jueves, 6 de septiembre de 2018
CAPITULO 46 (SEXTA HISTORIA)
—¿Lo sabías? —le preguntó Paula a Gustavo, furiosa. En un momento estaba eufórica porque ella y Pedro iban a seguir juntos y al siguiente quedó devastada. Después de encontrar el recibo de sus alianzas en el suelo del dormitorio, estaba segura de que Pedro había ido a Las Vegas intencionadamente para tratar de localizarla y casarse con ella.
Anduvo hasta la mal llamada cabaña de Gustavo y se enfrentó a él; Gustavo había dicho que los había traído de vuelta a casa a ella y a Pedro, volando. Por aquel entonces, a Paula no le pareció nada raro porque era perfectamente razonable que Gustavo también tuviera negocios allí. Ahora, tenía pocas dudas de que Gustavo sólo estaba allí porque Pedro necesitaba su ayuda.
Gustavo frunció el ceño.
—No te lo contó. Pensaba que te lo había confesado todo.
—¿Por qué no me lo cuentas tú? Obviamente, Pedro no va a hablar —le espetó en respuesta mientras tomaba asiento en una de las sillas de la mesa de la cocina de Gustavo.
Como de costumbre, Tate volvió la silla hacia atrás y se sentó frente a ella.
—¿Qué sabes? —Parecía enojado, pero resignado.
—Pensaba que se había casado conmigo cuando estaba borracho. Pensaba que estaba allí por negocios y que nos encontramos completamente por casualidad. He encontrado el recibo de los anillos: está fechado el día de antes de que viniera a Las Vegas y es de una joyería de aquí, de Rocky Springs. ¿Por qué? —Se cruzó de brazos y lo fulminó con la mirada.
—Lo planeamos todo aquí —reconoció Gustavo—. Pedro estaba aquí para la gala benéfica y se enteró de que ibas a casarte. Estaba desesperado por separarte del tipo con el que ibas a casarte. Elaboramos un plan y lo ejecutamos al día siguiente.
Paula apretó los dientes, odiando la manera tan fría de Gustavo de explicar lo que habían hecho.
—Entonces, ¿tú no nos trajiste de vuelta volando? Estuviste en la boda, ¿verdad? —Estaba segura de ello.
—Yo fui uno de los testigos —respondió Gustavo llanamente—. Lo habrías averiguado tarde o temprano porque firmé el certificado que fue al juzgado.
A Paula se le saltaron las lágrimas mientras miraba al hombre que siempre había sido un héroe para ella al otro lado de la mesa. No solo la había traicionado Pedro, sino que Gustavo también lo había hecho.
—Así que su plan era hacer que me casara, joder mi compromiso y después joderme a mí para dejar de pensar en mí. —Se secó una lágrima de la mejilla enfadada—. ¿Por qué, Gustavo? ¿Por qué harías eso cuando sabías que sólo iba a dejarme después?
—Primero, yo no sabía que se trataba de ti hasta que nos encontramos para la boda. Segundo, Alfonso no tenía planes de dejarte. El tipo estaba asquerosamente loco por ti, siempre lo ha estado. Y tú también estabas loca por él. Tal vez estabas borracha, pero no te faltaban ganas. Parecías… feliz. Yo todavía no había resuelto lo del falso prometido y tampoco quería que te casaras con alguien que iba a hacerte desdichada. Mereces ser feliz.
—¿De verdad pensabas que sería feliz en un matrimonio por error con un hombre que no me amaba? —le preguntó con lágrimas en los ojos.
—Oh, sí te ama. Y tú también lo amas. Piensa, Paula. Es posible que tenga miedo de contártelo, pero ¿ha sido un engaño todo lo que ha pasado entre vosotros? No conozco tan bien a Alfonso, pero sé que pasa muchísimo tiempo intentando manejar los fondos de una asociación benéfica conjunta muy grande para mujeres maltratadas. Estaba aquí para un baile benéfico para ayudar a recaudar dinero para esa organización, dispuesto a ponerse en ridículo siendo subastado para ser la cita de cualquier mujer con la cartera grande. Puede que la haya cagado contigo, pero estoy bastante seguro de que te lo habría contado todo. Creo que tenía miedo de perderte.
—Nunca me ha dicho que me ama —dijo Paula con tristeza—. Solo dijo que quería que siguiéramos juntos, que nuestro matrimonio sea real.
