viernes, 20 de julio de 2018
CAPITULO 22 (TERCERA HISTORIA)
Finalmente pudo mover los brazos y le sujetó la cabeza con ambas manos. Lo miró intensamente a los ojos. Pedro la miró, perdiéndose en las profundidades de sus tornasolados ojos azules que nunca habían dejado de hipnotizarlo. Y en ese momento, por un breve instante, quería tanto creer en ella, porque en ese momento …nada tenía sentido.
Su cabeza era un torbellino por el exceso de alcohol y todo lo que veía era los ojos intensos de Paula y sus labios tentadores, y besarla le parecía que era algo que tenía que hacer, necesitaba hacerlo, y a la mierda con todo. Agarrándole las muñecas, le sujetó los brazos por encima de la cabeza y ahogó un gemido cuando sintió sus senos turgentes contra el pecho. Arremetió enterrando la boca de Paula en la suya, bebiendo de ella como un hombre que se muere de sed. Ella se abrió a él inmediatamente, como si lo hubiese esperado ansiosa. Pedro se permitió darse el gusto, y si no hubiera estado bajo los efectos del alcohol estaría intoxicado por ella. Su sabor, su olor, su reacción, todo acerca de ella lo embrujaba, y nunca tenía bastante. Que Dios lo ayudara, estaba completamente perdido.
De repente, la sobriedad se impuso.
Me traicionó. Está jugando conmigo. Y la estoy dejando hacerlo a sabiendas.
— ¡Qué coño! —la expresión salió de sus labios con fuerza, separando sus labios de los de ella, enfadado con él mismo— ¿Qué coño estoy haciendo? Debo tener tendencias masoquistas ocultas.
Paula escapó de debajo de él, poniéndose de pie y dejándolo tumbado en el sofá sobre su estómago.
Pedro empezó a ver puntitos blancos delante de él.
O el sofá está dando vueltas o yo estoy realmente pasado.
— Creo que necesitas un café —dijo ella con calma, alejándose camino de la cocina.
— Te necesito —balbuceó Pedro, con voz gruesa, sabiendo que ella no podía oírlo y sintiéndose más solo y abandonado que nunca en su vida.
El dolor le obligó a cerrar los ojos. Sólo podía pensar en las cosas que Kevin y Teo le habían contado antes de salir a buscar a Paula.
Tuvo que irse …
Había un novio …
Estuvo en la casa de la abuela en Montana y
creo que está allí ahora …
Nunca quiso hacerte daño …
Sí, yo la ayudé a desaparecer …
El último comentario había venido de Teo y
Pedro no pudo contener el deseo de estrangular al hijo de puta. Con la conversación todavía zumbándole en su embrollado cerebro, se sumió en la oscuridad que amenazaba con consumirlo.
Al menos, esto le daría un breve espacio de tiempo en el que no necesitaría pensar en nada.
Agradecido por este respiro, Pedro pronto perdió el sentido.
— ¿Pedro? —preguntó Paula tocándolo con la punta de los dedos, primero tentativamente; luego, al no responderle, más contundentemente. Poniendo la taza de café en la mesa, buscó la llave del coche en los bolsillos de Pedro y fue al deportivo que, aparentemente, había alquilado. Al abrir la puerta, inmediatamente vio una botella de whisky medio vacía en el asiento del conductor.
— No tanto como para matarlo, pero sí como para tener una seria resaca por la mañana —pensó en voz alta, sorprendida cuando algo se precipitó sobre ella. Un impacto súbito, como un proyectil, que casi la sienta en el suelo.
— ¡Tucker! —gritó con sorpresa, apartando sus pezuñas del pecho y abrazándolo cuando puso sus cuatro patas en el asiento delantero. El animal la miró con reproche, pero le lamió la mano cuando ella le rascó el lomo; todo su cuerpo temblando de gusto.
Una vez que el can tuvo su dosis de afecto, saltó del coche y olfateó el terreno para hacer sus necesidades, actuando como si no estuviese seguro de gustarle su nuevo ambiente.
— Vamos —le dijo Paula con afecto, llevándolo a la casa y cerrando la puerta detrás de ellos.
Tucker se dirigió inmediatamente al cuerpo boca abajo de Pedro. Lo olió primero y luego se colocó en el suelo al lado del sofá, lanzando a Paula una mirada de admonición.
— Está borracho. No es mi culpa. Yo no estaba con él. ¿Por qué no lo paraste tú? —dijo ella en su defensa. Luego, se rio por tener una conversación con su perro y acusarlo de negligencia.
