lunes, 9 de julio de 2018

CAPITULO 35 (SEGUNDA HISTORIA)




Pedro subió la mano por detrás de la cabeza de Paula, empujándola hacia abajo para que se
encontrara con su boca hambrienta. La devoró. 


Su lengua sedosa danzando con la de ella, exigente, sin contemplaciones. Paula estaba encima de él, pero aún así él llevaba las riendas. Llevó las manos a sus sienes, clavándoselas en el pelo, colocándola en su sitio para poseerla.


Ella restregó la cadera en pequeños círculos contra el pene hinchado de Pedro, con las manos empuñándole el pelo, necesitándolo, queriéndolo dentro de ella tan deseperadamente que gemía y besaba a la vez. Estaba perdida, lo sabía… y no le importaba. Respirando su aroma, saboreándolo. Sentir aquel enorme falo en su pelvis la volvía irracional, ansiosa por tenerlo dentro. Los botones de su blusa saltaron por los aires. Gimieron al encontrarse lengua con lengua, mientras que las manos de Pedro buscaban desesperadamente los pechos de Paula. Abrió el cierre delantero del sujetador y le apretó posesivamente los senos. Paula jadeó al separar su boca de la de él para arrancarse la blusa y el sujetador, arrojándolos sin cuidado en el suelo.


Pedro... te quiero dentro de mí.


Echándose atrás, se puso de pie y se bajó el pantalón y las bragas a la vez, quedándose completamente desnuda frente a él.


Con su traje gris y su corbata todavía puestos, Pedro parecía a punto de ir a una reunión de negocios, hasta que lo miró a la cara y a su abultada erección. Él se la comía con los ojos. Su mirada, ardiente y torturada, anticipando el acto… necesitándola deseperadamente. Se quitó el cinturón y se bajó la cremallera de la bragueta sin dejar de mirar enfebrecido el cuerpo de Paula.


–Móntate –exigió con un rugido, sacándose el pene del pantalón.


Ella miró el enorme miembro, luego el carísimo traje de chaqueta.


–Se te puede manchar el traje –dijo dubitativa, pero su vagina se humedecía con el solo pensamiento de montarlo al instante tal y como estaba, en sus dominios, vestido como un poderoso ejecutivo.


–Entonces será mi traje favorito. Lo limpiaré y me lo pondré todos los días, para recordarme cómo te hice sentir con él. Ven aquí. Ahora –murmuró, abriendo los brazos.


Se montó en él y él la rodeó con los brazos, posesivamente, buscando con su boca los sensibles pezones antes de que Paula siquiera se hubiera acomodado en sus piernas. Arqueó la espalda mientras él le mordía ligeramente los pezones, con la suficiente dosis de dolor y placer como para perder el juicio. Meciendo las caderas, colocó el clítoris a lo largo de su miembro, gimiendo con el roce. El pene de Pedro duro como el acero, dejándola estimularse con él.


Pedro deslizó las manos por la espalda de Paula y le apretó los glúteos. Una mano siguió
descendiendo hasta que sus dedos alcanzaron los labios empapados de Paula.


–¡Dios! Estás empapada. Para mí.


Su voz ahogada, sin poder apenas sujetarse las riendas.


–Te necesito –susurró ella, inclinándose para mordisquearle el lóbulo de la oreja, sintiendo en su piel la dureza de la incipiente barba de Pedro, irritándole la piel, avivando aún más la fiereza salvaje que se apoderaba de su cuerpo.


Frenético, sus dedos se apoderaron de la vagina de Paula. La respiración entrecortada y enfebrecida contra sus pechos cuando dejó de lamer y mordisquear sus pezones, inhalando y exhalando en un intento de recuperar el control de sí mismo. Con una mano se aferró a una nalga mientras que la otra dejaba los saturados labios y se abría camino hasta el ano de Paula.


