lunes, 25 de junio de 2018

CAPITULO 58 (PRIMERA HISTORIA)




-Podemos hablar?


Pedro Alfonso levantó la mirada de la pantalla del ordenador y vio a su prometida, Paula, en el
marco de la puerta de la sala de informática que tenía instalada en casa. Al oír las dos palabras que todo hombre teme que salgan de la boca de la mujer a la que ama se estremeció. Llevaba viviendo con esa preciosidad más de un año y, cuando vio esa conocida arruga de concentración entre los bonitos ojos azules de la morena, Pedro supo exactamente lo que estaba a punto de ocurrir. «¿Podemos hablar?». Las palabras que había susurrado con su voz seductora y aterciopelada eran en realidad una
advertencia, una señal de que se encontraba a punto de sacar un tema con el que él estaba en rotundo desacuerdo o del que directamente no quería ni hablar.


Cogió la taza que tenía junto al ordenador y pegó un trago al café deseando tener al alcance algún licor un poco más fuerte aunque no hubieran dado aún ni las ocho. La última vez que Paula había querido «hablar» le había dado la tabarra para que redujera el número de guardaespaldas. No estaba dispuesto a ceder en eso. Su lindo trasero ya tenía menos escolta de la que a él le gustaría. Hizo un esfuerzo para tragar el café a pesar del nudo que tenía en la garganta y trató de no fijarse en lo adorable que estaba Paula con su uniforme de enfermera color rosa bebé. Aunque hubiera pasado más de un año, le bastaba con mirarla, oír su voz, pensar en ella u oler su seductor aroma —vamos, percibir cualquier cosa que le recordara a Paula— para quedarse embelesado y sentir una erección.


Pedro se había convencido a sí mismo de que la obsesión que tenía con Paula se le pasaría con el tiempo dando paso a un amor más racional, a un sentimiento que no lo volviera completamente
tarumba. Pero no había sido así, más bien todo lo contrario: su fijación había ido en aumento. 


Era obvio que se había estado engañando a sí mismo si pensaba que podía sentir por ella algo que no fuera completamente irracional.


«Soy multimillonario, socio de una de las empresas más potentes del mundo y me comporto con absoluta sensatez en todos los ámbitos de mi vida excepto en este. ¿Cómo puede una mujer hacerme perder la cabeza de este modo?».


Paula se paseó por la sala de informática y se detuvo delante de su mesa dedicándole una amplia sonrisa, a la que Pedro reaccionó empalmándose aún más —los vaqueros le iban a estallar— y sintiéndose tan feliz que hasta le dolía el pecho. Todavía no se había hecho a la idea de que esta mujer tan increíble fuera suya y, cada vez que la miraba, se preguntaba cómo era posible que lo hubiera aceptado por completo, con todos y cada uno de sus defectos.


«Mía».


Pedro le entraron ganas de lanzarse por encima de la mesa para soltarle la melena, que llevaba atada en una cola de caballo, sentarla en su regazo y besar sus labios sonrientes hasta que empezara a hacer esos ruiditos de deseo, gemidos de abandono que…


—¿Pedro? —la voz inquisitiva de Paula lo despertó de sus fantasías eróticas.


«¡Maldita sea!».


«¿Podemos hablar?». ¡Vaya marrón! ¿Acaso tenía elección? Pedro sonrió antes de responder con precaución:
—¿De qué quieres hablar?


—Necesito que leas un documento y lo firmes. No tiene gran importancia —comentó dejando sobre la mesa varios folios unidos por un clip.


Echó un vistazo rápido a la primera página, analizando las palabras impresas, y respondió
desconcertado:
—Es un contrato. Un acuerdo prenupcial. —Pasó las páginas sin apenas detenerse, pues estaba más que acostumbrado a leer documentos jurídicos. No le llevó mucho tiempo encontrar la información más relevante—. ¿A qué viene esto?


Paula suspiró.


—Le he pedido a un abogado que lo redacte. Nos vamos a casar dentro de un mes. Tú eres
multimillonario y yo acabo de sacar la licencia de enfermera y estoy sin blanca. No estamos en
igualdad de condiciones. Me parece que lo más justo es que te cubras las espaldas. Yo ya lo he
firmado. Solo falta que firmes tú. Por favor.


