martes, 3 de julio de 2018
CAPITULO 15 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro dejó a Paula sobre las sábanas de algodón egipcio de quién sabe qué número de hilos de su cama y la vio acurrucarse en el lienzo sedoso, arreglando la almohada bajo su cabeza con un gemido de satisfacción, un sonido gutural, erótico, que casi lo hizo jadear.
No ha habido un solo día que no la haya deseado, ninguno desde el primer día que puse los ojos en ella. Sí, ya la deseaba entonces. Sus ojos se habían clavado en aquella luminosa mata de pelo rojo, recogida hacia atrás y cayéndole sobre la espalda, su pene sacudiéndole el pantalón cuando sus ojos aterrizaron en aquel hermoso rostro con unas gafas corrientes apenas sujetas a la nariz, con labios color cereza ligeramente fruncidos en un gesto de confusión. Parecía una bibliotecaria con ganas de hacer travesuras y, desde entonces, a Pedro se le había empinado cada vez que la veía.
Me pregunto qué ha pasado con las gafas.
Cuidadosamente, Pedro le levantó un párpado para asegurarse de que no llevaba lentes de contacto que necesitara quitarse, reprimiendo la risa cuando ella gruñó con desagrado ante la invasión. Satisfecho de comprobar que Paula debía haberse corregido la visión con láser, retiró la mano de su cara y dio un suspiro.
¡Maldita sea! Le encantaba quitarle las gafas y besarla hasta hacerla perder el sentido. Por un
lado, lamentaba la pérdida, pero por el otro se alegraba de que pudiera ver y de que se hubiese desecho de las gafas que ella tanto odiaba.
Le quitó las zapatillas de deporte y las arrojó al suelo, decidiendo que bien podía dormir con su
uniforme médico. Evidentemente, estaba limpio y era probablemente cómodo.
Él se desvistió, viéndola dormir mientras se quitaba la ropa, hasta quedarse solo los calzoncillos. Se fue al otro lado de la cama y se metió entre las sábanas, apagando la luz que tenía a su lado, con su cuerpo en tensión. Era una cama grande, pero no lo suficientemente grande.
¿Había perdido por completo la cabeza? ¿Cómo coño iba a poder dormir con Paula en su cama?
La ocasión era surrealista, algo con lo que siempre había soñado y con lo que a menudo había fantaseado.
Duérmete, gilipollas. La estás vigilando. Si no te quedas con ella, se habrá escabullido antes de
que puedas retenerla.
De ninguna manera. Bajo ningún concepto trabajaría mañana. Ese disparate tenía que acabarse.
Golpeando la almohada, se dio la vuelta, de frente a Paula. Dios, qué hermosa era. Todo en ella era perfecto. Incapaz de contenerse, extendió una mano deslizándose hacia ella, como atraído por un imán.
Sus dedos juguetearon con sus rizos y acarició de arriba abajo su delicado rostro con el dorso de la mano. La habitación estaba iluminada solo por la luz de la luna, pero era lo suficientemente luminosa como para ver sus facciones. Cuando le acariciaba el brazo Paula se movió, aleteando los párpados.
Moviendo con inquietud su cuerpo, se fue acercando hasta pegar su cuerpo al de Pedro, restregarse contra él. Se abrazó a su cuello, anidándose en su cuerpo como si fuera su hogar.
–Ella pertenece aquí. No habría manera de que se sintiera tan bien si no perteneciera aquí, conmigo – susurró Pedro con firmeza.
–¿Pedro? –murmuró Paula, confundida.
–¿Si? –respondió él, el corazón tronándole en el pecho.
–Te odio. ¿Qué haces aquí?
Se acurrucó contra él, contradiciendo sus palabras y fundiéndose con su cuerpo ardiente, como un misil dirigido por el calor.
–Ya lo sé, cielo. Ahora, duerme –respondió Pedro serenamente.
La envolvió con sus brazos. Podría odiarlo, pero ahora mismo lo necesitaba. Y él estaba decidido a protegerla.
Como debería haberlo hecho en todo momento.
No tenía ni puta idea que no se hubiera casado
nunca. A menos que lo hiciera pero no cambiara su apellido por el de su marido. Pero, ¿qué clase de individuo permitiría que su mujer trabajase como ella lo hace? Pensaba que tendría media docena de hijos a estas alturas.
Pedro supuso que, al menos, habría un hombre en su vida y se estremeció al pensarlo.
Mía. Ella pertenece aquí, conmigo.
Cerrando los ojos dejó que sus sentidos absorbieran su fragancia, el contacto de su cuerpo pegado al de él.
Era agonía y éxtasis a la vez.