Sus propias secreciones lubricaban el orificio estrellado. Paula dio una boqueada cuando sintió el dedo pulgar abrirse camino, penetrándola dulcemente una vez traspasado el apretado esfínter externo.


–¡Ah! –gimió, echando la cabeza hacia atrás, mientras él se adentraba paso a paso en ella, bombeando con suavidad. No le dolió. La excitaba tanto que estuvo a punto de tener un orgasmo.


–¿Qué estoy haciendo? –dijo retirando el dedo de golpe–. Lo siento. Lo siento –repitió con gravedad, confundido.


–¿Qué? ¿Qué pasa?


Se apartó para mirarlo a la cara. Sudaba. Las gotas de sudor caían de su frente a la prístina camisa blanca, pálido, aterrado.


–Lo siento –repitió una vez más–. Nunca he hecho esto. No debería haberte violentado de esta manera.


Respiraba con dificultad. Todo su cuerpo en tensión.


Claro. Obviamente Pedro no practicaba ninguna forma de sexo anal … por su traumática experiencia.


Tampoco ella, pero la sensación de complitud había sido tan estimulante, tan erótica. Pedro había sido considerado, cuidadoso de no hacerle daño.


Pedro, no me ha dolido. Me gustó. Es excitante.


–No debería haberlo hecho. No debería –repitió moviendo la cabeza de un lado a otro, el sudor aún corriéndole la frente–. Solo pensaba en penetrarte de cualquier manera… que perdí la consciencia.


Sosteniendo su cara entre las manos, Paula le obligó a mirarla a los ojos.


–Fue sensual. Me encanta sentirte dentro de mí. No estoy preparada para tener sexo anal, pero casi me haces correrme. Fuiste considerado. No me has hecho ningún daño.


Lo miró con ojos de adoración.


–¿De verdad te ha gustado? –preguntó asombrado, mirándola a la cara, buscando la verdad.


–Sí. Tienes mi permiso para violentarme de esa manera cuando quieras –le respondió, apasionada y deseosa–. Te necesito.


Paula quería arrancarle el semblante de remordimiento de la cara y sustituirlo por un semblante de placer.


–Tengo que tenerte, Paula. Ahora –suplicó desesperado.


Ella levantó las caderas y él se sujetó el miembro. Gimieron al unísono mientras él le clavaba el pene.


Descendiendo sobre él poco a poco, Paula apretó los hombros, forzando los músculos para recibirlo, jadeando hasta que él la llenó por completo, rozando el dolor.


Pedro se agarró a las caderas de Paula, su mandíbula apretada. Su expresión, animal y codiciosa.


Más atractivo que nunca, su deseo y ansia de posesión a flor de piel, su poderosa figura tensa de deseo carnal.


Paula gemía con cada empuje de Pedro, que se enterraba en ella tanto como era posible.


–Sí –siseó, con la respiración entrecortada. El aire alrededor húmedo, pesado y perfumado de deseo y necesidad a la vez. Los músculos internos de Paula se aferraban al pene palpitante. Su cuerpo entero estremeciéndose.


Sus ojos fijos en los de Pedro, abrazándose con la mirada, mientras que él controlaba sus empujes, cada batida del pene entrando y saliendo del estrecho canal de su vagina.


–Quiero ir despacio. Saborear esta sensación. Pero estás tan rica, cielo. No puedo aguantarme – susurró jadeante.


Paula se sentía a punto de arder.


–Métemela, Pedro. Me encanta tenerte dentro. Ojalá pudiéramos estar así siempre –suplicó. Él golpeó más fuertemente, la curva de sus glúteos acariciada por el elegante tejido de los pantalones de Pedro a cada impulso de él, la fricción del clítoris contra la cremallera abierta haciéndola delirar. Paula se dio por completo a Pedro. Entregada a las sensaciones, cerró los ojos y echó la cabeza hacia atrás, desvalida.


