domingo, 8 de julio de 2018
CAPITULO 32 (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro se quejó al darse la vuelta y puso la cabeza bajo la almohada. Se sentía tan miserable que solo deseaba poder dormir hasta recuperarse. El sudor le recorría el cuerpo formando diminutos remolinos que empapaban las sábanas, temblando encima del tejido húmedo.
–¡Mierda! –murmuró, no demasiado alto. Si hacía un movimiento brusco, los homúnculos en su cabeza volvían a martillear sin piedad.
No había un rincón de su cuerpo que no le doliera y las costillas le protestaban por la continua tos.
Oyó jaleo abajo, pero lo ignoró. Fuese lo que fuese, sus hombres se encargarían de ello. Para eso les pagaba. Ahora, solo quería estar a solas con sus miserias.
–No me importa que no quiera ver a nadie. Me verá a mí. Soy su médico.
Paula.
Pedro hizo un esfuerzo por incorporarse, pero la habitación le daba vueltas. Desorientado, acabó nuevamente tumbado en la cama.
Estoy hasta los cojones. No puedo mover un dedo. Y si había algo que Pedro odiaba era sentirse impotente.
La puerta se abrió de golpe y Pedro abrió un ojo para contemplar la panorámica más bella del mundo.
Paula.
Arrugó el entrecejo al ver dos de los guardias de seguridad sujetándole los brazos, uno a cada lado.
–Quitadle las manos de encima –ordenó, ronco, pero capaz de hacerse oír.
Los guardias la soltaron como si Paula fuera hierro candente.
–Lo sentimos, señor Alfonso. Se nos escapó en la puerta y no hemos podido detenerla a tiempo. Como dijo que no quería ser molestado…
–Ella es la excepción, siempre –refunfuño–. Largaos de aquí.
Los guardias se fueron, dejando a Paula en la puerta de la habitación. Cerró la puerta y se sentó a un lado de la cama. Con una mano en la cadera, llevó la otra a la frente de Pedro, con ternura, retirándole el pelo de la cara.
–¿Qué te estás haciendo? Estás ardiendo. ¿Estás tomando algo?
–No necesito pastillas. Se me pasará –graznó, mirándola con una curiosa fascinación.
Ella fue al cuarto de baño. Pedro la pudo oír enredando en los armarios.
–¿Qué coño es esto? ¿Tienes algo que no sean condones?
Por supuesto que era una pregunta retórica, aún así, cuando volvió a la habitación, como una furia mitológica, Pedro se la contestó.
–No. No tomo pastillas. Nunca las necesito.
Ella cogió el teléfono de la mesilla de noche y empezó a buscar en el directorio. Marcó un número con ímpetu. Una vez que verificó que hablaba con el asistente de Pedro, le dio una retahíla de órdenes como haría un sargento de caballería. Colgó el teléfono con un malhumorado click y llamó a otro teléfono. Una farmacia, por lo que él pudo entender de la conversación. Cuando terminó dejó el teléfono en la mesilla dando un golpe lo suficientemente fuerte como para que Pedro dibujara una mueca de dolor.
–Necesitas sábanas limpias y una ducha. ¿Crees que podrías si te ayudo? –preguntó con exigencia.
Sonrió burlón, cómo si esta mujer pudiera aguantar su peso
–¿Sabes? Esta actitud de médico mandón me pone. ¿Me vas a frotar la espalda?
–Si hace falta… –cortó con rapidez mientras empezaba a tirar de las sábanas que cubrían el cuerpo sudoroso de Pedro.
No queriendo que ella notara su fragilidad, Pedro hizo un esfuerzo sobrehumano para sentarse. Lo consiguió, pero se tambaleó en el momento en que se puso de pie y empezó a toser tan bruscamente que no podía parar. Ella lo sujetó con su cuerpo, más pesado de lo que parecía.
–Para alguien que es supuestamente un genio, eres un inútil cuando se trata de cuidarte a ti mismo – dijo como un gato enfadado.
¡Guau! Era excitante verla en esa actitud.
–Tienes que irte. No quería que lo supieras. Puedes contagiarte.
Le dio un vuelco el estómago solo de pensar en Paula sintiéndose tan mal como él se sentía ahora.
