viernes, 15 de junio de 2018
CAPITULO 26 (PRIMERA HISTORIA)
Todo bien?
Paula sonrió al leer el mensaje de Pedro. Se dirigía a Helena Place en coche con James, que conducía muy serio. Llevaba varios días sin hablar con Helena y habían quedado para tomar un café. Como su amiga no soportaba alejarse del restaurante, Paula solía pasarse un rato después de clase, cuando había menos gente.
Contestó con otro mensaje: Sí, papi. Todo va bien.
Era viernes, casi había pasado una semana desde el incidente de la clínica. Pedro le escribía a diario —varias veces, de hecho— para asegurarse de que todo iba bien. Aunque le vacilara diciéndole que parecía un padre superprotector, en el fondo le conmovía que se preocupara por su seguridad.
No habían tenido contacto físico desde la noche del incidente de la clínica. Bromeaban y charlaban, pero no follaban. Era como si a los dos les diera miedo que lo que había ocurrido no se pudiera repetir. O quizá temían lo que pudiera pasar. Ella sin duda lo sentía así, pues jamás había vivido una experiencia tan intensa.
Volvió a sonarle el teléfono.
Ten cuidado. Avísame cuando t marches. Ya estás allí?
Le respondió: Llegando. A sus órdenes, señor.
Cuando el coche se detuvo delante del restaurante de Helena, el móvil volvió a sonar.
Más quisiera yo, pero tú solo estás a mis órdenes en mis sueños.
Le entró la risa porque prácticamente podía oír a Pedro pronunciando esas palabras de mal humor. Se metió el teléfono en el bolsillo del pantalón y, antes de abrir la puerta, sonrió al amable conductor:
—Gracias, James. Te veo en un ratito.
Él le devolvió una sonrisa de oreja a oreja.
—Disfrute del café, señorita Paula. La estaré esperando aquí mismo. Dé saludos a Helena de mi parte.
James llevaba muchos años trabajando para la familia y conocía a todo el mundo.
—Lo haré.
Salió del vehículo y saludó a James con la mano antes de abrir la puerta del restaurante.
En Helena Place había clientes a todas horas. El sitio era conocido en la zona por ofrecer comida excelente a precios razonables. Paula avanzó hasta una mesa que había en una esquina y, cuando estaba a punto de sentarse,Helena salió a toda prisa por la puerta de atrás con una amplia sonrisa y los brazos abiertos de par en par.
Paula la abrazó con fuerza y respiró hondo para inhalar el agradable aroma a vainilla que siempre parecía irradiar la mujer.
Helena se apartó para coger a Paula por los hombros.
—¿Qué tal te está tratando mi hijo? Tienes buen aspecto. Se te ve descansada.
—Espera, voy a servirnos un café.
Paula se metió a la barra para llenar dos tazas de café humeante. Al volver a la mesa cogió una jarrita de leche.
—Estoy bien. Las clases van estupendamente, pero se acerca la hora de la verdad.
Dejó una taza delante de Helena antes de sentarse enfrente de ella.
—No hace falta que sirvas el café, cielito. Ya no trabajas aquí.
Helena le dedicó una sonrisa tan parecida a la de Pedro que, por un momento, a Paula se le fue el santo al cielo: se apoyó en el respaldo y
analizó el rostro de su amiga en busca de otras similitudes con su hijo. No había muchas.
Después de haber visto cientos de fotos de los hermanos con su madre Paula había llegado a la conclusión de que Pedro debía de parecerse a su padre aunque no había visto ninguna foto de él. Helena y Samuel se parecían mucho: los dos tenían el pelo rubio y ondulado, y los ojos verdes.
Su amiga tenía un estilo de vestir informal, pero elegante. Ese día llevaba una chaqueta rosa y una falda de cachemira que le llegaba por
debajo de la rodilla. Sus delicadas orejas estaban adornadas con largos pendientes rosas que le golpeaban el cuello cada vez que movía la cabeza.
La única muestra de ostentación eran esos llamativos pendientes. Helena era una buena mujer y tenía un corazón noble. Paula sonrió.
—Necesitaba mi chute de cafeína. —Sirvió la leche en el líquido humeante—. Y aproveché el viaje para traerte otro a ti. —Añadió azúcar y removió la mezcla con una cucharilla—. Pedro me trata bien. Más que bien. De maravilla. Es un gran… amigo.
Paula casi se atraganta al pronunciar la última palabra, pero al fin y al cabo es lo que era, un amigo.
