jueves, 12 de julio de 2018

CAPITULO 46 (SEGUNDA HISTORIA)



Paula se metió en la ducha, respirando con deleite, dejando que la lujuriosa ducha le
masajeara el cuerpo entero. Le seducía la idea de quedarse allí durante horas, pero la
necesidad de ver a Pedro era mayor que el placer de sentir el relajante efecto del agua caliente.


La tentación de pasarse primero por la cocina había sido casi irresistible. Le llegaba el olor de algo delicioso que se estaba cocinando y supo que él estaba allí. Pero no se había duchado en el hospital y necesitaba deshacerse del olor y los gérmenes que había acumulado después de un largo día de trabajo antes de verlo, así que atravesó la casa de puntillas hasta llegar al baño.


Se lavó rápidamente su pelo leonino. Apenas había empezado a enjabonarse el cuerpo cuando sintió la sólida, imponente presencia de Pedro, su cuerpo presionándola por detrás. 


La giró, dejando que la espalda de Paula descansara en la pared, aprisionada entre dos poderosos brazos, las manos de Pedro a
un lado y otro descansando igualmente contra la pared de la ducha.


Mirándolo a los ojos, el cuerpo entero de Paula empezó a agitarse cuando con la vista recorrió la salvaje expresión en el rostro de Pedro. Sus ojos, tan intensos y ávidos que su temperatura la reducía a un montón de lava a sus pies.


Era tan gigantesco, tan fogoso y tan suyo.


–Te quiero, Paula. Te quiero tanto que a veces siento que me falta el aliento –su voz áspera sonaba salvaje y emocionada, rugosa y viril–. Debería habértelo dicho hace años. No sé por qué no lo hice. Bien sabe Dios que te lo mereces, pero me tienes contigo, todo lo que tengo y todo lo que soy. No sé si es bueno o malo, pero es la verdad. No soy nada sin ti.


Paula tragó saliva, con los ojos fijos en los de él. 


Aquel era Pedro, sin refinar, sin pulir, la esencia
del hombre que amaba. Y nunca le había parecido tan excitante como en ese momento. Su ser entero desnudo frente a ella. Las lágrimas se asomaron a los ojos de Paula, mezclándose con el agua de la ducha. Alzó la mano y la pasó por la mejilla de Pedro.


–Yo también te quiero. Siempre te he querido. Nunca te olvidé y no recuerdo ningún día que no me acordara de ti –admitió con franqueza.


Casi se desvaneció al oír a Pedro decirle que la amaba. Sí, sabía que la amaba, pero oír su primitiva declaración le alteró el pulso, respirando con soplidos entrecortados.


–Te quiero, cielo. Te quiero. Te juro que te compensaré por todas las veces que no te lo he dicho diciéndotelo tanto que te canses de oírlo –le susurró virilmente pegado a su oído, bajando la cabeza para mordisquearle el lóbulo de la oreja.


Imposible. Paula sabía que nunca podría cansarse de oír a Pedro decirle cuánto la quería. No podía lamentar que nunca lo hubiera oído antes de nadie porque Pedro había sido el primero en decírselo y le parecía irreal.


Pedro le cubrió la boca con la suya, quitándole el aliento, domando sus labios, abriéndose camino en su boca con la lengua. Pedro tenía el efecto de robarle todo pensamiento racional almacenado en su mente.


El vapor de agua los envolvía y los chorros intermitentes de la ducha les golpeaba el cuerpo, pero Paula no sentía nada más que los implacables asaltos de Pedro a sus sentidos. 


Paula le rodeó el cuello con los brazos mientra que él le saqueaba la boca intentando acercarlo más a ella. Todas las emociones que siempre había ocultado estaban ahora al descubierto. Él le sostenía la cabeza, abrazándola desesperadamente, cerrando los puños sobre su pelo mojado. Un suspiro ahogado se escapó de los labios de Paula, resonando en la boca de Pedro.


Él se echó atrás, separando sus labios de los de ella.


–Paula, ¿qué sucede? ¿Qué he hecho? –preguntó con voz preocupada


–No es nada –sollozó–. Es que estoy muy feliz. ¡Te necesito tanto!


Apoyándose con una mano en la pared y levantándole la mejilla con la otra, los ojos de Pedro la miraron fijamente, dejando todas sus emociones al descubierto.


Deseo.


Necesidad.


Amor.


Todo eso y más decían sus ojos


–Quiero que me ames y que me necesites, cielo. Si no lo hicieras, no sé qué sería de mí.
Probablemente perdería la cordura. Necesítame, Paula. Por favor.


Puso las manos entre ellos y le apretó los pechos, como sopesándolos. Las rápidas y livianas caricias de sus pulgares erizando los pezones de Paula.


