para no caerse de una silla que está a punto de volcarse?».
Pedro creía que no. No cuando el que aleteaba como una mariposa era Samuel. Lo único que le
hubiera hecho más gracia aún habría sido que la silla hubiera volcado y que su hermano se hubiera pegado un buen culazo.
Pero los pies de Samuel se posaron a tiempo en el suelo y lograron evitar la caída. Se lo quedó mirando mientras se desabrochaba los botones de la chaqueta, que le quedaba como un guante, y se inclinó hacia delante para posar los codos sobre las rodillas.
—¿Era necesario?
Ahora al que le tocaba reírse era a Pedro, que esbozó una sonrisa malvada.
—Creo que sí.
—No tengo la culpa de que hayas cometido el error de enamorarte y de que ahora estés hecho un asco. ¡Joder! ¡Pensé que estarías feliz porque ha vuelto a casa!
Samuel se puso serio, se reclinó en la silla y puso las manos entrelazadas sobre el estómago.
Pedro levantó la cabeza con brusquedad.
—¿Acaso te he dicho yo que esté enamorado?
Samuel dejó los ojos en blanco y respondió:
—No hace falta que me digas nada. Me lo dejaste bastante claro cuando cometí el error de tocarla y me metiste tal paliza que casi me dejas ciego.
—Eso no quiere decir que esté enamorado —farfulló Pedro—. Y no fue porque la tocaras. Fue por la intención.
—¿Cuándo fue la última vez que me diste una paliza por haber tocado a una mujer?
—Jamás.
—A eso voy.
Pedro suspiró.
—Paula y yo tenemos una desavenencia sin importancia.
Vale, para él sí que tenía importancia, pero tampoco era necesario contar toda la verdad a su hermano.
—¿Sobre qué?
—Quiere que confíe en ella y que le cuente el incidente que me dejó todas estas cicatrices —explicó con brusquedad—. Piensa que todavía tengo… —se mostró dubitativo antes de proseguir— traumas.
Samuel entornó los ojos y preguntó:
—¿Y es así? ¿Los tienes?
La respuesta de Pedro no se hizo esperar; de hecho, respondió demasiado rápido y demasiado a la defensiva:
—¡No! ¡Claro que no! Fue hace más de dieciséis años, ¡por el amor de Dios!
—El tiempo no lo cura todo, Pedro —respondió Samuel pensativo—. Quizá deberías contárselo.
Puede que lo necesites. ¿Te arriesgarías a perderla por guardarlo en secreto? Es evidente que te ama y, quieras admitirlo o no, tú también estás enamorado. Supongo que lo que tienes que decidir es si esa chica merece la pena.—Samuel se inclinó hacia delante y fulminó a Pedro con la mirada—. No la cagues o te arrepentirás durante el resto de tu vida.
¿Dolor? ¿Remordimiento? ¿Tristeza? Pedro vio pasar cada una de esas emociones por los ojos de su hermano durante un fugaz instante. Tomó aire y, cuando abrió la boca para preguntarle qué le pasaba, el semblante de Samuel se había tornado indiferente y apático. Pedro volvió a cerrar la boca tras analizar la expresión de su hermano: no había duda, no quería hablar del tema.
—No atiende razones —refunfuñó Pedro, volviendo a centrar la atención en su problema.
No presionaría a Samuel para que compartiera su dolor si no quería.
—Admítelo. Estás enamorado de ella. —Samuel se cruzó de brazos y dedicó a su hermano una mirada cómplice.
—Es muy cabezona.
—Estás enamorado de ella.
—Confío en ella. Se lo cuento todo, menos eso.
—Estás enamorado de ella.
