miércoles, 27 de junio de 2018
CAPITULO 66 (PRIMERA HISTORIA)
-Sí!
Paula lanzó un puñetazo al aire, eufórica por haber pasado el primer nivel del último juego de
Pedro. En realidad, el juego era de ella: su prometido lo había diseñado especialmente para ella. «Las aventuras de Paula» era una pasada aunque eso no le sorprendía. Pedro era un genio y cada videojuego que había creado resultaba especial. No era de extrañar que siempre se enganchara a todo lo que él creaba.
Acarició la pantalla del ordenador con la mano y suspiró. ¿Qué hombre dedicaría un sinfín de horas a diseñar un videojuego exclusivo para ella, un juego que no pensaba sacar jamás al mercado?
«Solo Pedro».
Se recostó en la silla para mirar el reloj.
«¡Huy!».
Se había metido tanto en el juego que llevaba en
la sala de informática más tiempo del que se había propuesto. Pero es que le encantaba, ¡era tan adictivo!
Pedro se lo había regalado por San Valentín, entre otras muchas cosas. Para ella siempre sería un regalo muy especial porque lo había hecho él y porque probablemente había dedicado semanas enteras de su inexistente tiempo libre diseñándolo con el único objetivo de que ella se lo pasara bien. Su prometido la había guiado hasta la habitación hacía más de una hora para darle la sorpresa. Se había marchado con una sonrisa de oreja a oreja cuando ella se había sentado frente al ordenador impaciente por dominar otra de sus creaciones.
Paula apagó el ordenador entusiasmada, deseando ir a buscar a Pedro para darle las gracias como se merecía. El diamante que llevaba en la mano izquierda reflejó la abundante luz que había en la sala y, al verlo brillar con tanta intensidad, sintió que el corazón se le contraía.
«Pedro es mío. Vamos a casarnos y a tener un bebé».
La tristeza y las dudas se habían evaporado como por arte de magia. Paula volvía a sentirse como siempre con Pedro. Se había dado cuenta de que todos esos miedos irracionales se debían a que había sospechado que estaba embarazada y no había querido aceptarlo por miedo a la reacción de Pedro.
¿Cómo había podido ser tan tonta? ¿Cuándo la había defraudado el hombre del que estaba enamorada?
En todo caso, estaba más protector de lo necesario, pero esa era su forma de ser y a ella le encantaba tal y como era, aunque le cabreara que a veces se pusiera en plan déspota.
Paula sonrió al recordar que le había prometido intentar no ser tan dominante y controlador. Se había portado muy bien durante toda la tarde: atendiéndola y haciéndole el amor con cuidado, como si se fuera a romper por estar embarazada. A decir verdad, después de las últimas semanas, en las que había estado tan alterada emocionalmente, necesitaba justo eso y esa íntima ternura le había reconfortado.
Sin embargo…, había llegado el momento de despertar a su macho alfa. No es que Paula disfrutara cuando Pedro se ponía en plan dominante en la cama, es que la volvía loca de placer. Pedro era mitad ternura, mitad testosterona. Y ya era hora de que su faceta cavernícola viniera a jugar con ella.
Se detuvo para ajustarse la bata de seda roja que se había puesto. Era raro que llevara más de una hora sin ver a Pedro. Normalmente se sentaba a su lado y trabajaba en algún juego mientras ella se entretenía en el ordenador de pruebas de la sala de informática.
Como iba descalza, no hizo ruido alguno al bajar las escaleras enmoquetadas. Sus uñas recién
pintadas asomaban por debajo de la bata a cada peldaño que descendía. Se miró los dedos al bajar el último escalón y decidió que igual se volvía a hacer la pedicura en el futuro. Tenía los pies suaves como la piel de un bebé y la experiencia había sido muy relajante. Podía ir con Magda antes de la boda.
De su boda. Pedro iba a ser su marido. Paula Alfonso era un nombre que siempre llevaría con
orgullo, a sabiendas de lo mucho que se habían sacrificado los dos hermanos para alcanzar su posición social.
—¿Pedro? —lo llamó al entrar en la cocina.
Se quedó atónita al no encontrarlo allí. Dormido seguro que no estaba. Jamás se iba a la cama sin ella.
—¡Ven al dormitorio! —exigió Pedro con su voz ronca.
CAPITULO 65 (PRIMERA HISTORIA)
Samuel Alfonso avanzó despacio por la recepción de la clínica, absorto en sus pensamientos. ¿Qué diablos acababa de ocurrir? Se había preocupado porque Magda seguía en la clínica a esas horas y había decidido pasarse un momento a ver si se encontraba bien. Tan solo quería asegurarse de que no había ningún problema. ¡Maldita sea!
