domingo, 22 de julio de 2018
CAPITULO 29 (TERCERA HISTORIA)
La semana que siguió en el rancho de Montana resultó ser la más feliz en la vida de Pedro. Él y Paula se dedicaron a conocerse de nuevo, o quizás por primera vez y, a pesar de que él atesoraba cada día, cada nuevo descubrimiento acerca de ella lo hacía lamentarse por los años malgastados en los que podía haberla conocido pero no lo hizo. Ella seguía siendo la mujer dulce, increíble, con la que se había casado; la mujer que amaba con una intensidad que casi acababa con él, pero era también mucho más. Era complicada y perspicaz, misteriosa y desconcertante, y el reto de saber cómo trabajaba su mente lo intrigaba. Ella le había enseñado los diseños que había estado creando y su maestría y su pasión lo asombraron. Las cosas que nunca le había dicho en el pasado por temor a que él la rechazara lo hacían admirar aún más su fortaleza. Su mujer era una superviviente, una mujer que había vivido un infierno y se había hecho más fuerte y más juiciosa por ello.
Podría reírse de sí misma y definirse como un proyecto, pero para Pedro era perfecta. Siempre lo había sido.
Se sentó en la cama y se puso las botas de senderismo, una compra que había hecho, junto a otras cosas, en un viaje a Billings.
Haciendo una mueca, se las ató, pensando lo poco que él y Paula habían salido de la casa en una semana. Pero, la verdad, no le importaba lo más mínimo. Le parecía que ella le enseñaba el jodido tatuaje con demasiada frecuencia y protestaba muy poco cuando él cumplía su promesa de follarla cada vez que lo viera. El pene se comprimió contra la bragueta del pantalón vaquero.
Mierda. No puedo ni pensar en ella sin que se me levante. Ni me hace falta ver el tatuaje para desearla.
Pedro se sentía aliviado de no tener que ocultar nada a Paula nunca más, o de preocuparse por no ser el hombre que ella quería. Aparentemente, lo quería exactamente como era, y su constante afecto, la manera en que se confió a él, le sosegaban el alma.
Fue a la cocina, deteniéndose en la entrada mirando las sensuales caderas de su mujer contoneándose por la cocina mientras recogía los platos al ritmo del country que venía de su teléfono. Nunca antes había escuchado aquella canción ni le gustaba mucho el country, pero no iba a olvidar esa melodía jamás. Incluso tendría que hacerse con la partitura para piano si existiera la posibilidad de verla moverse así cada vez que la tocase.
Paula. Mi mujer. Mi amor. Mi vida. Por siempre.
Pedro no se podía mover, casi no podía respirar mientras la miraba. ¿Cómo pudo vivir sin ella por más de dos años? Podía sentir su poder de seducción desde el otro lado de la habitación. La necesidad de estar pegado a ella era continua. Paula lo completaba y él había estado perdido desde el momento en que ella se fue. Ahora tenía una nueva oportunidad. Todo lo que necesitaba estaba en aquella habitación, bailando enfundado en unos vaqueros ajustados y un suéter verde esmeralda.
Paula volvió la cabeza, como si hubiese sentido la presencia de Pedro, sus labios recibiéndolo con una espléndida, acogedora, sonrisa. Dios, cómo le gustaba aquella sonrisa. Raramente se daba un momento en que no lo mirara así, como si nada la hiciese más feliz que verlo a él. Paula fue al teléfono y apagó la música, acercándose a él y rodeándole el cuello con los brazos.
— Espero que no te importe. Estoy usando tu teléfono. Me dejé el mío en Florida.
Podía usar lo que le diera la gana, todo lo que tenía. Podía usarlo a él, a todos los efectos, como quisiera, siempre y cuando no dejara de sonreírle de aquella manera.
— Tú eres todo lo que tengo. Lo que es mío es tuyo —respondió sencillamente, rodeándole la cintura con los brazos.
— Entonces, ¿no te importa que use tu maquinilla para afeitarme las piernas? —preguntó inocentemente.