—¿Tú se lo has dicho? —Gustavo le devolvió la pelota—. Todo lo que ha hecho es porque el pobre estaba desesperado. ¿De verdad piensas que haría lo que hizo por cualquier otra razón? No es como si necesitara emborrachar a una mujer para acostarse con ella. Pero te quería a ti y quería que tú fueras su esposa.
A Paula se le levantó el corazón por un momento, mientras se preguntaba si lo que Gustavo había dicho era cierto. Pero le costaba aceptar que Pedro no le hubiera contado la verdad. La había obligado a hacer lo que quería él a sangre fría.
— Quiero irme a casa. —Seguía enojada con Gustavo, pero principalmente necesitaba tiempo para pensar en lo ocurrido con Pedro.
—¿Por qué? ¿Para poder seguir huyendo? —preguntó Gustavo furioso.
—No estoy huyendo…
—Y una mierda —dijo Gustavo contundentemente—. Entiendo que estabas
buscando libertad y tal vez un subidón de adrenalina cuando empezaste con la fotografía, que querías labrarte una reputación cazando tormentas. También entiendo por qué quisiste volver a hacerlo para que el cabrón que te había secuestrado y violado no ganara. Pero no creo que sigas siendo feliz haciendo eso. Es tu manera de permanecer desconectada. Te vi tomando fotografías de fauna salvaje, Paula. Estabas en tu elemento. Me cuesta creer que cazar tormentas no empiece a ser un poco aburrido. Te has desconectado mintiendo a tus hermanos, así que no puedes hablar con ellos. Y vas a huir de un tipo que claramente te quiere aunque no sea perfecto, joder.
—¿Y qué te convierte a ti en un experto de las relaciones? —preguntó Paula a la defensiva, pero empezó a pensar en sus días allí, con Pedro. Nada había sido una mentira: la ternura que le demostraba, su disposición a ayudarla a superar sus miedos, su comodidad cuando lo necesitaba e incluso la manera en que trataba a su condenada gata. Él había mentido, pero ella también.
—Soy un experto porque sólo soy un observador. Veo exactamente lo que pasa. Tal vez nunca haya sentido eso por una mujer, pero veo claramente lo que sentís los dos. Ódiame si quieres, Paula, pero yo pensaba que estaba ayudándote. Sigo intentando ayudar, maldita sea —la informó acaloradamente, pasándose una mano por el pelo, frustrado.
—No te odio —susurró Paula con voz ronca—. Puedo estar disgustada contigo y cabreada, pero nunca podría odiarte. Me salvaste la vida.
—Eso era mi trabajo. Esto es personal —dijo Gustavo taciturno.
Paula sabía que Gustavo se equivocaba. Se había tomado su trabajo muy personalmente. Eran una y la misma persona.
—No te odio —repitió ella.
—Bien. Porque siempre me has gustado —le dijo Gustavo con una sonrisa de oreja a oreja—. Tienes pelotas. Ahora, úsalas y habla con Pedro. —Dudó un momento antes de decir pérfidamente—: pero haz que se arrastre antes de perdonarlo. A estas alturas ya debería haberte contado la verdad. Estás casada con él.
—¿Gustavo?
—¿Sí?
—De verdad, a veces eres un idiota —le dijo Paula en tono socarrón.
—¿Eso quiere decir que no me has perdonado? —La miró fugazmente con unos ojos grises persuasivos y el hoyuelo en la mejilla.
—Me lo pensaré. —Paula se levantó y se dirigió a la puerta a sabiendas de que ya lo había perdonado. No tenía dudas de que estaba siendo un sabelotodo, pensando que tenía las respuestas a todos sus problemas. Y tal vez las tuviera.
Pero no iba a decírselo. Ya era bastante estúpido.
Gustavo, que la seguía, mencionó con arrogancia:
—No hay mujer que pueda estar enfadada conmigo. Ni siquiera mi madre ni mi hermana, Chloe. En un minuto está enojada y, al siguiente, me abraza hasta que no puedo respirar.
Paula se lo creía. Gustavo Colter era realmente encantador cuando quería. Al abrir la puerta delantera, se volvió hacia él.
—No voy a abrazarte —le advirtió.
—Lo harás, tarde o temprano —dijo encogiéndose de hombros—. Te acompaño de vuelta.
—No. Estoy bien. —Paula necesitaba verdaderamente un tiempo a solas para poner en orden sus ideas. Si iba a enfrentarse a Pedro, necesitaba tiempo para pensar.