¿Es que no podía ver a esa mujer sin que le entrara una necesidad irrefrenable de poseerla, de lograr que ella lo deseara tanto como él la deseaba a ella?
«Nunca has superado esa relación y seguramente no lo logres jamás. Ha sido tu obsesión durante años. Se te metió bajo la piel como una astilla que no hay quien la vuelva a sacar y que produce irritación y molestia de por vida» .
Al salir a la calle, cerró la puerta principal a sus espaldas y, mirando a uno de los agentes de
seguridad, ordenó:
—Cierra con llave.
El hombre asintió con la cabeza.
—Sí, señor. Espero que su encuentro con la doctora Reynolds fuera satisfactorio.
Samuel se rio de sí mismo soltando una carcajada sin gracia:
—Sí. Ha sido muy revelador.
Saludó con la mano al resto de escoltas mientras se dirigía hacia el coche.
Sí. «El encuentro ha sido un gran éxito», pensó apesadumbrado mientras entraba en el Bugatti.
«Jamás te has disculpado por lo que hiciste».
Las palabras de Magda lo atormentaban y se dio cuenta de que posiblemente lo torturarían para
siempre.
Frustrado, Samuel pegó un puñetazo al volante. No. Nunca le había pedido perdón. Aunque tampoco Magda le había dado la oportunidad.
En cualquier caso, se lo debería haber pedido, debería haber encontrado el modo de disculparse. En aquella época no tuvo ocasión y ahora acababa de malgastar su segunda oportunidad.
¿Qué tenía Magdalena que le hacía perder la cabeza?
«Te estás comportando como un gilipollas porque a ella ya no le importas y eso te reconcome por dentro. Si logras seducirla, puede que logres que te entregue su cuerpo…, pero jamás te dará su corazón. Eso no volverá a suceder».
Hubo una época, hacía muchos años, en la que Magdalena lo adoraba, en la que sus ojos reflejaban la admiración que sentía por él; pero una sandez, un incidente estúpido, había bastado para borrar para siempre esa mirada de sus preciosos ojos.
Apoyó la frente en el volante y cerró los párpados recordando vivamente a la Magda que un día lo miró con afecto y respeto a pesar de que en aquella época no tenía dónde caerse muerto. Resultaba irónico que, ahora que se había convertido en uno de los hombres más ricos del mundo, lo mirara como si fuera un insecto que debe ser pisoteado o un roedor que hay que exterminar.
«Volverás a verla. En la boda de Pedro y Paula tendrá que hablar contigo». El enlace se iba a
celebrar en casa de Magda, así que la pelirroja no tendría elección. Él era el padrino y ella, la dama de honor. Como mínimo, tendría que guardar las formas, y Samuel sabía que lo haría.
Era una mujer considerada y fiel con sus amigos y dejaría sus sentimientos a un lado para que en la boda de Paula todo fuera como la seda.
«No me afectará cómo me trate o cómo me mire. No volveré a comportarme como un imbécil con ella».
Samuel se apoyó en el respaldo suspirando y arrancó el coche preguntándose si no era demasiado tarde para eso. Lo cierto era que los años le habían hecho cambiar y que ya no tenía claro si le gustaba la persona en la que se había convertido.
«Busca a una mujer, alguien que te quite a Magdalena de la cabeza».
Se abrochó el cinturón y sacó el coche de la plaza de aparcamiento mientras respiraba hondo y repasaba una lista mental de mujeres disponibles…, pero entonces olió un aroma cautivador, una tentadora fragancia que había impregnado su jersey. Era el aroma de ella. El recordatorio de lo que acababa de ocurrir en la clínica.
—No puedo hacerlo. No puedo estar con otra mujer. Ahora mismo no —se dijo a sí mismo,
cabreado por haberla besado.
Después de haberse rozado con las irresistibles curvas de Magdalena pensar en pasar la noche con otra mujer no le interesaba lo más mínimo.
Samuel frenó a la salida del aparcamiento, echó un vistazo al reloj y sonrió cuando decidió girar a la izquierda en lugar de a la derecha, en dirección al piso de Pedro.
«Ya es hora».
Su hermano lo había llamado hacía rato para informarle de que iba a ser tío y para pedirle un favor, algo insólito en Pedro. La verdad es que no había nada en el mundo que Samuel no estuviera dispuesto a hacer por su hermano pequeño. En una ocasión no había podido protegerlo y eso no volvería a pasar jamás.