— Bueno, todo excepto eso —respondió frunciendo el ceño. Se lo pensó un momento antes de continuar—. ¡Qué coño! Eso también lo puedes usar. Si las cuchillas se despuntan, me compro otra. —Pedro decidió que su sonrisa bien merecía un cargamento de maquinillas.
La sonrisa de Paula lo envolvió.
— No sería capaz. Sé dónde los hombres tienen su límite —admitió Paula.
— No hay límites entre nosotros —replicó Pedro, con hosquedad—. Traspasa mis límites cuando quieras. Invade mi territorio. Lléname de tu amor.
La besó porque tenía que hacerlo, cubriendo sus labios de miel con los de él. Paula le respondió acogiéndolo, aceptándolo, abriéndose a él. Lo volvió loco. Se fundió con él perfectamente, siguiendo sus deseos como si fueran los de ella. Quizás lo fueran …pero lo encendía de la misma manera. Separó la boca de ella y enterró la cara en su pelo, absorbiendo su aroma, necesitando estar más cerca de ella. Quizás aún tuviera miedo de que alguien se la llevara otra vez y nunca lo resistiría.
— Pensé que ibas a montar —murmuró Paula contra el hombro de Pedro.
Los dos eran buenos jinetes. Paula había pasado los veranos en Montana con su abuela hasta que ésta murió, cuando Paula estaba en la universidad, y Pedro había pasado tiempo en Texas con un viejo amigo de su padre cuando este aún vivía. Habían pasado unos cuantos días montando y disfrutando el cálido Septiembre que estaban teniendo en Montana.
Pero en ese momento, Pedro estaba pensándose qué clase de monta quería hacer.
— Quizás necesitemos montar de otra manera
—insinuó Pedro sensual, deleitándose con su olor mientras la acercaba más a él.
— Me alegro que digas eso porque estaba pensando lo mismo —respondió descaradamente.
Quitándole los brazos de la cintura, lo cogió de la mano y tiró de él hasta la puerta principal.
Sorprendido, Pedro la siguió sin resistencia, intentando adivinar si estaba pensando en un escenario alternativo para su paseo. Estaba dispuesto a cualquier cosa. Literalmente.
Llegaron a la puerta y ella la abrió con una sonrisa.
— Feliz cumpleaños, feliz aniversario, feliz
Navidad —dijo, señalando al exterior.
Pedro entrecerró los ojos para filtrar la luz del sol y el brillo que cegaba sus ojos. El coche de alquiler había desaparecido y en su lugar había un Ferrari 458 Spider, un coche que había pensado comprar pero nunca lo hizo, a pesar de que había estado salivando por uno por bastante tiempo.
— ¿De quién es este coche?
Paula le puso las llaves delante de la cara.
— Tuyo. Quería regalarte algo por cada una de las ocasiones que no hemos celebrado juntos. Y sé que querías uno.
¡Guau! Pedro se quedó boquiabierto y se volvió a mirar a Paula.
— ¿Cómo sabías que quería un Ferrari? —
preguntó.
Simon y Samuel tenían ambos un Bugatti, Kevin y Teo habían tenido multitud de juguetes para adultos, pero Pedro siempre había querido un Ferrari.
Había algo acerca de las estilizadas líneas italianas que lo atraían.
Paula se puso las manos en la cadera y le sonrió traviesa.
— Estaba negociándolo cuando tuve que irme por segunda vez. Usé varias veces tu ordenador portátil y en la pantalla tenías este coche. Era evidente que lo querías. ¿Por qué no lo compraste?
Pedro conducía un Mercedes, un sedán no demasiado caro para su categoría.
— Porque no es de sentido común. ¿Para qué necesito otro coche, especialmente uno que vale más de un cuarto de millón?
Podría ser multimillonario, pero esto nunca parecía anular su lógica y su marcado sentido práctico.
— Pedro, te lo puedes permitir. Puedes tener lo que quieras. No tienes que hacer siempre lo que es razonable —se burló Paula tiernamente—. A veces está bien hacer algo porque quieres y no tienes que tener ninguna otra razón.
