viernes, 6 de julio de 2018
CAPITULO 26 (SEGUNDA HISTORIA)
El calor se apoderaba del vientre de Paula, los pezones endurecidos y sensibles tras oír las fantasías eróticas de Pedro. Jadeó cuando él, posesivo, le cubrió los pechos con ambas manos, pellizcándolos ligeramente.
–Pedro–susurró con una voz de indigente que apenas ella misma reconocía.
Con una maniobra sutil la puso debajo de él de forma que permitía a Paula mirarlo con deseo
directamente a los ojos. Le faltó la respiración cuando vio el ansia y la necesidad reflejados en aquellos ojos verde esmeralda que tenía encima, una imagen de él que ella había querido ver por mucho tiempo, una fantasía erótica hecha realidad.
–Eres mía, Paula. Siempre lo has sido y siempre lo serás. Puede ser que un día me hagas perder la puta cabeza, pero al menos seré un loco feliz.
Sí. Sí. Sí.
Todo su ser ansiaba a Pedro Alfonso y solo a él.
Su dominación la excitaba, su olor la envolvía con deseo carnal.
–Entonces, tómame, Pedro.
Se acabaron las esperas, las preguntas. Solo existía aquel hombre para ella. Él había sido siempre el único.
–Te vas a casar conmigo, Paula. Prométemelo –exigió él, sus manos empujando las mangas del
vestido de Paula, bajándole la mitad superior hasta que sus pechos se liberaron, dejando sus brazos atados a los costados por las correas que el vestido había formado.
–Me lo pensaré –le respondió, gimiendo al contacto de la boca de Pedro con sus pechos, que los apretaba manteniéndolos unidos para ir de uno a otro más fácilmente. Su boca le mordió suavemente un pezón y lo succionó sensualmente antes de pasar al otro. De uno a otro, una y otra vez, hasta que la tortura del placer hizo enloquecer a Paula.
–Prométemelo –le ordenó, dándole un ligero lengüetazo en un pezón.
Ella agitó sus caderas, restregándose en la erección de Pedro, necesitando el roce, necesitando ser colmada, necesitando todo de él.
–Por amor de Dios, métemela. Lo demás lo dejamos para luego –dijo vehementemente mientras abría los brazos de un golpe, rasgando las breves mangas del vestido, sin un ápice de titubeo, para dejar sus manos libres y poder tocarlo.
Sus manos penetraron los rizos de Pedro, sosteniéndole la cabeza contra su pecho, urgiéndole que le diera más. Bajando los dedos temblorosos por su espalda, rodeó con sus piernas la cintura de Pedro y restregó, insistente, desesperada, la pelvis contra las ingles de Pedro.
Levantó la cabeza y de los pechos de Paula se fue a la boca, un reclamo dominante que la hacía gemir ante la embestida de su lengua y martillear su saturada vagina aún más intensamente en la entrepierna de Pedro. Su abrazo era salvaje y desenfrenado, sus manos sosteniéndole la nuca, sus desesperados dedos haciendo que los alfileres del pelo saltaran por los aires, manteniéndola inmóvil para poseerla.
Sus lenguas se enredaron en un duelo de hambre, un duelo salvaje e indomable.
Con un grito atormentado y masculino, Pedro cayó de rodillas. Se despojó de la corbata y el chaleco, sin tomarse el tiempo de desabrocharlo, arrancándole los botones.
Hizo lo mismo con la camisa, todas las prendas desechadas esparcidas por el suelo. Paula se incorporó y Pedro, inmediatamente, localizó la
cremallera en la espalda del vestido, la bajó y tiró del vestido caderas abajo. Paula le facilitó el trabajo de tirar de él piernas abajo levantando las caderas.
–Dios mío, Paula. Eres la cosa más deliciosa que he visto en mi vida. Nada puede comparársete – dijo deslumbrado, puesto en pie para terminar de desvestirse. Sus ojos no se separaban de ella, reclinada de nuevo. La miró fijamente mientras se quitaba los pantalones, calcetines y calzoncillos, sus ojos vertían deseo.
Abrió la boca asombrada cuando vio el pene erecto de Pedro, enorme, izado sobre la planicie de su delineado abdomen, la necesidad tensando los labios de su vagina vacía. Pedro tenía el cuerpo que habitaba en las fantasías sexuales de todas las mujeres.
Grande, muscular y perfecto. Lo era para ella, el
hombre perfecto. Todo él era su Pedro, incluyendo la atenta, erótica mirada que él le dirigía desde sus intensos ojos.