Necesitara lo que necesitara, Samuel siempre lo apoyaría.
Por suerte, Pedro había conocido a Paula. Samuel la tenía en un pedestal porque el amor que sentía por su hermano pequeño era incondicional. Gracias a ella Pedro era más feliz de lo que había sido en la vida y por eso Samuel la adoraba. Su hermano merecía esa felicidad y también que una mujer sintiera tal devoción por él. Por desgracia ver a Pedro y a su prometida juntos le hacía pensar en lo vacía que estaba su vida y en lo superficial que era su existencia.
Besar a Magda y abrazarla después de tantos años había empeorado aún más las cosas. Era como si se le hubiera despertado algo en el fondo de su ser; una sensación que le resultaba a la vez familiar y desconocida. Y que, sin lugar a dudas, lo incomodaba.
«Olvídate de ella. Olvida lo que sentiste al perderte en su suavidad, al oler su aroma y al rozar sus exuberantes curvas y su ávida boca».
Samuel empezó a despotricar al darse cuenta de que esa noche la pasaría solo y que tendría que satisfacerse él mismo mientras fantaseaba con Magdalena. Y esta vez los recuerdos serían más vívidos, más recientes y más reales que nunca.
¡No iba a ser nada fácil!
CAPITULO 64 (PRIMERA HISTORIA)
Magdalena Reynolds se mordía la uña del pulgar con cara de concentración mientras examinaba el historial médico de un paciente de la clínica. Eran las siete de la tarde y hacía horas que se debería haber ido a casa a descansar, pero había algo en ese caso que le obsesionaba. Tenía que habérsele pasado algo por alto, algo importante. Timmy tenía cinco años, sentía fatiga y falta de energía, y padecía diarrea y vómitos ocasionales. El pobre chiquillo llevaba semanas así, por lo que no podía deberse exclusivamente a un virus.
Magda suspiró y se reclinó en la silla de su despacho, haciendo una mueca porque se había pasado mordiéndose la uña. Tendría que consultar a un pediatra y hacerle más pruebas.
Rezó en silencio por que la madre de Timmy acompañara a su hijo en la próxima visita y cerró la carpeta. El chaval no tenía una vida fácil y su madre no es que fuera precisamente un gran apoyo.
—Hola, Magdalena.
Una voz grave y sensual que provenía del umbral de su despacho le hizo ponerse de pie de un brinco, lista para pulsar el botón de emergencia que tenía bajo la mesa. La clínica gratuita estaba en un barrio conflictivo y, de hecho, a Paula le había faltado el canto de un duro para que le pegaran un tiro en esa misma habitación.
—No pretendía asustarte.
Magda sintió que un escalofrío le recorría la columna vertebral. No se debía al miedo, sino a que había reconocido la voz. Entrecerró los ojos para observar el cuerpo que acompañaba a esa voz dulce como el terciopelo y el rostro del hombre que tenía delante.
—¿Cómo has logrado sortear a los seguratas de Pedro? ¿Y qué diantres haces aquí?
Samuel Alfonso se encogió de hombros y entró en el despacho como si fuera suyo. Aunque iba vestido con unos sencillos vaqueros y un jersey de punto trenzado color borgoña, transmitía poder y arrogancia; los llevaba sobre sus anchos hombros como si fueran una elegante capa.
—También son mis seguratas, encanto. Forman parte de la plantilla de Alfonso Corporation. ¿Qué otra cosa iban a hacer más que dejarme pasar saludándome amablemente?
«¡Menudo arrogante está hecho este capullo!».
A Magdalena se le aceleró el pulso y le empezaron a sudar las manos. Se las secó en los vaqueros deseando no haberse duchado ni cambiado de ropa en el diminuto aseo que tenía en la parte trasera de la clínica. Quizá hubiera sido más fácil enfrentarse a Samuel vestida con su bata de profesional y con el pelo recogido en un moño recatado. Se metió por detrás de la oreja un ensortijado tirabuzón color fuego y estiró la espalda para parecer más alta de lo que era; metro sesenta.
—¿Qué quieres, Samuel? Este barrio te queda bastante a desmano. Y no creo que te hagan falta los servicios de una prostituta —le espetó con voz crispada.
¡Maldita sea! ¿Por qué no podía comportarse con indiferencia? Desde aquel terrible desengaño habían pasado muchas primaveras y ya ni quiera conocía al hombre que tenía delante. Entonces, ¿por qué no lograba tratarlo como a un desconocido?
Se acercó a ella y preguntó con voz grave:
—¿Acaso te molestaría, encanto? ¿Te importaría que me tirara a todas las mujeres de la ciudad?
