martes, 10 de julio de 2018

CAPITULO 37 (SEGUNDA HISTORIA)



Dos noches después, Paula estaba sentada bebiendo champán en uno de los salones más
elegantes de la ciudad, intentando desesperadamente no parecer aburrida. Lo único que mantenía su mente despierta era ver a Pedro en su elemento, encantador y urbanita, afable y sexy y enteramente deseable.


Escondiendo la sonrisa detrás de una elegante copa de tulipán, lo miraba descaradamente, aún tratando de digerir que él la quisiera de verdad, la necesitase. Había tenido la oportunidad de saber que Pedro podía llevar un esmoquin con estilo, pero no le pasó inadvertido el hecho de que se encontraba perfectamente cómodo en un ambiente elegante, una ostentosa función de caridad a la que le había pedido que lo acompañara.


Con un vestido negro corto de rigor y con tacones altos, Paula se sentía inadecuadamente vestida para la ocasión, como pez fuera del agua. Estaba muy segura de que todas y cada una de las mujeres allí llevaba un traje exclusivo de alguna casa de modas de lujo y que ninguna llevaba bisutería.


Pero Pedro fue completamente sincero cuando le dijo que estaba absolutamente maravillosa. Era el único que importaba.


Suspiró cuando Pedro le dirigió una encantadora sonrisa a una mujer mayor, una sonrisa coqueta y carismática que ruborizó a la pobre señora. Sin duda, Pedro amaba a la mujer a cualquier edad y, por lo que parecía, todas estaban encantadas con él. Sin embargo, Paula no estaba celosa. El hombre que estaba observando era solo una porción del hombre que ella conocía, el rostro de la Alfonso Corporation, el Pedro Alfonso público, el elegante multimillonario.


Pero él es mucho, mucho más.


Paula atesoraba esta información privilegiada, encantada de conocer al verdadero Pedro Alfonso y de que fuera un macho alfa extremadamente deseable, con un lado amable que la subyugaba hasta obligarla a aceptar que lo amaba. Siempre lo había amado. Siempre lo haría.


Para ella solo existía Pedro. Esa necesaria y elemental conexión se había cimentado cuando se conocieron y Paula no había sido nunca capaz de romper el vínculo. Aceptaba que Pedro era el único hombre para ella, que solo había habido un hombre en su vida. Un pensamiento que la asustaba, pero había sido estimulante reencontrarlo, descubrir que él la había echado de menos tanto como ella lo había echado de menos a él todos esos años.


Ojalá hubiera sabido la verdad antes. Ojalá hubiera sabido cuánto sufrió en el pasado.


Paula supiró trémula, agradecida por la segunda oportunidad. ¡Lo cerca que habían estado de no volver a estar juntos! Era una mujer de ciencias, pero tenía que admitir que a veces los hados y el destino no podían negarse.


Los ojos de Pedro recorrieron la habitación, buscándola. Se encontraron la mirada y la mantuvieron, una mirada de deseo que Pedro reservaba solo para ella. Contuvo la respiración mientras él la miraba descarada, posesivamente, diciéndole con los ojos exactamente lo que estaba pensando. La muda conversación fluyó entre los dos. El calor, tan insoportable que Paula necesitaba darse una ducha fría.


Se supone que iba al aseo. Querrá saber qué hago aquí, de pie, sola, observándolo.


De hecho, iba camino del aseo, pero se había parado a pedir una bebida y quedó hipnotizada con la imagen de su más que deseable varón repartiendo encanto entre quienes lo rodeaban.


Dirigiéndole una sutil sonrisa, alzó su copa en dirección a él y se volvió camino de la larga escalinata que llevaba a los aseos.


–¿Necesitas compañía? –preguntó una voz grave, familiar, cercana, al oído.


Paula se paró en el primer peldaño.


–Mauro –respondió, contenta de ver su cara sonriente. Incapaz de contenerse, lo abrazó cariñosamente–. Me alegro de verte.


Él también la abrazó y, con una sonrisa de satisfacción, le ofreció el brazo a Paula, que lo aceptó gustosamente. ¡Qué guapo estaba! No había ninguna química sexual entre ellos, pero Mauro tenía algo que le alegraba el corazón. Estéticamente, podía apreciar lo guapo que era y lo bien que llevaba su esmoquin.


