miércoles, 11 de julio de 2018

CAPITULO 43 (SEGUNDA HISTORIA)





Unos días más tarde, Pedro entraba en la silenciosa casa de Paula. Fue encendiendo luces a medida que iba de habitación en habitación. Quería estar de vuelta en su casa antes de que Paula volviera del trabajo. Iba a preparar una cena especial para ella y por fin había encontrado el perfecto anillo de compromiso, un diamante talla corazón rodeado de diamantes más pequeños engarzados en platino. Lo había recogido del joyero ese mismo día y no podía esperar a ponérselo en el dedo, haciéndola suya para siempre. Mirando en torno a la acogedora estancia se podía palpar la cálida personalidad de Paula flotando en la sala de estar y, sin duda, se podía oler su aroma en el aire.


Esta casa es Paula.


Se paseó por la casa unos minutos, fijándose especialmente en los recuerdos y las figuras que, seguramente, Paula había coleccionado a lo largo de los años, cosas que encontrarían su último destino en la casa de Pedro.


Ha hecho de mi casa un hogar.


Paula se había quedado con él desde el accidente, atendiendo todas sus necesidades, excepto la más urgente. Por su parte, él la deseaba con desesperación, necesitaba tanto sumergirse en su calor que estaba inquieto e irritable.


Se había recuperado del accidente. Aunque aún le quedaban algunos moratones, no le dolía nada. Lo único que necesitaba cuidados era su polla y Paula era la única persona que podía hacerse cargo de su malestar, malestar que había decidido iba a aliviar esa misma noche, antes de que perdiera completamente su salud mental.


Una vez en el dormitorio, se guardó la agenda de Paula y algunos pendientes que cogió del joyero.


Había otros objetos personales que ella quería sacar de la casa antes de que llegaran los de la mudanza, al día siguiente, y él los había encontrado todos. La última habitación era un dormitorio que había sido convertida en una improvisada oficina-biblioteca. Cogió la novela que Paula estaba leyendo y se disponía a salir cuando, en una de las estanterías, una larga colección de volúmenes sin título le llamó la atención. Curioso, extrajo uno de ellos y miró la portada.


Diario – 1998


Abrió el libro. Reconoció la mano de Paula en la escritura. No sabía que Paula tenía un diario y
que lo había estado escribiendo durante años. 


Había al menos unos treinta diarios en la estantería. Las entradas eran esporádicas. 


Había meses en los que no había escrito nada y otras veces había una entrada diaria. Cuando se disponía a cerrar el librito, una entrada llamó su atención.


Hoy he perdido la virginidad. Luciano y yo llevamos cinco meses saliendo y me parecía que no podía seguir ignorando su deseo más tiempo. Ojalá lo hubiera hecho. Me ha dolido. Y aunque han sido solo unos minutos, me ha parecido una eternidad. Permanecí boca arriba rezando para que se acabara pronto. En ningún momento me ha dicho que me quería. Nunca me lo ha dicho. De hecho no creo que me quiera. ¿Por qué sigo con él? ¿Estoy tan desesperada por olvidar a Pedro, me siento tan increíblemente sola, que por eso no rompo la relación? Estoy tan confundida. Odio a Pedro Alfonso y, sin embargo, mientras deseaba que mi primera experiencia sexual terminara pronto, no dejaba de pensar que debería haber sido con Pedro.


Pedro apretó la mandíbula mientras leía, sus dedos aumentaron la presión sobre el papel cuando leyó la siguiente entrada, escrita dos semanas después.


He roto con Luciano. No podía más. Como es tan guapo, tan rico y tan popular en la facultad,
algunas piensan que estoy loca, pero no me importa. Lo único que sé es que ya no puedo soportar más que me toque. Tengo que estar completamente bebida para tener relaciones sexuales con él. No me gusta hacerlo. No es agradable. Probablemente sea muy bueno para otras, por lo que mis compañeras de clase cuentan, pero no para mí. Luciano me ha dicho que soy asexual, que soy esquiva y frígida.
Quizás tenga razón pero, para mis adentros, no puedo evitar pensar que es que él no es el hombre para mí. De todos modos, el sexo se ha acabado para mí. Hasta que encuentre al hombre que me haga sentir de la forma que Pedro me hacía sentir, paso de sexo. De momento, me hace sentir sola y sin esperanzas.
Mucho peor que estar, de hecho, sola.


