miércoles, 4 de julio de 2018

CAPITULO 20 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro se sentó al lado de Paula y enterró la cara en las manos, odiándose todavía por lo que había pasado, pero sabiendo que había sido la única solución. En aquel entonces, había sido egoísta, demasiado joven, incapaz de alejar a Paula de él por desearla tan intensamente, por necesitarla tanto. Y ella era tan leal que nunca lo hubiera dejado a menos que se sintiera traicionada.


–No quise hacerte daño, pero la idea de que te pasara algo me volvía loco. Hice lo que tenía que hacer.


–¿Por qué el FBI? ¿Te habías metido en problemas? –preguntó Paula. Su voz seguía sonando a duda y confusión.


Él se recostó en el sofá, apoyando la cabeza en la piel.


–No yo. No realmente. Tú conoces mi historia, Paula. Tú sabes que mi padre murió de una
sobredosis y que tenía contactos con el crimen organizado.


–Sí –dijo asintiendo también con la cabeza–. Me lo contaste. Murió poco después de conocernos.


–Yo sabía cosas. Cosas que podían ayudar a acabar con la organización. Mi padre no era una buena persona. Yo estaba continuamente en medio de él y de Simon, haciendo lo que fuera necesario para que el hijo de puta no le hiciera daño a mi hermano pequeño. Aún era un menor cuando empecé a hacer “recados” y otras cosas bajo coacción. Por tanto, yo no estaba metido en nada realmente. Pero sabía lo suficiente como para ayudar a demoler una organización internacional de criminales.


Hizo una pausa para respirar hondo antes de continuar.


–Vine a Tampa con la esperanza de alejar a mi familia de todo aquello, de empezar una nueva vida y dejar la otra atrás. Pero una vez que te conocí comprendí que no podía enterrar mi pasado y huir, pretender que no sabía ciertas cosas. Quería ser una buena persona, y un hombre decente no sería tan egoísta como para no intentar evitar el dolor y la muerte causados por esta organización. Tenía que hacer lo que pudiese para acabar con aquellos hijos de puta. Fui al FBI alrededor de diciembre, les di información y trabajé con ellos en la investigación. Llevó meses, pero finalmente infiltraron agentes y tuvieron suficiente información para destruir todo el entramado. Desgraciadamente, se corrió la voz de que yo era un soplón y eso me hizo a mí y a cualquiera que me importara blancos de la organización. Kate me ayudó a comprender que no podía permitirme tener relaciones estrechas con nadie. Yo era un peligro para todos los que me conocían.


–Yo me hubiera quedado contigo. Habría hecho cualquier cosa.


–Y hubieras acabado muerta. No podía asumir ese riesgo.


Se incorporó, agarrando a Paula por los hombros, sacudiéndola levemente.


–Ni siquiera pude proteger a Simon y a mi madre a tiempo. Simon fue acuchillado por alguien de la organización, en pago por la deslealtad de mi padre. Era gente que mataba sin pensárselo. Les importaba un huevo la vida de nadie. ¿Lo entiendes?


La voz le reverberó, con una emoción a punto de estallar. Tenía la cara salpicada de sudor, algo que le pasaba cada vez que recordaba lo que le había pasado a Simon y lo que podía haberle pasado a Paula.


–Lo que le pasó a Simon no fue culpa tuya, Pedro –respondió Paula en un tono calmado, susurrando.


–Sí que lo fue. Yo era el hermano mayor. Tenía que haberlo protegido. Debería haber sabido que se vengarían en la primera persona disponible.


Soltando a Paula, se dejó caer en el sofá nuevamente.


–Tú apenas eras lo suficientemente adulto. ¿Cómo podrías haber sabido?


–Debería haberlo sabido. Había visto a esta gente actuar desde que di mis primeros pasos –replicó calladamente, como si siguiera en peligro.


–¿Por qué no me buscaste después de que todo terminara? –inquirió Paula temerosa.


–Tardaron un año en eliminar todas las células de la organización. Mi madre, Simon y yo estuvimos bajo protección del FBI, aquí en Tampa, hasta que el último capo estuvo entre rejas o muerto –le respondió Pedro, pensativo, grave.


–Pero después de eso, ¿por qué no me buscaste?


–Lo hice.


Pedro apretó los puños, le desagradaba recordar el día que fue a buscarla. Sabía que la había perdido, pero ese día concreto fue cuando realmente abrió los ojos a la realidad, cuando tuvo que admitirse a sí mismo que la había perdido para siempre.