Sus ojos recorrieron el coche con deseo.
¿Desde cuándo había querido tener un Ferrari pero no lo había comprado porque no era necesario? Era totalmente innecesario, pero lo quería.
— ¿Lo has hecho por mí? ¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó todavía asombrado.
— Con la ayuda de mi hermano. Kevin se encargó de que lo trajeran aquí. ¿Te gusta? — preguntó nerviosa—. Lo he pagado con mis propio dinero.
A él no le importaba qué fondos había usado.
Podía usar su dinero cada vez que quisiese. De hecho hubiera preferido que no se hubiera gastado su propio dinero. Él tenía mucho más que ella, tanto que no podría gastarlo en una vida aunque se pasara el día comprando productos de lujo. No fue el dinero lo que le impidió comprárselo él mismo, era el sin sentido de comprarse uno.
— ¿Que si me gusta? Siempre he querido un Ferrari.
Cogió las llaves de su mano y se fue hacia el vehículo. Era único, rojo con asientos negros de piel.
Tenía el techo bajado y sentía la urgencia de ponerlo en la carretera.
— Alquilas coches deportivos pero no te compras uno.
Pedro le sonrió como un niño grande, pasando la mano por la puerta del coche.
— Tenía que aliviarme la picazón de vez en
cuando.
Paula lo rodeó con sus brazos, por la espalda.
— Curado para siempre ya —musitó.
Pedro se volvió y la levantó en brazos. Paula le rodeó la cintura con las piernas, poniendo sus miradas al mismo nivel.
— Tengo otra picazón —le dijo maliciosamente, dispuesto a esperar antes de conducir el nuevo coche—. No puedo creer que hayas hecho esto por mí. ¿Cómo es posible que sepas lo que quiero antes que yo mismo?
— Dotes de observación —le dijo riéndose—.
Te espié. Y tú sabías que lo querías, simplemente no lo querías admitir. Has gastado dinero en mí sin sentido en el pasado, pero seguías reglas diferentes contigo.
Pedro no estaba seguro, pero pensaba que era
más que mera observación. Paula lo entendía de una manera que ni él mismo se entendía.
— Yo también tengo algo para ti. —Y esperaba que le gustase—. Y gastar dinero en ti nunca es un sin sentido.
— ¿Qué es? —preguntó curiosa, dándole un beso en los labios antes de bajar las piernas y ponerse de pie armoniosamente.
Pedro estuvo a punto de gruñir a voz en grito.
No tenerla tan cerca de él era casi doloroso.
— Lo compré en Florida. —Hurgando en el bolsillo, sacó un cajita de terciopelo negro. La abrió nerviosamente—. No sabía si volverías a encontrar tu anillo de bodas, así que te compré este.
El anillo tenía una banda de platino cubierta de diamantes, un zafiro enorme en el medio engarzado en un corazón del mismo metal y rodeado de diamantes.
— Oh, Pedro —A Paula se le cortó la respiración
cuando tomó la cajita, temblándole las manos—. Es increíble. Pero ya tengo mi anillo de boda.
— Tienes otro dedo —le recordó Pedro con una sonrisa—. Un anillo por nuestro primer matrimonio y otro por nuestra segunda oportunidad. —Sacó el anillo de la caja y se lo puso en el dedo anular de la otra mano—. Tenme siempre contigo —le pidió, queriendo que no hubiera sido necesario decirlo. Él, definitivamente, la tendría siempre con él.
Atónita, lo miró con lágrimas en los ojos.
— Es exquisito. Ha debido costarte una fortuna.
El zafiro debe tener por lo menos diecisiete quilates.
Pedro se había olvidado por un momento que estaba casado con una diseñadora de joyas y que sabía algo de gemas, aunque ya no trabajara con ellas.
— El precio no es problema. Yo quería más diamantes, pero Gabrielle dijo que serían
demasiados.
— Gabrielle. Claro. Me parecía un trabajo suyo. Pero tiene su agenda completa. ¿Cómo conseguiste que te hiciera esto tan rápidamente?