–Me expongo a esto a diario, Pedro. ¿Por qué no me has llamado antes? –preguntó, exasperada–. Tienes gente a tu entera disposición. Necesitas que te cuiden.
–No pido ayuda. Yo ayudo –retumbó su voz camino del baño, tambaleándose como un borracho.
Verdaderamente, nunca se le pasó por la cabeza pedir ayuda. Odiaba sentirse vulnerable y prefería esperar hasta tener control de la situación.
Se quitó los calzoncillos, lo único que llevaba puesto, y abrió la ducha.
–¿Vas poder tú solo mientras busco sábanas limpias y hago la cama?
–Sííí –graznó una vez más, cuando el agua tibia le cayó encima.
–No la pongas más caliente. Aún tienes fiebre –le advirtió, mirándolo con autoridad.
Verdaderamente, la mujer no podía estar más sexy en su papel. Una arpía pelirroja a la que deseaba domesticar allí mismo. Por desgracia, no estaba en posición de arrastrala hasta su cubículo y poseerla apoyada en la pared de la ducha. Pero cómo lo gustaría. Nada le gustaría más que aprovechar la pasión que lo consumía en ese instante.
–¿De dónde venías? –preguntó, queriendo saber por qué llevaba un exquisito vestido de angora gris, color que acentuaba su pelo encendido, que se abrazaba a su cuerpo como un amante. Probablemente no estuviera pensado para ser provocativo, pero en ella lo era. De todas, todas.
–Fui a cenar antes de venir aquí.
Se quitó los zapatos al salir del cuarto de baño, dejando la puerta abierta.
¿Con quién?
Lo quería saber, pero Paula había salido como alma que lleva el diablo. Dejó que el agua corriera por su cuerpo, limpiando el sudor de su cuerpo. Le echó un vistazo a la temperatura del agua, tentado de ignorar a Paula y subirla, pero ella estaba dispuesta a todo. Es posible que le diera una patada en el culo. Sonrió y se apoyó en la pared para dejar que el agua lo limpiara.
Quería enjabonarse, pero solo tenía energía para mantenerse de pie bajo el agua.
Paula regresó cinco minutos más tarde. Él la miró, completamente hipnotizado, mientras ella se quitaba cada una de las prendas que llevaba puestas, dejándolas amontonadas en el suelo.
No era un strip tease, pero Paula solo necesitaba respirar para excitarlo, y verla desnudarse lo había tensado y preparado para la acción. Una lástima que el resto de su cuerpo no lo estuviera.
Enarbolando una esponja, Paula se metió en la ducha, haciendo frente a algunos escalofríos por la temperatura del agua antes de ponerse manos a la obra. Roció la esponja con jabón y empezó a pasarla por la piel de Pedro, deslizándola por su cuerpo con delicadeza.
Titubeó cuando llegó a la ingle y el cuerpo de Pedro se tensó entero. Él se obligó a reprimir el instinto de detenerla. Era Paula, queriéndolo ayudar. No la iba a rechazar. No quería rechazarla.
Paula dejó caer la esponja, y Pedro sintió sobre él sus manos delicadas descendiendo desde la ingle y manipulando su pene latiente con los dedos. La sensación le causó un sobresalto inicial, pero no apartó lo ojos de Paula mientras lo tocaba, concentrándose exclusivamente en ella. Algo desencantado porque no se quedara allí por más tiempo, sintió sus manos recorrerlo, tan adorablemente, entero. Apretó los dientes y endureció los glúteos cuando Paula lo acarició entre medio de los dos, dejando que sus dedos
lo tocaran cerca del ano. Dejó escapar un bufido atormentado, en parte por miedo, en parte por placer. Su toque era clínico, pero dolorosamente sutil, tentadoramente delicado.
De cuclillas, le enjabonó las piernas. Luego, se puso de pie y le lavó el pelo, tranquilizándolo mientras le masajeaba el cuero cabelludo. Con la ducha de teléfono supletoria le enguajó enérgicamente el pelo y todo el cuerpo.
Luego cerró la ducha. Paula se secó con prisas, pero cogió otra toalla y dulcemente lo acarició con ella, secándolo con ligeros golpecitos.
