martes, 26 de junio de 2018

CAPITULO 60 (PRIMERA HISTORIA)





Pedro tardó un nanosegundo en arrepentirse y deseó retirar esas palabras en cuanto salieron de su estúpida boca. La preciosa carita de Paula se quedó descompuesta y sus expresivos ojos empezaron a llenársele de lágrimas y mostraron el terrible dolor que acababa de causarle. 


«¡Mierda! ¡Hay que ser gilipollas para decir algo así!». 


En lugar de valorar que Paula lo quisiera tanto que para mostrarle lo mucho que le importaba estuviera dispuesta a renunciar a todo beneficio económico que le pudiera reportar el matrimonio, Pedro la había atacado con palabras hirientes que provenían de la frustración y el miedo. Para más inri, esas palabras no contenían un ápice de verdad, pues Paula siempre le había demostrado que confiaba en él, incluso en los momentos en que parecía más sensato no hacerlo, incluso en los momentos en que ni él mismo lo hacía. El problema era que él quería algo más: necesitaba que Paula pensara en ellos como pareja. 


Aunque se resistiera a aceptar sus regalos, siempre había dado la impresión de que sí que pensaba que eran almas gemelas y que estaban destinados a pasar la vida juntos… hasta hace un par de semanas. Las vacilaciones que mostraba últimamente lo tenían asustado, pues le aterraba pensar que quizá la que quisiera dar el matrimonio por acabado algún día fuera ella. 


Le cabreaba muchísimo que tuviera metido en la cabeza que le debía algo y que se negara a compartirlo todo con él, sobre todo su dinero. 


Esa situación despertaba todas y cada una de
las inseguridades de Pedro.


Suspiró lleno de remordimientos y, acariciándole el cabello con la mano, susurró:
—Lo siento. No debería haber dicho eso.


Enfadada, se secó una lágrima que se había desbordado de sus ojos color azul claro y, al verlo, a Pedro se le partió el corazón.


—No lo hubieras dicho si no fuera en parte verdad. Quizá tengas razón. Quizá todo esto sea un error.


Pedro se le oscureció y se le turbó la mirada.


—¿A qué te refieres?


—A nosotros. —Lo señaló a él y después a sí misma—. Quizá no deberíamos casarnos el mes que viene. En este momento nuestras circunstancias son demasiado diferentes.


Trató de secarse los ojos con manos  temblorosas, pero las lágrimas corrían tan rápido que no podía detenerlas.


¡¿Que qué?! Llevaba esperando esa boda prácticamente desde que la conoció. Había estado reprimiendo el instinto de casarse con ella durante casi un año. ¿Y ahora ponía en duda la idoneidad de ese matrimonio? ¿Porque era rico? Ese factor no era nuevo ni desconocido: ya era multimillonario mucho antes de que se conocieran. Despotricando en voz baja, Pedro dio un paso al frente para agarrar a Paula, pero ella se zafó de su mano y se apartó de él con un sollozo entrecortado, así que dejó caer los brazos a los lados y apretó las manos y la mandíbula para reprimir el impulso de cogerla. En el año que llevaban juntos Paula y él apenas habían discutido, y nunca la había visto tan frágil…, excepto aquella vez que dos violentos drogadictos la atacaron y casi la matan. Ni siquiera entonces parecía tan asustada. Cuando su chica se enfadaba de verdad, le plantaba cara y le cantaba las cuarenta. Sus discusiones eran explosivas y solían durar poco, pues no tardaban en llegar a un acuerdo y en reconciliarse con orgasmos inolvidables.


«¿Habremos esperado demasiado tiempo? ¿Le estará entrando miedo? Ojalá me la hubiera echado al hombro hace un año y me la hubiera llevado a las Vegas en mi avión particular».


—Nos vamos a casar y tienes que contarme lo que pasa de verdad —respondió Pedro tratando de no elevar la voz y de mantener la calma.


Apretó los puños con tanta fuerza que apenas le llegaba la sangre a los dedos. Paula jamás se había zafado de su abrazo ni había rechazado sus esfuerzos por consolarla. ¿Dónde estaba la mujer que se lanzaba a sus brazos siempre que lo necesitaba? ¡Quería que lo necesitara! Ese rechazo lo estaba matando.


—No sé si puedo casarme contigo —afirmó sollozando con tristeza.


¡Al carajo! Pedro no soportaba verla llorar ni un segundo más. Encima, no entendía una palabra de lo que le estaba diciendo. Lo único que tenía claro es que sentía pánico, desesperación y angustia. Le daba pánico pensar que podía perderla, estaba desesperado por arreglar lo que fuera que se hubiera estropeado y sentía un terrible dolor al haber oído que no se iba a casar con él. ¡Y una mierda!


—Te vas a casar conmigo y no vamos a firmar ningún acuerdo prenupcial. Te necesito, Paula.
Siempre te necesitaré. Por favor, no me hagas esto —dijo en voz baja e intimidatoria, como si le costara reprimir sus instintos de cavernícola…, que es lo que era.


