sábado, 21 de julio de 2018
CAPITULO 26 (TERCERA HISTORIA)
—Supongo que deberíamos haber hablado antes de hacer nada —notó Paula un tanto indiferente mientras miraba con adoración a su marido—. Los dos tenemos preguntas.
Pedro sonrió con perversidad.
— Tal y como nos hemos comunicado me parece perfecto. Hablar está sobrevalorado. —Le acarició el tatuaje—. No puedo creer que te
marcaras con mi nombre.
Paula se encogió de hombros, sin entender por qué se sorprendía tanto.
— Te echaba tanto de menos que tenía que hacer algo o me volvería loca. Quería algo para tenerte siempre cerca de alguna manera. Probablemente suene ridículo. Nunca pensé que me tatuaría tu nombre en el trasero, pero era lo que quería.
La sonrisa de Pedro se ensanchó.
— Te queda bien. Nunca te hubiera pedido que lo hicieras, sé que es doloroso, pero es excitante. No voy a poder verlo sin querer follarte en ese mismo momento. Vas a tener que esconderlo si no quieres que te asalte al instante.
— Entonces me parece que voy a andar desnuda por la casa con frecuencia —dijo sonriendo, preguntándose si habría alguna vez en la que no deseara tener a Pedro dentro de ella.
— Es curioso —empezó a decir Pedro, para luego callarse, como si estuviera contemplando algo.
— ¿Qué? —preguntó ella intrigada.
Pedro la pasó con delicadeza a su lado en el sofá.
Se giró dándole la espalda.
— Esto. Me lo hice unos meses después de tu
desaparición.
Paula lo vio inmediatamente, boquiabierta. Ahí, en el hombro, Pedro tenía un tatuaje. Asombrada, sin saber qué decir, acercó la mano y dejó que sus dedos recorrieran la marca. No era grande, pero sí era delicada. Un corazón con una clave de sol entrelazada. En el corazón había dos anillos, dos alianzas matrimoniales.
Todo en negro. El nombre de Paula escrito encima. Debajo, el lema Un amor verdadero nunca muere. Era precioso. Entendió entonces que su música y su corazón eran uno.
Entendió cómo lo que él expresaba al piano estaba vinculado a ella.
Las lágrimas brotaron de sus ojos, enamorada, sin dejar de pasar los dedos por aquella marca. Él se había marcado con su nombre también, prueba de su amor por ella.
— Pero, ¿qué si hubieses conocido a alguien?
¿Si …?
Pedro se volvió hacia ella, la cogió y la sentó en
su regazo.
— No hay nadie más, cariño. Ni siquiera Kevin me riñó cuando lo hice. Creo que entendió que necesitaba hacerlo. Él mismo me llevó a alguien que le había hecho un par de tatuajes en el pasado. Me dijo que él ya te rendía tributo todos los días, pero no sé dónde se hizo el tatuaje.
Paula empezó a reír.
— No es un tatuaje —le aclaró divertida.
Pedro la miró con perplejidad.
— Entonces, ¿cómo te rinde tributo?
— Con sus camisas. Los horrores que se pone
—respondió Paula—. Cuando era una niña, él siempre se vestía de negro. Yo le decía que eso era deprimente y que debería ponerse cosas más alegres, y empezó a usar camisas estrambóticas, de las que probablemente se burlaban todos. Pero él se las ponía porque a mí me gustaban. Cuando nos hicimos mayores, no dejó de ponérselas. Así es como me rinde tributo. Nunca dejó de usarlas,
incluso hasta cuando yo misma empecé a gastarle bromas por eso.
Pedro arrugó el entrecejo.
— Siempre pensé que lo hacía para irritar a
Teo.
Paula rio.
— Ese es sólo un efecto secundario y quizás la razón por la que sigue haciéndolo. Pero todo empezó por mí. Me gustaban las camisas cuando era una niña. Eran alegres, con colores y estampados atroces. Sinceramente, aunque me río de ellas, me siguen encantando.
Se giró y se sentó a horcajadas sobre Pedro, dejando caer la cabeza en su hombro.
— Dime por qué solías irte de viaje. ¿Era por
mí? ¿Por mi forma de comportarme?
— No —respondió Pedro inmediatamente, acariciándole el pelo mientras respondía—. Desde que entendí lo que significaba ser adoptado, les estuve muy agradecido a mis padres. Sabían que había sido abandonado por mi padres biológicos y no dejaba de agradecer cada día que tuviera unos padres que me querían, que cubrían mis necesidades, y más. Era más feliz que muchos otros niños en el colegio y no porque me habían tenido sino porque me habían elegido. Creo que nunca quise darles ningún motivo para arrepentirse de su elección. Me convertí en el hijo perfecto. O lo intenté al menos. No querían que lamentaran su decisión. Cuando era aún un niño,creo que me daba miedo de que me devolvieran o me rechazaran como lo hicieron mis otros padres.