Después de ponerse una camisola de algodón de la pila de prendas que había dejado sobre el mueble del lavabo, cogió a Pedro por la cintura y
lo llevó hasta la cama, ayudándolo a ponerse un par de calzoncillos limpios.
–Sin duda David es eficaz –se maravilló, recogiendo el vaso de zumo de la mesilla y pasándoselo a Pedro. Sacó pastillas de varios frascos y se las puso en la boca a Pedro, como hubiera hecho con un niño recalcitrante–. Nunca pensé que haría todo esto tan rápidamente.
–Para eso le pago –presumió. Pedro no se dejaba impresionar. Abrió la boca obediente,
sorprendentemente, y ella le administró las pastillas, acompañadas por un trago de zumo.
–Termina de bebértelo. Necesitas estar hidratado. Acabo de darte algo para la fiebre, la congestión, la tos y el dolor. Vas a quedarte frito, seguramente.
Le pasó los dedos por el pelo mientras hablaba, con un ceño de preocupación en el rostro. Pedro
terminó el vaso de zumo y Paula se lo retiró.
–Túmbate y descansa.
–Quédate conmigo –le rogó Pedro, incapaz de contenerse. No le importaba nada si sonaba patético, su necesidad por ella era mayor que su orgullo.
–Por supuesto que me voy a quedar –replicó Paula, como indignada.
Pedro sonrió mientras que ella se lanzaba a una diatriba que incluía algo acerca de hombres testarudos y otros reniegos acerca del género masculino y de él en particular. De alguna manera, sus quejas no le molestaban en absoluto… le hacían sentir un dolor amable en el pecho por la única mujer, aparte de su madre, a la que le había importado.
Se apoyó en una almohada para ver a su fogosa hembra marcando el paso por la habitación,
recogiendo sus ropas y poniendo en orden las cosas que había desperdigado por el suelo cuando cayó enfermo y que todavía no había recogido. Ella mascullaba por lo bajo, pero Pedro estaba seguro de que seguía con su diatriba, así que quizás se alegraba de no poder oírla. En su lugar, se embebió en su contemplación, sintiéndose bien por el simple hecho de mirarla.
CAPITULO 31 (SEGUNDA HISTORIA)
La noche siguiente, Paula se pasó por la clínica después del trabajo en la clínica y se sintió completamente innecesaria. El joven médico que la sustituía, el doctor Turner, parecía tenerlo todo bajo control con la ayuda de una joven enfermera, rubia, que parecía idolatrar al atractivo doctor. Sintiéndose desposeída de sus dominios y aburrida, se encaminó a un restaurante donde iba a encontrarse con Mauro
Hamilton. Tenía dos días libres y nada planeado.
Dio un suspiro, desacostumbrada a no estar ocupada cada minuto del día. Le sabía bien tener ahora algún tiempo libre, pero los días eran solitarios cuando no tenía nada en qué ocupar el tiempo. Sus únicos planes eran cenar esa noche y probablemente darse un par de días para limpiar la casa, algo que solo hacía esporádicamente, cuando tenía tiempo. Le vendría bien una limpieza a fondo y no tenía otra cosa que hacer.
Respiró hondo al girarse para entrar en el restaurante, reconociendo que echaba de menos a Pedro. Pero dejaría que él la llamara cuando estuviera listo. No tenía duda de que lo haría.
El restaurante era muy agradable, un lugar conocido por sus filetes y su marisco. Nunca había estado allí, pero se alegró de haberse puesto un vestido y tacones. Hacía un tiempo miserable, con viento y tormentoso, la temperatura por debajo de lo normal. Se metió las manos en los bolsillos y se apresuró hacia la puerta, cruzó la entrada tiritando.
–¿Doctora Chaves? –preguntó la recepcionista.
–¿Sí? –respondió sorprendida y agradecida por la calidez del ambiente.
–La esperan. La llevaré hasta su mesa.
La mujer, alta y morena, le indicó a Paula que la siguiera y la guió a través del sofisticado restaurante hasta una discreta mesa en una esquina. La decoración era sencillamente elegante, acabado principalmente en blanco y negro con grabados modernos, pero de buen gusto, una pared construida enteramente de cristal para mirar al mar.
