martes, 4 de septiembre de 2018

CAPITULO 38 (SEXTA HISTORIA)



—Ay, Dios. ¿Qué has hecho? —Paula estaba anonadada mientras miraba fijamente la imagen erótica de sí misma y de Pedro desnudos y enredados en la cama. Sabía que el espejo no estaba allí antes y este se parecía sospechosamente al espejo grande de la pared del cuarto de baño.


Alzando la cabeza, él le lanzó una sonrisa muy, muy pícara.


—No quiero que vuelvas a olvidar nunca con quién estás. Parecía una buena manera de recordarlo.


—¿Es el espejo del baño? ¿Cómo? —El corazón le retumbó cuando vio la mirada traviesa de Pedro. Había hecho aquello por ella y ese simple hecho hizo que prácticamente se desatara. Y todo porque no quería que reviviera ni recordara cosas malas. El corazón se le contrajo.


—Es el espejo del baño. Y está muy bien sujeto. Soy bueno con las herramientas —respondió él con una sonrisa traviesa. Poniéndose ligeramente más serio, añadió—: Ahora lo único que tienes que hacer es mantener los ojos abiertos y mirar hacia arriba.


Paula intentó tragar un nudo en la garganta y fracasó miserablemente. Pedro había hecho aquello mientras ella estaba fuera, de compras; había descuidado el trabajo que tenía que hacer, solo por ella. Su objetivo era hacer que siempre se sintiera segura y el hecho de que se hubiera tomado tantas molestias para ayudarla a superar sus propios miedos la abrumaba emocionalmente.


—Gracias por hacer esto por mí. —Tal vez no fuera necesario, pero lo había hecho por preocupación. Paula ya no tenía miedo y sabía que no iba a olvidar con quién estaba siempre que fuera Pedro.


Sus ojos claros, azules, se encontraron con los de Paula; una mirada verde y una azul se encontraron y se sostuvieron durante un largo momento, sin aliento, como si ninguno de ellos supiera qué decir hasta que la voz grave y sincera de Pedro contestó:
—Haría cualquier cosa por ti, cariño. No puedo borrar lo que ocurrió, pero desde luego que voy a intentar borrar los recuerdos y sustituirlos por algo mejor.


«Ya lo has hecho».


Paula quería responder en voz alta, pero lo único que pudo hacer fue empujar su cabeza hacia su pecho, deseosa de sumergirse en él, de estar rodeada por su esencia hasta hundirse en él.


Observó cómo se metía un pezón en la boca y lo excitaba con la lengua; por imposible que pareciera, las puntas, ya duras, se pusieron aún más rígidas a medida que cada roce de su boca caliente irradiaba a su sexo. Pedro alternaba, excitaba un pecho antes de pasar al otro. Paula se agarró a su pelo con los puños.


—Basta —dijo sin aliento empujándolo sobre su espalda mientras retorcía el cuerpo. No podía sentir, no podía verlo dándole placer durante un segundo más sin tenerlo dentro—. ¿Te gusta mirar? —le preguntó con voz sedosa mientras se subía a horcajadas sobre sus muslos.


—Mirarte hacer cualquier cosa se ha convertido en una obsesión para mí — gruñó Pedro.


Paula estiró las piernas y lo obligó a abrir los muslos para dejarla descansar entre ellos.


—Entonces, veamos si te gusta mirar esto —sugirió. Inclinó la cabeza para plantar besos húmedos en su pecho; movió la lengua rápidamente sobre sus pezones planos mientras se abría camino hacia su abdomen esculpido y trazaba cada músculo con la lengua.


—Joder —carraspeó él cuando ella por fin le agarró el pene y lo envolvió con los dedos.


Paula contuvo una sonrisa de superioridad mientras movía la lengua rápidamente sobre el glande, saboreando la humedad salada que lo recubría y rodeando la corona con la lengua. Pedro soltó un gemido ahogado; Paula se arrodilló con el trasero en el aire y bajó la cabeza de nuevo para acariciar toda la parte inferior de la verga desde la raíz hasta el glande.


