domingo, 17 de junio de 2018

CAPITULO 32 (PRIMERA HISTORIA)





Mientras se subía la cremallera de los pantalones, Pedro cambió de postura para apoyar la cadera contra la barra del ascensor. 


Escuchaba a su interlocutor con una expresión serena. ¿Cómo lo lograba? Con esa voz tan plácida e imperturbable nadie se daría cuenta de que Pedro y ella acababan de follar como posesos. Ella, por el contrario, estaba convencida de que parecía como si le acabara de pasar un camión por encima.


—No. No ha habido ningún problema.  Necesitaba una cosa y detuve el ascensor para buscarla.


Aunque su voz siguió transmitiendo una absoluta indiferencia Pedro dedicó a Paula una mirada traviesa con los ojos entornados y media sonrisa.


A ella le entraron de nuevo los calores y lo fulminó con una mirada asesina.


—Sí. Estoy encantado de haberlo encontrado. Gracias por preguntar. Buenas noches.


Pedro colgó el teléfono y pulsó el botón para volver al piso.


Paula lo golpeó en el hombro.


—¿Cómo puedes soltar semejante discurso sin pestañear?


Pedro se encogió de hombros y la abrazó.


—Seguro que he pestañeado: los humanos suelen hacerlo cada diez segundos. Y lo que he dicho es una verdad como un templo. —Le dio un beso en la frente antes de proseguir—: Necesitaba una cosa, la he encontrado en el ascensor y, sin duda, estoy encantado.


Paula se echó a reír. No pudo reprimirse.


—Y yo estoy orgásmica perdida.


El ascensor dio un bandazo al pararse con brusquedad.


—Lo sé. Por eso estoy encantado —comentó con voz queda—. Los sonidos que emites al correrte es lo más dulce que he oído en la vida.


Paula tragó saliva para intentar bajar el nudo que se le había hecho en la garganta. 


Cuando Pedro le rozó el cuerpo para abrir la puerta del piso, se le volvieron a empitonar los pezones. Cada palabra que salía audaz de la boca de ese hombre estaba cargada de una honestidad brutal.


Como no sabía cómo responder a ese comentario, Paula se fue directa a su dormitorio en cuanto abrió la puerta de la casa.


—Salgo en un minuto. A ver si esta vez no mojo la braguita.


Oyó una carcajada de satisfacción a sus espaldas.


—Hacer que mojes las braguitas se está convirtiendo en mi principal objetivo en la vida.


Paula sonrió al entrar en su cuarto. Sacó un conjunto limpio de lencería de un cajón mientras se esforzaba por dejar de darle vueltas a sus confusas emociones.


Pedro se la había tirado sin atarla. Por tanto, acababa de demostrarle por segunda vez que confiaba en ella. Quizá algún día…


«Pasito a pasito, Paula. No te emociones. Lo que sea que está rayando a Pedro lleva haciéndolo mucho tiempo. Podrías tardar años en ganarte su confianza».


Y ella no disponía de ese tiempo a su lado. Se peinó la alborotada melena sin ningún tipo de miramiento, hasta que empezó a dolerle el cuero
cabelludo e hizo una mueca de dolor.


«Haz todo lo que esté en tu mano. Disfruta de lo que tienes mientras lo tengas. Y, por el amor de Dios, no te tomes esta situación muy a pecho».


El problema no era disfrutar del tiempo que estaba junto a Pedro.


Veneraba cada momento que pasaba a su lado porque sentía que era capaz de llenar recovecos de su ser a los que no había llegado nadie antes.


«Soy pobre y, por tanto, pragmática. No creo en las almas gemelas, ni en el destino, ni en que haya un hombre ideal para cada mujer».


El problema era que sus padres habían sido así. 


Habían vivido pobres como ratas, pero muy felices. En cierto modo fue una bendición que
fallecieran juntos porque Paula estaba convencida de que ninguno de los dos habría superado la muerte del otro. Habían sido uña y carne, y cualquiera de los dos se habría sentido totalmente devastado sin la compañía del otro. 


Después de ver durante dieciocho años la bonita pareja que hacían sus padres costaba no creer en el amor verdadero ni en las almas gemelas.


Suspiró mientras posaba el cepillo en el tocador. 


De acuerdo…, quizá sí que creía que el amor podía ser tan intenso, tan apasionado. Pero con
Pedro no. Con Pedro jamás. Ese hombre le iba a romper el corazón: él no se comprometía con ninguna mujer y ella ya sentía demasiado por él.


La única forma de sobrevivir a esa relación era no darle importancia y no dejar que se involucraran los sentimientos.


Cogió la chaqueta y el bolso y se dirigió con calma hacia la cocina mientras dos palabras retumbaban incansables en sus oídos y una risa de desprecio hacía eco en su cabeza.


«Demasiado tarde. Demasiado tarde».






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