domingo, 17 de junio de 2018

CAPITULO 30 (PRIMERA HISTORIA)




«¿Qué coño hago con este vestido?».


Al día siguiente Paula estaba en su dormitorio contemplando su aspecto en un espejo de cuerpo entero.


Pedro no tenía ninguna gana de ir a la celebración; de hecho, odiaba las fiestas de cumpleaños que le organizaba su hermano todos los años.


«¿Quién odia celebrar su cumpleaños?».


Paula frunció el ceño mientras se giraba a un lado y a otro tratando de decidir si iba demasiado elegante o si se quedaba corta. El vestido era de un color borgoña precioso, pero, al ser de seda, le marcaba cada curva y, como solo le cubría hasta la mitad del muslo, dejaba al descubierto una parte considerable de las piernas. Llevaba unos pantis de seda fina que se ajustaban a la parte superior del muslo por medio de un delicado encaje y que apenas abrigaban sus largas piernas. El vestido solo tenía un tirante, por lo que el hombro derecho iba al descubierto.


Cuando Pedro sacó el vestido del armario, a Paula casi le da un patatús al ver la etiqueta del precio, que aún estaba puesta. ¿Quién se compra un vestido que cuesta como una compra semestral en el súper? Al ver aquella cantidad desorbitada le habían entrado ganas de guardarlo de nuevo en el armario, pero no lo había hecho porque no tenía nada que ponerse para una ocasión así.


Cogió unos zapatos a juego, con unos tacones de aguja tan altos que estaba segura de que sería igual de alta que muchos invitados.


Pero no tanto como Pedro. No había zapatos que la pusieran a su altura.


Presa de los nervios, se atusó la oscura melena que le caía por encima de un hombro. Puede que dejárselo suelto no fuera la mejor idea del mundo, pero no tenía ni idea de cómo hacerse un recogido. Tener el pelo tan largo era una lata y, de hecho, ya se le había pasado por la cabeza más de una vez cortárselo muy corto.


Volvió a dirigir la mirada al espejo y se fijó en lo grandes que parecían sus ojos con maquillaje. 


Casi nunca se maquillaba porque lo consideraba
una pérdida de dinero y de tiempo y, además, ni siquiera tenía claro que le gustara cómo le quedaba. ¿La barra de labios de color rojo resultaba demasiado atrevido? ¡Mierda! No tenía ni idea. No frecuentaba fiestas ni celebraciones de ese estilo. De hecho, hacía tantos años que no iba a una fiesta que ni recordaba cuándo había sido la última vez. Seguramente, cuando sus padres aún estaban vivos. Después del accidente su vida se había limitado a trabajar y a sobrevivir.


Echó los hombros hacia atrás para ponerse recta y se dijo a sí misma que no se sentiría intimidada. Pedro le había pedido que fuera porque quería que ella estuviera allí y no pensaba defraudarle. Lo más fácil sería comportarse como una gallina y decirle a Pedro que no podía ir porque no se encontraba bien, pero no podía hacerle algo así. Pedro se había portado muy bien con ella; de hecho, le había salvado la vida. Literalmente.


Dirigió una última mirada al espejo, cogió un bolsito negro que había sobre la cama y salió hacia la cocina. Se puso una mano sobre el vientre tratando de apaciguar las mariposas que parecían haberle invadido el estómago.


«Relájate, Paula. Tan solo es una fiesta de cumpleaños. No es nada del otro mundo».


Se detuvo a la entrada de la cocina al ver a Pedro, que ya estaba listo para salir, aunque no parecía muy entusiasmado. Se hallaba de pie delante de un armario y llevaba unos pantalones de vestir marrones y un precioso jersey de punto color crema. Iba muy bien peinado y llevaba una barbita de dos días. Estaba para comérselo.


«Eso ya lo has hecho. Ayer, precisamente».


Paula se sonrojó y le entraron los calores del infierno al recordar lo que había ocurrido el día anterior. Nunca se comportaba así. ¡Había sido tan descarada! Pero es que ver a Pedro en todo su esplendor y que se mostrara inseguro, como si se sintiera atrapado, había sido demasiado para ella. El instinto de protección y la osadía que le había suscitado el verlo así la habían sorprendido hasta a ella. ¿Desde cuándo seducía a hombres con ese arrojo? En realidad era bastante mojigata, el tipo de mujer que jamás le entraría a un tío como Pedro. Sin embargo, verlo tan inseguro la había empujado a insinuarle lo buenísimo que estaba, a proponerse como objetivo demostrarle lo tentador que era en realidad. Porque lo era. Claro que tenía cicatrices en el pecho y en el vientre —algunas pequeñas, otras no tanto, todas de un color blanco que contrastaba con su piel oscura—, pero, madre de Dios, marcharse sin tocar aquel cuerpo fornido y terso habría sido superior a sus fuerzas. Las cicatrices no le restaban atractivo sexual. Pedro era simplemente… soberbio.


—¡Ah, estupendo! Ya estás aquí. Iba a…


Al levantar la mirada y verla entrar en la cocina Pedro se detuvo a mitad de frase.


—Estoy lista —le informó tratando de parecer segura de sí misma.


A Pedro se le fue oscureciendo la mirada a medida que recorría con los ojos el cuerpo de Paula, que empezó a sentirse abochornada cuando él, apretando la mandíbula, continuó su exploración hacia las piernas desnudas.


—Eh…, ¿estoy bien?


