viernes, 8 de junio de 2018
CAPITULO 4 (PRIMERA HISTORIA)
Madre mía, ¡estás hecha un asco!». Entre el desconcierto y el mareo oyó de nuevo la impaciente voz grave, y sintió que unos brazos fornidos y musculosos la ponían de pie y la apoyaban contra un pecho robusto, duro como una roca.
Y cálido…, tan cálido que no pudo reprimirse y se hizo un ovillo al calor de aquella figura recia con la esperanza de que aquella fuente de energía desbloqueara sus músculos ateridos por el frío.
La cabeza seguía dándole vueltas y la apoyó en aquel hombro robusto y fuerte. Exhaló un suspiro mientras aquel hombre misterioso le hacía cruzar una puerta para entrar en un edificio cálido. En el fondo sabía que lo sensato sería zafarse de aquel individuo desconocido, cuya voz no reconocía, pero no tenía fuerzas para enfrentarse a él.
Paula reconoció el pitido típico de un ascensor y sintió que el estómago le daba un vuelco cuando aquella caja de metal despegó a una velocidad de vértigo.
Poco después la depositaron con delicadeza sobre una mullida cama y la cubrieron con un edredón, gracias al cual no tardó en entrar en calor. Al percatarse de que le quitaban las zapatillas con brusquedad y las tiraban al suelo abrió los ojos, pero no logró ver con claridad.
Tampoco fue capaz de incorporarse, y unas manos fuertes se apoyaron en sus hombros y la empujaron de nuevo contra los almohadones.
—Estate quieta. No muevas ni una pestaña.
—Estoy bien. Cogí un virus insignificante y pensaba que ya me había curado. Tan solo ha sido un mareo sin importancia —replicó tratando de incorporarse de nuevo.
—No estás bien —ladró el hombre—. Ha venido a verte un médico. Observó desde su ventana cómo prácticamente te estampabas de bruces contra la acera.
—¿Un médico? —Alarmada, desvió la mirada de aquel marimandón y vio que a sus espaldas había otro hombre—. No necesito ningún médico.
En realidad lo que pasaba era que no tenía dinero para pagarlo.
—Demasiado tarde. Ya ha venido y te va a hacer una revisión.
—Puedo negarme a que me la haga —respondió dubitativa mientras posaba la mirada por primera vez en los oscuros ojos del hombre que la había rescatado.
—No lo harás —repuso él con tono de advertencia.
Su aspecto agresivo la tenía tan impresionada que reprimió el impulso de replicarle. ¡Madre mía, era enorme!
Mientras Pedro se agachaba para ponerse de cuclillas junto a la cama, sus anchos hombros ocuparon por completo el campo de visión de Paula. Ya había notado lo musculoso que era cuando la había socorrido en la calle, pero, ahora que había recuperado la visión y la sensación de mareo se iba disipando, podía además percibir con los ojos la fuerza de aquellos brazos y su complexión corpulenta.
Fornido. Turbio. Peligroso.
Los ojos azules de Paula se encontraron con los ojos oscuros de Pedro.
Casi sintió miedo al contemplar una mirada tan salvaje.
Pedro se pasó la mano por el cabello, corto y negro, con expresión seria y una impaciencia evidente. No tenía una belleza al uso —unos rasgos demasiado marcados y dos pequeñas cicatrices, una en la sien y otra en la mejilla izquierda, malograban su tez morena—, pero…, ¡madre mía!, era irresistible. Paula sintió cómo la intensa vibración que despedía aquel hombre penetraba en su cuerpo hasta ponerle los pezones duros y sensibles.
—¿Quién eres? —susurró al recordar que la había llamado por su nombre.
—Pedro Alfonso. El hijo de Helena Alfonso —respondió mientras se ponía de pie y retrocedía unos pasos para dejar paso al otro hombre.
¿El hijo de Helena? Pedro. Paula no conocía ni a Samuel ni a Pedro, pero su jefa, una mujer que con el paso del tiempo se había convertido en una amiga íntima, le había hablado mucho de ellos. Pedro era el más pequeño.
Rondaba la treintena. Era un crack de la informática, el creador de los videojuegos que habían convertido Alfonso Corporation en una empresa multimillonaria.
—Tengo entendido que has estado enferma, jovencita. Soy el doctor Simms. Permíteme que te eche un vistazo.
Un rostro amable de mediana edad reemplazó a don Cachas Refunfuñón.
Paula exhaló un suspiro de alivio antes de dedicar media sonrisa al jovial médico.
—Estoy bien. Es que tuve un virus. Supongo que aún no estoy recuperada del todo y no tenía la energía necesaria para afrontar un día tan largo como el de hoy —le explicó al médico, deseando volver a ponerse las desgastadas zapatillas de deporte cuanto antes y salir corriendo de aquella situación que la hacía sentir tan pequeña.
Pedro estaba de pie detrás del amable doctor con los brazos cruzados y una expresión imponente. Madre mía…, ¡menuda fiera! A lo largo de la vida Paula había visto cientos de hombres de aspecto temible, pero Pedro tenía algo que hacía que su corazón latiera más fuerte y que su cuerpo entero permaneciera en alerta.
Paula dejó que el médico la examinara. El doctor Simms era atento y eficiente, y consiguió sacarle una sonrisa con una conversación distraída y una amabilidad de lo más profesional. Le dio varias instrucciones y le hizo las preguntas de rigor. Ella respondió de la manera más escueta que supo, pues quería acabar cuanto antes con esa situación y poder alejarse de la asfixiante presencia de Pedro Alfonso.
El doctor Simms esbozó una sonrisa amable cuando dio el reconocimiento médico por concluido.
—Lo que necesitas es reposo, comida y algo más de tiempo para superar ese virus. Hoy te habrás sentido mejor porque te había bajado la fiebre, pero te ha vuelto a subir y aún no has expulsado el virus. Estás exhausta y me da la impresión de que ni duermes ni comes lo suficiente. —Amplió la sonrisa—. Es típico de nuestro gremio. Aunque haya pasado mucho tiempo desde que hice la carrera de Medicina, aún recuerdo con nitidez aquella época. —Hizo una pausa antes de preguntar con un tono profesional—: ¿Hay alguna posibilidad de que estés embarazada?
Paula lanzó una mirada avergonzada a Pedro mientras sentía cómo le ardían las mejillas. ¿Era imprescindible que se enterara de eso? Los ojos de Pedro se clavaron en los de Paula mientras su cuerpo permanecía en tensión a la espera de una respuesta.
—No. Es totalmente imposible —respondió con una timidez que no era propia de su forma de ser.
No había ni la más remota posibilidad de que estuviera embarazada; a no ser que ahora los vibradores fueran capaces de hacerle a una un bombo.
Además, últimamente no había tenido tiempo ni para eso. La universidad y el trabajo a jornada completa inhibían por completo su apetito sexual. Lo único que ocurría en su cama era que, bien entrada la noche y después de una larga sesión de estudio, Paula, y solo Paula, se tendía unas pocas horas a descansar allí.
El médico cambió de tema sin darle importancia alguna y le recomendó que guardara reposo y que combatiera los síntomas con medicamentos sin receta. Paula le dio las gracias y le dedicó una sonrisa trémula. El médico se giró hacia Pedro y salieron juntos conversando en voz baja.
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