Siempre insegura de su cuerpo, debería haberse sentido avergonzada, pero no lo estaba.
A Pedro le gustaba su cuerpo curvilíneo y, además, estaba en buena forma gracias a los ejercicios aeróbicos que practicaba varias veces a la semana. Viendo la expresión de Pedro, no repudiaba ninguna de sus curvas en ese momento. Él, sin duda, adoraba sus redondeces y su algo voluminoso trasero. La hacía sentir como una deidad sexual, un sentimiento normalmente ajeno a ella.
–Ven –le rogó, extendiendo los brazos hacia él.
Necesitaba sentir su cuerpo contra el de ella,
llenándola por completo.
– No, ven tú primero –le dijo divertido, tergiversando intencionalmente lo que ella quiso decir–. Me muero por saborearte y lo haré.
A gatas se acercó a la tumbona, se acomodó entre los muslos de Paula, y le abrió las piernas.
Llevaba unas delgadas braguitas verdes y unas medias altas color carne con encaje festoneado en la parte superior.
–Pedro, yo no he …. Yo no … yo –tartamudeó nerviosa.
–¿Nunca has dejado a un hombre que te hiciera esto? –dijo retumbando, sus dedos masajeando
delicadamente el pedazo de piel expuesto entre la media y la braga.
– Nadie me lo ha pedido –gimió cuando la lengua de Pedro sustituyó a los dedos, lamiendo su carne con sensuales, lentos movimientos.
–Bien –respondió Pedro con satisfacción de macho –. Y yo no te lo voy a pedir, cielo. Me llevo lo que es mío. Lo que siempre ha sido mío.
Ella permaneció en silencio mientras él lamía juguetonamente sobre las casi inexistentes bragas, acariciando los húmedos labios vaginales a través de la finísima tela.
Temblando, Paula cerró los puños en el cabello de Pedro, sintiendo que no podría soportar más los preámbulos.
–Más, Pedro. Te necesito.
–Aquí me tienes, Paula. Siempre me has tenido –le contestó Pedro sin levantar la cabeza de su monte de Venus.
Sus bragas se desprendieron acompañadas del sonido de un tirón y desgarros que solo le hizo sentir alivio, cada vez estaban más cerca de su unión. El primer contacto de su boca fue agonía y éxtasis, una sensación diferente a todo lo que había conocido. De pronto, se alegró de que fuera Pedro el primero en hacerle esto, un acto tan íntimo que hubiera sido un sacrilegio hacerlo con otro. No con Pedro, nunca con Pedro. Lo que sentía con Pedro era la necesidad de aún más. Masajeó su cabeza gimiendo de deseo cuando su lengua la recorrió hasta llegar al clítoris, donde se detuvo vacilante, dibujando círculos a su alrededor hasta hacerla querer gritar.
–Sigue, sigue –rogó jadeante, arqueando la espalda cuando los dedos de Pedro se sumaron a la boca, separando los labios de su vagina con una mano mientras que con la otra se abría camino con el dedo índice a través de su estrecho canal.
Sí… Sí…. Tómame. Llena el vacío.
–Dios, Paula. ¡Qué apretada estás! Tan apetitosa –inarticuló Pedro sin levantar la cara de la vagina de Paula.
Habían pasado años y no estaba muy abierta, pero el ensanchamiento se sentía increíblemente bien.
Levantó las caderas, pidiendo más.
–Haz que me corra. Te lo suplico.
Su cuerpo estaba a punto de arder espontáneamente, pulverizado de gotas de sudor, cada célula del mismo suplicando un respiro. Agarró la cabeza de Pedro, necesitando más fricción, pidiendo a gritos un desahogo.
Pedro llevó la lengua al clítoris y empezó a devorarlo, lamiendo, tragando sus fluidos como una fiera hambrienta, sus dedos la penetraban con un ritmo de abandono salvaje, mientras seguía estimulándola con la lengua y con los livianos pellizcos de su boca.
–Pedro. Dios. Sí –siseó, su cuerpo se contraía, el clímax acercándose para golpearla con toda su fuerza, las paredes de su canal contrayéndose en torno a los dedos de Pedro.
Todo su cuerpo palpitaba y se agitaba con el poderoso éxtasis. Sus dedos se aferraron a los cabellos de Pedro para soltarlos acto seguido, estremeciéndose al tiempo que las sedosas fibras le cubrían las manos.
–Increíble.
Cada uno de sus sentidos estaba hiperestimulado. Jadeando, se desmoronó lentamente mientras que Pedro continuaba recogiendo con codicia cada gota de su orgasmo, alargando el placer para Paula hasta hacerlo casi insoportable.
