sábado, 22 de septiembre de 2018

CAPITULO 41 (SEPTIMA HISTORIA)




Paula no le dijo a Pedro que no necesitaba que nadie cuidara de ella. Su declaración había sido demasiado dulce, demasiado tierna, y consiguió que el corazón le diera saltitos en el pecho.


Ella observó con curiosidad cómo Pedro se deslizó hasta quitarse de encima de ella y fue contoneándose hacia la puerta completamente desnudo. Le resultaba muy difícil no concentrarse en su trasero perfecto y duro mientras se movía.


Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta, colgada en un perchero, sacó algo y volvió a la cama.


Casi parecía avergonzado cuando se arrodilló junto a la cama.


—Compré esto poco después del susto con los terroristas en el aeropuerto. Supongo que te dirá exactamente cuánto tiempo he estado loco por ti.


A Paula se le cortó la respiración cuando le entregó una pequeña caja de terciopelo. Ella exhaló y abrió la tapa con dedos temblorosos.


—Ay, Dios mío. Pedro.


—Cásate conmigo, Paula. Quédate conmigo para siempre.


En la cama de terciopelo estaba el anillo más bonito que había visto nunca.


Era un enorme diamante de piedra central en un engaste de inspiración antigua, que estaba segura de que era de platino. Diamantes más pequeños rodeaban la piedra central en un engaste circular precioso.


—No sé qué decir.


—Di que sí —contestó él inmediatamente con una voz que era exigente y esperanzada a la vez.


—Sí. —Alzó la mirada hacia él, los ojos llenos de lágrimas. La había amado casi desde el principio, igual que ella lo había amado a él.


Pedro la aceptaba, en realidad la adoraba exactamente como era, y ella sentía lo mismo por él. Discutirían porque ambos eran tercos, pero también se amarían.


Tomó el anillo de la caja y se lo puso.


—Encaja. ¿Cómo sabías qué talla comprar?


—Le dije al vendedor que tenías unos preciosos dedos largos y esbeltos que casi me hacen llegar cada vez que me tocas. —dijo Pedro con mirada inexpresiva.


Ella le dio una palmada juguetona en el hombro.


—¡No!


Pedro se encogió de hombros.


—Lo adiviné. Recuerdo haberle comprado un anillo de perlas a Chloe cuando se graduó en la universidad. Intenté juzgar basándome en su talla. Podemos llevarlo a que lo ajusten si necesitas otra talla o no te gusta.


Paula suspiró.


Los diamantes centelleaban y reflejaban la luz mientras ella giraba la mano.


Pedro hizo una mueca cuando subió a la cama y le examinó la mano.


—Quizás debería haber comprado diamantes más grandes.


—Será mejor que estés bromeando —dijo Paula, divertida—. Si fueran más grandes, necesitaría una grúa para levantar la mano. —Rodó hasta sus brazos abiertos y se acurrucó contra él.


—Quiero que todos sepan que me perteneces —dijo él obstinadamente.


—No te preocupes. Lo sabrán. Seré tu esposa. Y a nadie podría escapársele mi anillo precioso. Gracias.


—Gracias a ti—respondió Pedro.


—¿Por qué?


—Por amarme —respondió él con voz ronca mientras la abrazaba más fuerte.


Paula lo envolvió en sus brazos.


—Chloe va a casarse pronto y no quiero desmerecer su felicidad. Lleva mucho tiempo planeándolo. ¿Crees que podríamos fugarnos? —le preguntó a Pedro esperanzada.


Sinceramente, esperaba en secreto que la boda de Chloe no llegara a tener lugar, pero sonaba como una buena excusa para fugarse.


—Te mereces tu día, cariño.


—No me gustan mucho las bodas. No me gustan las aglomeraciones, el ruido, todo la atención en los novios. Para ser sincera, la boda de mis sueños terminaría en menos de diez minutos —admitió.


Pedro se echó atrás para mirarla a la cara.


—¿En serio? ¿No estás diciéndolo porque Chloe se casa?


Paula asintió.


—En serio. No quiero una boda elegante. Sé que eres multimillonario y que los Alfonso sois una familia prominente. Si es lo que se espera, lo haré…


—Nunca hago nada porque sea lo que se espera de mí —dijo sonriéndole—. Y yo también odio las bodas. Dios, de veras eres mi tipo de mujer.


—¿Las Vegas? —preguntó ella.


—En cuanto se despeje el tiempo —convino Pedro alegremente.


—Supongo que tendremos que encontrar algo para entretenernos hasta entonces.


—La tormenta se acerca, así que nada de entretenimiento al aire libre, pero haré todo lo posible para mantenerte bien ocupada. —Le guiñó un ojo y le lanzó una mirada traviesa.


—Creo que estoy empezando a aburrirme dentro —le dijo con picardía.


—Yo me encargaré de ese problema inmediatamente. —Pedro sonaba divertido
mientras bajaba la boca hacia la de Paula con ternura.


Le curó el aburrimiento de inmediato, y tan a fondo que ella no tuvo otro momento de apatía en toda la noche.




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