—¡Joder! —Pedro pegó tal puñetazo que la mesa entera tembló a pesar de estar hecha de roble macizo—. Me vuelve loco. Me hace feliz. Es tan guapa que me pasaría horas contemplándola. Es capaz de hacerme perder los estribos en cuestión de segundos. No le importa un pimiento que sea rico y está más cegata que un topo porque te juro por Dios que parece que no me ve las cicatrices. Me mira de un modo que me hace sentir como si midiera más de tres metros. Y me mira a mí. No mira al multimillonario, ni al empresario triunfador; mira al hombre que hay detrás de esa fachada. A veces se pone más terca que una mula, pero eso me gusta porque sabe lo que quiere. Es lista. Buena. Y me aguanta aunque sea un gruñón. Me acepta tal y como soy. —Se detuvo a tomar aire porque se estaba quedando sin aliento. Habiendo malgastado su ira en aquella retahíla, prosiguió sin fuerzas—. Total, que sí, que si estos sentimientos desenfrenados y absurdos que siento por ella cada minuto del día son amor… estoy jodido. No soy capaz de imaginar mi vida sin ella.
Estaba tan emocionado que la voz le temblaba y miró a su hermano mayor como si aquello fuera
una tortura.
—Entonces no lo hagas —respondió Samuel sin más, alzando una ceja y mirándolo a los ojos—. Esta empresa la montamos juntos, hermanito. Empezamos en un piso cutre de una sola habitación y ahora tenemos una de las empresas más importantes del mundo y somos más ricos de lo que jamás hubiéramos soñado. Si has sido capaz de lograr todo eso, te aseguro que eres capaz de superar esto. — El tono serio de Samuel cambió para añadir—: Deja de mirarte el ombligo y busca soluciones.
Los labios de Pedro dibujaron una tímida sonrisa. Hacía años que no oía a Samuel decir esa frase. La repetían a menudo cuando empezaron a montar Alfonso Corporation.
Siempre que uno de los dos se quedaba encallado el otro le pegaba un empujón diciendo esas palabras. Se había convertido en una especie de mantra para ellos, pero hacía mucho tiempo que no lo necesitaban. Tenían un sinfín de trabajadores a su cargo que cobraban un buen sueldo precisamente para evitar que los problemas llegaran hasta cualquiera de los dos—. A veces pienso que preferiría montar una empresa partiendo de cero que tener que enfrentarme a esto.
Samuel se encogió de hombros.
—Los negocios son los negocios. A veces no es fácil, pero el resultado es bastante predecible. Las relaciones son una paranoia. No tienes datos, estadísticas ni nada que justifique la decisión de lanzarte. Solo emociones.
Samuel se estremeció como si pensar en comprometerse con alguien fuera un tipo de tortura.
—Entonces, ¿por qué narices me animas a que lo haga? —Pedro fulminó a su hermano con una
mirada de irritación.
—Porque la necesitas. —Samuel se levantó con brusquedad y se abotonó la americana—. Pero si alguna vez te cansas de ella…
—¡No empieces! —bramó Pedro, pero su voz carecía de veneno.
Ese día se había dado cuenta de algo: su hermano también tenía secretos. No había superado a una mujer del pasado y, a juzgar por la extraña reacción que había tenido ante la pelirroja de curvas peligrosas, posiblemente fuera Magdalena. Sospechaba que, fuera quien fuera, esa persona era la razón por la que Samuel se cansaba tan rápido de las mujeres e iba de flor en flor sin que le afectara lo más mínimo. Lo que estaba intentando era llenar un vacío y olvidar. Pedro sacudió la cabeza; su hermano mayor era lo suficientemente inteligente como para darse cuenta de que esa estrategia no funcionaría.
Cuando una mujer se te metía bajo la piel, se quedaba allí para siempre.
La vida de Pedro giraba ahora en torno a Paula y ninguna mujer podría sustituirla jamás, nadie
podría llenar el terrible vacío que dejaría si algún día lo abandonara.
Samuel recuperó su cautivadora sonrisa.
—Me quieres y lo sabes.
—Ahora mismo no —respondió Pedro como por reflejo.
Samuel se dirigió pavoneándose hacia la puerta con todos los pelos colocados en su sitio y el traje y la corbata impecables. Nadie se daría cuenta de que su hermano menor acababa de estar al borde de una crisis nerviosa y que él lo había presenciado.
Samuel cogió el pomo de la puerta para salir, pero entonces Pedro lo llamó con suavidad. Se giró sorprendido.