Pedro cerró el libro de un golpe, incapaz de seguir leyendo el dolor y la confusión de Paula. 


Se parecía mucho a sus experiencias sexuales en el pasado. Cada vez que tenía una relación sexual con una mujer necesitaba pretender que era Paula para poder consumar la relación. Sí, le daba una satisfacción momentánea, pero lo dejaba también tan vacío que a veces se pasaba largos periodos de tiempo incapaz de tener el estómago de estar con una mujer que no fuera Paula.


Obviamente, ella nunca lo había vuelto a intentar, nunca encontró a un hombre con quien quisiera estar desde que ellos se separaron.


Ella se abstuvo y yo recurrí a la farsa, dos formas de sentirnos los dos miserables.


Pedro volvió a poner el libro en el mismo sitio en la estantería y sacó otro de los volúmenes, queriendo leer las entradas de Paula en referencia al tiempo que pasaron juntos. 


Mientras leía se pasaba la mano por el pelo, con frustración. El dolor le oprimía el pecho leyendo cuánto le había roto el corazón a Paula el incidente con Kate. No es que no lo supiera ya, pero leer sus palabras lo devolvía al momento
y el lugar, hacía el dolor de Paula mucho más real, al igual que el suyo.


Aquel fue el día en que se le aletargó el alma. 


Llegó a creer que se le había muerto hasta el día en que vio a Paula de nuevo y ella escarbó en lo más profundo de él para traerle el alma de vuelta a la vida.


El recuerdo no se había marchitado y había vivido sufriendo las consecuencias de sus acciones desde entonces. Constantemente, una y otra vez, durante años, dándole vueltas al dolor que le había causado a Paula y a la agónica expresión de su rostro. Se había castigado todos los días, preguntándose si había
hecho lo correcto, despreciándose por haber destrozado la fe que Paula tenía en él. Su único consuelo había sido saber que estaba a salvo, que no le habían hecho daño. Pero era un consuelo que palidecía en comparación con la expresión rota de su hermoso rostro, algo que revivía día tras día, odiándose por ser el hombre que había traicionado su confianza.


Al cerrar el volumen, necesitaba tomar aliento, permitiéndose sentir la soledad y la desolación que habían formado parte de él por tanto tiempo. 


Hasta que volvió a encontrarse con Paula. 


Hasta que ella le cicatrizó la heridas y lo devolvió a la vida. La vulnerabilidad que ella despertaba en él podría asustarlo, pero la idea de estar sin ella era muchísimo peor que enfrentarse a todos sus miedos.


Aleatoriamente, extrajo uno de los diarios más recientes, ojeando las páginas llegó a la última, había una entrada reciente. Había sido escrita hacía unos días.


Pedro no me ha dicho aún que me ama. Sé que debe hacerlo porque no creo que pudiera sentir lo que siento si él no sintiera lo mismo por mí. 
Me demuestra su amor continuamente y lo puedo sentir en la manera como me toca. A veces, simplemente, deseo que me lo diga. Sería la primera vez en mi vida que alguien me dijera esas palabras y, más que nada, quiero oírlas por primera vez de la boca de Pedro.


Pedro colocó el libro en la estantería con más vehemencia de la necesaria.


–¡Mierda! ¿Es posible? ¿Nunca se lo he dicho?


Apretó los puños y frunció el entrecejo, intentando recordar con todas sus fuerzas las dos últimas semanas. Le había dicho cuánto la necesitaba … porque la necesitaba. Pero amarla, ¿realmente no le había dicho que la amaba?


–Egoísta hijo de puta –murmuró, castigándose a sí mismo.


¡Ella se lo había dicho a él tantas veces! A veces inducida por él, pero muchas otras no. Paula se
había abierto a él completamente, tranquilizándole el alma con sus palabras. Y él nunca se lo había dicho a ella.