Pedro entornó los ojos, levantó la cabeza y la fulminó con una mirada de determinación.


—Ni lo sueñes, cariño. Madre de Dios, ¿es que no puedes dejar pasar ni una? ¿Qué clase de abogado hace esto por su cliente? Tú no me vas a abandonar en la vida y yo no te dejaría ni harto de vino. Hasta que la muerte nos separe, lo mío es tuyo...


Paula apoyó las manos en las caderas y se enfrentó a la feroz mirada de Pedro con una de las suyas.


«Oh, oh». Pedro conocía de sobra esa mirada malhumorada y esa forma de inclinar la barbilla, pero para salirse con la suya en este asunto tendría que pasar por encima de su cadáver. Ni acuerdo prenupcial ni divorcio. Jamás. No podría soportarlo. La testaruda mujer que tenía delante era para él el mundo entero y toda su felicidad dependía de ella; Paula lo había forzado a enfrentarse a sus traumas y así había salido de una existencia vacía y solitaria, y había transformado su vida por completo.


Perderla no entraba en sus planes.


—A veces las cosas pasan sin que uno se lo proponga, Pedro. Me salvaste la vida y en el terreno económico no estamos en igualdad de condiciones. Te lo debo —explicó con frustración.


Las ruedas de la silla de Pedro chirriaron cuando se puso de pie. Entonces, rodeó la mesa y acorraló a Paula por la espalda.


—A nosotros no nos «pasan» cosas. Y tú a mí no me debes nada. Siempre que te quiero comprar algo me montas una escena. No aceptas ni un céntimo de mi dinero. Me apuesto todas mis pertenencias a que apenas has tocado el dinero que te ingresé en la cuenta hace más de un año.


Tomó aire tratando de reprimir la emoción y luchando contra el dolor y los celos que le crecían por dentro. Lo que más quería en el mundo era dar a Paula las cosas que no había tenido antes de conocerlo, pero lo único que le permitía hacer era ofrecerle techo y comida. No poder darle todo lo que estuviera en su mano lo estaba matando. ¡Maldita sea! Ahora que Paula iba a ser su esposa debería tener una vida más fácil. Desde pequeña había vivido al borde de la pobreza, deslomándose para llegar a fin de mes y pasándolas canutas para sobrevivir. Pedro quería cambiar todo eso ofreciéndole una vida sin preocupaciones y llena de felicidad. Tenía recursos de sobra para conseguirlo.


Paula exhaló un suspiro tembloroso antes de contestar:
—Me diste cobijo, te ocupaste de mí, hiciste que me enamorara locamente de ti y me recompensaste con tu amor. Me has dado todo lo que pudiera soñar. Deja que al menos yo te dé esto.


«¡Y un cuerno! No le he dado suficiente. No es suficiente. Merece mucho más. Probablemente un hombre mejor que yo, pero no soy capaz de renunciar a ella».


Pedro se estremeció al oler su característico aroma femenino. Le dio media vuelta y colocó las manos a ambos lados de la mesa para no dejarle escapatoria. Le costaba muchísimo decirle que no porque ella casi nunca le pedía nada —excepto amor—, pero esta vez no pensaba dar su brazo a torcer.


Aunque ya le había entregado su corazón, su cuerpo, su mente y hasta su alma, era evidente que su chica aún no se había dado cuenta de que lo tenía completamente a su merced.


«Mía».


Le mordisqueó la oreja mientras la acorralaba contra la mesa y empujaba su cuerpo contra el de ella para sentir esas exuberantes curvas amoldándose a sus músculos recios. ¡Madre mía! Le encantaba sentir que el cuerpo de Paula se rendía al suyo y que se fundían juntos como si ella aceptara su carne como parte misma de su ser.


Los brazos de Paula recorrieron su cuerpo y, cuando sus manos se colaron bajo la camiseta, la ardiente piel de Pedro prendió fuego. Ella aplastó el cuerpo contra el suyo, acariciándole la espalda y rotando las caderas para rozarse con su paquete mientras él gemía.


La boca de Pedro gruñó al oído de Paula:
—No firmaré ningún contrato. No habrá nada que se interponga entre nosotros. Ni ahora ni en el futuro. Eres mía y siempre lo serás.


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