Paula le acarició el cuello cariñosamente, imaginando el niño perfecto que Pedro había sido. No era tan difícil. Aquel niño perfecto se había convertido en el hombre perfecto.
— ¿Nunca quisiste rebelarte? —preguntó con curiosidad, queriendo conocer al verdadero Pedro, más allá de la fachada.
Pedro encogió los hombros.
— No realmente. Hasta después de muertos
mis padres quería seguir complaciéndolos. Me licencié con el número uno de mi promoción, hice todo lo que se esperaba de mí cuando me hice cargo de los negocios de mi padre. Hasta pensé meterme en política porque pensé que se sentirían orgullosos. La única vez que deseé rebelarme contra mí fue cuando te conocí.
— Así que fui una mala influencia —replicó Paula bromeando.
— Nunca —negó él, su mano descendiendo por la espalda de Paula y rodeando su cintura con los brazos, estrechándola más íntimamente—. Pero me di cuenta que nunca había sido feliz hasta que te encontré. Vivía la vida de dos personas a quienes quería, pero no era yo. Intentaba imitar su conducta porque pensaba que otra cosa sería una traición. Pensaba que tenía que ser como ellos porque eran los padres que me habían querido. Me sacaron de una vida de pobreza cuando me adoptaron. Quería estar a la altura de mis padres aunque no hubiera nacido a su nivel.
Su confesión le rompió el corazón a Paula.
— Que seas diferente no quiere decir que no estés a la altura. —Pedro era el hombre más maravilloso que había conocido y no entendía que no creyera que podía ser perfecto si no era como sus padres—. No creo que ellos esperaran eso de ti.
— Yo tampoco lo creo. Me hubieran querido de
cualquier manera, porque eran buenos padres — respondió Pedro, la voz ensordecida contra el cuello de Paula—. Yo lo esperaba de mí mismo.
— ¿Y cuando me conociste? Sé que habías
tenido relaciones antes.
— Ninguna como tú y yo. Antes de conocernos hice lo que se espera que uno haga. Salir, acostarse. Pero no era igual. Tú me volviste loco desde el primer momento. Me diste fuerte. Perdí el control. Me obligué durante años a ser pausado, tener control, ser un hombre de negocios razonable como mi padre, pero tú lo echaste todo a perder y a mí me preocupaba perderte si no actuaba como el hombre que tú esperabas. Sabía lo de tus padres y sabía que necesitabas estabilidad, alguien racional y cuerdo — admitió Pedro taciturno.
— Oh, Pedro—susurró Paula, queriéndolo más por ser capaz de hablarle abiertamente—. Nunca he conocido a un hombre más cuerdo, y creo que me gusta el hombre que eres ahora. —Bueno, eso era una forma figurada de hablar. Su amor dominante, protector, la hacían sentir segura y adorada—. ¿Qué te hizo cambiar?
— Tu muerte —respondió, con dolor en la voz
—. Cuando tuve que admitir que quizás no volvería a verte, abrazarte, hablar contigo, me arrepentí de no haberte dicho lo que significabas para mí, que eras todo mi mundo. Me arrepentí de cada día que me pasé huyendo en lugar de pasarlo contigo. —Dejó escapar un suspiro viril—. Ahora me arrepiento de no haber visto quién eras tú, de no darme cuenta de cuánto me necesitabas. Sólo pensaba en mí. Si no me hubiera preocupado tanto por mi imagen, quizás te habría conocido de verdad, quizás me habrías contado lo de Dany. —Sostuvo la cabeza de Paula entre las manos, con expresión sombría—. Créeme, lo último que quería es que dejaras de ser tú para complacerme. Me complaces sólo con respirar. No necesitabas ser nadie más que quien eras.
Paula no quería que tuviese nada de lo que
arrepentirse.
— Ahora lo sé. Pero era mi inseguridad, el lastre del pasado. No tú, Pedro. Los dos somos culpables de no comunicarnos. Los dos nos escondíamos. Enamorados, pero demasiado preocupados con perder el amor en lugar de confiarnos uno al otro. — Dios mío, debió estar ciega, sorda y muda. El amor que desprendían sus magníficos ojos era inconfundible. Si lo hubiera mirado de verdad, lo habría visto, habría conocido a Pedro de verdad—. Mi vida de familia fue un infierno. La locura y el abuso de mi padre fue algo muy duro para todos nosotros.