–Te necesito, Paula. Te necesito –rugió Pedro, una de sus manos deslizándose hasta el glúteo–. Quiero metértela por todas partes. Lo necesito.


Su pulgar volvió a buscar el ano de Paula, ya húmedo, moviéndolo una y otra vez dentro y fuera de la estrecha oquedad al tiempo que recorría su canal vaginal con cada embestida del pene.


–Sí, así –jadeó Paula. Su apretada vagina aferrada al pene de Pedro, ordeñándolo con sus sacudidas.


Gritando de gozo con cada espasmo que agitaba su cuerpo.


–Córrete, Paula –balbució Pedro, cogiéndola por la nuca y llevándose la boca de Paula a la suya, abriéndose camino entre los dientes con su lengua depredadora. Dentro de ella de todas las maneras posibles.



CAPITULO 34 (SEGUNDA HISTORIA)




Paula permaneció con Pedro hasta que este se recuperó completamente, empleando sus dos días libres en sacarlo de lo peor de la enfermedad y luego yendo a su casa todas las noches, después de trabajar, durante varios días para asegurarse que recibía el mejor de los cuidados.


Él era, con mucho, el peor paciente que había tenido nunca, y eso que había conocido a unos cuantos difíciles. A Pedro Alfonso no le gustaban las debilidades y eso incluía, obviamente, todo lo que físicamente lo obstaculizara.


Durante la enfermedad no dio más que problemas. Completamente furioso e irritado, mirándola desde su escritorio, recostado en la silla, ceñudo, Pedro se ocultaba detrás de su fachada una vez más y Paula odiaba que lo hiciera. Le había mostrado cierta vulnerabilidad cuando había estado más enfermo, pero otra vez se estaba comportando como una mula… con todas sus fuerzas. No podía aceptar esa
personalidad dominante suya. Aún así, había momentos en los que lo adoraba. Aquel, sin embargo, no era uno de esos momentos, intransigente en sus demandas e irracional en sus acciones.


–Te llevas el nuevo coche. Punto. No hay más que hablar – ladró Pedro, como si ella fuera uno de sus empleados.


Paula respiró hondo y exhaló de un golpe.


–Muy bien. Si no hay nada más que hablar, me voy. Y tú puedes coger el coche y metértelo por donde tú sabes porque no voy a usarlo. No tienes ninguna autoridad para decirme qué coche quieres que conduzca sin consultarme. No soy ninguno de tus empleados.


Deseando no haber ido a su casa aquel anochecer, intentó recuperar la compostura. 


Todo lo que quería era asegurarse de que él estaba bien, que se estaba cuidando. Pedro se había comportado como un imbécil esa tarde, arrojándole, prácticamente, las llaves de su nueva caravana Mercedes, de color negro metálico, que le había costado más que lo que una casa le costaría a muchos, y exigiéndole que la condujera. No es que no le gustara el vehículo. Lo cierto es que le gustaba. 


¿A quién no? Lo que no le gustaba era la actitud de Pedro, su distancia. Ordenaba y esperaba que los demás se precipitaran a complacerlo. Se escondía otra vez, preocupado por haber mostrado demasiada debilidad, y esta era su manera de restaurar el orden después de la enfermedad. Ella entendía lo que estaba haciendo y sus razones para ello. Pero, maldita sea, …dolía.


–Ya sé que no eres uno de mis empleados. Si lo fueras, harías lo que te digo que hagas –rugió Pedro–. Y si cruzas esa puerta, voy detrás de ti.


Cruzando los brazos, Paula lo fulminó con la mirada.


–¿Y luego qué? ¿Cómo piensas obligarme a conducirlo? –dijo retándolo. Su voz comenzaba a temblarle, irritada–. Ni siquiera me has preguntado si me gusta, si la quería. Lo que yo piense no cuenta siempre y cuando haga lo que tú digas. ¿Qué coño te pasa esta noche?