Se le encogió el corazón, dándose cuenta de que nunca había tenido a nadie que le dijera que la amaba. Ni una sola vez. Nunca. Hasta él lo había oído de su madre y, en ocasiones, de su hermano y ahora de la mujer que significaba para él más que nada o nadie en el mundo.


–Te quiero, Paula –susurró, sentido, a la habitación vacía, esperando que lo pudiera oír a través de la distancia que los separaba.




CAPITULO 42 (SEGUNDA HISTORIA)





Él se estremeció cuando Paula lo tomó entre sus labios, su lengua remolineando alrededor de la cabeza antes de sumergir el miembro en la cálida y humeda caverna de su boca. La sensación casi lo hizo venir aún antes de que ella empezara.


Oh, Paula. Todo lo que siempre he querido es que me hagas tuyo para siempre.


No había fantasmas del pasado persiguiéndolo. 


Sabía quién lo tenía cautivado, de quién eran los
labios que ahora recorrían su pene, a punto de volverlo loco de deseo.


Probablemente su cuerpo lastimado debería haberle dolido, pero todo lo que podía sentir era el exquisito, alucinante, placer erótico de la lengua de Paula acariciándole la sensible cabeza del pene, descendiendo alrededor del miembro para terminar ascendiendo con una larga aspiración.


¡Dios! ¿Cómo he podido vivir sin esto? ¿Cómo he podido vivir sin ella?


Lo cierto es que apenas había existido sin ella, viviendo cada día como un superviviente, refugiándose en el trabajo y en adquirir poder. Tanto control que nunca más volvería a ser vulnerable. Solo ante esta mujer se había sentido vulnerable, aún se sentía vulnerable. 


¿Le importaba? 


No en absoluto. La necesitaba y cuando vio su vida entera tambalearse en aquellas escaleras, esa misma noche, se había dado cuenta de que nunca sobreviría si la perdiera de nuevo.


Se incorporó apoyándose en los hombros, la miró a la luz de la luna, su radiante cabello iluminado, mientras subía y bajaba la cabeza sobre su regazo. Le sudaba el rostro mientras que ella lamía y succionaba, prendiendo fuego a todo su cuerpo. Se estremeció cuando ella aceleró el ritmo, sus labios ciñéndose alrededor de él.


Pedro se dejó caer contra las almohadas con un rugido. Incapaz de contenerse, clavó los dedos en la cabeza de Paula y guió el subir y bajar de su boca a lo largo del pene. Bombardeado por la sensación erótica, estaba desconcertado, dividido entre el deseo de apartarla de allí y enterrarse en ella, reclamándola, o dejarla continuar volviéndolo loco con la boca.


Mía.


Ninguna otra mujer había querido complacerlo como esta, sin otra razón que por amor.


Me ama. ¡Dios! Soy un privilegiado hijo de puta.


Le palpitaba el pene. Rugía con abandono mientras que los dulces labios de Paula lo torturaban, arriba y abajo, haciéndolo enloquecer de deseo por más.


Dejado de sí, ni siquiera se encogió cuando ella le acarició los testículos y luego, con delicadeza,
deslizó la mano entre sus glúteos y con un dedo le alcanzó el ano. Paula no llevó la cosa demasiado lejos, solo lo justo para llevarlo al límite. El delicado toque de su dedo, tan sensual que casi pierde el sentido cuando el pene le explotó en la boca de Paula.


–¡Hostias! –gimió, completamente vacío. Su hembra se la había mamado hasta el final y el explosivo orgasmo le había producido sacudidas.


Jadeante, la levantó hasta ponerla encima de él, deseperado por sentir su cuerpo cálido pegado al suyo.


–No. Pedro. No quiero lastimarte – dijo Paula, resistiéndose.


Se colocó a su lado. Su mano descansadando levemente en la frente de Pedro, acariciandole el pelo, despejando su frente sudada.


–Si es así, no me dejes nunca. Me mataría –le respondió, respirando con gran esfuerzo.