Paula cogió la taza de café que había preparado para Pedro y se sentó en una mecedora, preguntándose por qué Pedro había traído a Tucker con él. Para un hombre que insistía en que él y su perro no se gustaban, verdaderamente parecía que había hecho buenas migas con él. Bebió un sorbo de café caliente, observando a Pedro dormido, sus cejas juntas como si estuviera frunciendo el ceño mientras dormía. Desde que lo conocía, nunca había visto a Pedro tomar más de una copa. Nunca hacía nada en exceso, y eso incluía no beber más de lo que podía tolerar. ¿Qué le había hecho beber tanto?
Quizás pensó que lo necesitaba para poder mirarme a la cara.
Paula se encogió, sabiendo que ella era la razón por el repentino exceso de Pedro. ¿Por qué si no tendría que beberse tal cantidad de whisky barato al entrar en el sendero hasta la casa?
— Me odia, Tucker —le susurró al perro, recibiendo como respuesta un giro de su cabeza a un lado—. Y cree que había otro hombre.
Quizás era mejor que Pedro creyera que lo había traicionado, de esa manera la odiaría completamente, pero no dejaba de preguntarse qué le habrían contado sus hermanos. Había intentado llamar a la oficina de Teo y al móvil de Kevin mientras hacía el café. Seguían sin responder.
Quiero odiarte, pero no puedo.
Las palabras de Pedro se repetían una y otra vez en su cabeza, pero sabía que era el alcohol el que hablaba. Cada palabra, cada reacción desde que entró por la puerta eran fruto de la intoxicación.
Nada de lo que dijo o hizo podía tomarlo en serio.
Pero, aquel beso …
— Paula —gritó Pedro, dándose completamente la vuelta en el sofá, agitándose como si estuviera luchando contra demonios en su sueño—. Vuelve — murmuró con voz ronca, desesperada.
Paula dejó el café sobre la mesa al lado del sillón, se acercó al sofá y se arrodilló.
— ¿Pedro? —dijo, acariciando las heridas de la
cara suavemente.
Pedro se contrajo de dolor cuando le pasó la mano por los moretones y las manchas amarillentas debajo de los ojos. Paula empujó a Tucker, haciéndolo moverse a regañadientes, para ocupar su lugar.
— Paula —volvió a decir Pedro, su voz más
desesperada por momentos.
— Despierta, Pedro. Estás soñando —dijo ella en voz alta, con firmeza.
Él se sentó, entreabriendo los ojos, parpadeando como si la luz le dañara la vista. Miró alrededor de la habitación, para terminar en la cara de Paula.
— Estás aquí —dijo, tranquilizado.
Paula se puso de pie.
— Estoy aquí —contestó, extendiendo la mano hacia él.
Sabía que Pedro estaba completamente ebrio, había una pátina sobre sus ojos, pero aun así le dio un vuelco el corazón cuando la cogió de la mano sin pensárselo, como si confiara en ella plenamente.
—¿Adónde vamos? —balbuceó mientras se ponía precariamente de pie.
— Te voy a llevar a la cama —respondióimperativa, decidida a que durmiera en un sitio más cómodo.
Pedro sonrió con apetito.
— No voy a presentar batalla —contestó feliz, sus dedos acariciando el anillo que ella llevaba en la mano—. Llevas el anillo. Lo encontraste.
Paula no quería decirle que nunca lo había perdido. Que lo había dejado atrás, no sabiendo qué es lo que Teo quería cuando mandó a sus hombres a buscarla, porque quería pasar completamente desapercibida. Pedro Alfonso no era la clase de hombre que hacía las cosas a medias y le compró un magnífico anillo con los suficientes quilates para cegar a alguien. Llamaba la atención. A regañadientes, pero intencionalmente, lo dejó en la casa.
— Sí. Me encanta —respondió con sinceridad, queriendo decirle que raramente se lo quitó durante el tiempo que habían estado separados. Pero no lo hizo. Lo ayudó a levantarse y lo llevó a su dormitorio.
Al llegar al lado de la cama, se sonrió al ver cómo Pedro se tambaleaba, sonriendo con un gesto torcido que nunca había visto en él.
Como un niño travieso. Tan deseable. Pero estaba borracho. De ninguna manera iba a aprovecharse de la situación, por no mencionar el hecho de que, en su estado, probablemente no se le levantaría.