Una lágrima solitaria le corrió por la mejilla y ella la limpió con impaciencia. Había muchas cosas
que amaba de Pedro, pero había unas pocas cosas que no podía tolerar.


Mandón…aceptable, de vez en cuando.


Exigente en la cama… afortunadamente.


Protector… sí.


Distanto y frío … intolerable.


Pedro se levantó y se puso delante del escritorio.


–Tú no vas a ninguna parte –dijo con un sonido ronco–. ¿Por qué lloras?


Paula se precipitó hacia la puerta, dispuesta a no contestar esa pregunta.


Porque te quiero tanto que me hace daño. 


Porque quiero importarte tanto como tú me importas a mí. Porque cuando me dejas fuera y actúas fríamente, me da miedo.


Abrió la puerta, frenéticamente, desesperada por salir de allí. Al tiempo, sintió el empuje del cuerpo de Pedro a su espalda, cerrando la puerta de un golpe, encerrándola entre los brazos, uno a cada lado de ella. Paula inclinó la frente sobre la puerta, derramando lágrimas sin control.


–Por favor, déjame salir.


–Dime por qué estás llorando. ¿No te gusta el coche? Lo puedo devolver. Comprar otro modelo, siempre y cuando sea seguro. Es elegante me recordó a ti.


Pedro jadeaba. Paula sentía su aliento cálido en el oído.


¡Mierda!. Se ablandaba, volvía a ser su Pedro otra vez. Esto es una locura, una vez tocando el cielo con las manos, otra preguntándome cuando voy a desplomarme de nuevo.


–No puedo soportar esta situación, Pedro. Por favor.


Sus sentimientos eran un amasijo de sensaciones, lastre antiguo que volvía para atormentarla. No podía evitarlo. Necestaba tanto a Pedro para ser feliz que le asustaban su frialdad y su aspereza.


–¿Qué he hecho, cielo? Dímelo. Lo enmendaré –prometió. Su voz cariñosa y genuina.


–Cuando eres frío y distante, me da miedo que no me quieras más –dijo ahogada por la emoción. No había querido decirlo, pero lo hizo–. Sé que es cosa del pasado y sé que, de todas las mujeres, probablemente soy la mujer que más necesita de ti. Pero necesito saber que te importo, que mi opinión cuenta. Que yo cuento.


Hasta para ella misma sonaba patética, pero no podía evitarlo.


–Cuando siento que te alejas de mí, cuando eres frío, me da miedo.


Pedro la rodeó con sus brazos, empujando su espalda contra su cuerpo, arropándola.


–Lo siento, mi amor. Lo siento –le susurró al oído, meciéndola adelante y atrás–. A mí también me da miedo. Temo que te pase algo y que mi vida no valga nada si eso pasa. ¿No entiendes lo importante que eres para mí?


Paula sacudió la cabeza, sus hombros agitándose por los sollozos ahogados, por la angustia que los miedos del pasado le habían provocado. ¡Maldita sea! Había aprendido a estar sola, a no depender de nadie. Pero todas sus defensas se estaban desmoranando con este hombre.


Pedro la volvió y la cogió en brazos. La llevó al sofá de piel que tenía contra la pared de su oficina, sujetándola fuertemente en su regazo.


–Te necesito Paula. Tanto que me asusta. Supongo que a veces me da miedo necesitar a alguien tanto que mi vida entera dependa de esa persona.


Dejó escapar un suspiro tembloroso, masculino, mientras le acariciaba el pelo.


–Te necesito también, Pedro. Tanto. No puedo soportar que actúes frío y distante. Me recuerda el pasado, cuando nadie me quería.


Ya le había dicho lo peor. Algo que él nunca sabría si ella no fuera capaz de exteriorizar sus
emociones.


–¡Mierda! –dijo Pedro pasándose una mano por la cabeza, con frustración–. Cielo, a veces olvido que tú también tienes tus inseguridades. He sido un egoísta. En realidad sólo pensaba en protegerme a mí mismo. Perdóname. Por favor. Intentaré no volverlo a hacer. Lo prometo. Pero no creo que pueda dejar de preocuparme.