Mierda. Seguro que la había cagado poniéndose ese vestido.


—Estás deslumbrante —repuso con voz queda cuando sus ojos alcanzaron por fin el rostro de Paula—. Pero dejas demasiada carne al descubierto. Y llevas el pelo suelto.


Paula ladeó la cabeza y preguntó boquiabierta:
—¿Y eso es malo?


—No sé si quiero que otros hombres te vean así. —Pedro dio un paso al frente y se detuvo a pocos centímetros de ella. Dejó caer una mano sobre su hombro desnudo y lo acarició con deleite. Aquel roce sensual hizo estremecer a Paula—. Eres una tentación muy difícil de resistir.


Paula, que sin darse cuenta había estado aguantando la respiración, exhaló un suspiro de alivio al saber que Pedro daba el visto bueno a su atuendo.


—Eres el único hombre que piensa eso, Pedro. Deberías ir al oculista.


—Eres tan guapa que mirarte me hace daño —susurró rozándole la sien con los labios—. Me he empalmado en cuanto has entrado por la puerta.


Le cogió la mano para que palpara su excitación. Estaba tan duro que a Paula se le empaparon las braguitas y se le hizo un nudo en el estómago.


«Madre mía, qué bien huele este hombre».


Paula le besó la barbita de dos días e inhaló su embriagador aroma masculino. Estiró los dedos sobre su paquete, incapaz de reprimir las ganas de palpar su miembro abultado.


—Paula, me vuelves loco —susurró Pedro mientras atrapaba la mano aventurera de ella y se la llevaba a los labios para darle un beso cálido y lento en la palma—. Si empezamos así, no llegaremos a la fiesta. Aunque a mí me da igual… —rezongó.


—Es tu fiesta —respondió divertida ante su actitud—. No puedes faltar.


—Bésame y te demostraré lo que puedo y lo que no puedo hacer — respondió provocándola mientras le rodeaba la cintura con un brazo.


Paula sentía su cálido aroma sobre la mejilla. Su boca estaba tan cerca, tan sumamente cerca que resistirse a esa tentación le pareció una tortura.


—Tu madre no me lo perdonaría jamás. Vamos, cumpleañero.


Pedro empezó a hacer pucheros como un niño al que le quitan su juguete favorito, si bien las palabras que salieron de su boca no tenían nada de infantil.


—Tienes que ponerte un abrigo —le advirtió con un tono protector y exigente.


—Tengo uno. Voy a por él. De todos modos, seguro que en casa de Samuel hace calor —comentó en voz baja.


Se marchó a su dormitorio y regresó enseguida a la cocina con una chaqueta entallada en la mano. Pedro alargó el brazo para coger la americana. La extendió para ella y Paula metió los brazos en la prenda negra, apreciando el suave tacto del forro de seda. Pedro dio media vuelta a Paula para abrocharle los botones. Todos. Entonces, frunció el ceño:
—¿No pasarás frío?


—No. Así voy bien. Solo tengo que ir de casa al coche y del coche a la casa. Seguramente, si no me lo hubieras recordado, ni siquiera habría
cogido la chaqueta.


Paula suspiró mientras se sacaba la melena de la americana. Le sorprendía que la emocionaran tanto todos esos pequeños gestos que tenía
Pedro con ella y que la hacían sentirse arropada. Hacía tanto tiempo que nadie se preocupaba por su bienestar que esas acciones cautivaban y emocionaban a la buscavidas que llevaba sola tanto tiempo.


—Sigue sin hacerme mucha gracia que muestres tanta carne —refunfuñó cogiendo el bolso de Paula y dirigiéndose a la puerta.


Paula se mordió el labio inferior y varios escalofríos le recorrieron la espina dorsal. La voz tan sexy de Pedro parecía reclamarla como si ella le perteneciera.


«Ni lo sueñes. No significa nada».


—El vestido no es tan sexy —repuso con una mueca, pero deseaba ser tan irresistible como él le hacía sentir.


—Es demasiado sexy. Todos los hombres de la fiesta estarán pensando lo mismo que yo —repuso con frustración y esperando a que Paula saliera de la casa para cerrar la puerta con llave.


Paula llamó al ascensor y se giró hacia él:
—¿El qué?


—Que quiero follarte —respondió con sinceridad mientras ponía su mano en la parte baja de su espalda.


A Paula se le cortó la respiración en el preciso momento en que sonó el timbre del ascensor. 


Las puertas se abrieron ante ellos. ¿Se acostumbraría algún día a los comentarios tan directos de Pedro? Se había puesto colorada y le habían entrado los calores. De hecho, estaba ardiendo.


Prácticamente en llamas.


—¡Pedro!


Se encogió de hombros y la siguió para entrar al ascensor.


—Es la verdad.


—Eres muy travieso —le reprendió imitando a una maestra.


—Aún no has visto nada. Puedo ser malo. Muy muy malo —le susurró juguetón mientras colocaba una mano a cada lado de su cara y la atrapaba contra la pared del ascensor—. Si me besas, intentaré portarme bien. De momento.


Paula levantó la mirada y vio aquellos ojos brillantes que parecían chocolate fundido. 


¡Madre mía, le encantaba el chocolate! Así que hizo lo que haría un auténtico amante del chocolate: besarlo. Entonces las puertas del ascensor se cerraron y quedaron atrapados en el silencio de un pequeño mundo exclusivo para ellos.




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