Helena suspiró:
—Parece muy feliz. Hablo con él casi todos los días y hacía tiempo que no se mostraba tan optimista. Está enamorado.
—No lo está —zanjó Paula de inmediato y casi se le va el café por el lado que no era—. No lo estamos. Es decir, somos amigos.
Dios mío, no podía permitir que Helena creyera que su relación con Pedro iba para largo.
—Ya, ya. Y Pedro se pasa el día hablándome de ti porque…, ¿por qué?
Helena le dedicó una mirada burlona por encima de la taza y Paula se encogió de hombros.
¿Tanto hablaba de ella? ¿En serio?
—Vivo en su casa y me está echando un cable. Es normal que hable de su compañera de piso. Nos vemos todos los días.
Helena resopló.
—Cielito, Pedro también ve a Samuel todos los días y te aseguro que no se pone tan pesado con él. Además, hasta ahora nunca me había hablado de ninguna mujer.
Paula trató de apaciguar a su esperanzado corazón: el hecho de que Pedro la mencionara en las conversaciones con su madre no significaba nada.
—Samuel y él no viven en la misma casa.
—A ti te gusta él. Y a él le gustas tú. Mucho.
Dejó caer los hombros mientras colocaba la taza en la mesa y se ponía a jugar con una servilleta. Nunca se le había dado bien ocultar cosas a Helena.
—Sí que me gusta, pero no quiero hacerme ilusiones. A Pedro no le agradan los compromisos. Y lo entiendo. Más o menos. Ni siquiera ha tenido novia.
Helena estiró el brazo y puso la mano sobre los dedos de Paula, que estaban dejando la servilleta hecha trizas.
—Eso no significa ni que no pueda tenerla ni que jamás la vaya a tener. —Helena suspiró—. A Pedro le ocurrió una cosa a los dieciséis años que lo cambió para siempre. Mi niñito se pasaba las horas enfrascado en libros, era muy callado y todo lo aplicado que una madre podría desear. Pero además era muy compasivo; el tipo de niño que se dedica a rescatar a perritos perdidos. Recuerdo lo mucho que le vacilaba Samuel a costa de su tierno corazoncito. Prácticamente todos los días Pedro aparecía en casa con algún animal extraviado o se proponía remediar alguna injusticia. — Helena, incómoda, cambió de postura—. Creo que dejó de ser así cuando
tenía dieciséis años.
Paula apretó la mano de Helena.
—No ha dejado de ser así. Sigue siéndolo. Fíjate en cómo me está ayudando a mí. Aunque desconozco los detalles, sé que le ocurrió algo, pero, en cualquier caso, sigue siendo igual de dulce que de niño.
—A eso voy. No era así antes de conocerte. Eres la única persona que no es de la familia por la que se ha preocupado en un montón de años. Eso me da esperanza.
Paula se estremeció.
—No te emociones, por favor. Solo somos amigos. Eso es todo. Considérame un perrito extraviado.
Helena sonrió satisfecha, mientras retiraba la mano de la de Paula para coger la taza de café. Dedicándole una mirada de complicidad, comentó:
—Ya, bueno, pues en ese caso eres el primer perrito que ha acogido en casi dieciséis años. En mi opinión es bastante significativo.
Paula echó cuentas con el corazón acelerado.
¡La fiesta!
«Mañana Pedro cumple treinta y dos años».
—Seguro que no soy la primera. Lo que pasa es que no te lo habrá contado.
Era imposible que ella fuera la primera persona a la que hubiera ayudado desde aquel misterioso incidente que lo transformó a los dieciséis años.
Helena se echó a reír y repuso enigmáticamente:
—Soy su madre. Tengo ojos en la nuca. Pregúntaselo a mis chicos. Les da mucha rabia que lo sepa todo, incluso cosas que no me han contado.
«¿Sabes que Pedro solo puede tener relaciones sexuales cuando la mujer está atada y con los ojos vendados?».
Paula estaba bastante convencida de que Helena no estaba al corriente de esa información y, obviamente, tampoco se lo pensaba decir. Hay cosas que era mejor que una madre no supiera.
Empezó a dar vueltas a los años de aislamiento durante los cuales Pedro había reprimido sus instintos solidarios y se le encogió el pecho al preguntarse qué le habría ocurrido, qué habría transformado a ese dulce niño en un adulto solitario e impasible.
¿De verdad estaba cambiando? Era cierto que a veces se mostraba distante y muy poco sociable, pero a Paula no le parecía un ermitaño o un pasota. Esas reacciones no eran más que… cosas de Pedro.