—¿Sí?
—Gracias por escucharme.
La mirada que se dedicaron valía más que mil palabras. Pedro quería decir a su hermano lo mucho que le importaba, pero se le hizo un nudo en la garganta. Discutían a menudo, como suele pasar entre hermanos, pero Samuel llevaba todos estos años dejándose la piel en el trabajo y, sobre todo, haciendo muchos sacrificios por él y por su madre.
—No hay nadie que merezca tanto la felicidad como tú, hermanito. La tienes al alcance de la mano. Cógela —respondió Samuel mostrándole una vez más su apoyo incondicional antes de salir por la puerta sin volver a mediar palabra.
CAPITULO 45 (PRIMERA HISTORIA)
Lo abrazó con fuerza sintiendo que no quería soltarlo jamás y se le fueron llenando los ojos de
lágrimas a medida que la emoción en su interior aumentaba de intensidad y trataba por todos los
medios de encontrar una vía de escape. Paula la reprimió con un grito ahogado, luchando con todas sus fuerzas contra la arrolladora necesidad de decir esas palabras en voz alta.
—¿Estás bien? —le preguntó preocupado y jadeante.
Pedro se echó a un lado y ella, aunque no soportaba esa mínima distancia entre ellos, lo soltó a regañadientes para permitirle que se tumbara a su lado.
—Estoy bien.
Obviamente había pensado que la estaba aplastando. ¡Ni que fuera una delicada flor! Era más alta que muchos tíos, incluso descalza. El único hombre capaz de hacerla sentir pequeña era Pedro.
Mientras suspiraba la atrajo hacia él sin hacer un gran esfuerzo y tapó con las sábanas sus cuerpos enredados. Paula se acurrucó junto a él, dejó caer la cabeza sobre su hombro y apoyó un brazo en sus marcados pectorales. Pedro la acercó aún más, cogiéndola de la cintura con su fornido brazo.
—Hemos hecho el amor —refunfuñó con voz cansada.
Paula esbozó una leve sonrisa al percibir contrariedad en sus palabras y se limitó a responder un simple «sí».
Hacer el amor no tenía tanto que ver con los movimientos como con las emociones; aunque debía admitir que la parte física del acto a Pedro se le daba estupendamente. No importaba cómo se tocaran o qué hicieran para alcanzar el orgasmo; lo que conmocionaba a Paula era la intensidad de la experiencia y las emociones que le generaba. En realidad el sexo de aquella noche no había diferido en absoluto del que habían tenido hasta entonces: había sido igual de explosivo, emotivo y arrollador.
Cada vez que lo hacían se le ponía el mundo patas arriba. Nunca habían echado un polvo indiferente o distante. Siempre habían hecho el amor de un modo salvaje, apasionado e intenso. Al menos eso le parecía a ella.
«Ojalá confiara en mí».
Supo que estaba dormido porque respiraba profundamente y a un ritmo regular.
«Pasito a pasito».
Pedro jamás dormía con una mujer ni permitía que nadie se metiera en su cama cuando se sentía vulnerable. El hecho de que estuviera durmiendo plácidamente con ella pegada a su cuerpo como una calcomanía no era un pasito, era más bien una gran zancada.
Se apartó un poco para ponerse cómoda y el corazón le dio un vuelco cuando Pedro reaccionó mascullando una protesta y atrayéndola de nuevo hacia él.
Sí. Mañana tendrían que hablar de sus traumas.
Paula necesitaba saber qué le había ocurrido de
adolescente para que ahora reaccionara así. A ella le resultaba imposible luchar con un fantasma del pasado que ni veía ni entendía.
No quería volver a ver jamás a Pedro sufriendo un ataque de pánico, perdido en un miedo
desconocido. Verlo tan vulnerable le había partido el corazón y, cuando cerró los ojos agotada, sintió un implacable instinto de protegerlo.
«Me evitará y tratará de eludir el tema. No querrá hablar de ello».