Permaneció allí tumbado, escuchando la respiración pausada, tranquila, de Paula, que indicaba que por fin se había dormido profundamente.
Para su sorpresa, Pedro la siguió unos instantes después. Su cuerpo relajado y su mente, por primera vez en años, completamente en paz.
CAPITULO 14 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro dio un empujón a la puerta, su enojo le había irritado el estómago. Mientras cruzaba con decisión el vestíbulo oyó el ruidoso clic que hacía la llave de la puerta al cerrar. Ignorándolo, entró con la misma decisión en la recepción y de allí a las oficinas. Se paró para respirar profundamente antes de abrir la puerta de la oficina de Paula, preparándose para hacer frente a una situación desagradable.
Exhaló con un bufido todo el aire que había retenido al darse cuenta de que no habría una pelea inmediata. Su oponente, vestida con un viejo uniforme verde de médico, sus rizos de fuego derramados en la mesa y el brazo derecho doblado para sostener su cabeza, estaba profundamente dormida.
Acercándose a la mesa, frunció el ceño al notar los círculos oscuros alrededor de sus ojos. Aún así, la mujer parecía un ángel, su piel de marfil, tersa, sus labios como fresas maduras.
Inspeccionando su rostro, se dio cuenta de que no llevaba maquillaje, quizás se había duchado al terminar las visitas. Le acarició suavemente la nuca y su pelo mojado confirmó su presuposición. Abandonándose al deseo que
intentaba reprimir, enterró la mano en la abundante melena, dejando que el rojo de sus rizos se derramara por sus dedos.
–Mierda –dijo en un susurro, navegando aquellas ondulaciones con delicadeza, dejándose llevar por el sutil olor a flores que embriagaba sus sentidos. Se agachó hasta poner la cara a la altura de la de Paula.
–Paula –dijo con delicadeza, su mano acariciándole el pelo.
Ella levantó la mano izquierda, que descansaba en sus rodillas, con la intención de darle un manotazo.
Él se echó hacia atrás para evitar el débil giro de muñeca.
–Necesito cerrar los ojos un minuto. Sólo un minuto –murmuró, arqueando los labios en un gesto de disgusto y enfado.
Los de Pedro, divertido, se arquearon formando una sonrisa mientras le masajeaba el cuero cabelludo.
–Hora de dormir, cielo.
Paula volvió a hacer un aspaviento, esta vez alcanzándolo en el hombro con un famélico golpe a medias.
–Durmiendo. Vete –balbuceó sin abrir los ojos.
Está completamente fuera de combate.
Con el dorso de la mano comprobó que la taza de café aún estaba templada. No hacía mucho que se había dormido pero, sin duda, estaba tan exhausta, tan falta de sueño que su capacidad de reacción era casi nula.
Pedro deslizó la agenda que Paula tenía debajo del brazo, echando un rápido vistazo a la página
abierta. No trabajaba los próximos cinco días.
Realmente, no es que le causara sorpresa.
Todos los festejos relacionados con la boda de Simon y Karen empezaban al día siguiente, con el ensayo de la ceremonia y la cena correspondiente.
Cerrando la agenda de un golpe se la guardó en el bolsillo de su chaqueta y empujó hacia atrás la silla de Paula, lo suficiente como para poder pasar un brazo por debajo de sus rodillas y otro por su espalda sin que su delicioso trasero cambiara de posición.
–Hora de acostarse, Paula –susurró con el grave de su voz.
–Cansada. Vete –respondió Paula irritada.
De pie, con aquella pequeña madeja de femineidad en los brazos, Pedro contempló el rostro de Paula.
Ni siquiera había abierto los ojos. Pero aún así seguía peleando. Con la cabeza descansando en el hombro de Pedro, buscó una posición más cómoda y le rodeó el cuello con los brazos.
–No puedes conmigo. Peso mucho –objetó arrastrando las palabras, como si estuviera bebida.
El comentario de Paula le parecía tal sinsentido que Pedro sonrió abiertamente, pasando revista al cuerpo de Paula mientras cambiaba su peso sobre el pecho. Tenía un cuerpo hecho para el pecado, un cuerpo que siempre había sido la tentación más profana de todas las tentaciones.
A Pedro le gustaban con curvas y Paula las tenía en abundancia. Sus pechos llenaban sobradamente la mano de un hombre. Su piel era seda. Su abundante y sinuoso trasero, firme.
Se excitó fantaseando con tener sus redondeados muslos alrededor de la cintura, atrayéndolo hacia ella. El mero contacto de sus mullidas carnes lo hacían reventar la cremallera del pantalón, ansioso por enterrarse en ella, perderse en aquel cuerpo menudo, curvilíneo.