— ¿Tu madre nunca pensó dejarlo? —preguntó
Pedro, apoyando su frente en la de ella, reconfortante.
— Nunca. Creo que aguantó sus abusos por tanto tiempo que dejó de importarle, por supervivencia. Nosotros le rogamos que lo dejara, ya de mayores, pero no quería. Siempre lo justificaba —respondió Paula con tristeza—. Creo que nos quería, pero nunca se hizo valer con mi padre. Estoy segura de que vivía en su infierno particular.
Pedro le acarició los brazos, frunciendo el ceño.
— Estás helada. Tienes carne de gallina.
Paula sospechaba que no era por el frío sino por la sensación de estar sentada allí con él, compartiendo cosas que nunca habían compartido.
— Entonces, abrígame —le instruyó sonriente
—. Estamos completamente desnudos.
Pedro se inclinó a un lado y cogió una manta que estaba doblada encima del sofá. Se recostó y puso a Paula encima de él, cubriéndola con el calor de la manta por un lado y el de su cuerpo por el otro.
— ¿Mejor?
Paula suspiró, su cabeza descansando en el
hombro de Pedro.
— Sí.
¿Cómo podría ser menos que sublime estar con
él piel con piel?
— ¿Estás lista para contarme lo del cabrón que te hizo huir de mí? —Era una pregunta, pero sonó más como una exigencia—. Teo me contó los hechos. Lo que quiero saber es lo que tú sentiste por él.
CAPITULO 25 (TERCERA HISTORIA)
Paula tomó aire cuando Pedro empezó a inclinar la cabeza para fundir su boca con la de ella. Su beso fue posesivo y exigente, pero Paula lo recibió con aprobación. Quería ser marcada y tomada, que Pedro la reclamara de la manera más primitiva posible.
Un amor de locura.
Lo que sentía por Pedro era una locura impredecible, y no podía importarle menos que él pudiera sentir cada una de las sensaciones animales que recorrían su cuerpo.
Simplemente respondía a su llamada. Él sentía de la misma manera. Los dos compartían la misma furia animal que amenazaba con prender fuego de un momento a otro.
Se abrió a él, se rindió a él, entrelazando su lengua con la de él mientras metía las manos debajo de su camiseta y para sus adentros suspiraba al sentir el tacto de la piel cálida y los músculos de acero. Queriéndolo tocar por todas partes a la vez, sus manos recorrieron el pecho y rodearon su espalda, sus dedos palpando cada centímetro que podían abarcar, encontrando sólo una solidez inquebrantable.
El botón y la cremallera de los vaqueros de Pedro se abrieron. Él separó bruscamente su boca de la de ella, su respiración entrecortada mientras desnudaba violentamente los brazos de Paula y deshacía el corchete del sujetador, que daría en el suelo segundos más tarde, junto a la camisa. Paula se aferró a la camiseta de Pedro, desesperada por tenerlo desnudo, pero él la ignoró, completamente fijado en bajarle los pantalones, llevándose sus bragas a la vez.
Cogiéndola de la mano la llevó hasta el sofá y la colocó doblada por la cintura en el brazo del mismo.
Ella se agarró al cojín del asiento para sostenerse, su respiración tan ardiente y pesada que parecía faltarle el aire, su fogosa necesidad de Pedro la hacía perder el dominio de sí misma. Las manos de Pedro se aferraron a las nalgas de Paula, apretando y acariciando alternativamente cada una de ellas con reverencia.
— Nunca vuelvas a alejarte de mí —como
dándole una orden, con la respiración entrecortada —. Somos el uno para el otro.
— Hazlo. Sé que estás deseando —murmuró
Paula con calma, sintiendo su necesidad de poseerla y de tenerla bajo su control. Todo lo femenino que había en ella aceptaba su dominación, una humedad cálida recorría su entrepierna—. Hazlo.
Pedro estaba en lo cierto. Su lugar estaba con él, para él y quería que él marcara en ella su territorio.
Sabía exactamente lo que él necesitaba en ese momento y se agitaba por sentir el latigazo de su mano en las nalgas, un juego erótico que, viniendo de Pedro, la volvería loca.
— No puedo —dijo él, frustrado.
Paula sabía por qué estaba dudando.
— Sé la diferencia entre el abuso y el juego erótico. Por amor de Dios, hazlo. Y haz que me corra —le ordenó, incapaz de esperar más.
— No estoy jugando exactamente —Pedro siseó sutil, pero peligrosamente.