Paula gemía, su vagina anegada por la furiosa excitación, por el deseo de tener a Pedro dentro de ella, quemándola.


Pedro


–Interrumpí tu ducha. Déjame terminarla primero y luego termino contigo –le dijo maliciosamente,
poniéndose jabón en las manos, alejando a los dos del agua para poder rociarle el resbaladizo gel sobre la piel. Sus dedos jugando y tocando, masajeando y burlando, deslizándose sobre los pechos y rodeando sus pezones hasta que arqueó su cuerpo, pidiendo más.


La sostuvo contra la pared. Paula pegó las palmas de la mano a la misma, intentando mantenerse en pie, cuando sintió los hábiles dedos de Pedro entre los muslos, jugando con los saturados labios de su suplicante vagina.


–Sí, sí.


Jadeó al contacto de los dedos de Pedro con sus labios. Sentir cómo la poseía la hacía enloquecer.


–Estás tan rica, cielo. Me encantan los sonidos que haces. Para mí. Solo para mí. Me encanta hacer que te corras, aún más porque nadie más lo ha hecho. Nadie. ¿O sí? –exigió saber.


–No. Nunca.


El cuerpo de Paula estaba ardiendo, su necesidad de Pedro había ganado completo control de ella.


–Métemela, Pedro. Quiero correrme. Lo necesito. Te necesito.


Una mano jugó con sus pechos, yendo de uno a otro, torturándola de placer. La otra le restregaba el monte de Venus, sus dedos ahondando más y más entre sus labios vaginales.


–Más. Así –rogó Paula. Necesitaba que dejara de juguetear y que la explorara con mayor
intensidad, más deprisa.


–Te quiero, Paula. Te quiero –dijo simplemente, mientras que sus dedos índice y medio se hundían en el necesitado canal de Paula y su dedo pulgar le masajeaba el clítoris.


–Sí, más. Dame más –dijo ella suplicante, ondulando las caderas.


Los dedos de Pedro bombeaban mientras que su pulgar aumentaba la frición en el turgente clítoris de Paula.


–Córrete para mí. Quiero verte disfrutar de placer. Vente.


Paula sintió romperse en mil pedazos, todo su cuerpo temblando. Sus músculos comprimían los dedos de Pedro, que seguían llenando su vacío, una y otra vez.


Paula estaba tan fuera de sí que se sobresaltó cuando Pedro le levantó las caderas, las manos
sujetándola por los glúteos, y la empaló con su falo.


–Ten esto. Vas a venirte otra vez para mí. Te quiero sentir en mi polla esta vez –dijo ásperamente, la necesidad vibrando en su voz de barítono–. Rodéame con las piernas.


Instintivamente, Paula había levantado las piernas y se había abrazado a su cuello cuando él la levantó, pero ahora las apretó más fuertemente, disfrutando el gelatinoso contacto de sus cuerpos deslizándose uno contra otro.


–Dios, Pedro. Qué gusto.


El pene de Pedro la llenaba por completo y la sensación la estremecía. Rodeados de calor y vapor, sus cuerpos hambrientos, los dos aullaron al unísono, con deseo feroz, cuando él empezó a empujar.


La tomó con una mezcla de necesidad animal y posesión que la dejó sin aliento. Cada embestida era un reclamo, una marca en su cuerpo. Su dominio la hizo desmoronarse.


–Dime que me necesitas. Dime que me perteneces –gimoteó Pedro mientras la llevaba al clímax con cada golpe de cadera.


–Te quiero. Te necesito siempre –respondió Paula con un quejido. Su vientre, apretado, sintiendo que su clímax iba creciendo con una intensidad que casi le daba pavor–. Dios. No hay nada como estar dentro de ti. Me perteneces, cielo. Siempre has sido mío –murmuró con violencia.


Paula respiraba entrecortadamente mientras él entraba y salía de ella con una desesperación rayana en la locura, una pasión carnal que la llevó a estallar en un climax de intensidad desgarradora. Echó la cabeza hacia atrás y gritó.


Sosteniéndola con uno de sus musculosos brazos, Pedro mantuvo su ritmo brutal, dejando que el orgasmo de Paula le masajeara el pene mientras que con la otra mano la agarró por el pelo y se tragó su grito, clavándole la lengua en la boca, adueñándose de su placer.


Enterró el pene en ella hasta el límite en el instante en que su cálida descarga explotaba en el seno de Paula y liberó su propio alarido tortuoso en los labios de Paula.


Jadeante, Paula bajó las piernas hasta tocar el suelo, permaneciendo abrazada al cuello de Pedro. Sus temblorosas extremidades inferiores, incapaz de sostenerla.