Brusco…, sí.
Gruñón…, sí.
Mandón…, sí.
Controlador…, a veces.
Atento…, ¡ya te digo! Bajo su apariencia ruda escondía un corazón de oro.
Sexy…, sí, sí y sí.
Además era ingenioso, inteligente e irresistible en muchos aspectos.
—Ojalá algún día me confiese lo que le ocurrió —susurró Paula para sus adentros.
—Eso espero. Necesita desahogarse y pasar página —respondió Helena en voz baja.
¡Coño! ¡La madre de Pedro la había oído! No solo tenía ojos en la nuca, ¡también contaba con un oído supersónico!
—¿Sabes qué ocurrió? —le preguntó Paula con curiosidad.
La pregunta pareció incomodar a su amiga, pero aun así respondió:
—A grandes rasgos. Sé que estuvo al borde de la muerte. Me faltan muchos detalles. —Helena parecía atormentada.
—Siento haberte preguntado por un recuerdo tan doloroso.
Paula se juró no volver a mencionarle el tema.
No soportaba ver tan descorazonada a la mujer que se había convertido en una segunda madre
para ella.
—Muchos recuerdos del pasado lejano son dolorosos y no siempre logro quitármelos de la cabeza. Mis chicos vivieron una infancia que jamás deberían haber vivido, que ningún niño debería vivir. Yo debería haber actuado más y haberles protegido mejor.
Los ojos de Helena transmitían un dolor atormentado, como si estuviera recordando el angustioso pasado que habían sufrido los tres y lo mucho que les había afectado.
—Basta. Para de inmediato. Pedro y Samuel están perfectamente. Puedes estar orgullosa de tus hijos, Helena. Lo hiciste lo mejor que pudiste y se nota. —Paula no soportaba ver a su amiga tan afligida—. No tienes que tener una infancia idílica para convertirte en un adulto maravilloso.
Mírame a mí.
Paula sonrió de oreja a oreja para intentar contagiar a Helena, que esbozó una tímida sonrisa.
—A veces se me olvidan las penurias que has vivido, cielito. Tus padres se fueron demasiado pronto, pero te criaron como es debido.
—Y tú a tus hijos. No conozco a Samuel, pero a Pedro sí. Es un hombre maravilloso —le dijo con toda franqueza.
Paula decidió cambiar de tema para que su amiga recuperara la alegría y dejara de martirizarse con la idea de que tenía que haber criado a sus hijos de otro modo. Paula conocía bien a Helena y estaba convencida de que, fueran cuales fueran las circunstancias, había hecho todo lo que había estado en sus manos para educar a sus dos hijos.
—Pedro me ha invitado a la fiesta que celebra Samuel mañana.
Helena se echó a reír.
—La fiesta de cumpleaños que le organiza su querido hermano todos los años. Vas a ir, ¿no?
—Sí. Pedro quiere que vaya. ¿Habrá mucha gente? —Paula no logró ocultar la aprensión que sentía.
¿Cómo rayos iba a relacionarse con todos esos millonarios? Le había sorprendido que Pedro la invitara al evento. Para empezar ni siquiera sabía que iba a ser su cumpleaños y, para más inri, el cumpleaños de Paula era precisamente un día después.
—¿Estás nerviosa? —Helena alzó las cejas y dedicó a Paula una mirada inquisitiva.
Mierda. ¿Es que no podía ocultar nada a Helena?
—Un poco. No estoy acostumbrada a juntarme con ese tipo de gente.
Pero no era solo eso. Tampoco estaba acostumbrada a acudir a eventos sociales para divertirse o relajarse. Entre el trabajo y la universidad nunca había tenido tiempo para eso.
La risa alegre de Helena inundó el aire alrededor.
—Con los años he aprendido que en realidad los ricos no difieren mucho de la gente normal. Algunos son agradables. Otros no tanto. Ya te las apañarás. Tener dinero no les hace mejores personas que tú, cielito.
Si lo pensaba fríamente, Paula sabía que Helena estaba en lo cierto, pero aun así no lograba aplacar los nervios. Estaba ansiosa no tanto por lo ricos que eran los invitados, sino porque no quería decepcionar a Pedro delante
de sus amigos, socios y familiares. Sus habilidades sociales estaban oxidadas después de tantos años de abandono, en los que solo las había practicado con los clientes del restaurante y sus jovencísimos compañeros de clase.
El teléfono de Paula sonó y la devolvió a la realidad.
—Es Pedro —informó a Helena sonriendo mientras leía el mensaje.