La palma de su mano golpeó con contundencia el trasero de Paula, como una sacudida eléctrica. Un hormigueo le recorrió la piel con una mezcla de dolor y placer. Le dolió, pero la excitación de ver a Pedro dejándose llevar por sus deseos de dominación compensaban sobradamente el aguijón de sus manos.
Quería más…
Y tuvo lo que quería.
El segundo y tercer impactos de su mano en ella le llegaron directamente al vientre, los músculos se tensaron, implorando ser aliviados.
Gimiendo a gritos al cuarto impacto, imploró.
— Hazme venir, Pedro.
Sus nalgas enrojecidas y su clítoris reclamando atención.
— Nunca vuelvas a dejarme, Paula. Por ninguna
razón —le advirtió Pedro, con su mano acariciando las rojizas carnes y ahondando entre los muslos—. Prométemelo.
El tono masculino, dominante, de su voz le produjo a Paula un escalofrío que le recorrió la espalda.
— Tócame. Por favor —rogó desesperada.
Él le rozó el clítoris levemente, lo justo para Paula quisiera gritar de gusto. Todo su cuerpo era un amasijo de fiebre y deseo, a punto de explotar, y sólo Pedro tenía el poder de hacerlo detonar.
Le golpeó las nalgas otra vez, seguido de una caricia y un delicado roce burlón entre los muslos.
— Prométemelo —insistió Pedro, repitiendo el mismo juego una y otra vez.
Incapaz de hablar, Paula gimió elevando el volumen, clavando sus uñas en la piel del sofá. Le enervaba su necesidad de aliviar el deseo y no estaba segura si quería que parase, pero su aguante estaba al límite.
— Sí, lo prometo. Te quiero.
— Y yo a ti —respondió él, con agresividad.
Sus dedos se escurrieron por los saturados labios vaginales de Paula hasta encontrar el clítoris, sensible, lleno de deseo, presionándolo persistentemente. El placer, acompañado de la quemazón en las nalgas, era tan embriagador, tan tóxico, que sus piernas temblaron y un grito ahogado escapó de sus labios mientras que el incipiente orgasmo la recorría a velocidad de vértigo.
— Córrete para mí, cariño —le pidió él—. Estás tan rica, tan a punto. Córrete. Yo te sujeto si te fallan las piernas.
Paula no pudo contener un orgasmo que agitó todo su cuerpo, rompiéndolo en pedazos al llegar al clímax, entre el lloriqueo y los gemidos, cuando Pedro enterró dos dedos en ella, manteniendo la presión en el clítoris con el pulgar mientras se corría, incitándola a gozar todo el placer que pudiera soportar, y más.
Pedro la sujetó, tal como prometió, rodeándola con su brazo poderoso para que no perdiera el equilibrio, sujetándola mientras se corría, necesitada de aire, el corazón galopando sin sentido en el pecho.
Paula no tenía ni idea de cuánto tiempo había pasado desde que descendió de nuevo a la tierra.
Pedro la sujetaba con un brazo mientras que con la otra mano le pasaba los dedos por la nalga izquierda.
— ¿Qué es esto? —preguntó Pedro sensual, sus dedos trazando una silueta en el trasero de Paula.
Se refería a su tatuaje.
De reojo, vio que la camiseta de Pedro caía al suelo alfombrado. Lamentaba no haberlo visto quitársela con lo que sin duda habría sido el sensual manejo de su brazo, y con lo que la habría hecho salivar.
— Tú —respondió ella—. Una rosa roja que simboliza el amor y tu nombre.
El tatuaje era pequeño y delicado. Una rosa abierta, adornada con el nombre de Pedro escrito debajo de ella.
Desesperadamente, había querido llevarlo con ella para siempre y era lo único que pensó que la marcaría para el resto de su vida como suya.
—¡Joder! —La expresión sonó entrecortada y carnal cuando brotó de los labios de Pedro. Le abrazó las caderas firmemente, el pulgar aún recorriendo la marca cuando la penetró con un movimiento certero.
Sí. Sí. Sí. Paula necesitaba esta unión más que el aire. El pene de Pedro la abría a la vez que las paredes de su canal se aferraban a él
estrechamente. Paula presionó contra el cuerpo de Pedro, desesperada y ansiosa de tenerlo y retenerlo dentro de ella.
— Te marcaste para mí, para ser mía —dijo
Pedro con voz grave.
— Lo necesitaba —dijo entrecortada—.
Necesitaba algo. Lo que fuera.
