martes, 17 de julio de 2018

CAPITULO 12 (TERCERA HISTORIA)




En el momento en que Pedro se dio cuenta que Paula no estaba en la casa, entró en pánico. 


Subió a buscarla, pero no la pudo encontrar por ninguna parte.


¡Paula! —gritaba a voz en cuello mientras inspeccionaba cada habitación de la casa—. Está aquí, en algún lugar. Tiene que estar aquí —se repetía en un susurro por cada habitación que encontraba vacía.


Cuando iba a entrar en el comedor, vio la luz del porche encendida y la puerta entreabierta.


— No. Me cago en... No —dijo con voz ronca, desesperada. Abriendo de golpe la puerta, sus ojos recorrieron la playa desde el porche y lo que vio le produjo palpitaciones. El sudor se le acumuló en el rostro mientras saltaba escaleras abajo y se precipitaba cruzando la arena—. No, maldita sea.


No.


Vio la cabeza de Paula sumergirse bajo el agua y se arrojó a las olas sin importarle que estaba
completamente vestido. El algodón de sus vaqueros lo refrenaba, pero el pánico lo empujaba nadando hacia ella como un desesperado. Paula sacó la cabeza al lado suyo y él, con un acto reflejo, le rodeó la cintura con el brazo.


La oyó gritar, no habiéndolo reconocido hasta que se limpió el agua de los ojos. 


—¡Pedro! Por Dios. Me has dado un susto de muerte.


Intentó soltarse, pero él no la dejaba ir. La mantuvo sujeta mientras avanzaba dentro del agua hasta la orilla.


— Sal del agua —le riñó, todo su cuerpo temblando mientras la empujaba—. ¡Ahora mismo!


La puso delante de él y le dio un empujón. Paula se atragantó con el agua que le entró por la nariz y la boca y empezó a nadar.


— Estoy cerca de la orilla. El agua apenas me cubre la cabeza —le gritó mientras nadaba en dirección a la playa.


— Muévete.


La orden fue tajante. A Pedro le importaba una mierda lo que dijera. La quería fuera del agua, en la playa, a salvo. ¡Maldita sea! ¿No se daba cuenta de que no podía nadar por la noche o a solas? Nunca más. Acababa de recuperarla y no la iba a perder otra vez. Odiaba aquella playa y no había vuelto a poner el pie en ella después de que pasara allí aquella noche, algo más de dos años atrás, derramando lágrimas por primera y última vez, reconociendo que su esposa bien podría haber desaparecido para siempre. Odiaba aquel maldito lugar. Odiaba la arena, el agua, el recuerdo de creer que aquel era el último lugar donde ella había estado antes de morir.


En cuanto hizo pie, Pedro la cogió en brazos y la llevó hasta la manta. La echó en el suelo y él sobre ella, sin respiración, más por el pánico de verla en el agua que por el esfuerzo físico. 


Quería… No. Necesitaba su conformidad. Ya no le importaba que no pudiera reprimir sus sentimientos. Tenerla bajo su dominio, bajo su voluntad, era lo que necesitaba, lo que lo hacía sentirse bien. La adrenalina aún le azotaba el cuerpo cuando le apresó a Paula las manos sobre la cabeza, instándolo a que tomara lo que era suyo, lo que le pertenecía.


— Paula. —Su voz ferina, animal. Su pene empujando contra el algodón mojado de sus vaqueros.


La luz era tenue, pero aún podía verle la cara.


Ella no parecía de ninguna manera asustada. 


Lo miraba con deseo, excitada, y saber que lo deseaba de esa manera lo empujaba más a la locura. Ella no se resistió; se relajó, rindiéndose a él tan complacientemente que desató en él todos los instintos de posesión y dominación que había estado reprimiendo desde el momento en que la conoció, como si un resorte les hubiera dado salida a presión y no hubiera manera de volver a contenerlos. Pedro Alfonso, por fin, había perdido su famosa compostura. Y se sentía mejor que nunca.


— ¿Pedro? —susurró Paula, viendo la turbulencia que recorría el rostro del hombre que tenía encima y, que Dios la ayudara, estaba buenísimo. Un calor inundó sus entrañas cuando lo oyó decir su nombre, su expresión ferina avisándola de que estaba listo para hacer realidad todo lo que le había dicho anteriormente.


— Nunca volverás a esta playa. Nunca. Odio este sitio —dijo con vehemencia. El agua aún goteaba de su cara y de su pelo. Su expresión intensa, su respiración silbando en sus pulmones tan rápidamente que parecía faltarle el aire.


