lunes, 9 de julio de 2018
CAPITULO 33 (SEGUNDA HISTORIA)
Ducharse lo había ayudado. Se sentía limpio por primera vez en días y a gusto entre sábanas limpias.
Su dolor de cabeza se fue aliviando paulatinamente y el letargo, en lugar del malestar, empezaba a reclamar su cuerpo.
Tenía el pene como una piedra y se endureció aún más cuando ella se agachó, revelando su sabroso trasero. Se quedó embobado, incapaz de hacer nada más, mirando lascivo a su desnuda retaguardia mientras se agachaba para recoger los zapatos.
Paula se incorporó y se dio la vuelta, mirándolo con reprensión.
–¿Estás mirándome el culo? Necesito bragas –balbuceó.
Oh no, de ninguna manera. Suspiró decepcionado cuando ella se metió en el baño, obviamente para buscar ropa interior entre las prendas que él le había comprado y que ella nunca se llevó a su casa.
Después de volver del baño, cogió un termómetro de la plétora de objetos que David había dejado allí y se lo puso en la boca a Pedro.
–No hables –le advirtió, arqueando una ceja.
Frunció el ceño y cruzó los brazos. Que lo mataran si no quería arrancarse aquella cosa molesta de la boca, solo por joder.
Ella se rio, un leve, distendido sonido que flotó hasta los oídos de Pedro como un bálsamo sanador.
–Pareces un niño malo –rio alegremente, poniendo la mano en la frente de Pedro.
Sonó un bip y retiró el ofensivo termómetro.
–Alta –anunció–. Pero creo que más baja de lo que la tenías. Voy a tener que despertarte a mitad de la noche para darte medicación.
Pedro frunció el ceño otra vez cuando ella le dio más zumo. Lo último que quería hacer era tragárselo.
Sentía la garganta como si se la hubieran pulido con papel de lija.
–Bébetelo. Necesitas fluidos –replicó, como si supiera lo que él estaba pensando.
Clavó los ojos en ella mientras se bebía el zumo, contemplando como la hermosa arpía agitaba las medicinas que había encima de la mesita de noche, probablemente para posteriores dosis.
–¿Nadie te ha dicho nunca que eres un médico muy mandón? –preguntó Pedro secamente, pasándole el vaso de zumo vacío.
¿No le había dicho nunca nadie lo excitante que era cuando se enfadaba?
Dejando la copa en la mesa, cruzó los brazos y lo miró de forma castigadora.
–Solo mis pacientes menos colaboradores. Si no fueras tan obstinado, pensarías que soy el doctor más amable del mundo –respondió Paula con un tono seudo azucarado.
–A mí me pareces muy amable, de todos modos –admitió él, su voz, grave y ronca–. ¿Qué te ha
pasado en la cabeza? –preguntó, arrugando el ceño, al notar un pequeño moratón en la sien izquierda que no había visto antes.
–Nada. Un pequeño accidente de coche. Simplemente me di un golpe en la cabeza –se metió en la cama y se cubrió con las sábanas.
Apagó la luz sobre la mesita de noche, sumiendo la habitación en oscuridad.
Pedro estiró los brazos para adueñarse de ella, abrazándola por la espalda. ¡Dios! Qué bien se sentía así. Apretó su pecho contra la espalda de Paula y enterró su cara en la seda de su melena.
–No hay accidentes de coche pequeños. ¿Qué ha pasado de verdad? ¿Cuándo? Nadie me ha llamado. Esos guardias están más que despedidos –protestó, estremecido pensando que Paula había tenido un accidente y él no lo había sabido.
–No los vas a despedir. Me dejaron aquí porque mi coche ha quedado probablemente para la chatarra. Les dije que no te llamaran porque venía para acá de todas maneras. No pasa nada, Pedro. Estaba de camino y el tiempo es un asco, ha estado lloviendo todo el día. Otro coche patinó en el agua al parase en un semáforo y me dio. Estoy bien –respondió algo exasperada.
A Pedro, el corazón le latía tan deprisa que le faltaba el aire. Se apretó a Paula más fuertemente, tocándola por todas partes.
–¿Y se tuvieras algo más serio de lo que tú crees? –preguntó, aterrado solo de pensarlo.
Paula se dio la vuelta, poniéndole los brazos alrededor del cuello.
–No lo tengo. Estoy bien, Pedro. Me preocupas tú. Tú estás enfermo. Por favor, duerme. Me dieron por el lado del copiloto. Solo me asusté un poco. Soy médico. No me dieron tan fuerte como para hacerme daño, pero lo suficientemente fuerte para acabar con mi pobre coche.
–Necesitas un vehículo más grande. Algo más seguro. Y más nuevo –le respondió, con una mezcla de irritación y miedo en la voz.
–Duerme –insistió ella, acurrucándose contra él.
Pedro estaba grogui, posiblemente por la medicación, pero no podía impedir que la imagen del coche de Paula siendo golpeado, con ella dentro, lo obsesionara. ¿Y si hubiera sido algo serio, o aún más serio? ¡Dios mío! Esa imagen lo iban a atormentar durante algún tiempo.
–Algo terrible podría haber pasado –dijo finalmente, taciturno.
–No pasó –intentó calmarlo Paula, poniendo la cabeza en su hombro y pasándole la mano por el pelo, acariciando su nuca formando círculos con los dedos–. Por favor, descansa. Me preocupas. Tienes una buena gripe y necesitas dormir.
A Pedro le dolía el pecho, pero no por la enfermedad. La voz dulce, preocupada, de Paula lo tranquilizaba y cerró los ojos, apretándolos fuertemente, conteniendo la emoción que la vigilante protección de Paula le producía.
Podía entender su maniática preocupación por la seguridad de Paula, pero tener a alguien que
cuidara de él era nuevo, y no sabía cómo llevarlo.
–Me alegra que hayas venido, cielo –murmuró ahogadamente, restregando el rostro en el pelo de Paula.
–La próxima vez me llamas –le pidió adormilada.
–Nada puede pasarte, Paula. No lo soportaría –dijo con gravedad.
Pedro se preguntaba cómo Mauro pudo sobrevivir después de perder a su esposa. El dolor debió ser insoportable si Mauro había sentido algo similar a su obsesiva necesidad por el delicado milagro en rojo que se acurrucaba en sus brazos.
–Pero estoy aquí, Pedro –susurró Paula.
¡Gracias a Dios!
–Te vas a casar conmigo –resonó Pedro, cerrando los ojos, la somnolencia se apoderaba de él.
Ella no respondió. Simplemente se acurrucó más en él y suspiró.
Pedro no dejó que la falta de respuesta le molestase. De hecho, sus labios dibujaron una sonrisa. Estaba progresando. Al menos, Paula no arguyó nada en contra. Tampoco dijo no.
Con ese feliz pensamiento en la mente, se durmió.
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