De alguna forma, Pedro sentía que cada instante de su vida se había diririgido a este fin, a que ella, finalmente, le perteneciera.


–Despacio. Relájate. Tienes las costillas magulladas –repondió Paula con preocupación.


Había puesto su mundo patas arriba ¿y esperaba que se relajara?


–No ha habido un momento desde que nos conocimos que no te haya deseado, cielo. Ni uno. Ya te deseaba entonces, pero no creía que fuera lo suficientemente bueno para ti.


Paula suspiró levemente.


–Yo también te quería entonces. Tal y como eras, Pedro.


El corazón de Pedro retumbó en su pecho. Se preguntó si alguna vez se acostumbraría a oírla decir cosas así. Creía que no.


–Dímelo otra vez –le rogó–. Dilo.


–Te quiero, Pedro Alfonso. Siempre te he querido –le contestó con una sonrisa en la voz.


–Nos vamos a casar. Pronto.


La atrajo hacia sí.


–Así. No te muevas –dijo murmurando, satisfecho cuando el cuerpo de Paula se fundió con el suyo.


–Creo que eres el hombre más cabezota del mundo –dijo con fingido enfado.


–Me quieres. Lo sé –replicó Pedro.


–Te quiero. Sí –murmuró dulcemente, sus labios en el hombro de Pedro.


Definitivamente. Su respuesta es mucho mejor que la de Simon.


Pedro se le abrió la boca, sus ojos parpadearon hasta cerrarse. Sentía en su hombro el ritmo de la respiración de Paula ralentizarse. Se estaba quedando dormida. 


Permaneció así un instante, con los ojos cerrados, saboreando aquel sentimiento de felicidad y paz interior. Luego, se durmió




CAPITULO 41 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula contuvo la respiración preguntándose si confiaría en ella o no. Considerando su pasado, sabía que no sería una elección fácil.


–Si me tocas, dudo que pueda quedarme quieto –le advirtió con fingido humor, retirando la mano y entrelazando las dos detrás de la cabeza–. Pero lo intentaré. Confío en ti, cielo.


Respiró aliviada, dando un suspiro. Dejó deslizar su mano un poco más dentro del calzoncillo hasta darse con su pene, duro como una piedra. 


Acarició con sus dedos la suavidad aterciopelada de la piel encapsulando su generoso miembro. Con el dedo índice extendió delicadamente una gota lubricante en la parte que la piel dejaba al descubierto. Paula sintió la tensión en el cuerpo de Pedro, así que mantuvo su toque ligero, cubriéndole de besos la sien y susurrándole en el oído.


–¡Qué bueno estás! Tan duro, tan masculino. ¡Hace tanto tiempo que quiero tocarte!


–¡Oh, Paula! –gritó Pedro con un bufido agónico.


–Sí –respiró ella en su oído, suavemente.


–¡Qué bien se siente! Tan distinto…Sin dolor


Pedro exhaló de forma estridente.


–Nunca –concurrió Paula–. Solo placer. 


Paula se bajó, agarrando el elástico de los calzoncillos.


Pedro levantó las caderas, permitiendo que ella los bajara cuidadosamente hasta el muslo.


–No te muevas mucho –le recordó mientras que su mano le agarraba el pene, moviéndose
sensualmente a lo largo de su eje.


–Se me olvidaba –suspiró resignado después de elevar la pelvis en respuesta a la mano de Paula.


Paula se bajó un poco más hasta que su cara estuvo a la altura del pene de Pedro.


–¿Puedo probarla? –preguntó–. Por favor.


No había nada que deseara más que saborear la esencia de Pedro, pero no quería hacerlo sin pedírselo.


No hasta que estuviera acostumbrado a ser tocado con amor en lugar de violencia y maldad.


–¿Vas a ser tan hábil como con los dedos? –preguntó, con la voz entrecortada.


–Aún mejor que con los dedos –respondió Paula sonriente.


–Entonces, ¿a qué esperas? –le exigió él.