Paula no dudaba qué era lo que había provocado su reacción. Aquella era la playa de su supuesta desaparición. Temía por ella. Pero a ella le encantaba aquella playa y no iba a hacer una promesa que no podía cumplir.


— Me aseguraré de que hay alguien conmigo. Te lo prometo. Sabes que me encanta estar aquí — le rogó.


— Yo odio este sitio —respondió él secamente.


Bien. Entonces le correspondía a ella crear mejores recuerdos a partir de ya mismo.


— Suéltame. Déjame tocarte —susurró melosa.


— No. Voy a follarte aquí mismo. Ahora mismo. —Se inclinó hacia ella y le habló, con voz grave, cerca del oído—. Voy a saborearte primero hasta que me supliques que te la meta y luego voy a follarte hasta que no puedas más.




CAPITULO 11 (TERCERA HISTORIA)



Paula detuvo su descenso en la elegante escalera de su casa, con una toalla y una manta de baño en la mano, para escuchar
la poderosa música que venía del piano de cola. 


Aunque identificó los hábiles dedos de Pedro inmediatamente, la violencia de la música le llamó la atención, deteniendo su paso para escucharla.


Pedro había sido siempre un consumado pianista, a veces interpretando a los grandes maestros y ocasionalmente alguna composición propia. Esta era una que definitivamente no reconocía. La melodía se fue transformando de cautivadora, dolorosamente bella, hasta terminar en un violento crescendo, incesante que hacia su cuerpo temblar con la intensidad de la música. Se sentó en uno de los peldaños, se agarró a uno de los balaustres de madera y apoyó la cabeza contra la barandilla de roble con los ojos llenos de lágrimas mientras que su marido vertía el alma en la composición. 


Paula podía sentir cada emoción: amor, frustración, soledad, desesperanza, desesperación. Todas se mezclaban y arremolinaban, destilando de su corazón los mismos sentimientos que él había puesto en su música.


Tucker se dejó caer a su lado, con la cabeza apoyada en su regazo. Paula lo acarició
distraídamente, adorando el tacto de su acompañante canino.


— Algo no va bien, Tucker —susurró, deseando que el perro pudiera hablar. Tucker había tenido siempre un extraño instinto, como si supiera cuando algo andaba mal. Estaba intentando consolarla en ese momento y ella le acarició la barriga, sintiéndose mejor por tenerlo como camarada.


— ¿Ha jugado contigo así mientras yo estaba fuera? —le preguntó al perro cariñosamente, sonriendo cuando Tucker la miró como si entendiera la pregunta.


Pedro y Tucker habían conectado y aunque el perro aún se dirigía a ella por su dosis diaria de afectos, también era ahora leal a Pedro


Girando sobre su cuerpo rechoncho para volver a sentarse, el can le dirigió una mirada interrogativa...


— Ve con él —apremió al perro, reconociendo que Tucker estaba dividido entre ella y Pedro, ambos confundidos y con necesidad de su compañía.


Con un último lametón en la mano, Tucker bajó patosamente las escaleras en dirección a la sala de música. Paula sabía, de ver a su marido y a su perro juntos, que Tucker se dejaría caer a los pies de Pedrosin esperar demasiadas muestras de afecto. Pero Tucker parecía contento con compartir el espacio con el hombre que lo había alimentado y cuidado durante los últimos años.


La pieza terminó con una nota discordante. 


Al silencio le siguió el sonido de unos dedos jugando con el teclado. Paula respiró hondo, aturdida por la volatilidad de la composición. Pedro normalmente tocaba con maestría, haciendo cantar al piano, pero nunca había escuchado tanta emoción palpitando en su música.


De pronto, se dio cuenta de que nunca lo había conocido más allá de un arañazo en la superficie.


Siempre tan en control y tan práctico en todos los aspectos de su vida. Nunca había mirado más adentro, temiendo que no encontrara lo que tan desesperadamente quería encontrar.


Se levantó y se dirigió hacia la doble puerta de cristal al lado del comedor, saliendo al exterior justo cuando Pedro empezaba a interpretar a Mozart, de nuevo con control y absolutamente perfecto.


Aspiró profundamente cuando sintió el aire cálido y húmedo sobre su cuerpo casi desnudo. Se había puesto un viejo bikini que había encontrado y una de las camisetas de Pedro por encima. El agua la reclamaba y bajó las escaleras de madera hasta la playa de dos en dos, ansiosa por sentir el agua acariciando su piel. Encendió la luz del porche al pasar. Estaba oscuro, pero entre la luna, las estrellas y la luz tenue del porche, su favorito rincón del mundo se transformaba en un paraíso de luces apagadas. Estiró la manta y aspiró el aire salado.