—¿Cómo se ve? —preguntó, preparada para metérselo en la boca. Verlo darle placer había sido insoportablemente erótico y se preguntaba si él sentía lo mismo. Más que nada, quería proporcionarle el mismo éxtasis que él le había proporcionado a ella.


—Verte hacerme una mamada es como ver una de mis fantasías más salvajes ocurrir en la vida real —gimió Pedro—. Estás matándome.


Ella envolvió su miembro con los labios y lo succionó, tomando tanto de él como podía.


—¡Santo Dios! Paula. —Enterró las manos en su pelo para guiar su cabeza para que se moviese sobre él.


Ella se emborrachó de su sabor y de saber que con cada caricia de su boca sobre su pene, Pedro sentía el mismo placer que ella había recibido de él.


Percatarse de que ella podía inflamar a ese hermoso hombre era excitante y fuertemente embriagador.


—Tengo que estar dentro de ti, ahora —gruñó Pedro. La levantó de su cuerpo y la giró sobre su espalda. El pecho de Pedro subía y bajaba rápidamente; con el rostro asilvestrado y mirada salvaje, Pedro clavó las manos de Paula a la cama y entrelazó los dedos de ella con los suyos—. Mía. Eres mía. Mi esposa. —Giró su mano izquierda para que ella pudiera verla en el espejo—. Ningún hombre volverá a ponerte la mano encima sin terminar muerto, joder —prometió bruscamente.


Paula lo miró, los ojos abiertos como platos, pero sin miedo. Se sentía abrasada, la piel derretida de Pedro contra la suya casi resultaba insoportable.


—Entonces, fóllame. Hazme tuya. —Lo rodeó con las piernas; con los talones hundidos en su trasero, lo instó a que la tomara—. Te necesito.


—¿Estás bien? Lo siento. Te he dicho que no tengo ningún control cuando se trata de ti, joder —gruñó Pedro antes de retirar su peso de encima de Paula.


—No te atrevas a dejarme. —Ella estrechó el abrazo con sus piernas y apretó los dedos que le sujetaban las manos—. Me pusiste un anillo en el dedo. Ahora, hazme tuya. No me importa cuánto dure. Haz que sea real, Pedro. Veo con quién estoy. Estoy con mi marido. —Sus ojos lo miraban suplicantes, deseosos de que no se sintiera cohibido por sus flashbacks anteriores. Pedro se sentía posesivo con ella ahora mismo y parecía que espolear esa vena posesiva era la única manera de liberarlo—. Si no lo haces, es posible que tarde o temprano conozca a algún hombre que sí lo haga.


Su rostro de preocupación y pasión se tornó en uno de práctica posesión cruda.


—Eres mía. —Volvió su mano izquierda hasta poder verle el anillo—. Mía. Mira hacia arriba —exigió soltando su mano derecha para posicionar su pene y envainarse dentro de Paula con una fuerte embestida.


Paula gimió cuando Pedro la llenó. Las paredes de su vagina se estiraron para aceptarlo. Miró hacia arriba, no para recordarse con quién estaba, sino porque verlo tomándola era lo más erótico que había visto nunca. Su diamante le hizo un guiño, recordándole que en ese momento, era suya, y ella se deleitó en su posesión.


Las uñas de Paula le marcaron el dorso de las manos al agarrarlas fuertemente mientras subía las caderas para recibir cada una de sus embestidas dominantes. Su pene se movía suavemente dentro y fuera de su sexo saturado.


Fascinada y excitada hasta resultar atroz, los vio en el espejo, cautivada al ver cómo Pedro bombeaba dentro y fuera de ella, frenético. Su cuerpo espléndido cubría el de ella codiciosamente y los músculos de su increíble trasero se flexionaban con cada potente embestida del pene en su interior mientras la reivindicaba.


Pedro —gimió ella. Su cuerpo se desató. 


Rodeados de su esencia feroz y agitada, sus cuerpos al límite sexualmente, a punto de caer juntos al abismo.


—Vente para mí —gimió él con insistencia—. Vente conmigo.


Bajó la cabeza y la besó; su boca devoraba la de Paula con exigencia. Sin cesar. Salvaje.