Si no estaba preparado para contárselo, de acuerdo. Esperaría hasta que se fiara lo suficiente de ella como para hacerlo.
Convencida de que todo saldría bien, bostezó feliz junto al musculoso cuerpo de Pedro y su
respiración no tardó en acompasarse a la de él.
Aquella vez durmió a pierna suelta sin tener un solo sueño en toda la noche.
CAPITULO 44 (PRIMERA HISTORIA)
Como Paula seguía aferrada a su cuello, Pedro tuvo que agacharse para dejarla en la inmensa cama. El pavor empezó a remitir y Paula relajó los brazos, de modo que Pedro pudo taparla con las sábanas y el edredón. Se metió en la cama a su lado y la abrazó con todo su cuerpo, envolviéndola y protegiéndola con sus cálidos y fornidos brazos. Paula suspiró y se relajó en la calidez que le proporcionaba Pedro, posando la cabeza en su hombro y saboreando la seguridad que ofrecía su recio cuerpo viril.
—¿Te encuentras mejor? —preguntó con voz queda y, al hacerlo, la despeinó con el aliento.
—Sí. Siento haberte despertado. Volveré enseguida a mi cama.
Paula no quería irse de allí, quería quedarse tal y como estaba —calentita y a salvo en sus brazos—, pero respetaba que Pedro necesitara su espacio para dormir.
—No irás a ninguna parte —replicó haciendo volar su melena.
—Pero así no conseguirás dormir —protestó sintiéndose egoísta por querer quedarse.
—Al revés. No conseguiré pegar ojo si no estás aquí. Estas dos últimas semanas no he dormido un carajo.
Pedro la atrajo hacia él cogiéndola por la cintura y, como no dejó ni un hueco entre sus cuerpos,
Paula notó un bulto en el trasero.
—Estás desnudo.
—Sí, siempre duermo en bolas. Tendrás que acostumbrarte, cariño —murmuró con sensualidad—. ¿Quieres contarme lo que has soñado?
Aunque en realidad lo que quería era olvidar esa pesadilla, se dio media vuelta entre sus brazos,
desesperada por abrazar aquel cuerpo cálido y viril. Paula no era una mujer pequeña ni frágil, pero, cuando enterró la cara en su pecho sólido y musculoso, se sintió como tal.
—Estaba soñando con lo que pasó, pero en la pesadilla sí lograban meterme en el coche. Iban a violarme antes de pegarme un tiro en la cabeza. Me resistí con todas mis fuerzas, pero lograron arrancarme la ropa. Eran mucho más fuertes que yo. Lo único en lo que pensaba era en que quería morirme antes de que me violaran, pero el que logró escapar se me subió encima mientras el otro me apuntaba con una pistola en la sien. —Sacudió la cabeza tratando de no alterarse. Tan solo había sido una pesadilla. No había ocurrido de verdad—. ¡Parecía tan real! Sentía su olor corporal, veía sus ojos perversos… Me desperté justo cuando… —Fue bajando de volumen hasta que su voz se redujo a un suspiro trémulo.
Pedro la meció y le acarició la espalda con una mano como si estuviera consolando a una niña
pequeña.
—Chsss... Tranquila, cariño. Estás a salvo. Ya no pueden acercarse a ti.
La pesadilla la hacía estremecerse sin descanso, y lo único que le apetecía hacer en ese momento era olvidarse de todos esos agrios recuerdos, deleitarse en las sensaciones y disfrutar del increíble cuerpo que tenía el hombre que la estaba consolando. El único hombre que, con sus sensuales manos, podía hacerle olvidar todo lo que había pasado los últimos días.
—Hazme el amor. Ayúdame a olvidar —susurró con una voz seductora y temblorosa.
Lo empujó con suavidad para que se tumbara de espaldas y notó cómo su cuerpo entero se tensaba.
Recorrió su pecho con las manos, deleitándose tanto en los duros y fibrosos músculos como en la piel tensa y caliente. Palpó despacio cada centímetro de su cuerpo, desde los hombros hasta el vientre, y acarició la tentadora mata de vello que conducía del ombligo a la ingle.