Mauro Hamilton se levantó al ver a Paula acercarse a la mesa. La recibió con una genuina sonrisa en los labios.
–Hola, Paula. Me alegro tanto que hayas podido venir.
Estaba distinguido y elegante en su traje tostado, con una corbata tostada y azul marino a juego. Cada centímeto de él exudaba poder y control, pero nunca había percibido sensación alguna de malas intenciones detrás su sonrisa no lo había hecho.
La ayudó a sentarse antes de vover a su propia silla.
–¿Qué te gustaría beber? –preguntó, haciendo venir a un camarero y pidiendo un whisky con hielo para él.
–Solo una copa de vino –respondió, deshaciéndose de su abrigo.
Pedro ordenó una copa de blanco zinfandel mientras que ella aceptaba el menú de la mano de uno de los camareros.
Él la miró sin disimulo en cuanto el camarero se fue. Su mirada, indescifrable. Paula lo miró con
abierta fascinación. ¿Qué es lo que tenía este hombre que la atraía tanto, que la empujaba a querer abrazarlo hasta que no se sintiera solo nunca más. Soledad y tristeza parecían gravitar en torno a él como una nube de tormenta, aunque siempre lo había visto sonriendo. Podía distinguir las dos emociones, apenas perceptibles, pero devastadoras.
Desviando la mirada de su rostro, recorrió el menú.
–¿Qué es lo mejor aquí? Nunca antes había estado.
Él sonrió.
–Todo. Depende de lo que te guste.
–No soy particularmente exigente –respondió, burlándose de sí misma.
Les sirvieron las bebidas y pidieron lo que querían comer. Mauro le hizo un millón de preguntas mientras cenaban, con un interés adulador. Para cuando llegaron los postres, hablaban como viejos amigos.
–Dime, ¿cómo conociste a Simon y Pedro? –preguntó curiosa antes de empezar su apetitoso mousse de chocolate.
–Nos hemos asociado para invertir en diferentes empresas durante años. Pedro tiene instinto para elegir las inversiones adecuadas. Yo me limito a invertir –respondió, dejando su cuchara en el plato, una vez terminado el postre.
–Eso no es cierto –replicó ella, recordándole algunas de las inversiones que habían sido idea suya.
La miró sorprendido.
–Parece que estás atenta a la prensa financiera. Probablemente siguiendo a Pedro –adivinó
correctamente.
A Paula le dolía admitir que había estado pendiente de Pedro y sus logros financieros durante años.
Mauro hizo un gesto con la mano.
–No me ofendes. No te preocupes. Está claro que hay algo entre Pedro y tú. Me gusta Pedro. No estoy pensando pisarle el terreno. Solo quiero que seamos… amigos.
Titubeó al decirlo.
Paula examinó su expresión. Parecía sincero, pero sospechaba que había algo más. Pensaba que lo que realmente quería era compañía, algo que ahuyentara la soledad que, para ella, emanaba desde su interior, un sentimiento de soledad tan profundo que era casi palpable.
–¿Dónde están tus padres, tu familia? –le preguntó, intentando descifrar por qué el hombre parecía tan solitario.
–Yo soy hijo único y mis padres murieron en un accidente de coche hace diez años.
Está solo. Completamente solo. Un alma gemela. Paula sabía exactamente como se sentía. Y se compadeció de él. Por otro lado, deseaba no haberle preguntado.
Él le sonrió, una sonrisa cálida que lo hacía aún más atractivo.
–Tuve unos padres extraordinarios. Tuve mucha suerte, aunque los perdí demasiado pronto.
Paula terminó el postre mientras escuchaba los recuerdos de sus padres, divertidas historias de tiempos más felices. Evidentemente, había superado su pérdida. Tenía que ser la reciente pérdida de su esposa lo que lo atormentaba.
–Debes saber que Pedro no anda acostándose por ahí con cualquiera. ¿Lo sabías? –preguntó Mauro después de haber interrumpido sus historias familiares para terminar su whisky.
Paula casi se ahoga con el vino.
–¿Perdón? –inquirió, no muy segura de haber entendido por qué le decía eso.
Mauro encogió los hombros.