–Nunca te volví a ver –replicó confundida.


–Yo te vi a ti. Esta vez fui yo quien tuvo que verte con otro hombre, con su lengua en tu garganta.


Arrugó el entrecejo; la expresión intensa.


–Te localicé en el campus, pero tenías encima a cierto tipo de pelo oscuro con pinta de atleta. Me
pareció que estabas feliz. Él parecía ser un niño bien y podría hacerte feliz. Tú seguiste adelante con tu vida y no podía culparte por haber encontrado a alguien mejor que yo. ¡Joder, cómo me dolió!


–Luciano –susurró Paula–. Empezamos a salir poco más de un año después de lo que pasó. Deberías haber hablado conmigo.


– ¿Por qué? Todo lo que habría hecho sería complicarte la vida. No tenía nada que ofrecerte. Apenas había salido del peligro por mi colaboración con el FBI, sin un puto duro por estar ayudando a mi familia. Simon estaba estudiando entonces. Yo lo dejé para que él pudiera estudiar. Cuando fue lo suficientemente mayor para trabajar media jornada volví a la universidad para terminar mis estudios. Tú estabas con un tío que entonces parecía mucho mejor partido que yo.


Paula nunca sabría lo difícil que había sido para él alejarse de ella, dejarla en brazos de otro
hombre. Pero Kate estaba en lo cierto cuando decía que si alguien te importa, haces lo que sea mejor para esa persona.


–Si hubiera sabido que era un cabrón que no se iba a casar contigo y te iba a tratar como una mierda, te hubiera apartado de él al instante. Me imagino que es el mismo con el que tuviste la relación sexual de la que me hablaste. El hijo de puta que te dijo que tú eras asexual.


¡Dios! Lo que daría por echarle la mano encima a aquel gilipollas. Lamentaba haber dejado a su
idolatrada Paula en manos de alguien que no se la merecía.


–Así es. No salimos juntos por mucho tiempo. Seis meses –dijo encogiendo los hombros, mirando a Pedro. El dolor en sus ojos era tangible.–Me encontraba sola y quería olvidarte.


–¿Y no lo has vuelto a intentar desde entonces? –preguntó Pedro curioso, su voz dulcificada.


Paula negó con la cabeza.


–No. He salido esporádicamente con otros, pero… no hubo nada.


Con un dedo, Pedro enjugó una lágrima que descendía por el carrillo de Paula y se la llevo a los labios.


–De verdad, Paula. No puedo imaginarme a ningún hombre dejándote ir.


–Excepto tú –sonrió Paula con tristeza.


–Aún no te has ido de mí, y esta vez no te dejaré ir –dijo él con firmeza–. Quiero casarme contigo. No me has dado una respuesta.


Pedro observó la expresión angustiosa de Paula, que casi lo obliga a ponerse de rodillas ante ella.


Necesitaba que le dijera que sí. 


Desesperadamente. Su cordura empezaba a depender de ello.


–Tú y yo no nos conocemos ya. No sé qué decirte ahora mismo– le respondió honestamente.


–Di que sí.


De una puta vez. Decir lo contrario no era una opción. Pedro la sentó en sus piernas. 


Necesitaba sostenerla en brazos en ese momento, tenía que sentir su suavidad en sus brazos. Ella se quejó y quiso zafarse, pero él no la dejó.


–O te sientas tranquila o te pongo boca arriba a gemir un ratito.


La quería con urgencia.


–No puedo aguantar ese delicioso movimiento encima de mí sin arrancarte la ropa del cuerpo y saborear cada centímetro de tu piel.


Ella dejó de moverse inmediatamente y le rodeó el cuello con los brazos.


–¿Qué fue de Kate? –preguntó curiosa, descansando la cabeza sobre los hombros de Pedro.


–No lo sé –dijo encogiéndose de hombros. 
-Nunca la volví a ver después de la investigación. Estaba casada. Felizmente casada, con dos hijos. No tenía ningún deseo de morrearse conmigo. Yo solo era un pobre inepto para ella. Todo fue una treta para obligarme a cortar mis lazos contigo.


Perdió una mano en su pelo y empezó a masajearle la cabeza.


–Así que…¿Cuál es tu respuesta, Paula?


Pedro, ni siquiera he digerido toda la información que me acabas de dar. No puedes esperar que acepte casarme contigo –dijo, empujándose hacia atrás y mirando a Pedro con malestar.