—¿Estás segura? —preguntó Gustavo con incredulidad.
—Conozco el camino de vuelta y estoy familiarizada con las caminatas en las montañas de Colorado. —Puso los ojos en blanco.
—Quieres darme un abrazo —le dijo Gustavo de modo juguetón.
Mirándolo con los ojos entrecerrados, replicó:
—No, no quiero. —Paula le cerró la puerta en las narices con una pequeña sonrisa.
Gustavo podía hacer que cualquier mujer se pusiera de su parte con sus encantos, cualquier mujer excepto a ella. Ahora lo tenía calado. Aun así, sería difícil resistirse a él para cualquier mujer que no estuviera enamorada de otro hombre.
CAPITULO 45 (SEXTA HISTORIA)
A Pedro se le había acabado el tiempo.
Se aferró al volante del todoterreno un poco más fuerte, todo el cuerpo tenso. Después de acordar seguir juntos el día anterior, los remordimientos le revolvían el estómago, la culpa casi lo devoraba.
«Tengo que decírselo».
Ni una sola vez había pensado intentar librarse sin decirle que él había montado toda aquella farsa del matrimonio. Después de empezarlo todo mal, quiso arreglar la situación. El problema era que no estaba totalmente seguro de cómo hacerlo y que no podía soportar la idea de que Paula lo dejara.
«Merece la verdad».
Paula había mentido, pero no era nada que afectara personalmente la vida de Pedro, o eso pensaba ella. Además, se lo había confesado todo. El secreto que guardaba él era personal y bien podría acabar odiándolo Paula. Joder, él se odiaba a sí mismo por ello.
«Se queda conmigo. Tengo exactamente lo que quiero».
Pero, en realidad, no lo tenía. «¡Joder!». Había pasado la mayor parte de su vida sin una condenada inseguridad. Incluso cuando se hizo cargo de la compañía de su padre y descubrió que prácticamente estaba arruinada, había creído que podía arreglar el problema.
Ahora, no podía pasar dos segundos sin pensar en Paula: en cómo reaccionaría al enterarse de que en realidad él había orquestado su boda, tanto si ella era feliz como si acababa sufriendo o triste.
«El amor es un infierno».
Pedro sabía que amaba a Paula. Se había vuelto tan loco como German, y Dios sabía que su amigo prácticamente había perdido la cabeza por su mujer, Emilia.
Decírselo ahora o decírselo después. De cualquier manera, estaba jodido y necesitaba decírselo. No iban a ser felices hasta que lo hiciera.
«Cabrón egoísta».
No quería hacerle daño a Paula, no después de todo lo que había sufrido y de lo lejos que había llegado confiando en él. Sin embargo, parte de sus dudas eran egoístas, su deseo personal de no ver la mirada dolida en el rostro de Paula cuando averiguara lo que había hecho. Su propio corazón acabaría roto porque le había hecho daño… otra vez.
—Nunca volveré a mentirle —dijo enfadado entre dientes al entrar en el camino privado de la casa de invitados.
Había ido a la ciudad a comprar unas cuantas cosas que necesitaban para cenar y dejó a Paula en casa porque quería ver y organizar algunas de las fotografías que había tomado el día anterior. Pedro había tardado más de lo que pretendía: se detuvo en la floristería a comprar flores para Paula y en la joyería, la misma donde había comprado sus alianzas antes de volar a Las Vegas. Terminó comprando un collar con un corazón de diamante, rodeado de diamantes con un corazón de esmeralda en el centro que hacía juego con sus ojos. Era la mejor manera de expresar cuánto la amaba y podía llevarlo todo el tiempo. Aún insatisfecho, entró en una tienda de especialidades y le compró una cámara resistente al agua, con la esperanza de que la utilizara para sus viajes en el yate.
Pedro salió del todoterreno, recogió todo y anduvo la corta distancia hasta la casa con el corazón batiéndole en el pecho y los nervios a flor de piel. Se lo diría ahora, antes de que pasara más tiempo. No formaba parte de su naturaleza aplazar algo desagradable, algo que tenía que hacer, razón por la cual los remordimientos le corroían las entrañas. Por el bien de ambos, necesitaba acabar con aquella tarea y confiar en el corazón generoso de Paula, en su capacidad de perdonar.
«Tal vez si entiende que la amo, que perdí la cabeza temporalmente…».
Pedro puso la llave en la cerradura, que había echado antes de irse.
Sorprendentemente, encontró la cerradura abierta.