–Quiero decir que… las historias acerca de Pedro son en su mayoría falsas. Puede que lleve a sus amigas a fiestas, pero no se acuesta con ellas como la gente supone. Se ha ganado una reputación que no merece –terminó de decir con calma , pero con intensidad en sus ojos.
–¿Y como sabes que no es cierto? –le insistió, preguntándose adónde les llevaría la conversación.
–Pedro y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo. Vamos a muchas de las mismas reuniones, socializamos en los mismos círculos. La mayoría de las veces vamos juntos. Cuando mi esposa vivía, íbamos con Pedro y quienquiera que fuera su acompañante para la ocasión. Salíamos de compas juntos, luego llevábamos a casa a la acompañante de Pedro primero y a Pedro luego. A casa. Solo.
Tomó un respiro antes de continuar.
–Ahora que mi esposa falta, Pedro y yo dejamos a su acompañante primero y luego salimos juntos. Pero los dos volvemos a casa solos –dijo frunciendo las cejas y mirándola fijamente–. ¿Entiendes lo que te quiero decir?
Paula sonrió ligeramente.
–¿Estás diciéndome que él no es el castigador que la prensa ha creado?
–No te digo que sea un ángel, pero no es la persona que muchos creen que es. Simplemente sé cómo duerme porque vamos juntos a muchos eventos, aunque Simon evita tantos compromisos como le sea posible, la mayoría de ellos de hecho.
Mauro sacó su tarjeta de crédito y la metió en la cartera de piel con la cuenta del restaurante que un camarero había dejado discretamente sobre la mesa. Mauro puso la cartera al borde de la mesa y miró a Paula directamente a los ojos.
–Solo he conocido a una de sus novias, y era una pelirroja menuda, completamente diferente a las amiguitas que lleva a las funciones de caridad o de cualquier otro tipo, y eso fue hace mucho tiempo. ¿A qué crees que se debe eso?
No he estado con una mujer desde hace meses.
No podría. Y hasta entonces solo me he acostado con mujeres que tenían el pelo rojizo, cuerpos con curvas y a quienes no les importaba que dijera tu nombre cuando me corría. Mujeres que solo querían dinero y cosas materiales, porque no tenía nada más que ofrecerles.
Dios mío. Pedro había dicho la verdad. Apartando los ojos de Mauro, fijó la mirada en la pared detrás de él.
–¿Por qué? Podría elegir cualquier mujer en el mundo y ella se arrojaría a sus pies. ¿Por qué?
Mauro se encogió de hombros.
–Ser rico puede ser una maldición al tiempo que una bendición. Tener dinero le hace a uno
preguntarse si la mujer lo ama a uno realmente o solo su dinero y su poder. Desgraciadamente, en nuestro círculo, la mayoría de las mujeres están más preocupadas por el dinero que por el hombre –explicó con un tono ligeramente amargo–. No me malinterpretes, a Pedro y a mí nos gustan el dinero y el poder, nos motivan. Pero tiene sus inconvenientes en lo tocante a las relaciones personales.
–Pero, ¿no le gusta a la mayoría de los hombres que las mujeres se rindan a sus pies? –preguntó con curiosidad, volviendo a mirarlo a la cara.
–Depende del hombre, supongo. Cansa y resulta poco atractivo a la larga. Y uno acaba sintiéndose jodidamente solo.
–¿Por qué me cuentas todo esto, Mauro? –preguntó queriendo realmente saberlo–. ¿Estás haciendo de casamentero?
Mauro dio una risotada nerviosa.
–No, por Dios. De hecho, sería mejor para mí si no te contara nada. No me importaría monopolizar tu tiempo y tengo la sospecha que Pedro va a querer matarme por sacarte a cenar. No es exactamente sutil expresando su interés.
–Bueno… no lo va a saber por mí.
Paula se llevó dos dedos a la boca simulando cerrar los labios con cremallera.
Los labios de Mauro dibujaron una sonrisa de aprobación.
–No… pero lo sabrá por ellos.
Señaló discretamente hacia una mesa al otro lado de la habitación, donde dos hombres de bulto, visiblemente fuera de lugar en el comedor, los miraban sin disimulo.
–¿Los conoce Pedro? –preguntó confundida.
–Sí. Muy bien. Trabajan para él. Son parte de su guardia de seguridad –respondió Mauro irónicamente–. Los he visto antes. Son, obviamente, tu lastre.