– Si no me crees, puedes preguntarle a Simon. 
Él no sabe nada acerca de nosotros, pero puede
verificar todo lo demás –le contestó, contrariado porque no lo creyera después de haber desnudado el alma para ella.


–No es eso. Necesito tiempo –suplicó–. Han pasado años, Pedro. Hemos cambiado. No nos conocemos ya.


–Nos hemos conocido siempre, cielo. Mi alma reconoció la tuya en el mismo instante en que te vi.


Y esa era la verdad. No necesitó más tiempo para conocer su valía, para saber que ella era especial.


–Está bien. Entonces, dime que sí mañana.


Se sentía magnánimo ahora que la tenía exactamente donde la quería tener.


Paula rio con un ronquido.


–Muy generoso por tu parte, pero creo que voy a necesitar un poco más que eso.


Pedro le ladeó la cabeza, clavándole un mirada posesiva


–¿Cuánto más?


–No lo sé –susurró Paula con ojos tristes.


¡Maldita sea! No la quería apesadumbrada. 


Quería que lo quisiera. No…necesitaba que lo quisiera.


–Te seduciré, y te haré el amor hasta que no te queden fuerzas para decir nada excepto que sí. Nadie planta nada ahí dentro sino yo.


Paula puso los ojos en blanco.


–Nadie ha puesto nada dentro de mi. Luciano usó un condón y no he tenido nada más, excepto un consolador, desde entonces.


Algo primitivo y carnal punzó las entrañas de Pedro, la imagen de Paula dándose placer hizo que su ya endurecido falo se levantara. Un instinto animal lo obligaba a codiciar ser el primero en llegar a su vientre. Nunca había tenido sexo sin protección. De alguna manera, Paula iba a ser la primera, la única, ya que no pensaba estar con ninguna otra mujer en su vida.


–¿Y cómo te va con el consolador? –se atragantó Pedro, apenas capaz de articular la pregunta.


Ella encogió los hombros y le dirigió una sonrisa.


–Probablemente se hayan agotado las pilas. Hace tiempo que no lo uso.


¡Dios! Lo estaba matando.


–No lo necesitarás más –le dijo raspándole la piel, enterrando su cara en el cuello sedoso de Paula.


Ella echó la cabeza a un lado, facilitando a Pedro el acceso.


–¿Es cierto que nunca te acostaste con ninguna de esas mujeres? –murmuró.


–Lo que te dije es la verdad. Sé lo que las revistas de cotilleos dicen y lo que la gente piensa, pero no es cierto. Las mujeres con las que la gente me ve no son más que amistades o conocidas, mujeres que quieren asistir a fiestas. No presumo de ser un santo, Paula, me he tirado a muchas. Pero ninguna era tú –respondió él, la voz espesada contra su piel.


–Te he echado de menos. ¡Te he echado tanto de menos! –replicó Paula con dolor y tristeza.


Incapaz de detenerse, Pedro deslizó a Paula de sus piernas al sofá y se colocó encima de ella,
cubriendo con su fornido armazón el cuerpo menudo de ella. Se sentía dulce, tan suave debajo de él que gimió cuando ella abrió la piernas para recibirlo y él sintió que, por fin, estaba en casa, exactamente donde debía estar. 


El contacto con su cuerpo, su embriagadora fragancia alrededor filtrándose por cada poro de su piel.


–Yo también te echaba de menos, cielo. Más de lo que te puedas imaginar –respondió sucintamente, dejando caer su cuerpo sobre el de ella, sujetando su propio peso con los codos, pero necesitando sentir toda su suavidad. 


Enterró la cara en los rizos sedosos de Paula, abandonándose absorto en ella, respirándola una y otra vez hasta que todo su cuerpo se llenase de su esencia.


Mía. La necesito. Nunca habrá otro hombre mientras que me quede aliento.


Un sonido grave, incoherente, salió de su garganta, un sonido animal y desbocado.


–Nunca te dejaré ir. Puedes decir sí hoy o mañana, pero serás mía por siempre.





CAPITULO 19 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro contuvo la respiración, observando cómo la expresión de Paula se tornaba escéptica
mientras intentaba digerir lo que le había dicho. 


Sorpresa. Incredulidad. Terror. Emociones
reflejadas en los ojos avellana de Paula al mirarlo. No, él no lo sentía así realmente. No quiso decir nada de lo que había dicho excepto por lo de convertir la clínica en su trabajo permanente para hacer su vida más fácil. Pero luego vio esos malditos papeles y perdió los estribos.