Era un ejemplar maravilloso e increíblemente afable. Aún así, todo indicaba que había ido solo a la fiesta. Probablemente era pronto para él buscar acompañante.


–¿Te estás divirtiendo? –le preguntó mientras la acompañaba escaleras arriba.


–No mucho –respondió honestamente–. No entiendo cómo Pedro y tú podéis hacer esto continuamente.


–¿Hacer qué? –preguntó Mauro curioso, detenténdose al final de la escalera, con Paula del brazo y una expresión de extrañeza.


Ella se soltó y dio un paso atrás.


–Esto. Todo esto –gesticuló señalando en torno al salón–. Debe ser que no soy una persona de mundo –dijo sencillamente–. Lo mejor de todo es ver a tantos hombres guapos en esmoquin.


Y, descaradamente, le guiñó un ojo.


–Particularmente uno de ellos –respondió Mauro divertido–. Me he fijado cómo mirabas a Pedro. Dudo que notaras la presencia de ningún otro hombre en el salón. Pareces feliz –añadió, más seriamente–, aunque estés algo aburrida. Te acostumbras a todo a la larga –dijo encogiendo los hombros–. Es casi una obligación que trae consigo el dinero. Es un pago equitativo.


Paula hizo un gesto de reconocimiento, suponiendo que lo que Mauro decía era cierto. 


Había aspectos de su profesión que a ella tampoco le gustaban, pero se había acostumbrado a vivir con ellos. Por Pedroestaba dispuesta a hacer cualquier cosa.


–Te veré luego, Paula. Necesito hablar contigo acerca de algo –mencionó Mauro de manera casual cuando se separaban.


Se despidió de él con un breve gesto de la mano, camino del aseo de señoras, a su derecha. Mauro se fue a la izquierda, probablemente al aseo de caballeros.


Paula terminó rápidamente, pero hizo una pausa mientras se lavaba las manos para mirarse al espejo. Se había hecho un peinado un poco más elaborado, su maquillaje era correcto, pero ella era tan …común. Y tan diferente a todas las bellísimas mujeres presentes en la fiesta. Sin embargo, después de hablar con algunas de ellas, no se sentía fuera de lugar. Era médico y podía distinguir una cirugía plástica a kilómetros de distancia y algunas mujeres parecían sencillamente anoréxicas. Aunque Paula había
tratado de participar en la conversación, muy pocas podían hablar de algo que no fueran actividades sociales, moda, o estupideces varias.


Pedro me necesita. Necesita una mujer con la que pueda hablar cuando llegue a casa. Y necesita amor. Desesperadamente.


Lanzó un pequeño suspiro y se secó las manos. 


Estaba convencida de que Pedro probablemente habría intentado rodearse de gente para ocultar su vacío. Sin éxito. Ella misma lo había intentado, trabajando continuamente hasta agotarse, llenando cada hora del día con su trabajo. Pero el vacío había permanecido, oculto pero presente. Un espacio que solo Pedro podía llenar.


Abrió la puerta, salió al vestibulo y se dirigió hacia las escaleras. Oyó una pelea al llegar al primer peldaño, las voces acaloradas de dos hombres llegaban desde el otro lado del hall.


–Sé que la has estado llamando. Que la has llevado a cenar. Quiero que la dejes sola. Me pertenece. Siempre me ha pertenecido. La necesito, ¿te enteras? –la voz de barítono de Pedro era fácil de identificar.


–Solo quiero su amistad –reaccionó Mauro, firmemente.


–Tú quieres tirártela. Sientes algo por ella y no te culpo. Pero Paula es mía. Está destinada a ser mía. No puedo estar sin ella, así que búscate a otra –rugió Pedro estruendosamente.


–No la quiero para mí –replicó Mauro, su voz más cerca de la escalinata, obviamente alejándose de Pedro. Paula vio que se acercaban, pero ellos no la vieron a ella. Los dos hombres habían llegado a un punto muerto, mirándose uno a otro irritados y con abierta hostilidad.


–Quieres llevártela a la cama y eso no va a suceder –ladró Pedro.


–Por amor de Dios, Pedro. Deja de pensar con el culo por un momento y pon atención. No me va el incesto.


Mauro tenía la mandíbula contraída, la mano en un puño.


–Paula es mi hermana. Mi sangre –añadió.





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