Pareció sollozar cuando las caderas de Pedro se separaron de las de ella, sacando el pene casi completamente para embestir de nuevo con un gruñido grave. Inclinándose hacia delante, estirando su pecho sobre la espalda de Paula, le mordisqueó el hombro y le pasó la lengua, ascendiendo poco a poco por la nunca hasta llegar a su oído.
— Es lo más excitante que he visto nunca. Mi nombre marcado en ti para siempre. ¿Me hace eso un hijo de puta enfermo? —le susurró con un ronroneo. Le dio un ligero lengüetazo en el lóbulo, haciéndola agitarse de deseo—. Quiero estar así siempre. Dentro de ti, mi cuerpo enredado con el tuyo, rodeado de ti. Nada me hace sentir mejor.
Sus manos se apretaron en los senos de Paula, los dedos presionando los pezones y acariciándolos.
Como un bálsamo, el placer agónico de las caricias la obligó a jadear, con urgencia. Todo su cuerpo agitado. Paula volvió la cabeza y los labios de Pedro robaron los de ella. El ángulo que formaban hacía difícil para Paula abrazar a Pedro, pero a él no parecía importarle. Paladeó sus labios con la lengua, saboreándola como si ella fuera la cosa más deliciosa de la tierra. Su lengua entraba y salía, obligándola a apretar sus caderas contra él para sentir el mismo entrar y salir dentro de ella.
— No puedo esperar —rugió él, liberando su boca. Su respiración pesada, profunda, repartía calor en la delicada piel del cuello de Paula —Necesito follarte.
El juramento que salía de boca de Pedro hizo que sus paredes se estrecharan más alrededor de él. El que ella pudiera hacerlo sentir de esa manera la envanecía y la hacía sentir humilde a la vez. Podía hacer que aquel hombre orgulloso, fuerte, masculino y sexy se rindiera a sus pies, pero eso era lo último que ella quería. Era suya, en corazón, cuerpo y alma, y todo lo que quería era perderse en él. Dejarlo ser el hombre dominante que necesitaba ser con ella. Y lo cierto es que ella estaba ansiosa por ello.
— Hazlo entonces —le dijo con sumisión—. Yo también lo necesito.
Pedro agarró sus caderas con más fuerza y ella gimió de gusto cuando él empezó a moverse, penetrándola con perfecto dominio, empujando con golpes maestros. Todo en aquel compulsivo acoplamiento la excitaba. Los empujes desinhibidos de Pedro, sus ingles contra las todavía enrojecidas nalgas, el sonido de sus gemidos confundiéndose con los de ella, le provocaban una fiebre incendiaria que, como un torbellino, subió hasta hacerle perder el sentido. No sintió nada excepto el fusionarse de sus frenéticas acometidas.
— Te quiero, Paula. Te quiero tanto que duele. — Pedro se ahogó con un violento gemido, apretando las caderas de Paula y descargando en ella con una desesperación casi palpable. La tensión sexual inundó el aire; ambos jadeando, sudando. El cuerpo de Paula encharcado en sudor, gotas de agua dando contra la piel del sofá.
Y luego no vio nada más. Cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás con un grito de placer. Alcanzó el clímax con tal intensidad que le fallaron los brazos.
Dejó descansar la cabeza en el brazo del sofá.
Estaba completamente indefensa, su canal convulso atenazando el pene taladrante de Pedro.
— ¡Dios! —exclamó Pedro, tensando los músculos mientras que el furor de su desahogo tomó el cuerpo de Paula.
Su cuerpo sudoroso se fundió con el de ella; sus brazos protectores rodeándola. Enterró la cara en su cabellera, murmurando incoherentes palabras de amor mientras recobraba el aliento.
Paula se había desmadejado, incapaz de moverse, sabiendo que Pedro la sostendría.
Así permanecieron un buen rato, perdidos en un mundo en que sólo existían ellos dos y sus deseos incontrolables. Finalmente, Pedro rompió el lazo y la cogió en brazos. Se desprendió de los vaqueros que, evidentemente, no se había molestado en quitarse del todo, y se dejó caer sentado en el sofá, con ella sujeta firmemente contra su regazo.
Paula pudo por fin mirarse en los hermosos ojos color miel de Pedro, cuya cara aún irradiaba aquella furiosa posesividad que la hacía temblar de deseo.
No deseaba más que ser amada así por el hombre que lo era todo para ella. Era todo lo que necesitaba.
Finalmente, se sentía libre, y era un sentimiento increíble. Podía ser exactamente quien era y Pedro la querría igual. Le puso los brazos alrededor del cuello y acercó los labios de Pedro a los suyos, dándole un abrazo emocionado y tierno que la hizo sentir como si, después de toda una vida, estuviera por fin en casa.
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