Ningún hombre pone nada dentro de mi mujer, artificialmente o no. Si quiere un hijo yo le daré uno, o moriré feliz intentándolo.


Un súbito deseo de poseerla, un deseo desenfrenado, lo invadió, apretó los puños, necesitaba poseer a la mujer que estaba delante de él, una mujer a la que había deseado siempre, al parecer. Cuando decidió dejarla lo hizo porque pensó que sería lo mejor para ella. 


Se acabó. No lo iba a hacer otra vez.


Evidentemente, ella no era feliz, algún tipo la había tratado como la misma mierda y no tenía la familia que siempre había querido. Estaba sola…o había estado sola. Ahora, Pedro, estaba decidido a quedarse con ella. Para siempre. 


Aunque lo odiara, él la trataría mejor que cualquier otro hombre; satisfaría todas sus necesidades hasta que le suplicara piedad.


¡Que a ella no le gusta el sexo! ¡Y una mierda! 


Simplemente no había encontrado un hombre que quisiera complacerla. Paula era la pólvora que él quería hacer explotar. Quería hacer un espectáculo de fuegos artificiales con ella, un orgasmo tras otro, hasta que le rogara parar, su cuerpo sin fuerzas y saciado.


Pedro no vio la palma de la mano que se acercaba a su rostro, sus fantasías y deseos tan intensos que se perdió en ellos. El golpe fue lo suficientemente fuerte como para volverle la cara y lo suficientemente sonoro como para que se oyera su eco en la cocina.


–¿Cómo puedes? ¿Cómo puedes jugar conmigo de esta manera? Hijo de puta, ¿qué te he hecho para merecer esto? –Paula siseó como una gata, con rabia en los ojos, llenos de lágrimas–. No quiero seguirte tu ridículo juego, Alfonso.


Pedro la agarró por la muñeca cuando ella estaba a punto de darle otra bofetada. Le apretó la muñeca lo suficientemente como para inmovilizarla, pero no tanto como para hacerle daño.


–No. Probablemente mereciera esa bofetada por haberte hecho daño en el pasado. Pero no voy a aceptar otra por pedirte que te cases conmigo y darte todo lo que deseas.


–Tú eres un maldito embustero. No quieres casarte conmigo, ni siquiera quieres financiar la clínica. Esto es un chiste cruel, retorcido…Y no entiendo por qué.


Se le saltaron las lágrimas. En sus ojos había dolor y confusión.


–Maldita sea, Paula.


La sostuvo en sus brazos. Ella pataleó y se retorció hasta que él la rodeó con los brazos, inmovilizándola.


–No es ningún puto juego. No soy una persona retorcida. No tanto.


Un poco sí, pero no en esto, no con ella.


Furioso, echando humo, la llevó en brazos al salón. La dejó caer sobre un espacioso sofá de piel, se echó encima de ella, sujetándole las muñecas, conteniendo sus manos agitadas por encima de la cabeza.


Respirando intensamente, Pedro la miró a la cara, sosteniendo su propio peso con las piernas, lejos de su pequeño armazón. Los ojos de Paula vertían lágrimas, un caudal que no parecía tener fin. ¡Mierda!


–Por favor, Paula, no llores.


No podía soportar que llorase. Ya había tenido suficientes desengaños y dolor en su vida. 


Sabiendo que él era la causa de sus lágrimas, no importaba si intencionalmente o no, lo mataba.


Ella desvió la cara.


–Suéltame. Quiero irme de aquí.


–La oferta es sincera, Paula. No estoy seguro por qué crees que te haría una jugarreta así, pero no tengo ninguna razón para hacer eso. Piénsalo bien. No tiene sentido –suspiró frustrado.


Volvió a mirarlo y le clavó los ojos como buscando en su alma.


–Tanto sentido como que me pidas que me case contigo. Nos odiamos mutuamente.


– Tú me odias. Yo no te odio. Nunca lo he hecho –dijo con aspereza, intentado reprimir el cúmulo de emociones que lo embargaban.


–Tú no querías tener relaciones sexuales conmigo, tampoco. Y ni siquiera me respetaste lo suficiente como para romper conmigo antes de follarte a otra. Me importabas, Pedro. Y verte con esa mujer supuso una burla a todo lo que habíamos compartido. Nuestra amistad. Nuestra relación. Todo fue un chiste a mi costa.