Pedro había tenido que pagar una buena cantidad en efectivo y arrastrarse un poco a los pies de la famosa creadora para que le diera prioridad al anillo de Paula. Pero hubiera pagado cualquier cosa para conseguirlo y ponerlo en su dedo lo antes posible.
Después de ver cómo había lamentado la pérdida de su anillo de boda, hubiera dado su fortuna por darle otro.
— ¿Te gusta? —le preguntó ansioso, sin querer discutir más el precio ni cómo tuvo hecho el anillo en tan poco tiempo.
Paula acarició el anillo con veneración y con brillo en los ojos.
— No hay ninguna mujer en el mundo a lo que no le gustaría. Gracias, Pedro. Te quiero. Te quiero.
— No llores. —Le secó las lágrimas de sus mejillas—. Tenía que hacerte sonreír.
— Estoy feliz. Pero es que es una pieza tan increíble. No necesitabas haber hecho esto. Ya tengo un anillo de boda espectacular.
— Tú tampoco tenías que comprarme un Ferrari
—le recordó él.
— Quería hacerlo —argumentó ella.
— Lo mismo te digo —dijo Pedro, sonriendo de lado.
— ¿Estás pensando en darme un paseo? — preguntó Paula, volviendo la mirada al flamante coche.
Claro que quería. Quería darle el paseo de su vida. Pedro estaba considerando tirársela en el capó del Ferrari, completamente desnuda, pero Paula ya había corrido hacia el lado del copiloto y saltado al asiento del coche.
Resignado, abrió la puerta y se hundió en el asiento de piel. Encendió el motor y dio la vuelta con el coche, en dirección a la autopista.
Condujo despacio por el camino, intentado evitar los baches, y tomando nota mentalmente de que había que rellenarlos tan pronto como fuera posible.
— ¿Sabes adónde vamos? —le preguntó a Paula cuando se detuvo al final del sendero, sin saber exactamente adónde conducían las carreteras aledañas ni cuál era el destino que llevaban.
— ¿Importa? —preguntó Paula, su pelo enredado por el viento.
Pedro arrugó la frente. Nunca había sido el tipo de persona que improvisara. Siempre sabía adónde iba, lo que estaba haciendo y por qué.
Pero en el coche con el que había soñado desde adolescente, con una hermosa mujer a su lado, una mujer a la que amo y a quien pensaba que no iba a tocar nunca más, pues no. No le importaba adónde iba siempre y cuando Paula fuera con él.
La frente y todo su cuerpo se distendieron al mirar a Paula, luminosa, resplandeciente, y sus labios se curvaron dibujando una sonrisa de niño.
— No. No importa en absoluto.
— Pareces un adolescente al que acaban de darle el permiso de conducir —observó Paula,divertida.
— Hace mucho que tengo permiso, pero me siento como un adolescente por dos razones —le dijo con voz rasposa.
Empezó a secársele la garganta al mirarla.
— ¿Cuáles?
— Quiero ver si este aparato va de cero a cien en cuatro segundos y si tú me pones más caliente que un adolescente que no piensa en otra cosa que meter mano a la chica que tiene al lado —respondió él, mirándola de forma amenazante.
— Lo tienes fácil conmigo —replicó Paula, en voz baja, sensual—. Soy tu mujer. —Hizo una pausa—. Gira a la derecha, hay un tramo de carretera completamente recto.
Podría ser su mujer, pero nunca se lo había puesto fácil. Por suerte, se estaba refiriendo al sexo y en eso no le importaba que fuera fácil …con él.
Paula podía tomarle el pelo, jugar con él, y hacerlo poco a poco una mejor persona. Podía llevarlo al límite, hacerle ver que podía sacudirse su imagen de Don Perfecto y, a pesar de todo, seguir siendo el hombre del que sus padres se sentirían orgullosos.
Nunca sería temerario y nunca se abandonaría por completo, porque él no era así, pero estaba
aprendiendo que no todo en la vida tiene que tener sentido. De hecho, muchas de las cosas realmente buenas, las que hacían la vida digna de ser vivida, no necesitaban de la lógica y la razón.
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