Permanecieron así por algún tiempo, sus cuerpos unidos, los dos incapaces de pensar, incapaces de hablar.


–Hasta me ha dado miedo –susurró Paula finalmente, con voz trémula.


Pedro la acunó contra su cuerpo y llevó la boca a su oído


–No, amor mío. Ha sido absolutamente perfecto –le susurró él a ella. Su voz, áspera y con un toque de admiración.


Paula suspiró, reconociendo que ella misma no podría haberlo dicho mejor.



CAPITULO 45 (SEGUNDA HISTORIA)




–¿Que no te ha dicho que te ama? Bueno, no me sorprende. Le llevó algún tiempo a Simon. Supongo que los hermanos Alfonso creen que somos adivinadoras.


El tono ofendido de Karen resonaba en el manos libres de la flamante caravana de Paula.


–Pero tú sabes que te ama.


Paula suspiró. Torció ligeramente a la derecha, acercándose a casa.


La casa de Pedro. Mi casa. Nuestra casa. A partir de mañana, cuando traigan mis cosas, estaré permanentemente unida a Pedro.


–¿Qué si me ama? Ese lunático casi se lanza al vacío para evitar que yo me magullara. No lo dudo. Ni por un momento –le contestó Paula enfáticamente, probablemente hablando más alto de lo era necesario por el hecho de que su amiga se encontraba en otro país en ese momento.


–Me alegra tanto que aceptaras casarte con él –dijo Karen con sinceridad–. Él te ama, Paula. Creo que siempre te ha amado.


–Lo sé. Solo que me gustaría que me lo dijera. Una vez solamente. ¿Cómo está mi futuro ahijado?


–Muy bien. Los dos estamos comiendo demasiado –contestó Karen, su risa y el gruñido de Simon dejándose oír a través del teléfono–. Simon, te dije que era un niño.


La voz de Karen sonaba silenciada, su último comentario estaba dirigido a su marido, que
probablemente estaba sentado junto a ella.


–¿Cuándo te mudas a casa de Pedro? –interrogó Karen, volviendo su atención a Paula.


–Prácticamente ya lo he hecho, pero no es oficial hasta mañana. Los de la mudanza se encargarán de empaquetar y traer todo.


Karen silbó a través de la línea telefónica.


Pedro no está desperdiciando un minuto, ¿no?


Paula puso los ojos en blanco. Pedro había llamado a la compañía de mudanzas el día después de que rodaran por las escaleras, haciéndose cargo de todo con una llamada de teléfono.


–No. Pero yo no he protestado exactamente –admitió. No quería estar alejada de Pedro más tiempo. Ya habían estado separados lo suficiente.


–Aún no me puedo creer que Mauro sea tu hermano. Aunque ahora que lo sé, los dos tenéis los mismos ojos, poco corrientes, y hay un parecido entre los dos –declaró Karen.


–Yo tampoco me lo puedo creer, pero estoy feliz. Solo me gustaría que él no estuviera tan triste. Debe haber amado a su mujer mucho –respondió Paula.


–Yo también lo creo, pero no puedo saberlo realmente. Ella murió antes de que Simon y yo
empezáramos a salir –replicó Karen, considerando con cuidado sus palabras.


–Así que, ¿cuándo vuelves a casa? –preguntó Maddie, intentando aligerar la conversación.


–El jueves que viene. Y aún me queda el fin de semana libre, así que podemos ir de compras, ya que no te permiten trabajar los fines de semana en la clínica –dijo Karen entre risas.


Paula sonrió. Pedro la quería en casa los fines de semana y ella había accedido. Ambos estarían ocupados de lunes a viernes. Poder pasarse en la clínica todos los días laborables era suficiente para hacerla feliz hasta el delirio. 


Habría un doctor disponible los sábados para los pacientes que no pudieran ir a la clínica entre semana, pero no sería ella. Sin embargo, supervisaría los informes del fin de semana y todos serían, al fin, sus pacientes.


Acababa de terminar su último turno en el hospital. A partir del lunes, volvería por fin a la clínica.


–¡Como si necesitara comprar nada! –le dijo Paula a Karen, contrariada–. No hay una sola cosa que Pedro no me haya comprado, incluida la nueva caravana. Necesita parar.


–Hmm. Tengo que recordarte que fuiste tú quien me largó un discurso acerca de la necesidad de
hacerme a la idea de que me iba a casar con uno de los hombres más ricos del mundo. Creo que incluso dijiste que debería dejarlo gastar su dinero en mí porque le haría sentir que me protegía –le dijo Karen, divertidamente maliciosa.


–¡Vaya! Creo que sí que lo dije –murmuró Paula. 