Paula tiró de las manos y Pedro la soltó, incorporándose para darle espacio, ahora que parecía más calmada.


–Paula, yo…


–Así que disculpa si creo que esto no es más que otra puta mentira, pero no me fío de ti. Y por una buena razón –dijo, pasándose una mano temblorosa por el pelo y empujándolo hacia atrás para despejar los caprichosos rizos de la cara, cara aún humedecida por las lágrimas vertidas. –Necesito irme. ¿Puedes llevarme a la clínica para recoger mi coche?


–No. Tú te quedas aquí. El ensayo empieza dentro de unas horas –insistió él, la mandíbula tensa–. Aún no me has dado tu respuesta a mi proposición.


–Porque no creo que sea necesario, pero si quieres una, la respuesta es no. Absolutamente no –dijo cogiendo aire–. Me rompiste el corazón una vez. ¿Tan estúpida crees que soy? A menos, claro, que puedas darme una buena razón por qué estabas comiendo lengua con una mujer tan espectacular ese día.


–Porque no tenía elección –gritó con brusquedad, como una explosión surgiendo de lo más profundo de su cuerpo–. Tenía que hacer que te alejaras de mí para que no salieras perjudicada. Esa mujer, que me llevaba al menos quince años, era una agente del FBI. ¿La miraste siquiera?


Se encogió de hombros, con las emociones a flor de piel, incapaz de recordar aquel día de pesadilla sin que lo dominaran la ira y la frustración.


–Todo lo que recuerdo es que era guapa y que te tenía la lengua hasta la garganta. Y tú la manoseabas de arriba a abajo –respondió Paula con voz quebradiza, triste por el recuerdo del dolor.


–Hacía bien su trabajo. Nos habíamos encontrado para buscar la manera de protegerte. Por eso te pedí que nos viéramos allí para tomar un café. Kate decía que la mejor forma de protegerte era alienarte, pero yo no podía hacerlo. Me importabas demasiado. Ella me dijo que si realmente me importabas, debería
preocuparme por tu seguridad sobre todo. Tenía razón, pero yo no sabía cómo alejarme de ti, aunque sabía que de alguna manera tendría que hacerlo para que estuvieras a salvo. Así que cuando te vio venir, ella se encargó de hacerlo besándome y empujando su lengua hasta la garganta.
Me convenció de que la mejor manera de salvarte era hacer que me odiaras, así que, sí, le seguí el juego. No sabía si darle las gracias u odiarla hasta la muerte después de aquello. No quería poner mis manos encima de alguien que no fueras tú, Paula. Me repugnó lo que estaba pasando, sabiendo que nos estabas viendo y que te sentías traicionada. Y si crees que no he vivido con la pesadumbre de tener que haber hecho algo así desde entonces, cada puto día, estás equivocada.




CAPITULO 18 (SEGUNDA HISTORIA)




Por supuesto, Pedro escuchó la pregunta que Paula se hizo entre dientes. Se echó ligeramente hacia atrás, frunciendo el ceño.


–Te excitaste, y mucho. Así que no me digas que no te gusta el sexo, Paula. Te gusta conmigo. Solo conmigo.


Ella se recostó y vio cómo él se lamía los dedos húmedos, cerrando los ojos, con una expresión de delirio en el rostro.


–Estoy jodido. No voy a ser capaz de olvidar nunca tu olor, tu increíble sabor. Debería haberte hecho venir con la boca –dijo entre lamidos.


La visión, erótica como pocas.


–Quisiera paladearte entera.


Abriendo los ojos, le lanzó una mirada tan tórrida que Paula volvió a humedecer las bragas, ahora
completamente empapadas. Paula retiró las piernas de su cintura y lo apartó empujándole el pecho. Él la sujetó y la bajó al suelo, dejándola que resbalara lentamente por su cuerpo aún excitado. Avergonzada, le dio inmediatamente la espalda y se abrochó el sujetador y los vaqueros, sabiendo que realmente necesitaba cambiarse de bragas.


–Ahora vuelvo –balbuceó mortificada y sin saber muy bien qué decir.


Pedro la agarró del brazo y la giró para obligarla a mirarlo


–Oye. ¿Me tomas el pelo? No estarás avergonzada, ¿verdad?


Ella asintió.


–¿Por qué? No lo estés. Esto ha sido lo más excitante que he vivido jamás –le dijo, sus manos acariciándole los brazos de arriba abajo.