—¡No podemos hacerlo! —exclamó Pedro frustrado agarrando con fuerza las aventureras manos de Paula—. No hay nada más agradable que sentir tus manos por todo mi cuerpo, pero acaban de darte el alta.
—Me la dieron hace días y ya no me duele nada. Me encuentro bien. Tan solo tengo un pequeño corte en la frente. La única parte del cuerpo que me duele está bastante más abajo. —La mano de Pedro no opuso resistencia cuando ella separó las piernas y la colocó entre sus muslos ardientes.
Puede que lo estuviera presionando demasiado, puede que le estuviera pidiendo algo que él no podía ofrecer, pero le daba igual; necesitaba que Pedro la poseyera, necesitaba sentirlo dentro—. Por favor —le rogó con desesperación mientras se zafaba de su mano y bajaba el brazo para coger su miembro erecto.
—¡No, por favor! Si me tocas, me corro —explicó con la voz entrecortada mientras cogía la mano de Paula y la ponía sobre su pecho. Con la mano que tenía entre los muslos de ella apartó el elástico de su diminuta braguita y deslizó los dedos con facilidad entre sus pliegues mojados—. Estás empapada. Estás muy cachonda.
—Porque te necesito.
Gimió mientras sus anchos dedos la exploraban, frotando sensualmente su clítoris y la mullida carne que lo rodeaba. Un deseo frenético le mordía el cuerpo entero y no era capaz de pensar, solo de reaccionar a la acuciante necesidad que palpitaba en su interior, así que se quitó la braguita empapada, la abandonó entre las sábanas y se subió encima de él, sentándose a horcajadas. Le puso las manos a ambos lados de la cara y le besó.
Estaba encima de él, besándole en los labios y lista para perderse en las sensaciones de su tacto, pero un instante después… se encontró tumbada boca arriba. Pedro le había dado la vuelta y había arrancado su boca de la de ella.
—No. No puedo —se lamentó con aspecto atormentado—. No puedo, joder.
Pedro le sujetaba las muñecas por encima de la cabeza y la aplastaba con el torso para que no
pudiera moverse. Respiraba con gran dificultad y, al tratar de introducir y expulsar aire de los
pulmones, emitía sonidos guturales.
Paula sacudió la cabeza para disipar la niebla erótica que la había cegado y miró a la corpulenta figura que la sujetaba: un hombre que sufría un terrible tormento.
«Mierda. ¿Qué he hecho? ¿Le he forzado demasiado?».
La luz de la luna entraba por la ventana, pero no era suficiente para verle los ojos… aunque no le
hacía falta vérselos. La voz, la respiración, el cuerpo tembloroso y la manera de sujetarla por las muñecas le decían que acababa de enviarlo de cabeza a su propia pesadilla.
—Pedro, soy yo: Paula. —Trató de mover los brazos, pero no logró zafarse de sus manos—.
Háblame.
—Sé quién eres, pero no puedo hacerlo, joder.
A excepción de su pecho, que se hinchaba y deshinchaba, el resto de su cuerpo permanecía inmóvil.
—Bésame.
Paula seguía atrapada bajo su cuerpo, sometida a su dominio y sin saber qué podría mitigar su pavor.
No le estaba haciendo daño, pero quería devolverlo al aquí y al ahora. No sabía qué había hecho, pero lo había herido sin proponérselo y eso había desatado un ataque de pánico.
Tenía el corazón a cien por hora y la sensación de que llevaban así una eternidad cuando por fin
Pedro agachó la cabeza y posó la boca sobre la suya. La besó como quien acaba de recuperar la
compostura y le metió la lengua en la boca como un látigo, conquistándola una y otra vez.
Su actitud salvaje y dominante despertó un instinto animal en ella, como si su cuerpo de hembra respondiera de manera instintiva a su macho. Empujó la lengua contra la suya y se rindió a su sometimiento, permitiéndole ser el amo.
—Paula —susurró su nombre tras separar la boca de sus labios y enterrar la cabeza en un costado de su cuello.