Paula se relajó, acercó sus labios al pene de Pedro, decidida a que fuera una experiencia placentera para Pedro. No tenía mucha experiencia, pero era médico y conocía la anatomía humana y lo que era placentero o no. 


Suspiró y abrió la boca para finalmente saborear el pene de Pedro.





CAPITULO 40 (SEGUNDA HISTORIA)





–¿Por qué no me quitaste la virginidad cuándo éramos jóvenes? –preguntó Paula, tumbada al lado de Pedro, tan próxima a él como consideraba seguro en aquella enorme cama. Él hacía todo lo posible para que se acercara más a él, pero ella se escabullía, preocupada por sus dolores.


Pedro le habían salido moratones por toda la espalda y las piernas y tenía algunas contracturas musculares. Por suerte, no se había roto nada, pero estaba segura de que le dolería todo el cuerpo. Se le notaba al andar, en la expresión de dolor de su cara. Lo había desvestido, excepto por los calzoncillos de seda, y lo había acostado. Luego, ella misma se metió en la cama después de ponerse una camisola de seda y de haber necesitado, prácticamente, forzarlo a tomarse las patillas para el dolor.


–No podía hacerlo –respondió llanamente, titubeante, pasándose la mano por el pelo, frustrado, no sabiendo muy bien cómo contestar.


Probablemente, en otro tiempo, Paula hubiera tomado su respuesta como un rechazo. Pero ahora no.


No después de todo lo que había ocurrido entre ellos. Ella sabía bien la respuesta, pero quería oírla de él.


–¿Por qué? –preguntó dulcemente–. ¿Fue porque te habían maltratado y abusado sexualmente de ti?


Estaba cansada de evadir el tema.


–¿Lo sabías? –preguntó tranquilamente, su voz grave delatanado sorpresa.


–Leí tus informes médicos, Pedro. ¿No te acuerdas? Esa información estaba allí también –admitió Paula, buscando su mano para reconfortarlo.


–¡Mierda! –carraspeó. Le apretó la mano a Paula, su cuerpo tenso–. No era mi intención que lo supieras. No debías saberlo. Es una vergüenza. No te merezco. Fui una rata de callejón que puso su cuerpo a disposición de otros hombres.


Su voz ronca, atormentada.


–Abusaron de ti –insitió Paula, indignada–. No tienes nada de qué avergonzarte, Pedro. No fue culpa tuya.


Se incorporó sobre un codo, capaz de ver la cara de Pedro a la luz de la luna que entraba por la ventana, pero no sus ojos. Pedro estaba echado y tenía el cuerpo rígido, nada se movía.


–No abusaron de mí. Les dejé hacerlo –respondió secamente.


–Para proteger a Simon –añadió ella–, para que lo dejaran en paz.


–Qué importa por qué. Yo consentí –respondió con rigidez.


–Claro que importa, Pedro– replicó Paula con suavidad, acercando la mano a la mejilla de Pedro–. Cuéntamelo todo –le rogó.


¿Cómo podría convencerlo, por su parte, de lo 
heroico que había sido sacrificarse por Simon? 


Él se sometió al dolor y la humillación para evitar que su hermano se convirtiera en otra víctima de su padre, a quien le pagaban en drogas y alcohol por el uso de su hijo.


Pedro dejó escapar un suspiro viril.


–Una noche, oí a mi padre hablando con unos individuos. Estaban cerrando un trato. Era un grupo de hijos de puta de la organización a los que les ponía tirarse a críos. Querían a Simon, que era un niño indefenso. Mi padre estaba dispuesto a hacerlo, iba a dejar que le hicieran eso a Simon. ¡Hijo de puta! ¿Cómo puede un hombre sacrificar así a su hijo? No puedo haber ninguna razón.


Pedro le palpitaba el pecho mientras hablaba.


–Simon estaba en la escuela primaria, era un mocoso. Inocente. Le dije a mi padre que lo mataría si le ponía una mano encima a Simon y me dijo que había hecho un trato y que estaríamos todos en peligro si no lo cumplía. Así que dejé que aquel cabrón me entregara a mí en lugar de Simon.