–Yo.. yo no hago cosas así. No reacciono de esta manera –¡Mierda! Estaba tartamudeando–. Nos odiamos mutuamente.


Agarrándola por los brazos, la sacudió ligeramente.


–Es posible que tú me odies, pero yo nunca te he odiado, Paula. Nunca.


La acompañó hasta la mesa. Señaló con gesto de invitación una de las sillas.


–Siéntate. Voy a calentar la comida en el microondas.


Después de sacar ibuprofeno de su cartera, Paula se sentó, su cuerpo y su mente aún aturdidos.


Cogió la taza de café y se tomó las pastillas para el dolor de cabeza con media taza de café tibio, de un trago. Instantes después, Pedro colocó los platos recalentados en el microondas delante de ellos.


–¿Quieres más café?


Ella negó con la cabeza.


–Quizás más tarde.


Él se quedó de pie, mirándola por un instante antes de empezar a enredar con su pelo. Tiró del elástico del condón. Una risotada estridente y masculina se escapó de su boca.


–Muy creativa, cielo – comentó.


Ella lo miró con aire de suficiencia.


–Sin duda. Me alegro de que seas XL o no hubiera sido lo suficientemente grande para sujetarme el pelo.


–También eso tendría sus ventajas –respondió sutilmente mientras se sentaba.


Paula no iba a entrar en debate con él. Viéndolo comer los huevos, la panceta y las patatas con tal voracidad, aunque impecablemente, Paula nunca hubiera dicho que aquel hombre le acababa de procurar el orgasmo más increíble de su vida, usando nada más que sus talentosos dedos y su boca.


Se encogió de hombros, cogiendo el tenedor con dedos ligeramente temblorosos.


Empezó despacio, dado su escaso interés en la comida en ese momento, pero ganó velocidad y limpió el plato en un santiamén.


–Dios mío. Estaba delicioso. No sabía que cocinaras.


Él le devolvió una sonrisa maliciosa.


–Nunca me preguntaste. Y no tenía mucho con lo que trabajar cuando estábamos juntos. Mamá quiso enseñarnos a Simon y a mí a cocinar. Se me quedó lo que aprendí y lo disfrutaba. Simon, nunca.


En aquel entonces, solo tenía un infiernillo en el apartamento porque el fogón no funcionaba. A pesar de eso, tenía talento. Aún recalentado, aquel era el mejor desayuno que había comido en mucho tiempo.


–A Karen le da pánico dejar a Simon en la cocina –dijo Paula con una sonrisa, recordando las dos ocasiones en las que Simon había intentado cocinar. Ambas una pesadilla. En una de ellas se dispararon las alarmas de incendio a causa del humo.


Pedro puso el tenedor y la servilleta en el plato vacío y cogió su café.


–Es extraño, porque Simon siempre ha sido el creativo.


Paula lo miró con la boca abierta al tiempo que cogía su tazón.


–Eso no es cierto. Tú eres brillante.


Sí, Pedro podría ser un perro con las mujeres, pero era un increíble hombre de negocios. 


Paula había seguido el desarrollo de su compañía, aunque nunca lo admitiría públicamente. Pedro se había encargado de producir los vídeo juegos de Simon y elevar el negocio a la estratosfera. Luego siguió con la
expansión de la Alfonso al mercado inmobiliario y a otras empresas, convirtiéndola en una de las más diversificadas y poderosas corporaciones del mundo. Simon era todavía el cabeza de la división de video juegos, pero Pedro era el principal artífice de su estatus como multimillonarios con todas las demás empresas.


Pedro se encogió de hombros.


–Yo no era más que el chico de los recados. 


Simon era el cerebro detrás de todo.


–¿Realmente lo crees? Sé que él hizo los diseños iniciales, pero ¿quién los vendió, los comercializó, quién invirtió en otras empresas, quién las comenzó? Él puede ser el brillante creador de video juegos, pero tú eres el genio del negocio. La compañía la hicisteis los dos.


Pedro bebió un trago de café y puso el tazón sobre la mesa, mirándola con asombro.


–Paula, si no te conociera mejor, pensaría que me estás haciendo un cumplido.


Poniendo los ojos en blanco, Paula se levantó y recogió los platos. Luego, los enjuagó antes de
ponerlos en el lavavajillas.


–Digo lo que pienso. Puede que mayormente no me gustes, pero no puedo negar que eres un hombre de éxito.


Un éxito desmedido.