—Sí. Solo tú y yo, Pedro. Solo nosotros.
—Necesito follarte. —Su atronadora voz quedó amortiguada por el contacto con el cuello.
—Hazlo. Tal y como estamos.
Lo que había detonado esa extraña reacción era que ella se hubiera puesto encima y hubiera
controlado la situación, pero el deseo seguía ahí. Paula percibía una lujuria voraz que le rozaba el muslo dura como una roca.
—Lo siento, cariño. Me estaba gustando mucho, pero es que no pude…
—Déjalo. Da igual. Ahora solo quiero sentirte dentro de mí. —Separó las piernas y trató de mover los brazos—. ¿Puedes soltarme?
Fue soltándola despacio a medida que se movía entre sus muslos.
—Sí, creo que sí —respondió con un tono que revelaba gran inquietud.
Paula tuvo sentimientos indecisos mientras liberaba las muñecas de sus manos, que prácticamente la habían soltado de todo, y le rodeaba el cuello con los brazos.
—Solo quiero abrazarte. Tú tienes el control.
—Contigo siempre lo pierdo —murmuró en voz baja mostrándose reacio a resignarse.
—Hazme el amor, Pedro.
Ya no le importaba rogarle. El ataque de pavor y la vulnerabilidad de Pedro habían acabado de un plumazo con sus instintos de protegerse a sí misma. Tenía que ayudarlo a liberarse, a borrar ese secreto que lo tenía prisionero. Era un hombre demasiado bueno, una persona demasiado generosa como para permanecer atrapado en el pasado, incapaz de seguir adelante.
«Por no mencionar que lo amo y que lo deseo tanto que me duele».
Hacía tiempo que debería haber dejado de negar la realidad y haber aceptado que era incapaz de no involucrarse sentimentalmente con Pedro. Se había comportado con cobardía y egoísmo porque le daba tanto miedo acabar destrozada que había preferido negar el brutal magnetismo que ejercía sobre ella. Y la sensación era mutua. Ella no era la única que se estaba resistiendo a esa tentación sin saber cómo enfrentarse a ella. ¡Por el amor de Dios! Pedro llevaba más de un año detrás de ella, tratando de protegerla. La había sacado de la calle, literalmente, y le había puesto en bandeja todas las cosas con las que una mujer podría soñar, y no solo materiales. La consolaba cuando estaba disgustada y se quedaba a su lado cuando se encontraba enferma. La escuchaba como si todas sus preocupaciones, sus ideas y sus sueños fueran importantes para él. Era obvio que sentía algo. La pregunta era: ¿sería la misma atracción irresistible y fascinante que sentía ella? Esa química mística y misteriosa que la había seducido había crecido a una velocidad vertiginosa hasta convertirse en un amor que le arañaba las entrañas, le cortaba la respiración… y le robaba hasta el sentido común.
—Tócame, preciosa. Por favor.
Más que una petición, su voz arisca y crispada expresaba una orden desesperada motivada por el deseo y el anhelo.
Las manos de Paula se movían despacio, acariciando sus anchos y fornidos hombros, palpando cada centímetro de sus sólidos músculos y saboreando la fuerza que irradiaba su poderoso cuerpo. Recorrió la columna vertebral con las manos hasta alcanzar la nuca.
Le tiró del pelo para que inclinara la cabeza y le recorrió la clavícula con besos ligeros mientras lo peinaba con los dedos. Gimió levemente antes de llevar la boca a su palpitante cuello y, al inhalar su aroma viril, una calidez erótica se propagó por todo su cuerpo. Respiró hondo para que su fragancia la consumiera mientras el sensual latido que galopaba bajo sus labios le aseguraba que él sentía la misma necesidad que ella.
Pedro emitió un gruñido antes de poner en marcha su fornido cuerpo. El duro miembro encontró entre los muslos de Paula un cálido lugar en el que reposar y su suave verga se deslizó entre los mullidos pliegues de su sexo empapándose de calor. Sintió que cada una de sus terminaciones nerviosas entraba en combustión en el momento en que Paula abrió más las piernas, rogándole en silencio que la saciara, que satisficiera ese anhelo acuciante que le arañaba por dentro sin descanso.