Había querido pedirle a Pedro que la acompañara, pero se habían separado después de cenar. Él se había ido a la sala de música y ella había subido a hacer otra búsqueda de su anillo de boda, un esfuerzo infructuoso que la había dejado deprimida y confundida. ¿Se lo habían robado? No había otra forma de que se lo hubieran quitado del dedo.


Necesitaba relajarse, intentar olvidar por un momento cuánto había cambiado su vida el vivir con aquel enorme agujero negro en su existencia. Se despojó de la camisa y la dejó caer al suelo.


Queriendo dejar su maraña de pensamientos detrás, se dirigió al agua.




CAPITULO 10 (TERCERA HISTORIA)




— No puedo encontrar mi anillo de boda. Lo he buscado por todas partes —dijo Paula en voz baja, mientras cenaban. Pedro había ordenado comida italiana del restaurante favorito de Paula.


— Lo tendrías puesto cuando desapareciste. Nunca lo he visto por aquí —respondió Pedromirándola y dejando caer el tenedor en su plato vacío. Paula pudo ver el dolor en los ojos de Pedro y casi la destroza. 


Obviamente, había notado que no llevaba el anillo, pero no había dicho nada.


— ¿Por qué me lo iba a quitar? Nunca me lo quitaba.


— Lo sé —respondió con un gesto adusto—.
Yo también me lo he preguntado.


Frustrada, Paula dejó caer la servilleta en su plato vacío y agarró su copa de vino. Le dio un sorbo, intentando desesperadamente recordar lo que había sucedido, evocar memorias, cualquier indicio acerca de los últimos pocos años. Como de costumbre, no podía encontrar nada más que un espacio vacío, como si hubiera estado durmiendo todo ese tiempo.


— No puedo acordarme —admitió en voz baja,
queriendo saber lo que había pasado. Necesitaba saberlo, también Pedro. Sin duda, la incertidumbre los estaba consumiendo a los dos—. Dime qué pasó después de que desaparecí. ¿Hubo alguna vez algún indicio de a dónde fui, qué hice?


— No —respondió Pedro sombrío—. Lo último que recuerdas sucedió una o dos semanas antes de que desaparecieras. —Se detuvo y le dio un trago a su cerveza antes de continuar—. No estoy seguro qué día desapareciste. Encontré tus cosas en la playa cuando regresé de un viaje de negocios. Sólo había estado fuera una noche. Podría haber sido el mismo día que me fui o el siguiente. Volví tarde a casa. Me odié a mí mismo por haber hecho ese viaje.


Parecía atormentado y ella no podía soportarlo.


Pedro, no fue culpa tuya. Estabas pensando meterte en política y tenías asuntos en otros sitios.


— Cuentos. Todos. Nunca quise ser un político y podía haber dejado los viajes para mis gerentes.
Fui un cabrón y un cobarde, Paula. Hacía esos viajes para distanciarme de nosotros.


Después de terminar de una vez su cerveza, se levantó abruptamente y fue al frigorífico por otra.


Paula sintió que le temblaba la mano cuando fue a coger su copa de vino. Le dio un buen trago. 


¿Él necesitaba distancia? ¿Había querido romper su matrimonio?


—¿Te estaba sofocando por amarte demasiado?
—Era una pregunta difícil de hacer, pero necesitaba saberlo. Pedro había sido todo su mundo desde que se conocieron y quizás eso fuera demasiado para él.


Tenía tendencia a ser un poco extremada en todo lo que hacía, mientras que Pedro era exactamente lo opuesto. Probablemente no podía con su intensidad por largos periodos de tiempo, aunque había intentado cambiar por él para que no se fuera de su lado.


Pedro retiró con la mano la chapa de la cerveza,
riéndose abruptamente mientras la arrojaba al cubo de la basura.


— No eras tú. Era yo. Quería que me sofocaras, quería ser el único hombre que hubieras conocido, el único que existía para ti.


— Pero, Pedro, lo eras.