Pedro la ayudó con los platos. Volvió a llenar los tazones de café y los puso sobre la mesa.


–Tenemos que hablar, Paula.


–Lo que tengo que hacer es irme a casa. Necesito arreglarme y volver para el ensayo –le dijo casualmente, sin querer oír lo que tuviera que decirle. Su tono era demasiado serio, demasiado como el Pedro que conoció, y la añoranza la hacía débil, anhelando algo que nunca podría volver a repetirse.


–Tienes ropa aquí. Siéntate –refunfuñó con expresión implacable.


En lugar de sentarse, cogió el tazón de café y le dio un sorbo, mirando a Pedro con prevención.


–Dime lo que tengas que decirme. Con respecto a mi vida, tu opinión es irrelevante, pero te escucho.Luego, debo irme.


Le parecía la forma más expedita de librarse de él. Necesitaba quitarse de en medio y evitar la
presencia del hombre más deseable que jamás había conocido. Inmediatamente.


–Tú, hoy, no vas a ninguna parte. Ni mañana. Ni pasado mañana –respondió hostil, quitándole el tazón de las manos y poniéndolo en la mesa–. Te vas a tomar algún tiempo de descanso mientras te piensas mi proposición.


–¿Y cuál es? –masculló, cruzándose de brazos.


–Quiero que dejes tu trabajo en el hospital y que te dediques por completo a la clínica. Como médico de plantilla. Pondría tu sueldo inicial en medio millón anual y podrías hacer todo tu trabajo durante el día. Te quiero fuera de allí antes de que oscurezca y no puedes trabajar más de cinco días a la semana.


Esto te permitirá dedicarle más tiempo sin tener que bregar con dos trabajos.


–Es una clínica gratuita. No pudo ponerme un sueldo –replicó perpleja.


–Funciona con donaciones. Yo puedo elevar la mía y pagar tu sueldo con ella. Tengo muchos contactos que estarían más que dispuestos a ayudarte a llevar la clínica. Todo lo que tengo que hacer es llamarlos.


Levantó las cejas, como retándola a desmentirlo.


Evidentemente, él tenía contactos, otros hombres de negocios ricos que juntos podrían subvencionar la clínica en su totalidad. Dios mío. 


Lo que sería poder ir a la clínica todos los días, un lugar donde podría realmente marcar la diferencia en la vida de otros. A ella le gustaba su trabajo en el hospital y era reconfortante cuidar a los pacientes allí, pero no era lo mismo que ayudar a gente que no podía pagar un seguro médico. Y había un sin número de médicos a los que les gustaría tener su trabajo en el hospital. En la clínica… no tantos.


–No valgo tanto dinero. Solo soy médico de familia. No gano esa clase de sueldo.


¿De verdad estaba considerando la oferta? 


¡Mierda! Le había puesto por delante una zanahoria que casi le era imposible rechazar.


Se trata de Pedro Alfonso, Paula. Ten cuidado.


El caso es que no quería tener cuidado. Quería aprovechar la oportunidad.


–¿Y dónde está el truco? –preguntó juiciosa–. No hay ganancias para ti, excepto una mayor
desgravación de impuestos por tu participación en una organización de caridad. ¿Por qué tantas molestias por mi clínica?


–Porque así sé que estás segura todos los días y que sales de la clínica antes de anochecer, que duermes, que comes –dijo encogiendo los hombros–. Las condiciones son inamovibles. No trabajo de noche y no más de cinco días a la semana.


La estaba manipulando, y no le gustaba. Sin embargo, era difícil no aceptar cuando era algo que siempre había querido.


–Baja mi sueldo. Preferiría usarlo para pagar personal a tiempo completo. Solo necesito lo suficiente para pagar mis préstamos estudiantiles y la hipoteca, aparte de otros gastos menores.


–No. Te pagaré lo dicho y también tus préstamos estudiantiles. Me aseguraré de que las donaciones alcancen para pagar al personal y comprar tecnología punta.


Cruzó los brazos, hierático. Estaban negociando, pero Paula sentía que cada vez que abría la boca él quería darle más.


–¿Por qué quieres hacer todo esto? La verdad.


–Lo hago por ti –replicó Pedro, penetrándola con la mirada–. Y en parte por mí –admitió reluctante.


– ¿Tenemos que firmar contratos? –preguntó, queriendo saber si estaría legalmente protegida. 