«Sé que la cerré con llave».
Había sido una prioridad y recordaba haberlo hecho; no quería dejar a Paula vulnerable, aunque estuvieran en una ciudad pequeña.
—¡Paula! —vociferó al entrar por la puerta. No estaba en el salón, donde la había dejado al marcharse.
Pedro dejó la carga que llevaba en la encimera de la cocina con un plaf y se movió rápido para encontrarla. Finalmente, volvió a la cocina. La casa estaba vacía.
«¿Dónde demonios ha ido?».
Al mirar por la cocina, esperando encontrar una nota, encontró algo más que hizo que se quedara inmóvil durante un momento mientras lo miraba. Era el recibo de sus anillos, un papel muy parecido al que le habían dado aquel día cuando hizo su otra compra en la misma tienda. ¿Cómo había terminado allí?
No estaba allí cuando se fue. A Pedro se le cayó el alma a los pies. El recibo estaba fechado, prueba de que había comprado los anillos antes de ir a Las Vegas. Tenía que haberse caído de su cartera, probablemente cuando guardó la tarjeta de crédito.
Obviamente, Paula lo había encontrado.
—¡Mierda!
Pedro corrió afuera y buscó alrededor de la casa. El miedo lo superaba.
—¡Paula! —gritó en vano. No había señales de ella.
«Ha desaparecido. Se ha ido. Cabrón idiota. Debería habérselo dicho».
Sin pararse a pensar, sacó su teléfono móvil del bolsillo y marcó el número de German.
—¿Has oído algo de Paula? —le preguntó de inmediato, con urgencia, cuando German respondió.
—No. No, desde hace tiempo. ¿Por qué? —preguntó German con cautela.
—Estábamos juntos y ha desaparecido. Esperaba que te llamara a ti — reconoció Pedro. Le daba vueltas a la cabeza frenéticamente intentando averiguar dónde había ido.
—¿Estabais juntos? ¿Por qué?
Pedro inspiró hondo y le explicó rápidamente lo que había hecho y lo que había ocurrido sin omitir ninguno de sus propios actos, nada estelares. No le contó a German ninguno de los secretos de Paula. Esos eran sus secretos para
guardarlos… o no.
—Cabrón —dijo German con voz áspera—. ¿Emborrachaste a mi hermana en una ciudad extraña y la obligaste a casarse contigo?
Pedro ni siquiera iba a discutir que Paula no lo hizo obligada. Ella estaba incapacitada y él era un imbécil.
—La amo, German. No quería que se casara con otro hombre. Ahora Paula es todo mi mundo, mi mujer. Necesito encontrarla. Mátame después, pero ahora ayúdame. Por favor.
—No habría desaparecido si no la hubieras traicionado —gruñó German enfadado. Permaneció en silencio durante un momento—. Voy a hablar con mis hermanos, pero ellos también van a querer castrarte.
—Bien. —A Pedro no le importaba lo que le hiciera nadie siempre y cuando pudiera encontrar a Paula—. Voy a buscar en las sendas. No tenía coche. No podría haber llegado muy lejos.
A Pedro se le cayó el alma a los pies al ver la funda de la cámara junto al sillón reclinable. Debía de estar muy disgustada. Paula nunca salía de la casa sin su cámara.
—Más vale que la encuentres y que estés preparado para arrastrarte.
Pedro nunca se había arrastrado antes, pero ahora estaba dispuesto a hacerlo.
—Estoy listo. Llámame y hazme saber lo que averigües por tus hermanos. —Colgó el teléfono y volvió a metérselo a la fuerza en el bolsillo de los pantalones.
El reclamo lastimero de un animal llegó desde la puerta y Pedro bajó la mirada para encontrarse a Daisy enroscada en sus tobillos. La recogió, pero la gata siguió maullando lastimosamente.
—Tú también estás preocupada, ¿verdad? —le preguntó a Daisy, intentando calmar a la gata acariciándole la cabeza inútilmente.
Con Daisy de vuelta en el suelo, Pedro salió por la puerta con determinación, sin molestarse en cerrarla con llave tras de sí
CAPITULO 44 (SEXTA HISTORIA)
Ella también lo deseaba y entendía lo que sentía. El sexo se le contrajo con la necesidad de tenerlo dentro, moviéndose, dándole la seguridad de que no iban a separarse. Era una necesidad más profunda que el placer físico, una forma de validar su acuerdo de seguir juntos.
—Sí. —Su cuerpo ansiaba estar unido al de Pedro.