CAPITULO 25 (SEGUNDA HISTORIA)
Bailar con Pedro era como hacer el amor en la pista de baile. La abrazó, la acarició, la sedujo, le susurró obscenidades al oído hasta hacerla arder y empapar su ropa interior.
Cuando abandonaron la pista de baile, después de bailar algunas canciones, Paula estaba
prácticamente jadeando.
Karen cortó su tarta de boda; arrojó su ramo de novia, que voló directamente a las manos de Paula aunque no había hecho el más mínimo esfuerzo por cogerlo; Simon, por su parte, no se molestó en arrojar la liga de la novia. Se la quitó a Karen en privado y la puso directamente en el bolsillo de Pedro con una sonrisa maliciosa.
Para su sorpresa, Pedro la aceptó con una amplia sonrisa y una palmada en la espalda a su hermano pequeño, dejando a Simon con la perplejidad escrita en el rostro.
–Hemos cumplido con nuestras obligaciones. Vamos a pasear –dijo Pedro, con voz seductora, a Paula, de pie, a su lado, mientras tomaban otra copa y observaban a los invitados abandonar poco a poco el banquete.
Paula no preguntó adónde iban. No le importaba. Su mano buscó la mano de Pedro y se perdió en ella. Lo seguiría adónde él quisiera llevarla.
Él cruzó lentamente a través del césped, soltándola de la mano y abrazándola por la cintura cuando llegaron a un sendero pavimentado. Hizo un gesto con la cabeza al guardia de seguridad que vigilaba el acceso al sendero.
–Nadie más puede entrar aquí esta noche –instruyó Pedro con gravedad mientras hacía pasar a Paula rodeando a aquel hombre de mediana edad.
–Sí, señor Alfonso. Me aseguraré de que nadie pase –respondió el guardia.
Estaba oscuro, probablemente sin iluminar para mantener a los invitados lejos de las zonas donde Pedro no los quería. Paula suspiró con deleite cuando terminaron el sendero. La luz de la luna iluminando el embarcadero privado y el agua de la bahía, una vista increíble de puntos de luz en la distancia a la que se sumaba la belleza de los astros.
– Es precioso. ¿Es este tu embarcadero?
– Sí, es mío, para mi uso exclusivo –contestó de manera algo ominosa.
Paula pasó al embarcadero, cuidando que sus tacones no se engancharan entre las maderas.
–Así que ¿aquí es donde te declaraste a Karen? –le preguntó, tratando de no parecer celosa porque Pedro le hubiera hecho alguna proposición a su amiga.
–No era Karen lo que quería. Estaba borracho y posiblemente envidiaba la felicidad de Simon. No tenía ni idea lo en serio que él tomaba su relación y si no hubiera estado borracho nada hubiese pasado – respondió mientras la cogía en brazos. –Aunque ella hubiese aceptado, nada hubiese pasado igualmente. Estaba demasiado bebido para hacer nada esa noche y una vez que estuviera sobrio no habría querido tener nada con ella. No es mi tipo.
Quería oponerse a que Pedro la llevara en brazos, que soportara su peso camino de mirador que había al final de las tablas del embarcadero. Rodeó con sus brazos el cuello de Pedro y apoyó la cabeza en su hombro, sabiendo que podía habituarse fácilmente a que la llevara. Pedro era el deseable macho alfa que
despertaba todo lo femenino que había en ella, de tal manera que solo deseaba fundirse con él, dejar que la protegiera por un instante.
–¿Y cuál es tu tipo? –preguntó Paula con curiosidad.
–Una minúscula, seductora pelirroja a la que le gusta juguetear –replicó él, con un susurro viril,
llegaban al mirador y subían algunos escalones.
Paula se quedó boquiabierta al entrar, empujando con el hombro para abrirla una puerta de rejilla metálica. Todo el mirador estaba protegido por la rejilla para evitar mosquitos, excepto por una pared entera de cristal, facilitando una asombrosa vista del agua.
–Esto es increíble –susurró, mientras Pedro la bajaba al suelo.
Evidentemente, alguien los había estado esperando. El lugar estaba permanentemente decorado con muebles de exterior a prueba de temporales, pero había velas encendidas en las mesas y una botella de champán descansaba en un cubo de hielo con dos copas en forma de tulipán al lado de una enorme, confortable tumbona para dos.
–Vengo mucho aquí. Hay silencio y me da paz –mencionó Pedro, quitándose la chaqueta del esmoquin y arrojándola en una silla–. Me gusta el agua.