Paula exploró las mejillas y los rizos de Pedro con sus manos. Su hombre, dulce, protector, intrépido, se había ofrecido en lugar de su hermano.


–Te hicieron mucho daño –le susurró con lágrimas asomándole a los ojos.


–No quería que lo supieras, Paula.


Hablaba con la voz entrecortada. La tortura de revivir todo aquello, evidente.


–Me preguntaste cómo me había hecho las cicatrices en la espalda. Me las hicieron cuando me hacían tanto daño que me peleaba con ellos. Les dejaba hacer, pero la mayoría de la veces tenían que obligarme a someterme.


–Mi pobre Pedro. Te quiero, cariño. No soporto el dolor que sufriste y si encontrara a esos hombres, probablemente los mataría yo misma. A la mierda con el juramento hipocrático –respondió con odio–. No fue culpa tuya. Tú fuiste valeroso y fuerte. Y abusaron de ti, te violaron, te maltrataron. No importa que tú te ofrecieras a hacerlo. Al contrario, lo hiciste para ahorrar el dolor a Simon. Es aún más triste.


Paula terminó con un sollozo que no pudo contener.


–No llores. Por favor. Fue hace mucho tiempo –dijo dubitativo, soltándola de la mano. La rodeó con un brazo y la pegó a él.


–No. Estás dolorido –le advirtió Paula severamente.


–Dolerá más si te resistes –le respondió–. Y duele aún más no tenerte cerca de mi.


Eso la desarmó. Intentó estar lo más quieta posible, pegada a él.


–¿Lo sabe Simon? –preguntó, buscando una confirmación.


–No. Nadie lo sabe excepto mi terapeuta y ahora tú. Mi madre se odiaría a sí misma por lo que pasó, al igual que Simon.


–¿Te ayudó la terapia?


–Sí. Me ayudó con la mayoría de mis problemas. Me temo que no he superado lo de ser tocado.
Normalmente intento dar tanto placer a la mujer que ninguna se ha preocupado realmente de tocarme– dijo sinceramente.


–A mí me preocupa. Quiero tocarte, Pedro. Quiero darte placer –le dijo Paula, con voz de amante, cálidamente–. Cuando éramos jóvenes estaba confundida. Creía que me querías, pero no me llevaste a la cama.


–Te quería –resonó, acercándola aún más a él–. Hablaba en serio cuando te dije que había estado soñando contigo durante años. Tú eras lo mejor que me había pasado, pero me sentía sucio, contaminado, indigno de ti.


–¿Y ahora? –interrogó, incorporándose otra vez sobre un brazo y pasando la mano ligeramente por el pecho delineado de Pedro.


–Ahora no puedo hacer nada. Tuviste una oportunidad para encontrar a alguien mejor que yo. No tienes escapatoria –respondió él, acariciando sus rizos, masajeándole la cabeza–. Accediste a casarte conmigo.


–No puede haber mejor hombre para mí, Pedro.


Paula bajó la mano desde el pecho hasta el abdomen, dibujando mariposas con el dedo.


–O dejas de tocarme o te vas a ver boca arriba en cuestión de segundos –le advirtió Pedro con un tono que rebosaba deseo.


–¿No te duele? –le preguntó Paula, su liviano toque detenido en la cinturilla de sus calzoncillos.


–Lo único que me duele ahora mismo es la picha. Y no es por caerme por las escaleras. Dios mío, Paula. Todo lo que necesito es pensar en ti, olerte, sentir tu contacto y ya estoy listo para follarte – gimió Pedro, bajando la mano hasta cubrir el dorso de la mano de Paula.


–Ahora no lo estás. Estás seriamente magullado. No lo vas a disfrutar –le dijo secamente.


–Pero si no lo hago será una tortura –bromeó–. Te necesito demasiado.


–Quiero tocarte –le susurró ella, zafando su mano y deslizándola por debajo de los calzoncillos–. ¿Me vas a dejar? Por favor. Quiero que te quedes tumbado y que te estés quieto. Yo hago todo lo demás. ¿Vas a poder?