Él retrocedió, mirándola con intensidad. Sus transparentes ojos verdes, tórridos y apasionados.


–Te quiero exactamente como eres, pero sin tu frialdad –dijo ella, sonriendo a través de las lágrimas.


Ella también había sido egoísta, dejando que sus miedos se apoderaran de ella, olvidando el pasado de Pedro y lo vulnerable que debería sentirse en su estado.


–¿Y si hace mucho calor? –preguntó Pedro con voz de barítono, grave y ronca. Ella se rindió y sonrió al mirarlo a los ojos, que anunciaban sin ambages su deseo, su cara completamente desposeída de la máscara de hielo.


–Entonces, me quemaré feliz –respondió ella, comenzando a montarse en él y rodeándole el cuello con los brazos.




CAPITULO 33 (SEGUNDA HISTORIA)




Ducharse lo había ayudado. Se sentía limpio por primera vez en días y a gusto entre sábanas limpias.


Su dolor de cabeza se fue aliviando paulatinamente y el letargo, en lugar del malestar, empezaba a reclamar su cuerpo.


Tenía el pene como una piedra y se endureció aún más cuando ella se agachó, revelando su sabroso trasero. Se quedó embobado, incapaz de hacer nada más, mirando lascivo a su desnuda retaguardia mientras se agachaba para recoger los zapatos.


Paula se incorporó y se dio la vuelta, mirándolo con reprensión.


–¿Estás mirándome el culo? Necesito bragas –balbuceó.


Oh no, de ninguna manera. Suspiró decepcionado cuando ella se metió en el baño, obviamente para buscar ropa interior entre las prendas que él le había comprado y que ella nunca se llevó a su casa.


Después de volver del baño, cogió un termómetro de la plétora de objetos que David había dejado allí y se lo puso en la boca a Pedro.


–No hables –le advirtió, arqueando una ceja.


Frunció el ceño y cruzó los brazos. Que lo mataran si no quería arrancarse aquella cosa molesta de la boca, solo por joder.


Ella se rio, un leve, distendido sonido que flotó hasta los oídos de Pedro como un bálsamo sanador.


–Pareces un niño malo –rio alegremente, poniendo la mano en la frente de Pedro.


Sonó un bip y retiró el ofensivo termómetro.


–Alta –anunció–. Pero creo que más baja de lo que la tenías. Voy a tener que despertarte a mitad de la noche para darte medicación.


Pedro frunció el ceño otra vez cuando ella le dio más zumo. Lo último que quería hacer era tragárselo.


Sentía la garganta como si se la hubieran pulido con papel de lija.


–Bébetelo. Necesitas fluidos –replicó, como si supiera lo que él estaba pensando.


Clavó los ojos en ella mientras se bebía el zumo, contemplando como la hermosa arpía agitaba las medicinas que había encima de la mesita de noche, probablemente para posteriores dosis.


–¿Nadie te ha dicho nunca que eres un médico muy mandón? –preguntó Pedro secamente, pasándole el vaso de zumo vacío.


¿No le había dicho nunca nadie lo excitante que era cuando se enfadaba?


Dejando la copa en la mesa, cruzó los brazos y lo miró de forma castigadora.


–Solo mis pacientes menos colaboradores. Si no fueras tan obstinado, pensarías que soy el doctor más amable del mundo –respondió Paula con un tono seudo azucarado.


–A mí me pareces muy amable, de todos modos –admitió él, su voz, grave y ronca–. ¿Qué te ha
pasado en la cabeza? –preguntó, arrugando el ceño, al notar un pequeño moratón en la sien izquierda que no había visto antes.


–Nada. Un pequeño accidente de coche. Simplemente me di un golpe en la cabeza –se metió en la cama y se cubrió con las sábanas. 