–Pero no tienes ninguna embarcación–notó Paula, viendo que no había ninguna amarrada al embarcadero.
Él encogió los hombros y se dejó caer en la tumbona.
–Nunca he necesitado una. Puedo estar en el agua sin moverme de aquí.
Abrió los brazos, invitándola.
–Ven aquí. Quiero discutir tu comentario acerca de ciertas pilas y cómo eso me ha afectado los
últimos días.
Paula se mordió los labios nerviosamente. En realidad, lo que Pedro quería decir es que quería una revancha, una reciprocidad que probablemente incluyera besos de cortar la respiración y tortuosos juegos eróticos. Lanzó una mirada fugaz a la puerta.
–Ni se te ocurra. Puedo levantarme y alcanzarte en segundos, especialmente con esos zapatos –le razonó con un tono de fingida amenaza–. O vienes a mí o voy por ti.
Suspiró, sabiendo bien que no deseaba irse.
Bajándose de sus tacones, se deslizó en la tumbona y al instante se vio rodeada por unos brazos bien formados que la abrazaban fuertemente contra un pecho igualmente fuerte.
–¡Qué mandón eres! –le dijo, aparentando contrariedad.
–Siempre lo he sido. ¿Ahora te das cuenta? Simon empezó a decírmelo en cuanto pudo hablar –replicó entre risas.
De hecho, esa manera de hacerse cargo de las situaciones fue algo que ella siempre admiró en él, pero Pedro había elevado el ser autoritario a un nivel superior. Supuso que se debía a su éxito.
–Eres distinto ahora –reflexionó. Pedro era educado y culto, pero no estaba segura de que hubiese cambiado tanto en su interior. Como entonces, aún tenía que pulir las aristas a sus emociones. Solo había aprendido a encubrirlas tras una apariencia exterior apacible.
–¿Y eso es bueno o malo? –preguntó él, su mano subiendo y bajando por el brazo desnudo de Paula, poniéndole la carne de gallina.
–Ni uno ni otro –respondió ella, convencida que, debajo del brillo y el esplendor, seguía siendo la
misma persona. Algo que era, a la vez, alarmante y reconfortante.
–¿Qué tal te han servido las pilas nuevas? –preguntó Pedro, el sonido de su voz grave, áspero.
–Muy…estimulantes. Gracias –rio con un ronquido mientras jugueteaba con la corbata de Pedro.
–Tuve que pelearme conmigo mismo cada noche para no echar abajo la puerta del cuarto de invitados, desnudarte y follarte hasta que gritases de placer. Me masturbé todas las noches pensando en cómo te estarías consolando.
En su voz un matiz de deseperación. Empujó hacia abajo la diminuta manga del vestido de Paula.
–Y hoy tuve que esconder mi erección toda la tarde desde que te vi pidiendo guerra con este vestido, especialmente cuando me di cuenta que no había nada entre él y tus pechos, esperando que los tocara con mis dedos, mi boca.
A medida que Pedro empujaba las mangas, el vestido empezó a deslizarse. Entró su mano por un lateral del cuerpo del vestido, abriéndose camino entre el tejido y su pecho desnudo.
CAPITULO 24 (SEGUNDA HISTORIA)
–Hola –dijo un bajo barítono por encima de ella.
Estirando el cuello, vio al hombre que le había guiñado un ojo un rato antes, durante la ceremonia, con una sonrisa espléndida en su rostro encantador. Y encantador era. Paula estaba segura. Parecía uno de esos individuos que era capaz de salir airoso de cualquier situación, aunque lo cogieran con las manos en la masa.
–¿Qué tal? –respondió Paula con cautela.
–Mauro Hamilton. Solo quería conocerla – dijo mientras extendía la mano.
Ella le devolvió el saludo.
–Paula Chaves. Encantada de conocerlo, Sr. Hamilton.
–Por favor, llámeme Mauro –dijo afablemente, retirando la mano y sentándose enfrente de ella.
–¿La doctora Chaves? Keren y Simon siempre están hablando de usted.
–Llámeme Paula.
Exploró su rostro, buscó en sus ojos verdes, acaramelados, algún indicio de maldad. No vio ninguno.
No estaba segura porqué Pedro había sido tan hostil con respecto a él. Parecía inofensivo y muy amistoso.
Había algo en su sonrisa que a ella le gustaba, algo en él que a ella le gustaba.
–Bonita boda –comentó Pedro, mientras dibujaba una ligera sonrisa.
–Bonita pareja –añadió ella, devolviéndole la sonrisa.
–Usted y la novia están guapísimas.