El clímax golpeó a Paula rápido y con fuerza, se estrelló contra su cuerpo en oleadas palpitantes. Pedro apartó la boca de la suya e inclinó la cabeza hacia atrás. Los músculos de su cuello se tensaron cuando soltó un gemido áspero; la vagina de Paula succionaba su miembro mientras sus contracciones descontroladas ceñían y liberaban su pene.


—¡Joder! —Pedro soltó la palabrota mientras giraba sobre su cuerpo, dejando que Paula desenredara sus piernas y el resto encima de él—. He perdido la cabeza. Lo siento.


—Yo no —contestó ella sin aliento—. Creo que me has curado.


Dejó escapar una bocanada de alivio.


—Me vuelves completamente loco, mujer. No puedo pensar con claridad cuando estoy contigo. Eres tan receptiva que pierdo la cabeza.


Paula sonrió contra su pecho húmedo.


—Eres un hombre al que cuesta resistirse —coqueteó.


—Soy el único hombre para ti —contestó él en tono amenazante dándole un azote en el trasero—. Si vuelves a hablar de otro hombre siquiera, incluso uno hipotético del futuro, no me responsabilizo de mis actos. Yo no comparto. Nunca.



CAPITULO 37 (SEXTA HISTORIA)




Paula se rindió completamente y gimió desesperada en su boca cuando Pedro le agarró el trasero, intentando dar forma a sus cuerpos unidos para imitar las acciones de sus lenguas, que se buscaban necesitadas. Quería la dominación del Pedro, ansiaba que le mostrara que la deseaba más allá de la razón. El miedo no era un problema. El deseo reinaba soberano y a Paula tenía unas ganas locas de experimentar la total pérdida de control de Pedro, de permitirle enseñarle todo lo que se había perdido durante tanto tiempo. Paula se sentía atrevida y Pedro la había ayudado a recuperar su poder. Ahora, lo único que deseaba era… a él.


Se apartó de él, jadeando.


—Fóllame, Pedro. Te necesito.


Él dejó escapar un gemido ahogado y se puso en pie con las piernas de Paula todavía rodeando su cuerpo fuerte y sus manos apretándole el trasero.


—Bien sabe Dios que lo deseo, nena. Sólo tengo miedo de hacer algo mal. ¿Y si te duele porque estamos haciéndolo otra vez demasiado pronto?


A ella se le derritió el corazón cuando su voz ronca, tan grave y llena de pasión, también tembló de preocupación… por ella.


—No dolerá —le aseguró ella. Paula sabía instintivamente que tenía razón.


Sabía exactamente con quién estaba y por qué estaba con él.


—No tengo el control que necesito para estar contigo —protestó Pedro mientras los conducía a ambos al dormitorio—. Pero haré que te vengas — gruñó. Los pies de Paula aterrizaron en el suelo cuando él se detuvo en el dormitorio—. Desnúdate –exigió con voz áspera de deseo contenido.


Paula no iba a aceptar. Necesitaba a Pedro dentro.


—Hazlo tú —replicó dando un paso atrás con las manos a los costados—. Cuando hicimos nuestro trato, te dije que haría lo que quisieras. Oblígame a hacerlo —lo retó sin parpadear mientras observaba cómo se le dilataban las fosas nasales y se le crispaba el músculo de la mandíbula.


—¿Por qué?


—Porque quiero que lo hagas —respondió en tono seductor, fascinada al verlo luchar consigo mismo. Necesitaban superar el miedo de Pedro a hacerle daño. La necesidad de Paula de sentirlo puro e indómito la golpeaba
repetidamente; su deseo de rendirse era un potente afrodisiaco—. Sé con quién estoy. Ahora, hazlo, Pedro —lo engatusó, utilizando su nombre deliberadamente.


Los ojos de Pedro destellaban calor líquido y alzó las manos hasta los pequeños botones de su camisa de manga corta de algodón.


—Necesito tocarte, Paula. —Sus dedos luchaban con el primer botón hasta que finalmente agarró ambos lados del material y la abrió de un tirón. Los botones se esparcieron por todas partes. Sin molestarse con el broche del sujetador, hizo lo mismo para liberar sus pechos cuando el material de encaje cedió ante su fuerte agarre.