Quería creer que Pedro era sincero, pero no se dejaría embaucar por él otra vez. Una rotura de corazón masiva era más que suficiente. Había puesto su confianza en él una vez y la hizo pedazos. Ahora, desconfiaba de todo lo que le ofrecía.


–No. No si aceptas la oferta en su totalidad –sentenció con autoridad.


–¿Qué más incluye?


¿Qué más podría ofrecer?


–Quiero que te quedes embarazada –dijo bruscamente–. Estarás en posición de tener un hijo y quiero ser yo quien lo haga. No quiero el germen de ningún otro hombre dentro de ti.


Paula dio una bocanada, el corazón a cien. ¿Se había vuelto loco?


–¿Quieres ser mi donante de esperma?


–Ni hablar. O sí … pero a la antigua. Estoy dispuesto a intentarlo tanto como sea necesario. Cada día. Cinco veces al día. O hasta que me supliques que pare, y aún entonces no estoy seguro de que pararía.


La atrajo hacia él y le desató el pelo, enterrando posesivamente los dedos en la maraña de rizos. 


La cabeza de Paula le daba vueltas, el corazón le golpeaba el pecho, tanto que juraría que iba a romperle el esternón.


–Eso requiere... Mucho sexo…Sexo sin protección.


Ni hablar.


–No me gusta el sexo y tú eres un putero. No podrías pasarte una semana sin una mujer. No tendrías bastante conmigo. Y, definitivamente, no quiero compartir enfermedades con tus amiguitas.


No va a ocurrir. Tener a Pedro Alfonso como el padre de la criatura que tan desesperadamente deseo lleva la palabra “complicado” escrita.


–Estoy limpio. Te daré un certificado médico.


Echándose hacia atrás, la miró fijamente con sus ojos esmeralda, perturbadores, tempestuosos, como si estuviera controlándose a sí mismo.


–No puedo. Confié en ti una vez. No puedo hacerlo otra vez. Especialmente no con la posibilidad de un hijo entre los dos –dijo Paula con tristeza, los ojos empezaban a llenársele de lágrimas. Increíblemente, casi deseaba cerrar el trato. ¿Cómo sería tener al hijo de Pedro Alfonso, su hijo, entre los brazos? La verdad la golpeó tan fuerte que se tambaleó: no solo quería un hijo, sino que también quería a Pedro


Sus problemas con el sexo no tenían nada que ver con su fisonomía. Todo se reducía a Pedro


Ningún otro hombre había sido Pedro, así que no había deseado a nadie más. Cuando se trataba de compartir algo tan íntimo, solo había una persona posible, un hombre que le había roto el corazón hacía tantos años.


Debo estar loca, ser una estúpida masoquista, para sentir de esta manera.


–No he estado con una mujer desde hace meses. No podría. Y hasta entonces solo me he acostado con mujeres que tenían el pelo rojizo, cuerpos con curvas y a quienes no les importaba que dijera tu nombre cuando me corría –dijo irritado–. Mujeres que solo querían dinero y cosas materiales, porque no tenía nada más que ofrecerles.


Pedro, estás con una mujer diferente cada semana.


–Amigas que me acompañan a los eventos sociales. No me acuesto con ellas. No tengo deseos de acostarme con una rubia larguirucha. Estoy obsesionado con una pelirroja menuda que me odia– rio, sin humor, una risa autocrítica.


Dios mío, ¿sería verdad? Aún así, la había engañado cuando estaban saliendo. Como el proverbial leopardo que no puede cambiar sus manchas, Pedro no podía haber cambiado tanto, ¿o sí?


–No puedo. Nunca funcionaría. No puedo acostarme contigo, quedarme embarazada y largarme. Acabaría conmigo.


–Si te largaras, iría detrás de ti


Sus orificios nasales se ensancharon, mirándola con tal intensidad que ella a duras penas pudo
mantenerle la mirada.


–Y bien, ¿por qué querrías algo así? –preguntó con curiosidad.


–Creo que no lo entiendes, Paula. No estoy pidiendo dejarte embarazada o follar contigo, aunque bien sabe Dios que me gustaría.


–¿Qué quieres?


Respiró hondo, exhalando lentamente, su cuerpo en tensión.


–Quiero casarme contigo. No te estoy pidiendo unos pocos meses de sexo desenfrenado. Te estoy pidiendo una eternidad. Tú, yo, una familia. Todo. Todo lo que deberías tener pero no has tenido todavía. No te merezco, pero cómo te deseo. Tanto que me está matando.


Volvió a respirar hondo… y esperó.