Apagó la luz sobre la mesita de noche, sumiendo la habitación en oscuridad.


Pedro estiró los brazos para adueñarse de ella, abrazándola por la espalda. ¡Dios! Qué bien se sentía así. Apretó su pecho contra la espalda de Paula y enterró su cara en la seda de su melena.


–No hay accidentes de coche pequeños. ¿Qué ha pasado de verdad? ¿Cuándo? Nadie me ha llamado. Esos guardias están más que despedidos –protestó, estremecido pensando que Paula había tenido un accidente y él no lo había sabido.


–No los vas a despedir. Me dejaron aquí porque mi coche ha quedado probablemente para la chatarra. Les dije que no te llamaran porque venía para acá de todas maneras. No pasa nada, Pedro. Estaba de camino y el tiempo es un asco, ha estado lloviendo todo el día. Otro coche patinó en el agua al parase en un semáforo y me dio. Estoy bien –respondió algo exasperada.


Pedro, el corazón le latía tan deprisa que le faltaba el aire. Se apretó a Paula más fuertemente, tocándola por todas partes.


–¿Y se tuvieras algo más serio de lo que tú crees? –preguntó, aterrado solo de pensarlo.


Paula se dio la vuelta, poniéndole los brazos alrededor del cuello.


–No lo tengo. Estoy bien, Pedro. Me preocupas tú. Tú estás enfermo. Por favor, duerme. Me dieron por el lado del copiloto. Solo me asusté un poco. Soy médico. No me dieron tan fuerte como para hacerme daño, pero lo suficientemente fuerte para acabar con mi pobre coche.


–Necesitas un vehículo más grande. Algo más seguro. Y más nuevo –le respondió, con una mezcla de irritación y miedo en la voz.


–Duerme –insistió ella, acurrucándose contra él.


Pedro estaba grogui, posiblemente por la medicación, pero no podía impedir que la imagen del coche de Paula siendo golpeado, con ella dentro, lo obsesionara. ¿Y si hubiera sido algo serio, o aún más serio? ¡Dios mío! Esa imagen lo iban a atormentar durante algún tiempo.


–Algo terrible podría haber pasado –dijo finalmente, taciturno.


–No pasó –intentó calmarlo Paula, poniendo la cabeza en su hombro y pasándole la mano por el pelo, acariciando su nuca formando círculos con los dedos–. Por favor, descansa. Me preocupas. Tienes una buena gripe y necesitas dormir.


Pedro le dolía el pecho, pero no por la enfermedad. La voz dulce, preocupada, de Paula lo tranquilizaba y cerró los ojos, apretándolos fuertemente, conteniendo la emoción que la vigilante protección de Paula le producía.


Podía entender su maniática preocupación por la seguridad de Paula, pero tener a alguien que
cuidara de él era nuevo, y no sabía cómo llevarlo.


–Me alegra que hayas venido, cielo –murmuró ahogadamente, restregando el rostro en el pelo de Paula.


–La próxima vez me llamas –le pidió adormilada.


–Nada puede pasarte, Paula. No lo soportaría –dijo con gravedad.


Pedro se preguntaba cómo Mauro pudo sobrevivir después de perder a su esposa. El dolor debió ser insoportable si Mauro había sentido algo similar a su obsesiva necesidad por el delicado milagro en rojo que se acurrucaba en sus brazos.


–Pero estoy aquí, Pedro –susurró Paula.


¡Gracias a Dios!


–Te vas a casar conmigo –resonó Pedro, cerrando los ojos, la somnolencia se apoderaba de él.


Ella no respondió. Simplemente se acurrucó más en él y suspiró.


Pedro no dejó que la falta de respuesta le molestase. De hecho, sus labios dibujaron una sonrisa. Estaba progresando. Al menos, Paula no arguyó nada en contra. Tampoco dijo no.


Con ese feliz pensamiento en la mente, se durmió.