Ya os habéis cansado de hablar de mí?
¡Pero, bueno! ¡Como si Helena y ella no tuvieran temas más interesantes de los que hablar! Sus dedos revolotearon por la pantalla táctil para contestar al mensaje.
Ni siquiera te hemos nombrado, creído.
La respuesta no se hizo esperar:
No soy ningún creído. Conozco a mi madre. Si no vuelves pronto a casa, me pongo a hacer la cena.
—¡Ay, Dios mío! Tengo que irme. —Sonrió a Helena y puso cara de terror.
—¿Por qué? —preguntó la madre de Pedro perpleja.
—Pedro me ha amenazado con ponerse a cocinar si no vuelvo pronto.
La risa de Helena tintineó en el aire hasta contagiar a Paula, que se echó a reír con las mismas ganas que su amiga. Helena cogió aire y comentó divertida:
—Viniendo de Pedro es una amenaza de lo más inquietante. Es muy probable que acabe herido.
—Ya te digo. Si le da por preparar algo que no sea un bocadillo o comida en el micro, será un desastre —respondió Paula mientras escribía en el móvil: Enseguida voy. Por favor, no cocines —. Qué tío tan manipulador
y tan maquiavélico —murmuró con cariño, levantándose de la mesa.
—Eso es que te echa de menos. ¡Qué romántico! —suspiró Helena con una mirada soñadora mientras se ponía de pie—. Pero no dejes que se salga siempre con la suya.
A Paula le hizo gracia y, aunque estaba convencida de que Pedro le había escrito porque tenía hambre y no le apetecía cenar un sándwich, no quiso echar por tierra las ilusiones de su madre, así que se limitó a abrazarla y responder:
—Te veo mañana por la noche.
CAPITULO 25 (PRIMERA HISTORIA)
Horas después Paula se preguntaría cuánto tiempo habían pasado allí tumbados, en un universo propio, sin dar crédito a lo que acababa de ocurrir. Pero en ese momento se quedó absorta, disfrutando de la paz que sucedía a la turbulenta tormenta.
Tras un lapso de tiempo indeterminado Pedro se quitó de encima.
—Peso mucho. Perdona.
Ella se acurró a su lado y musitó:
—Estaba bien.
—Ha estado mucho mejor que bien —bromeó con una voz aterciopelada, malinterpretando sus palabras a propósito.
—Gracias, Pedro —susurró con dulzura.
—¿Por qué? —preguntó asombrado mientras la rodeaba con un brazo y le apartaba el pelo de la cara con el otro.
—Por lo que acaba de pasar.
«Por confiar en mí. Por librarte de algún fantasma del pasado. Por darme lo que necesitaba. Por darte lo que necesitabas».
No le veía la cara, pero no le hacía falta: percibía la sonrisa en su voz.
—No me des las gracias, cariño. Debería estar mostrándote mi veneración de rodillas.
Para quitarle hierro al asunto Paula bromeó respondiendo como si fuera una reina dirigiéndose a un súbdito:
—Ah, bueno… Si es menester…, que así sea.
«Pasito a pasito».
Pedro resopló.
—Ahora no puedo. Me has dejado hecho polvo.
—¡Granuja desagradecido! —repuso Paula con una sonrisa mientras le daba un manotazo en el hombro.
—No hace falta que me ponga de rodillas. Ya te venero —susurró rozándole la boca con los labios.
La soltó y se fue a poner los vaqueros. Paula se incorporó para buscar los pantalones y las braguitas.
—Ya, ya…, los hombres sois capaces de decir cualquier cosa después de un buen orgasmo.
Cogió la tela áspera y pegó un brinco para ponerse las braguitas y los vaqueros. Pedro la sujetó de las caderas cuando se estaba dando media vuelta para marcharse.
—Ha sido mucho más que un polvazo. Te has echado a llorar. Dime si han sido lágrimas de felicidad o de tristeza —preguntó preocupado.
—De felicidad. Sin duda.
Como no quería revelar nada más, le rozó la boca con los labios y se marchó a regañadientes. Sabía lo que pensaba Pedro de dormir acompañado, así que de momento tendría que contentarse con lo que acababa de ocurrir.
—Necesito pegarme una ducha —comentó antes de irse—. Alguien me ha… empapado.
Salió para dirigirse a su cuarto y se echó a reír al oír un gruñido a sus espaldas. Se dio una ducha y se metió en la cama, donde, agotada y satisfecha, no tardó en conciliar el sueño
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