— No me bastaba —dijo abruptamente mientras se sentaba de nuevo, penetrándola con una mirada posesiva como Paula nunca había visto—. Algo en mi mente me decía que lo que deseaba no era legítimo. Mi padre amaba a mi madre y la trataba con cariño y devoción. Y aunque yo sentía lo mismo, me acompañaba también esta total obsesión que me parecía desnaturalizada. Eres mi mujer, una mujer a quien tengo que respetar. Nunca quería que me dejaras. No quería asustarte actuando como un maníaco. Lo que sentía por ti no era racional. Quería matar a cualquier hombre que te mirase.


Dios mío. Él había sentido lo mismo que ella y no había sido capaz de tolerarlo. El amor desatado, el deseo incontrolable de arrancarle la ropa y disfrutar del sexo sin barreras, con locura, hasta que los dos estuvieran tan saciados que no se pudieran mover. Su siempre juicioso Pedro, su sensato marido, su tierno amante, sentía las mismas emociones animales. Simplemente no había querido que ella lo supiera.


— ¿Así que, en realidad, eres un macho dominante en el armario? —preguntó ella, sintiendo un escalofrío cuando lo miró a la cara. La turbulencia de sus deseos brillaba en las motas doradas de sus ojos mientras la miraba como si quisiera tragársela entera. Un calor en el vientre al invadió al verlo luchar consigo mismo. Esperaba en secreto que el macho alfa se soltara de sus cadenas.


Por una vez, le gustaría ver a Pedro perder por completo el control, no de mala manera, sino de una muy, muy buena manera. Lo haría más humano, más real, y ella lo aceptaría gustosa.


Si eso es algo de Pedro que no conocía,
bienvenido sea.


— Creo que más que eso, y no pienso que continúe en el armario. Y sigo siendo perfectamente racional con todos y con todo, excepto contigo. Eres la única mujer que me ha hecho sentir de esta manera —dijo como en rugidos, su cara empapada de sudor.


Paula intentó ocultar el anhelo que estaba segura mostraba su cara, queriendo a la vez subirse al regazo de Pedro y hacerlo perder el control. El poder de hembra que tenía sobre él se convirtió de pronto en una sensación embriagadora, mareante. Aquel hombre, que era su mundo entero, la quería por encima de todas las cosas, de cualquier otra mujer en el planeta, y sabía que podía hacerle perder el control. Pero él se había confiado a ella y ella no iba a aprovecharse ahora de su vulnerabilidad. Lo amaba demasiado. Lo que le habían enseñado los padres que tanto quiso y lo que deseaba en ese momento luchaban uno contra otro dentro de él.


Todo en su interior se regocijaba, jubilosa de saber que él había sentido lo mismo que ella, que su amor era todo menos tibio y comedido, sujeto al control y la cordura. Ahora le parecía ridículo que nunca se hubieran revelado la intensidad de sus deseos por miedo a perder la persona a la que querían hasta la locura.


— Conmigo puedes ser tú mismo, Pedro. Nunca
dejaré de amarte.


— Ese es el problema. Nunca me sentí vivo de verdad hasta que te conocí. Yo era el que nunca perdía los nervios, el que nunca dejaba que sus sentimientos interfirieran con su trabajo y era indiferente a casi todo lo demás. Lo único que quería era ser un buen hijo para mis padres adoptivos porque todo lo que ellos me habían dado. Supongo que creía que necesitaba estar hecho a su imagen, actuar como un Alfonso, para compensar el que no fuera su hijo biológico. Ni siquiera sabía quién era — admitió Pedro.


— Y ahora, ¿sabes quién eres? —preguntó Paula con delicadeza, amándolo aún más por abrirse a ella por entero.


— No del todo —dijo con un viril suspiro—.
Pero puedo asegurarte que no soy indiferente,
especialmente cuando se trata de ti. Sé exactamente lo que siento por ti. Lo he sabido siempre. Simplemente, no sabía si tú podrías aceptarlo.


— Puedo —le respondió enfática. Queriendo darle una tregua, alejó la mirada de él y, con calma, le hizo una pregunta—. Dime, ¿qué pasó después de que supiste que yo había desaparecido?


Pedro respiró hondo antes de responder.


— Naturalmente, hubo una búsqueda intensiva,
pero duró sólo una semana porque no había ninguna pista a seguir. Después de eso, se convencieron de que o te habías ahogado o había sólo un posible sospechoso si habías sido asesinada. Nunca investigaron otras posibilidades porque ninguna tenía sentido.


—¿Quién? —preguntó confusa.


—Yo —respondió, su voz ronca y grave—. Una mujer sin enemigos desaparece y no la pueden encontrar, el sospechoso habitual es el marido.