A Paula nunca le gustó su cuerpo, aunque para mí es el ideal de mujer.
Se rio entre dientes al tiempo que descolgaba la cartera de Paula del respaldo del sillón y se lo
colocaba sobre el vientre, saliendo pausadamente de la oficina al vestíbulo. Se paró delante de la puerta cerrada esperando que los de seguridad abrieran desde fuera. Llevó los labios al oído de Paula.
–Tienes el cuerpo de una diosa, cielo –le dijo en voz baja, profunda. A pesar de que sabía que ella no estaba lúcida, necesitaba decírselo de todas maneras.
–Gorda –respondió Paula como en un suspiro.
–Perfecta –respondió él sorprendido.
–Horrible color de pelo –murmuró, los ojos aún cerrados.
–Precioso –replicó él.
–Estás loco –dijo ella, con femenino tono de irritación.
–Probablemente –admitió Pedro, cruzando la puerta que su empleado había abierto. Se detuvo al lado de la puerta del copiloto de su Bugatti. El guardia se percató del sutil mensaje de Pedro y corrió a abrir la puerta del automóvil.
Paula dejó escapar otro leve suspiro, su aliento cálido acariciándole el cuello.
Pedro reprimió un gemido de placer.
Pedro dejó la madeja adorable de Paula en el asiento. Respiró aliviado. No podía estar tan cerca de ella. Su olor, sentir su cuerpo, lo volvían loco. Le abrochó el cinturón y aseguró la cartera sobre sus piernas antes de cerrar la puerta. Respiró hondamente y se dirigió al otro lado del coche. Levantó la mano en un gesto de silencioso agradecimiento a sus empleados mientras abría la puerta del conductor y se metía en el auto. Tras cerrar la puerta, arrancó el motor y se puso el cinturón de seguridad sin dejar de mirar a Paula a cada instante.
¡Mierda! Odiaba ver a Paula de esa manera, tan visiblemente cansada. Aunque le doliera, prefería ver a Paula echando pestes contra él, fulminándolo con la mirada, su voz chorreando ira, o sarcasmo.
Viéndola tan cansada, tan ausente, tan vulnerable, le destrozaba el corazón.
Con gran esfuerzo, desvió la mirada de ella, puso su Bugatti Veyron en marcha y tomó la decisión de hacer algo que, sin duda, la pondría de mal humor, aunque decidió también que no le iba a importar un huevo. No le cabía duda, si no intervenía ella volvería a la carga a la mañana siguiente, arrastrando su cuerpo exhausto de la cama a la clínica antes de asistir al ensayo y la cena por la tarde.
No va a ser así. ¡Y qué si me odia por esto! Ya sabe que soy un cabrón. No importa. Lo que importa es que ella esté bien.
Conectó su móvil en el cargador del salpicadero con la intención de hacer algunas llamadas. Dio la vuelta al coche y condujo en la misma dirección que llevaba en un principio.
Sonrió abiertamente, echando un fugaz vistazo a Paula antes de marcar el primer número y dar
órdenes a voz en grito aunque fuera la una de la mañana. Por suerte, su asistente personal era avispado y respondió inmediatamente. Pedro no solía llamarlo a esas horas. De hecho, Pedro no lo había llamado nunca a esas horas y David intuyó enseguida que tales exigencias eran importantes para su jefe. Completamente ajena a todo, Paula siguió durmiendo, ignorando que estaba a punto de disfrutar de unas cortas vacaciones, quisiera o no.
CAPITULO 13 (SEGUNDA HISTORIA)
-Se acabó! Esto es ridículo.
Pedro Alfonso se metió el teléfono móvil en el bolsillo de su Armani gris y pisó el freno de su
Bugatti, dándole al pedal con tanta fuerza que las llantas rechinaron en protesta. En medio de una vía secundaria de Tampa, cambió de sentido donde estaba prohibido hacerlo.
Apretando los dientes, pisó el acelerador y voló en dirección opuesta a su mansión frente al mar.
¿Qué coño está haciendo? ¿Intentado matarse?
Lo cierto es que la Dra. Paula Chaves estaba a punto de matarlo a él. Estaba otra vez en su clínica de beneficencia. De noche. En un área deprimida de Tampa. Había estado allí cada noche de las dos últimas semanas, siendo él puntualmente informado por los de seguridad cada día que ella se quedaba hasta tarde.
Durante catorce largas noches, él se había quedado en casa esperando la llamada de los de seguridad diciéndole cuándo salía Paula del edificio. Todos los días era después de las once.
Hoy era el decimoquinto día y ya era medianoche. Y Paula aún no había salido de la clínica.