El sexo de Paula se inundó de deseo cuando vio sus ojos hambrientos vagando por sus pechos expuestos. Estiró el brazo y le agarró la camiseta, intentando empujarla hacia arriba para quitársela del cuerpo. Él levantó los brazos, dejó que tirase de la camiseta y la arrojó al suelo antes de deshacerse de su sujetador y de su camisa deshilachada tirando de las mangas y dejando que cayeran sobre la lujosa alfombra sin hacer ruido.


Ahora de rodillas, Pedro dejó que sus manos recorrieran la parte superior del cuerpo de Paula, que ahuecaran sus pechos y que jugaran con sus pezones sensibles con los pulgares. Ella apoyó las manos sobre sus hombros, cerró los ojos y gimió al sentir su boca cálida al dejar besos húmedos sobre su vientre, al sentir las caricias de sus dedos sobre los pezones. Él sensibilizaba cada centímetro de piel que tocaba y su cuerpo temblaba, ansioso y hambriento.


—Por favor —suplicó ella con todos los nervios electrizados.


Otra espiral de deseo se irguió entre sus muslos cuando volvió a pellizcarle los pezones. 


Descendió con las manos por su vientre y le desabrochó el botón de los pantalones. Bajó la cremallera y agarró los pantalones y su ropa interior; sus fuertes bíceps se flexionaron al tirar de ellos por sus muslos.


—Quítatelos —ordenó Pedro con voz gutural.


Utilizando sus hombros para sujetarse, Paula se quitó los pantalones y las braguitas y permaneció de pie frente a él, completamente desnuda. Su cuerpo y su mente estaban totalmente concentrados en Pedro; no se sentía cohibida.


Obviamente, le gustaban sus anchas caderas y su trasero.


Su cuerpo descendió aún más, su trasero casi en la alfombra. Sopló con aliento cálido sobre su sexo e hizo que Paula sintiera escalofríos a la
expectativa.


—Sí —gimió—. Por favor. —Necesitaba que su boca caliente y hambrienta la devorase.


Recorriendo con las manos la parte externa de sus muslos hacia abajo, volvió a ascender con ellas hasta la piel sensible del interior de sus piernas y le rozó el sexo.


—Eres tan preciosa —afirmó, cautivado mientras acariciaba el vello recortado de su sexo—. Este es tan encendido como tu cabello. —Su dedo pulgar separó los pliegues de Paula y se deslizó a través del calor resbaladizo para rodear su clítoris.


Paula jadeó. El aliento cálido de Pedro soplaba sobre su sexo; su dedo juguetón sobre el palpitante haz de nervios estaba a punto de hacer que ardiera en llamas.


Pedro—suplicó.


—Eso es, cariño. Di mi nombre. Recuerda quién va a hacer que te vengas. Agárrate a mí. —De pronto, Pedro levantó una de las piernas de Paula por encima de su hombro y después le agarró el trasero para atraer su sexo contra su rostro y la devoró como si su vida dependiera de ella para su sustento.


«¡Jesusito de mi vida!». 


Las uñas cortas de Paula se clavaron en sus
hombros cuando Pedro se sumergió en su sexo y utilizó toda la boca para arrasarla. Su lengua le bañaba la piel, la lamía desde la vagina hasta el clítoris, una y otra vez, marcándola como suya mientras un grito ahogado salía de sus labios, el calor de su boca sobre ella abrumador.


—¡Oh, Dios! Pedro. ¡Sí! —Al mirar abajo, se sintió arder cuando vio su cabeza dorada entre los muslos, perdido en el acto carnal de darle placer. Una mano se clavó en su bonito pelo desaliñado y Paula se agarró, instándolo a que
lo hiciera más fuerte, más profundo. Cuando su lengua se centró en su clítoris, cada movimiento rápido sobre el manojo sensible hacía que su cuerpo se sacudiera—. Lléname, Pedro. Por favor—. Ahora necesitaba el acto que Pedro
había llevado a cabo en la ducha y que le había hecho revivir una experiencia horrorosa. No cabía duda de que iba a tener un orgasmo; su cuerpo ya palpitaba—. Ahora —suplicó desesperadamente cuando sintió sus dudas—. Te necesito. —Quería que Pedro la consumiera por completo.