—¡Ja! Como si no lo hubieras hecho ya. Y deja de llamarme «encanto». Es ridículo. ¿Qué te crees? ¿Que soy un perrito? —respondió Magdalena con sarcasmo, pero no pudo controlar sus instintos: se le aceleró el pulso y se le cortó la respiración cuando Samuel continuó aproximándose hasta que estuvo tan cerca de ella que pudo oler su cautivador aroma a almizcle y a macho, un olor especiado que la hizo sentirse un poco mareada. Su aroma no había cambiado. Seguía siendo igual de tentador que en aquel tiempo lejano.
—¿Qué haces a estas horas aquí? Mis agentes de seguridad me llamaron para advertirme de que seguías en la clínica a pesar de que ya era de noche. Deberías estar en casa. Este barrio es peligroso de día, así que por la noche ni te cuento —gruñó en voz baja.
—Son los seguratas de Pedro —puntualizó ella.
Por muy hermanos que fueran, Magdalena no lograba ver el parentesco entre esos dos hombres: Pedro era una persona amable que escondía bajo su arisca actitud un corazón de oro mientras que Samuel era el diablo en persona; Satán disfrazado de modelo de la revista GQ y con más dinero y poder de los que nadie debería tener. Y menos aún un hombre como Samuel Alfonso.
—¿Y si algún canalla lograra esquivar a los seguratas y te encontrara aquí sola y vulnerable? —Se acercó un poco más a ella. Estaba tan cerca que Magda sentía su cálido aliento en la sien. ¡Dios mío, era tan alto, fuerte y musculoso! Cuando lo conoció, hacía muchos años, Samuel trabajaba en la construcción y ese trabajo físico tan duro le había dado a cambio un cuerpo torneado y perfecto. Era curioso que no hubiera cambiado ni un ápice. ¿Cómo diablos lograba mantener ese cuerpazo pasando tantas horas sentado en un despacho? Magdalena se echó hacia atrás para tratar de separarse de su
intimidatoria presencia, pero se golpeó con el trasero en la mesa y no pudo alejarse ni un paso más—. Alguien podría aprovecharse de una mujer sola en un despacho vacío —prosiguió en voz baja y con un tono intimidante.
Magda estaba arrinconada entre Samuel y la mesa, y le empujó en el pecho para hacerse un poco de hueco.
—Aparta. Quítate, Alfonso, o te dejo sin descendencia.
Samuel posó su fornido muslo sobre el de ella para que no pudiera pegarle un rodillazo en la
entrepierna.
—Ese golpe te lo enseñé yo, ¿recuerdas? Jamás reveles tus intenciones al agresor, Magda.
Estiró el cuello para mirarlo a la cara. Sus ojos verde esmeralda la observaban con atención.
Tal y como le había ocurrido hacía años, se quedó embelesada ante su belleza. Siempre le había recordado a algún dios rubio de la antigüedad; un cuerpo y unos rasgos tan perfectos que deberían inmortalizarse en mármol. Sin embargo, aunque tuviera la dureza de esa piedra, en ese momento no mostraba su
frialdad, todo lo contrario: su cuerpo transmitía olas de calor y sus ojos abrasadores parecían estar a punto de derretirse.
—Que te follen, Alfonso.
Samuel trató de reprimir una sonrisa, pero, a pesar de sus esfuerzos, sus labios dibujaron una curva. Le colocó las manos en la espalda para atraer todo su cuerpo hacia él y le susurró al oído:
—Preferiría que lo hicieras tú, encanto. Sería mucho más placentero. Sigues siendo la mujer más guapa que he visto en la vida. Aún más guapa de lo que ya eras hace años.
«Mentiroso. Es un mentiroso empedernido. Si entonces me hubieras deseado tanto, no habrías
hecho lo que hiciste».
—Suéltame ahora mismo. Largo de mi despacho.
El muy cerdo estaba tratando de engatusarla.
Era intolerable. Ni era guapa ni se parecía en nada a las modelos rubias y flacas como palos con las que paseaba del brazo antes de llevárselas a la cama.
—Primero dame un beso. Demuéstrame que no queda nada entre nosotros —repuso Samuel con una voz exigente y ruda, y chispazos de fuego en sus ojos verdes.
—Lo único que queda pendiente entre nosotros es que jamás te has disculpado por lo que hiciste. Te dio absolutamente igual. No…
Magda no pudo terminar la frase. La boca dura y ardiente de Samuel ahogó las palabras amargas sin pedir permiso, exigiéndole que reaccionara.