Ella había aleccionado a Karen, pero le parecía
diferente cuando Pedro era quien compraba cosas para ella.


–Espero que estemos de vuelta antes de que necesitéis el jet para vuestra luna de miel. A la velocidad que Pedro se está moviendo, puedes estar casándote mañana –bromeó Karen.


–Se compraría otro –dijo Paula, riéndose a carcajadas–. Él es capaz de conseguir lo que se le antoje.


–Me da que tú no le ibas a protestar –dijo Karen entre risas.


–No. Francamente. No creo que lo hiciera –respondió Paula, entrando en la calle donde Pedro tenía su casa. Era la pura verdad. 


Tanto quería a Pedro. Se casaría con él en cualquier momento.


–Bueno, no te cases sin nosotros –la advirtió Karen–. Queremos estar allí.


–Creo que podemos esperar –respondió Paula con una sonrisa.


–Más te vale. La semana que viene salimos de compras.


–Vale, vale. Vamos de compras –le dijo con alegría a su amiga mientras entraba en el sendero que la llevaba a la casa de Pedro–. Diviértete y cuida de mi ahijado.


–Lo hemos pasado muy bien –dijo Karen suspirando–. Pero echo de menos estar en casa, y a ti.


–Yo también te echo de menos –replicó Paula, afectuosamente.


–Hasta el jueves.


–¿Os podríais pasar por aquí? –preguntó Paula al tiempo que frenaba el coche.


–¿Me tomas el pelo? Estaremos allí tan pronto como lleguemos. Necesitamos ponernos al día,
querida.


–Hasta luego –le respondió Paula, desconectando el teléfono y el motor del coche.


El Bugatti de Pedro estaba aparcado delante del garaje, así que Paula supo que él estaba en casa. Le dio un brinco el corazón anticipando el encuentro, impaciente por ver su semblante, por rendirse al calor de su presencia.


Mientras salía del coche, no dejaba de maravillarse de lo mucho que su vida había cambiado en tan corto plazo de tiempo. Antes odiaba tener que volver a una casa vacía, a la ausencia de una vida privada.


Ahora no podía esperar a llegar a casa, nunca era lo suficientemente pronto para estar con él, para satisfacer su necesidad de verlo.


Ya no estoy sola.


Paula sabía que su vida por fin se había llenado.


Saltando los escalones de mármol, metió la llave y abrió la puerta, sintiéndose finalmente en casa.




CAPITULO 44 (SEGUNDA HISTORIA)





Pedro pensó en enviarle un texto, pero era algo que ella necesitaba oír en persona. Una y otra vez. No era que no la amara. Quizás el problema fuera que la amaba tanto que las palabras no alcanzaban.


Había cajas de embalar por todas partes, todo para los de mudanzas que irían al día siguiente a empaquetar y trasladar las posesiones de Paula a su casa. Colocó unas cuantas cajas delante de la estantería y empaquetó los diarios cuidadosamente en las cajas, sellándolas con cinta adhesiva.


Esto es privado. Los sentimientos de Paula escritos en el papel.


Después de asegurarse que las cajas estuvieran selladas y bien selladas, que solo un milagro pudiera abrirlas, las marcó con rotulador como PERSONAL. No quería que nadie pudiera mirarlos mientras los empaquetaba. Eran las crónicas de un corazón roto, de un dolor, de meditaciones y de triunfos.


Mía. La amo. Me pertenece. Siempre me ha pertenecido y siempre me pertenecerá.


Cuando se dirigía hacia la puerta se acordó de la reacción emocional de Simon cuando, en la oficina, su hermano pequeño confesó finalmente que amaba a Karen. Pedro movió la cabeza de un lado a otro mientras cerraba la puerta de entrada de la casa, entendiendo, por fin, cómo se sentía su hermano en aquel momento. Pedro tenía una fijación irracional con Paula, un obsesivo afán de posesión que rivalizaría sobradamente con la que Simon tenía por Karen. Simon y él podrían ser diferentes pero, en lo más íntimo, eran iguales cuando se trataba de la mujer que podría poner sus vidas del revés, o de cabeza.


–Me hace sentir feliz, espontáneo, extático. Me vuelve loco, posesivo. Me obsesiona. Todo a la vez – se dijo, perplejo, montándose en su Bugatti–. ¿Cómo es posible?


Pero, extrañamente, no le molestaba en absoluto. Le hacía sentirse… vivo.


Le echó un vistazo al reloj mientras sacaba el coche del patio delantero. Se le abrió una sonrisa. Tenía tiempo para ir al joyero de nuevo. 


Tenía algo que hacer antes de volver a casa.


Esa noche pensaba darle a Paula más amor del que pudiera recibir… de diferentes maneras.