–¿Me está espiando? –replicó Paula, indignada porque Pedro la tuviera vigilada.
Mauro extendió la mano a través de la mesa y la sujetó por el brazo antes de que ella pudiera levantarse.
–No lo hagas, Paula. No son espías. Son tu protección. Pedro es muy conocido y ligado a ti
sentimentalmente. Eso te convierte en un blanco. Créeme, yo haría lo mismo si estuviera viendo a alguien seriamente. Pedro ha hecho un buen número de enemigos. Poderosos enemigos. Esa es la razón por la que nunca ha sido visto mostrando abiertamente sus afectos con ninguna mujer. Pero la imagen de Pedro
llevándote a cuestas como un hombre de las cavernas se ha visto en todas partes. Y parece que piensa llevar la cosa más lejos. Quiere que estés segura
Sostuvo su mano, manteniéndola sentada, calmándola con el sonido de su voz.
–De hecho, no puedo creer que no haya llamado ya. Va a saber lo que haces la mayoría del tiempo. Probablemente esté un poco lento ahora porque no se encuentra bien.
Paula no estaba segura cómo le hacía sentir que Pedro supiera todos sus movimientos. Era incómodo.
Seguro, entendía lo de la protección, pero tener a alguien continuamente siguiéndola era desconcertante.
–¿Has dicho que está enfermo? –preguntó, asegurándose si había oído a Mauro correctamente.
–Gripe. Le ha dado bien –Mauro negó con la cabeza, preocupado por su amigo–. Ha estado trabajando desde casa. No está para nadie. He hablado con sus asistente, David.
–Maldita sea. Me preguntaba por qué no me había llamado. Qué cabezota –dijo, apretando la mano de Mauro al tiempo que se levantaba–. Necesito ir a ver si está bien.
Mauro se rio. Soltó la mano de Paula y se puso en pie.
–Espera. Te acompaño hasta la puerta.
Sacó un bolígrafo dorado de su bolsillo, firmó el recibo de la tarjeta de crédito que el camarero había dejado sobre la mesa y guardó la tarjeta en la cartera.
–Paula, probablemente no quiere que te contagies.
Paula metió los brazos en la chaqueta que Mauro sostenía educadamente para ella. Se abrochó la chaqueta y se llevó las manos a la cadera.
–Soy médico, por amor de Dios. Me he puesto la vacuna. Estoy expuesta a la gripe diariamente.
Mauro le ofreció el brazo y ella lo aceptó.
–Te puedo asegurar que no está pensando con la cabeza. Su único pensamiento es protegerte.
–Estupendo. ¿Y quién lo protege a él? –replicó, indignada.
–Dudo que nadie haya pensado que lo necesite –respondió Mauro pensativo.
–Lo necesita. Maldita sea. No necesita ser siempre el protector –dijo con contundencia, deseando que alguien lo hubiera protegido cuando era más joven–. Todo el mundo necesita apoyo de vez en cuando.
Mauro la acompañó hasta su coche. Le respondió en voz baja, sentida.
–¿Sabes? Creo que tienes razón. Cuídalo, Paula.
Dejándose llevar por su compulsivo deseo de aliviar el dolor de Mauro, lo abrazó. Él la rodeo con sus brazos y le apretó la espalda.
Permanecieron así unos instantes, como si una misteriosa conexión se hubiera cimentado entre los dos.
–Te llamaré.
Reluctante, Mauro la soltó y abrió la puerta del coche.
–Hablamos pronto –respondió Paula, su espíritu un tanto agitado por la manera en que se sentía
atraída por la tristeza de Mauro.
–No permitas que Pedro te dé órdenes –le dijo riéndose mientras Paula se acomodaba en el coche.
Ella rio alegremente.
–No va a pasar, o encontraré un atenuante para justificar por qué era necesario estrangularlo –le
aseguró a Mauro. Pedro iba a escucharla y se iba a mejorar en un santiamén.
Escuchó la risa satisfecha de Mauro mientras cerraba la puerta del coche. Paula salió del aparcamiento y se dirigió directamente a casa de Pedro, haciendo un esfuerzo por ignorar los guardaespaldas que la seguían.
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