En ese momento le entraban ganas de empotrarla contra la pared, hacerla suya y penetrarla de tal modo que no se le volviera a pasar por la cabeza decir que no podía casarse con él. Si necesitaba que le recordara lo bien que encajaban, así como lo mucho que la deseaba y necesitaba, estaría encantado de hacerlo. Lo haría ahí mismo y en ese preciso momento.


Paula empezó a retroceder a medida que él avanzaba hasta que no pudo seguir reculando, pues Pedro la había acorralado contra la pared. 


Lo miró a los ojos aterrorizada, después a la puerta y de nuevo al rostro.


»Que no se te pase por la cabeza —rugió cogiéndola de los brazos y quitándole toda esperanza de escapar—. Cuéntamelo —le exigió con rudeza, pues necesitaba aliviar el dolor que sentían ella… y él.
Había pasado el último año en las nubes, feliz de estar con una mujer a la que amaba más que a su vida, y ese cambio brusco de actitud le había cogido por sorpresa. Normalmente él se comportaba como un idiota controlador y dominante, y Paula era la que le hacía entrar en razón—. ¿Estás bien? — preguntó con brusquedad analizándole el rostro.


Si algo iba mal, lo arreglaría. Haría cualquier cosa por hacerla sonreír de nuevo y por borrar la
confusión y la aflicción que veía en sus ojos.


«Siempre y cuando no vuelva a decir que no puede casarse conmigo. Si lo vuelve a decir… perderé los estribos».


Paula asintió dubitativa y después negó con la cabeza.


—Sí. No. No lo sé.


Apoyó la frente en su hombro y se puso a llorar como si el mundo se hubiera derrumbado. 


Levantó las manos para aferrarse a la camiseta cogiéndolo a la altura de la cintura mientras empapaba la parte superior con sus lágrimas.


«¿Y esto a qué viene?». Aunque no entendía nada, Pedro la abrazó con tanta fuerza que Paula lanzó un gritito.


—No puedo respirar —masculló tratando de coger aire.


—¡Ay, perdona! Es que no te entiendo.


Pedro la soltó de inmediato, pero su dócil cuerpo permaneció apoyado en el de él. Se sentía impotente y odiaba a muerte esa sensación.


Paula se giró entre sus brazos al oír que llamaban con brusquedad a la puerta de madera. Sin esperar a que lo invitaran el hermano mayor de Pedro entró en la habitación.


Paula aprovechó la distracción para zafarse de los brazos de su prometido y escapar.


—Tengo que irme. Magda me está esperando en la consulta —explicó a todo correr con la voz
entrecortada.


Rodeó a Samuel para pasar por la puerta y salió a toda prisa como si su cuerpo estuviera en llamas.


—¡No, Paula! No hemos terminado. ¡No te atrevas a dejarme así! —bramó Pedro.


Corrió tras ella cabreadísimo y desesperado. No pensaba dejarla en paz hasta que le explicara lo que estaba ocurriendo. Sin embargo, no llegó a salir de la sala, pues su hermano lo cogió con brío de la parte de atrás de la camisa y lo volvió a meter en la habitación.


—¡Quieto, hermanito! Deja que se vaya. No tiene pinta de que vayáis a solucionar nada ahora mismo.


Pedro estaba furibundo y se giró para mirar a su hermano a la cara.


—¡Suéltame, capullo! Tiene que escucharme.


Samuel permitió que su hermano menor se diera la vuelta, pero lo sujetó con fuerza de la parte
delantera de la camisa y lo atrajo hacia él hasta que sus narices se rozaron. Lo fulminó con una mirada helada y replicó con una voz tan fría como sus ojos:
—¡Sí, claro! Se notaba que estabais a punto de tener una conversación racional. —Samuel zarandeó levemente a Pedro—. ¡Cálmate, hombre! Usa la cabeza. La mujer que amas estaba llorando como una Magdalena. ¿Crees que esa era forma de dirigirte a ella? Con esa actitud solo dirás tonterías de las que luego te arrepentirás. Créeme.


El cuerpo de Pedro dejó de estar en tensión y Samuel lo soltó.


—Mierda. Ya las he dicho —confesó desalentado.


Se estremeció al oír un portazo y el corazón se le cayó a los pies al darse cuenta de que Paula se había ido de casa y se alejaba aún más de él.


Samuel dio un paso atrás y lo agarró por los hombros antes de preguntarle en voz baja:
—¿Ya estás bien?


Lo que su hermano mayor le estaba preguntando en realidad era si había recuperado la compostura.


—Sí, creo que sí. —Se zafó de Samuel y se acercó al escritorio. Se dejó caer en la silla y se tapó la cara con las manos mientras gruñía—: Tengo que hablar con ella como sea. Tengo que arreglar las cosas. Hay algo que no va bien.


Samuel deambuló entre los ordenadores, cogió una silla, le dio la vuelta y se sentó al revés: apoyando sus fornidos brazos por encima del respaldo y entrelazando los dedos. Sacudió la cabeza agitando varios tirabuzones rubios y le dijo con voz severa:
—Hermanito, tienes que mejorar tus habilidades comunicativas. Si así es como estabas tratando de arreglar las cosas, no me quiero ni imaginar cómo te pondrás cuando estéis de bronca.



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