— Dios mío. Pedro, lo siento. —Tuvo que ser terrible para él, ser sospechoso de asesinar a su propia esposa—. No había ningún motivo, ninguna razón para sospechar de ti.


Pedro se encogió de hombros.


— Un crimen pasional. Otra mujer. Otro hombre. Dinero, Créeme, investigaron todas las posibles razones, escudriñaron cada rincón para asegurarse de que no te había hecho nada por alguna de esas razones. Cuando finalmente decidieron que no era culpable, asumieron que te habías ahogado. Dijeron que no sospechaban nada turbio. Nunca hubo una demanda de dinero, ninguna razón para creer que te hubieran secuestrado. No había movimientos en tu cuenta bancaria. Era como si simplemente hubieras desaparecido.


Las lágrimas se asomaron a los ojos de Paula mientras observaba cómo él trataba con todas sus fuerzas de narrar los hechos de una manera impersonal, cuando era evidente que había sufrido.


Si hubiera estado en su lugar, no estaba segura de haber podido salir de todo aquello sin perder la cabeza.


— Los medios de comunicación se cebarían contigo.


— Por suerte, me evitaron eso. Hicieron la investigación discretamente. Yo cooperé, les di toda la información que me pidieron.


Fuera lo que fuera lo que había hecho, Paula se odiaba a sí misma por haber creado un infierno para Pedro. Él era un hombre de honor, un hombre íntegro, y ser cuestionado como fue durante la investigación tuvo que haber sido devastador.


— Ojalá pudiera recordar. Ojalá pudiera saber por qué te hice todo esto —le susurró con dulzura, apretando los ojos para evitar las lágrimas.


Pedro se levantó de la silla y la cogió en brazos, volviendo a sentarse donde ella estaba y acunándola en su regazo.


— Vamos. No llores. No sabes las razones ni qué sucedió. No te culpes. Sobreviví. Tú estás aquí ahora. Eso es lo que importa.


— ¿Por qué llevas aún el anillo? Habrías abandonado toda esperanza, creído que estaba muerta —preguntó, las lágrimas cayendo por sus mejillas cuando abrió los ojos. Le levantó la mano, recorriendo con un dedo la banda de platino y sintiéndose perdida sin su propio anillo de boda. Por supuesto, no era más que un objeto, pero también el símbolo de su amor por Pedro y echaba de menos el
peso en su dedo. El día de su boda había sido el más feliz de su vida y la pérdida de su anillo la mataba.


Enredando sus manos en el pelo de Paula, Pedro le echó la cabeza hacía atrás mientras le hablaba.


— Nunca abandoné la esperanza. Justo después de que desapareciste, me juré que nunca te abandonaría. No podría. El corazón nunca aceptó que estuvieras muerta. Supongo que creía que si lo estabas lo sabría.


Paula dejó escapar un suspiro mientras observaba la expresión firme, genuina de Pedro


¿Por qué? ¿Qué razón podría tener para haberlo hecho pasar por todo eso? Podía rememorar su vida juntos hasta una semana más o menos antes de desaparecer. Es cierto que los dos se habían ocultado, temerosos de revelar algo oscuro de ellos mismos, pero se habían amado mutuamente y nunca, ni una sola vez, había pensado en traicionar o abandonar a Pedro por ninguna razón.


Aferrándose a su camisa, cerrando los puños
sobre la tela mientras lloraba, con angustia en la voz, consiguió hablarle.


— Quiero recordar. Tengo que saber por qué.


Pedro le cogió las muñecas y puso los brazos de
Paula alrededor de su cuello. Sus movimientos fueron delicados, pero su voz firme.


— No sigas. No sigas haciéndote esto. Ya lo
recordarás y todo se arreglará.


Se estremeció cuando las fuerzas la abandonaron, exhausta, dejando caer la cabeza sobre sus anchos hombros. Tenía la boca cerrada contra la piel de su cuello y aspiró profundamente, dejando que su olor masculino, sensual, la envolviera.


En ese momento, se sentía segura en los brazos de Pedro. Desgraciadamente, por alguna razón, no podía compartir su optimismo. Una alarma, un persistente sexto sentido le decía que aunque necesitaba recordar, las cosas no se iban a arreglar. Algo fue mal, algo fue terriblemente mal. Sólo esperaba que cuando el vacío en su memoria dejara de serlo, no destrozara a ninguno de los dos.


Dos mujeres en un mismo cuerpo. Todo lo que podía desear ahora era saber quién era ella y quién era realmente Paula.