Él deslizó dos dedos en su interior, los curvó contra un punto G que ni siquiera se había dado cuenta de que tenía y lo acarició una y otra vez.


Paula implosionó. Su vagina se contraía alrededor de los dedos de Pedro mientras ella echaba la cabeza hacia atrás y dejaba que su intenso clímax se apoderase de ella; su cuerpo se estremecía mientras gritaba su nombre.


—¡Pedro!


Él se puso en pie y la sujetó antes de que se cayera. Sus dedos siguieron dándole cada ápice de placer que él pudiera sacarle a Paula. La cabeza de esta cayó hacia delante y aterrizó en su pecho. Con bocanadas erráticas y pesadas, su corazón galopaba mientras ella se sujetaba a Pedro para apoyarse.


Él movió la mano de entre sus muslos y le rodeó la cintura con ella, sosteniéndola, mientras su otra mano le acariciaba la espalda de arriba abajo.


Mientras recuperaba el equilibrio, Pedro la tomó en brazos y la acarreó la corta distancia que los separaba de la cama para recostarla encima de la sedosa colcha. Ella observó cómo se arrancaba los pantalones y los calzoncillos a toda prisa, dejándolo sin más vestimenta que su piel dorada; su desnudez quitaba el aliento.


A Paula se le cortó la respiración al verlo gatear por la cama, acechándola.


—Una vez no fue suficiente —le dijo con voz áspera—. No hay nada mejor que oírte gritar mi nombre mientras te hago llegar al orgasmo.


Dios, era magnífico, tan salvaje y silvestre como Paula quería que fuera.


—Entonces, fóllame —le dijo ella con voz trémula. Necesitaba todo lo que era Pedro, lo quería exactamente como estaba ahora.


Él se situó entre sus muslos y cubrió la parte inferior de su cuerpo, la boca contra uno de sus pechos.


—Mira hacia arriba. Recuerda con quién estás ahora mismo exactamente, nena.


Paula obedeció; sus ojos pasaron desde la parte superior de su cabeza rubia al dosel de la cama. Se sorprendió al ver su propia imagen a punto de ser arrasada por Pedro



CAPITULO 36 (SEXTA HISTORIA)





Más tarde aquella noche, Paula observó a Pedro desde la cocina —comérselo con los ojos se había convertido rápidamente en su actividad favorita— mientras trabajaba desde su ordenador portátil en uno de los sillones reclinables del salón. Parecía inmerso en sus pensamientos, los ojos entrecerrados mientras estudiaba algo que probablemente eran datos. Paula había cocinado la cena y lo exhortó a que saliera de la cocina a terminar lo que estuviera haciendo en cuanto acabaran de comer. Él le dijo que estaba en medio de un proyecto y ella se opuso cuando él se mostró dispuesto a ir de compras con ella un poco antes aquel día. Le dijo que terminara lo que tuviera que hacer mientras ella iba a la ciudad. Le lanzó una mirada que decía que no quería que fuera a ninguna parte sin ella y Paula le recordó que solo iba de compras. No era como si fuera a cazar una tormenta. De hecho, Pedro la recibió en la puerta con una mirada de alivio cuando volvió y le propinó un beso ardiente que hizo que le hirviera todo el cuerpo hasta los dedos de los pies, pasando por cada parte de su anatomía.


Paula se mordió el labio para contener una carcajada cuando Daisy saltó sobre la silla y anduvo por encima del portátil de Pedro como si él y el ordenador le pertenecieran. El corazón le dio saltitos de alegría al verlo apartar a Daisy amablemente, colocar a la gata junto a sus muslos y prestarle la atención que obviamente quería acariciándole la cabeza y el cuerpo sedoso repetidamente. A Paula se le pusieron los ojos llorosos al darle cuenta de que Pedro le susurraba algo a una gata sorda que no podía oír ni una palabra de lo que decía. Daisy disfrutaba de la atención como si pudiera oír sus palabras reconfortantes y le golpeaba la tripa para que siguiera acariciándola.