Cada noche había estado viendo a pacientes, voluntariamente, después de que terminaba su trabajo en el hospital. Obviamente, se quedaba tarde haciendo el papeleo y examinando casos después de cerrar la consulta, alrededor de las nueve. Cuando tenía varios días libres consecutivos los pasaba en la clínica.
Todo el día. Y también parte de la noche. No había forma de que continuara ese horario y no cayera muerta de cansancio.
Golpeando con frustración el volante con la palma de la mano, Pedro estaba decidido a averiguar qué coño estaba pasando. Paula siempre había trabajado como una mula, echando horas en su clínica en sus días libres, pero no de esta manera, no noche tras noche.
Tenía servicio de seguridad porque Simon, el
hermano de Pedro, lo había dispuesto después de que a su prometida, Karen, casi la matan de un disparo durante un robo en la clínica, pero aún así no era un lugar seguro y la cantidad de horas que ponía Paula era ridícula. ¿Dormía alguna vez? ¿Comía?
Pedro no había visto a Paula desde su encuentro con ella en la clínica, hacía casi un mes, un breve interludio que le estaba costando trabajo olvidar. No necesitaba más que pensar en aquel beso, oler su perfume en el suéter que él llevaba aquella noche, una prenda que, por alguna extraña razón, aún no había echado a la ropa sucia, para tener una erección.
¡Mierda! Me está volviendo loco.
Con el ceño fruncido, dio un volantazo a la derecha y aceleró, el corazón agitado solo de pensar que vería a Paula otra vez y preguntándose qué habría hecho con las flores que le mandó el día de San Valentín.
Una vez, hacía años, sólo había podido comprarle una simple rosa. Ahora, por fin le había dado las docenas de rosas que merecía.
De acuerdo, fue una forma lamentable de disculparse por lo que había pasado hacía años, pero nunca había sido especialmente bueno con las disculpas. Él era Pedro Alfonso, multimillonario y co-propietario de Alfonso Corporation. No se había disculpado por nada desde … bueno…nunca, excepto por su borrachera en el cumpleaños de Simon el año pasado. Vale, quizás se había disculpado antes, pero no desde que era un niño y su madre lo agarraba de las orejas y lo obligaba a admitir su mal comportamiento. Había hecho el propósito de no hacer nada de lo que pudiera arrepentirse, excluyendo el incidente con Paula, años atrás, y el más reciente con Karen. Pero aún hoy no
estaba enteramente arrepentido de lo que le había hecho a Paula, sólo lamentaba el dolor que sus actos le habían causado. Realmente, su única disculpa en años había sido para Karen y su hermano por su conducta en el cumpleaños de Simon. Estaba borracho, deprimido, pero nada justificaba su bochornosa actitud. Por suerte, Simon y Karen lo habían perdonado, dejándolo todo en el pasado.
Hice daño a Paula, alguien a quien no hubiera querido herir nunca.
Pero lo hizo. Y eso sí que lo lamentaba.
Nunca me perdonará.
Giró a la izquierda y se adentró en un área no deseable de la ciudad. Pedro apretó la mandíbula. Sí, sabía que había perdido a Paula.
Lo sabía desde el momento en que la apartó de él para siempre. Aún sentía dolor en el pecho cuando recordaba el rostro descompuesto de Paula, la desolación en sus hermosos ojos castaños. Ese fue el día en que él perdió el cielo, su cielo. Y aún después de tantos años de éxito, de dinero, de poder, su vida seguía cubierta de nubarrones, cuando no en total oscuridad.
Todavía puedo ser un amigo, aunque me odie.
Se lo debo como amigo. Se está matando y tengo que pararla.
–Mierda –maldijo Pedro en voz baja pero contundentemente. ¿A quién quería engañar? Él no era un tipo altruista. La verdad es que quería verla, protegerla. La cena del ensayo de la boda iba a ser mañana y Paula estaría allí, pero no podía tolerar una noche más de preocupación por ella. Iba a acabar con la situación ahora, antes de que esa loca se enfermara por trabajar tantas horas y no dormir lo suficiente.
No se molestó en entrar en el aparcamiento.
Dejó su carísimo coche deportivo al borde de la acera y se bajó haciendo un gesto con la mano a los dos guardias de seguridad que había a la entrada de la clínica.
–¿Está todavía aquí? –preguntó al que estaba más cerca de la puerta.
–Sí, señor. Aún no ha salido.
Diligentemente, el hombre seleccionó en su juego de llaves la que abría la puerta de la clínica.
Tiene que parar. De una puta vez.
Suscribirse a:
Entradas (Atom)