Ladeó la cabeza y lo miró, preguntándose porqué un tipo como él no estaba acompañado por una mujer. Era varonilmente atractivo y estaba forrado, lo sabía.
–Entiendo que ha venido solo. No lo he visto con nadie.
Había estado sentado al lado de un hombre mayor y de una señora que podría ser su abuela durante la ceremonia.
Negó ligeramente con la cabeza, su pelo cobrizo acentuado por el reflejo de las velas que iluminaban la estancia.
–No. Estuve casado. La perdí hace dos años –dijo pensativo.
En ese instante se arrepintió de haber preguntado. Lo había entristecido.
–Lo siento.
–¿Y usted? ¿No tiene marido, novio? ¿Está saliendo con Pedro? Se les veía muy amistosos hace un momento –observó en tono divertido.
–No lo sé –respondió honestamente.
–¿Le importaría cenar conmigo, Paula? –preguntó Mauro con toda seriedad.
Algo en sus ojos, algo en su voz, la empujaban a decir que sí. Quizás fuera el vacío que vio en su
expresión o la soledad que adivinó detrás de su más bien misteriosa fachada.
–Sí, por supuesto, me encantaría.
No era más que una cena. No había razón para rechazar la invitación.
–Deme su número –dijo mientras sacaba el móvil.
Se lo dijo de carretilla, justo antes de que Pedro volviera a la mesa con las bebidas.
Mauro sonrió, guardándose el móvil en el bolsillo, y se levantó.
–Pedro, ¿cómo estás?
Pedro puso cara de póker, una expresión siniestra.
–Estaba bien hasta que empezaste a tirarle los tejos a “mi” mujer –respondió ásperamente, dejando las bebidas en la mesa con un golpe mientras se encaraba con Mauro.
–No seas cavernícola, Pedro. Me estaba presentando.
Mauro dio un paso adelante, como preparándose para vérselas con Pedro.
–¿Le has dado tu número de teléfono? –gruñó Pedro, mirando con desaprobación a Paula.
–Siéntate, Pedro. Mauro, ha sido un placer conocerte.
Sonrió a Mauro y le dirigió a Pedro una mirada de aviso.
–El placer ha sido mío, Paula.
Mauro le dio la mano de nuevo y se inclinó sobre su oído.
–¿Todo bien? Parece molesto –le preguntó por lo bajo, con preocupación.
Ella puso los ojos en blanco.
–Siempre está igual. No te preocupes.
–Hablamos más tarde.
Mauro se alejó, Pedro le echó una mirada beligerante, queriendo decirle que estaba dispuesto a ir a por todas. Sus ojos se clavaron en la espalda de Mauro, con los puños apretados. Se sentó y derramó accidentalmente la mitad de su bebida antes de decir nada. Sus dedos se aferraron al vaso, furioso.
–Tú no vas a ninguna parte con él.
Paula lo miró y bebió un sorbo de la cremosa mezcla blanca que le había traído.
–Umm…delicioso. ¿Qué es?
–White Russian –respondió enfadado–. ¿No me has oído, Paula?
–Voy a seguir ignorándote hasta que hagas otra cosa que darme órdenes. No me gusta.
Le dio un trago a su bebida, disfrutando el gusto sedoso que le dejaba en el paladar.
–Hamilton no te conviene, Paula. No se ha recuperado de la muerte de su esposa. Te haría
desgraciada –refunfuñó, bebiéndose de un trago lo que le quedaba en el vaso.
–Parece muy solo –respondió ella con tristeza.
–Lo está, y lo siento por él, pero tú no eres la respuesta– dijo con acritud. –Tú ya tienes un hombre que te necesita desesperadamente. Eres mía, cielo. Siempre lo has sido.
Ella miró a los maravillosos ojos de Pedro y cayó en sus profundidades, enteramente incapaz de negar que le pertenecía a él. Su mirada era a la vez vulnerable y agresiva, una combinación que la hacía desear abrazarlo y aliviarle el dolor.
–No puedes darme órdenes y esperar que te obedezca ciegamente, Pedro. Yo tomo mis propias decisiones. Siempre lo he hecho. No soy la mujer ingenua que una vez conociste.
Tomó un sorbo de su bebida mientras lo miraba con total fascinación.
Pudo ver un velo de sudor cubriéndole la cara, sus emociones, a duras penas contenidas, asomando a la superficie. Pedro se levantó y la cogió de la mano, haciéndola ponerse de pie.
–Vamos a bailar.
No fue una petición, fue una declaración.
Paula dejó su vaso casi vacío sobre la mesa y lo siguió.
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