El Pedro al que adoraba había vuelto, el chico cariñoso que había crecido hasta convertirse en un hombre protector, dominante y bondadoso. 


Verlo, ver al hombre que era realmente, hizo que fuera aún más difícil resistirse a él. No había detectado ninguna señal del cabrón despiadado que había intentado chantajearla. En lugar de eso, una lágrima le cayó por la mejilla al ver que Pedro seguía hablando con Daisy, apartaba el ordenador y dejaba que esta se acurrucara en su regazo mientras utilizaba ambas manos para acariciar el cuerpo de la gatita, encantada.


Se secó la lágrima con la mano, abrió la nevera y sacó una de las chocolatinas que había reservado como sorpresa.


—Pensaba que a la mayor parte de los hombres no les gustaban los gatos — dijo informalmente al entrar a paso tranquilo en el salón.


—Parece que yo sí le gusto a ella —dijo Pedro a la defensiva. Siguió acariciando a Daisy mientras la observaba acercándose hacia él.


Ella se detuvo junto al sillón.


—Abre la boca. Te he comprado una cosa hoy.


Él la miró con cautela.


—Si es una ostra de las Rocosas, te daré un azote en el trasero —le advirtió en tono grave y amenazante.


—Ummm… No… no lo es. Pero casi desearía que lo fuera ahora mismo — caviló en voz alta antes de poder autocensurar sus palabras. Había algo en la preferencia de Pedro por ser dominante que la excitaba y la doblegaba a la vez. Dejar que tomara la iniciativa tenía que matarlo y, sin embargo, lo hacía por ella—. Abre —pidió dulcemente—. Por favor —añadió.


Pedro le lanzó una mirada sorprendida pero ardiente por su comentario acerca del azote. 


Finalmente, cerró los ojos y abrió la boca, un gesto de confianza que hizo que a Paula se le acelerase el corazón. Ella dejó caer la tortuga de chocolate con leche y nueces en su boca y observó cómo masticaba y gemía cuando el chocolate golpeó sus papilas gustativas.


—¿Está bueno? —Ya sabía la respuesta. Había reconocido el nombre de la chocolatería cuando estaba de compras antes. Era una pequeña empresa que tenía varias tiendas en Colorado. 


Sus chocolatinas eran de otro mundo.


Pedro tragó con una mirada exultante en la cara.


—Dime que tienes más. —Su tono de voz era exigente y suplicante a la vez.


—Tengo más —accedió ella obediente y sonriendo—. Ya te conozco con el chocolate.


—He tomado chocolate en todo el mundo, y ese es increíble. —Dejó a Daisy en el suelo con delicadeza y movió el portátil al suelo, junto al sillón reclinable.


Paula dio un chillido cuando Pedro le rodeó la cintura con el brazo y la atrajo sobre su regazo. Recuperándose rápidamente, se sentó a horcajadas sobre él y dejó que sus piernas colgaran a ambos lados del sillón.


—Ya era hora de que llegara mi turno —le dijo con falsa indignación—. Estaba poniéndome celosa de mi propia gata.


Él le dio una palmada en el trasero y la atrajo más cerca de él.


—Me gusta tu gata, nena. Pero la sensación contigo es muchísimo mejor. — Su mano ascendió por debajo de la camiseta de Paula y le acarició la piel desnuda de la espalda.


Paula casi ronroneó como Daisy cuando la caricia de Pedro lanzó una llamarada de fuego por sus venas. Le rodeó el cuello con los brazos.


—No puedo esperar a mañana, Pedro. Te necesito. —Sentía su erección dura presionando el denim de los pantalones y movió las caderas para hacer que su sexo saturado y caliente se acercara más.


«Necesito acercarme más. Lo necesito dentro de mí».


—Paula. —Sonaba torturado al llevar una de sus manos a la nuca de ella y atraer su boca contra la suya.


Ella respondió de inmediato, adelantó las caderas de nuevo y enredó los dedos en su pelo desaliñado para revolverlo más aún.