Le levantó los brazos y tiró de la camiseta, sin poder ignorar sus poderosos bíceps mientras se la sacaba por la cabeza. Contuvo la respiración cuando el pecho musculoso y el dibujado abdomen de Pedro quedaron al descubierto. Dejó caer la camiseta al suelo. Se le secó la boca e intentó desesperadamente no mirar a ninguna parte excepto a su cara mientras buscaba a tientas el botón metálico de sus pantalones vaqueros.
Necesito tratarlo como a un niño que necesita mi ayuda. Él no puede pensar con claridad ahora.
Lo intentó. Realmente lo intentó. Pero, definitivamente, él no era un niño y mientras sus dedos se veían en dificultades para bajar la cremallera de la abultada bragueta, Pedro sonreía.
— ¿Algún problema, cariño? —preguntó, su voz apasionada arrastrando las palabras.
— Quítate los pantalones —ordenó Paula, dando un paso atrás.
Pedro deslizó una mano por su abdomen lenta,
sensualmente.
— Me gusta más cuando lo haces tú —
balbuceó con voz grave, sensual, que casi la hacen saltar sobre él, borracho o no.
Pedro se desabrochó el botón y se bajó lentamente la cremallera. ¡Y ella que pensaba que no se le levantaría en sus condiciones! Empezó a bajarse los pantalones, quitándose los calzoncillos a la vez. Ella los sujetó por la cinturilla elástica, deteniéndolos a la altura de la cadera, mientras él seguía bajándose los pantalones.
— Fuera, fuera —insistió Pedro, tirándose de la ropa interior roja con listas negras.
— No, puestos —exigió ella. Ni hablar. No iba a poder resistirse. Hasta en su estado actual, Pedro era un amasijo de hombre que despertaba pasiones.
Lo empujó con fuerza hacia atrás, haciéndole perder el equilibrio, para que cayera en la cama. Él se recolocó, arrastrándose hasta la cabecera y recostándose en la almohada.
— Me siento solo —se quejó, dando golpecitos a su lado en la cama.
Oh, no. Por supuesto que no. Ella no se iba a meter en la cama con él.
— Te quiero —dijo seductor—. Ven aquí, a mi lado. Te echo de menos.
Esa nota de vulnerabilidad, el hecho de que estuviera dándose abiertamente a ella después de haberlo herido, la desarmó por completo. Las lágrimas empezaron a correr por sus mejillas mirando a su marido, el hombre del que se había enamorado irremediablemente, pedirle nada más que su presencia. Sí, seguro.
Estaba atontado, pero su aspecto era tan indefenso, tan desprotegido en ese momento que le rompía el corazón verlo.
Mentalmente, intentó hacer una lista de las cosas que tenía que hacer para arreglar la situación, pero no le sirvió de nada. Pedro la llamaba y, en ese momento, la necesitaba, y ella no podía negárselo.
Me odiará mañana. Probablemente vino a hablar del divorcio y cómo hacerlo lo más rápidamente posible. Necesitaba unas cuantas dosis de alcohol para poder tener esta conversación conmigo. Ahora está hecho un desastre.
Tenía todas las razones para ignorarlo, pero no podía. Podría ser la última vez que lo tocara y la tentación era demasiado grande para ignorarla. Se quitó la zapatillas de deporte, subió a la cama y se acurrucó a su lado, suspirando cuando sus dedos se encontraron con la cálida piel de Pedro.
— Yo también te quiero —confesó, sabiendo que posiblemente él no recordaría nada de esto y pensando que era mejor si no lo hacía. Pero las palabras se escaparon de sus labios
involuntariamente. Necesitaba decírselo sólo una vez más.
Sus tibios brazos protectores la rodearon y ella apoyó la cabeza en los hombros de Pedro,
permitiéndose a sí misma ese momento, un momento robado, para disfrutar la sensación que sentía cuando estaba con él. Su relación nunca había sido fácil.
Más que vagamente contenciosa, había sido, para ella, una incesante tumultuosa relación.
Quizás si hubieran estado casados por muchos años, por décadas, sus emociones se habrían asentado, pero lo dudaba. No le había dado a Pedro su corazón; él se lo había robado.
Había saltado de su pecho al de él el momento en que lo vio primera vez.
Un amor de locura.
La tensión en los brazos de Pedro había desaparecido, pero no la dejaba ir, incluso dormido.
Paula se acomodó en el escudo de su cuerpo,
intentando guardar todo de él en su alma.
Intentando grabar en la memoria cada sensación compartida.
La podía odiar mañana. Para entonces, ella se habría ido.
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