—Ahora eres mía —dijo Pedro con codicia antes de apoyarla contra el enorme tronco de un pino alto. Unió sus manos, entrelazó los dedos de ambos y los sujetó por encima de su cabeza mientras devoraba su boca con una rapidez que la dejó sin aliento.
Paula le cedió el paso de inmediato, abrió la boca para dejar que la saqueara y gimió contra su beso. Su cuerpo se puso al rojo vivo mientras ella se derretía en su forma dura y musculosa, tan necesitada de sentirlos unidos como él.
Recibió la lengua de Pedro, la enredó con la suya y dejó que la reivindicara con tanta seguridad como ella lo reivindicaba a él.
Se retiró del beso jadeante.
—Ahora, Pedro. Esta vez no puedo esperar. —No hizo falta que excitara su cuerpo. Ya tenía el sexo saturado, hambriento y deseoso de que lo llenaran—. Por favor.
Pedro tardó poco con los pantalones de ella, se los bajó hasta las rodillas mientras se desabrochaba los suyos.
—No tenemos el espejo, Paula. Yo…
—Oh, Pedro. —El corazón se le encogió al ver la mirada dubitativa en su rostro—. No he necesitado ese espejo desde el principio, aunque era bastante picante. Conozco la sensación de ti, tu aroma y tu tacto. Nunca volveré a asustarme contigo.
Giró y apoyó las manos en el tronco del árbol.
—Fóllame, Pedro. Tómame antes de que muera de frustración —suplicó, completamente ignorante de esa postura, pero tan desesperada por él que no le importaba cómo la tomara, siempre y cuando lo hiciera.
Sus manos le dieron una palmada en las nalgas y las acariciaron con reverencia.
—Dios, Paula. Eres condenadamente preciosa. —Una mano se movió entre sus muslos y Pedro siseó en voz baja cuando lo recibió sin nada excepto deseo húmedo—. Estás muy caliente, cariño. Yo tampoco puedo esperar.
Paula dejó caer la cabeza aliviada cuando Pedro la atravesó, tan hundido en su vaina que Paula gritó su nombre.
—¡Pedro!
—Soy yo, cariño. Siempre seré yo —le aseguró en tono posesivo.
Sacando su miembro casi por completo de su vagina, volvió a embestir y le sujetó las caderas para mantenerla firme. Paula se retorció y empujó contra él; necesitaba más.
—Por favor, Pedro. No me hagas esperar.
Su tono suplicante lo inflamó de pasión. Empezó a moverse; su pene la golpeaba dentro y fuera del sexo saturado intensamente, con ímpetu. Paula recibía cada embestida retrocediendo contra él y sus pieles chocaban de forma audible por la fuerza de los movimientos de Pedro.
—Sí, más duro —suplicó ella, que necesitaba que Pedro le diera todo lo que tenía.
Retirando una mano de sus caderas, este la deslizó por su vientre y entre los muslos, abriéndole los pliegues hasta encontrar su clítoris.
—Vente para mí, nena. No voy a aguantar mucho —gruñó. Su dedo le acarició el capullo palpitante felizmente y con fuerza.
Paula tembló, la sensación de que Pedro la llenara una y otra vez y la dura estimulación de su clítoris la estaban desatando. Llegó al orgasmo y se desmoronó cuando su fuerte clímax se hizo con el control de su cuerpo, se estrelló contra ella en oleadas y siguió mientras Pedro embestía hasta encontrar su propio desahogo con un gemido ahogado.
—Paula. —Su nombre salió de labios de él y la penetró una vez más, tan profundamente como pudo mientras se derramaba en su matriz. Todavía dentro de ella mientras se estremecían el uno contra el otro, se abrazó a su cintura y enterró el rostro en su cuello—. Mi dulce Paula —dijo reivindicándola en voz alta.
Paula no estaba segura de cuánto tiempo permanecieron así, unidos, disfrutando del gozo que acababan de compartir y de la intimidad de su postura. Pedro por fin se movió, la levantó y volvió a vestirla, abrochándole los pantalones antes de abrocharse los suyos. Cuando la atrajo hacia sí, enterró su rostro en su pelo y la abrazó tan fuerte que Paula apenas podía respirar,
pero no iba a quejarse. Lo sentía demasiado bien, se abrazó a su cuello y le acarició la parte superior de la espalda con movimientos tranquilizadores, ambos completamente perdidos el uno en el otro.
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