Sus grandes y ágiles manos le recorrieron la espalda y la agarraron del culo para sentarla en la mesa, así facilitaba la tarea de devorarle la boca.
Samuel nunca se había limitado a besar; iba más allá, dejaba su huella, su marca. Magda le gimió en la boca mientras él le metía y le sacaba la lengua, una y otra vez, hasta dejarla sin aliento. Ella se rindió rodeándole el cuello con los brazos y aferrándose a los tirabuzones de seda mientras las yemas de sus dedos se recreaban con tanta suavidad. Le rodeó las caderas con las piernas, pues necesitaba agarrarse a algo para que la oleada de sensualidad no la arrastrara, y dejó que su lengua retara a duelo a la de él. Entonces, sintió la excitación de Samuel rozando su acalorada entrepierna y empezó a bambolear las caderas al ritmo al que él le metía lengüetazos.
Samuel empezó a gemir mientras metía las manos por debajo de la camiseta y acariciaba con las yemas de los dedos la espalda desnuda.
Magda se estremeció ahogándose en un mar de deseo, donde una fuerza más potente que su
voluntad la arrastraba hacia el fondo.
«Tengo que parar. Debo poner fin a esta situación antes de que se me vaya de las manos».
Echó la cabeza hacia atrás para arrancar la boca de la de él y se quedó jadeando extasiada.
Samuel la cogió de la cabeza para que la apoyara sobre su palpitante pecho.
—Magda, Magda… —susurró metiendo la mano entre sus rizos y acariciando apasionadamente el cabello.
«Ay, Dios. No». No podía volver a caer en las garras de Samuel Alfonso. De ninguna de las maneras.
Lo empujó con fuerza para que se apartara, bajó las piernas y apoyó los pies en el suelo.
—Suéltame.
Sintió que la ira crecía en su interior como una hoguera fuera de control. ¿Cómo se atrevía a
utilizarla de esa manera? ¿Qué pasaba? ¿Que estaba aburrido y, como no había otra mujer en el edificio, había venido a jugar con ella? Samuel Alfonso era un mujeriego que se llevaba a las tías a la cama y que, en cuanto encontraba otro juguete con el que entretenerse, las dejaba tiradas. ¿Es que no tenía conciencia? ¿Se preocupaba por alguien que no fuera él mismo?
A Magda le entraron ganas de protegerse haciéndose un ovillo. Se sentía avergonzada por haber reaccionado así ante él aun sabiendo que era una auténtica víbora. ¿En qué tipo de mujer la convertía eso?
Sin mirarlo siquiera a la cara se dio media vuelta para salir a toda prisa por la puerta.
—Magda. Espera —imploró, o más bien exigió, Samuel con su ronca voz.
La agarró del brazo y la giró hacia él antes de que pudiera alcanzar la puerta. Magda lo fulminó con la mirada mientras la ira y el miedo libraban una batalla en su interior.
—No me vuelvas a tocar. En la vida. Ya no soy la chica inocente y bobalicona que conociste una vez y que confió en ti. Me lo he perdonado porque era joven, pero no volveré a caer en esa trampa. Ya no puedo justificar un error semejante con la excusa de la edad.
—Aún me deseas —respondió Samuel apasionadamente, recorriendo con la mirada su cuerpo entero antes de detenerse en su rostro.
Lo miró a los ojos y respondió furiosa:
—No, ya no. Puede que mi cuerpo responda ante un hombre atractivo, pero eso tan solo es una reacción sexual, fisiológica. Tú —le espetó golpeándole el pecho— ya no significas nada para mí.
—Estás deseando que te lo haga hasta que te deje sin aliento. Todavía sé cómo hacerte ronronear, gatita —afirmó con arrogancia dibujando una presuntuosa sonrisa de satisfacción en su atractivo rostro.
Magda se encogió de hombros tratando de reprimir las ganas de borrarle la sonrisa de una bofetada.
—La verdad es que no lo sé…, porque nunca nos hemos acostado y nunca lo haremos.
En cuestión de segundos se zafó de su brazo, se fue del despacho, cogió la chaqueta del perchero que había en recepción y salió de la clínica por la puerta principal sin mirar atrás. Era superior a sus fuerzas. Uno de los agentes de seguridad de Alfonso Corporation la escoltó hasta el coche y Magda arrancó a toda velocidad, como un criminal perseguido por la ley. Lo que más deseaba en ese momento era alejarse todo lo posible de Samuel.
Condujo en un estado de turbación absoluta durante el cual su cerebro se limitó a reproducir dos palabras como un disco rayado: «Nunca más. Nunca más».
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