Él se incorporó sin previo aviso y Paula gimoteó al sentirse privada del calor que desprendía.
Pedro buscó el dobladillo de su ínfimo camisón, se lo quitó por la cabeza y lo tiró al suelo.
—Así ya no hay nada entre nosotros —bramó antes de volver a inclinarse sobre ella.
Paula gimió al sentir de nuevo su ardiente cuerpo contra el suyo, desde el pecho hasta la ingle, y saboreó la dulce sensación de rozar piel con piel.
—Mía. Eres mía. Dilo. —Se le escapó la exigencia entre los labios como si no fuera capaz de contenerse.
Pedro el Dominante había vuelto para la revancha y Paula se estremeció. Estaba claro que le encantaba controlar la situación, pero eso no tenía nada que ver con su pasado. Era, simplemente, Pedro en todo su esplendor.
Metió la mano entre los cuerpos y colocó su pene audaz ante la abertura de la cavidad de ella para empezar a penetrarla con gozosa lentitud.
—Dilo —repitió con mayor exigencia y un tono más posesivo.
¡Dios mío, adoraba esa potencia, ese dominio!
—Soy tuya. Te necesito.
Para recompensarla empujó las caderas y le metió la polla hasta el fondo, llenándola por completo.
El momento era tan carnal que a Paula le faltó poco para alcanzar el clímax.
—¡Joder! ¡Cómo me pones! —Se alejó ligeramente para volver a penetrarla y empujó aún más las caderas para meterle hasta el último centímetro—. No sé si sé hacer el amor. Lo único que sé es follar.
Paula se aferró a sus hombros en busca de algo de equilibrio y cordura.
—Yo tampoco sé si lo sé hacer. Supongo que tendremos que aprender juntos —respondió con el escaso aliento que le quedaba.
Le abrazó la cintura con las piernas tratando de acercarse aún más a él. Pedro emitió un sonido
gutural que reverberó en su garganta, mientras echaba las caderas de nuevo hacia atrás para volver a embestirla. Una y otra vez.
Agachó la cabeza para buscarla con los labios y conquistarla con la lengua y, al hacerlo, capturó con la boca el gimoteo de ella. Cada roce de su lengua, cada embestida de su polla la marcaba a fuego y la reclamaba como suya. Y Paula poco podía hacer ante eso más que rendirse.
Arrancó la boca de la de ella para tomar aire, algo que los dos necesitaban, y sus caderas
continuaron embistiéndola mientras gritaba:
—¡Eres mía!
Cuando le mordisqueó el cuello, un deseo animal hizo estremecer el cuerpo de Paula, que levantó las caderas para salir al encuentro de las de él. Ella gimió mientras deslizaba los dedos por su cabello antes de clavárselos en la espalda. Le hincó sus cortas uñas cuando Pedro cambió de postura sin disminuir en lo más mínimo el ritmo frenético y apasionado con el que empujaba con furia sus caderas.
Lo necesitaba con tal desesperación que estaba a punto de ponerse a gritar de frustración, pero
entonces Pedro comenzó a frotar con fogosidad su ingle contra la de ella, de modo que con cada
profunda penetración estimulaba a la vez su necesitado clítoris. Paula sintió que se partía en dos y pronunció un grito que le desgarró la garganta, pero la boca de Pedro se lo tragó a cambio de un gemido, que vibró en la boca de ella, mientras su cavidad latía alrededor de la suave verga.
Posó la boca en su hombro y empezó a jadear como un descosido:
—Notar que te corres conmigo dentro es la mejor sensación del mundo.
Se la metió hasta dentro y la conexión de sus cuerpos fue aún más profunda, como si se estuvieran fundiendo el uno en el otro. Sin dejar de estremecerse a causa de la explosión orgásmica Paula sintió que los músculos de Pedro se tensaban y que su fornido cuerpo empezaba a temblar a medida que inundaba su útero con un calor abrasador.
«Te quiero».
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