viernes, 13 de julio de 2018
CAPITULO 47 (SEGUNDA HISTORIA)
–Nos vamos a casar pronto –gruñó Pedro bebiendo un trago de vino y lanzando a Paula una implacable mirada.
Paula se encontraba tan satisfecha que ni se podía mover. Había terminado su plato completamente y aún disfrutaba su copa de vino. Pedro le había preparado unos espaguetis a la crema con gambas. El hombre sabía de verdad cocinar y había algo verdaderamente excitante en un hombre que podía manejarse en la cocina.
Y algo excitante en él cuando me maneja a mí también. Mierda. Es excitante en todo lo que hace.
Paula lo miró en respuesta con una expresión complaciente.
–¿Cuándo es pronto?
–Mañana –respondió él, esperanzado–. Podemos irnos a Las Vegas.
–Tu madre, Mauro, Karen y Simon no nos lo perdonarían –razonó Paula. Su corazón, aleteando con solo pensar que le pertenecería a Pedro.
–Nosotros somos los que contamos, cielo. No ellos. Y ya he esperado lo suficiente. He querido que fueses mía desde el primer momento en que te vi –respondió seductor–. ¿Te he dicho que te quiero?
Pues sí. Unas cien veces desde que nos duchamos. Pero no llevo la cuenta. Y me hace saltar de alegría cada vez.
–No estoy segura. Probablemente deberías decírmelo otra vez –murmuró Paula.
–Podría decírtelo de mil maneras y demostrártelo de otras mil, pero te he comprado algo para que te lo recuerde constantemente, en caso de que te olvides –respondió con cierta vacilación, sacando una cajita del bolsillo de sus pantalones.
La mirada de Paula se concentró en la caja durante un instante, el tiempo que tardó en reaccionar y coger la caja. Pedro se acuclilló delante de ella y le cogió la mano. Abrió él mismo la caja.
–Siempre te he querido, Paula. Por favor, cásate conmigo.
Aturdida, Paula se limitó a mirar el precioso anillo que había en la cajita negra de terciopelo, una joya tan hermosa y perfecta que casi le daba miedo tocar. Nunca había poseído nada tan extraordinario, pero no por el valor de los diamantes, sino era por el sentimiento que encerraba. El diamante de talla corazón era exquisito, pero su significado, lo que Pedro quería decir con aquella joya, era superior.
–Ahora es cuando te tocaría decir que sí –dijo Pedro, con voz entrecortada.
–Sí –respondió Paula, casi sin aliento, levantando los ojos para mirarlo a la cara, su sonrisa temblorosa.
No pudo evitar las lágrimas que afloraron a los ojos al mirar al hombre que había sido siempre su destino. Le era difícil no creer en el sino en ese momento. Dos almas que tenían que estar juntas y que consiguieron encontrarse a pesar de que las circunstancias ciertamente habían actuado en contra.
Pedro sacó el anillo de la caja. Dejó caer la caja encima de la mesa y le dio el anillo a Paula.
–Tiene una inscripción.
Ella lo cogió con delicadeza, inclinando la circunferencia de un lado para ver lo que decía.
El primero y para siempre. Te amo.
–¿Cómo sabías que eras el primero en decírmelo? –preguntó, ahogando un sollozo.
–Hoy he visto tus diarios. Leí algunas de las entradas. No debería haberlo hecho, pero lo hice –admitió mansamente.
Paula sonrió, incapaz de evitarlo. Adoraba su franqueza, la forma en que le respondió de frente y cómo, sin titubeos, le contó lo que había hecho. No, no debería haber leído sus diarios, pero ella no tenía nada que ocultarle y nunca lo tendría.
–Me había olvidado de ellos. He estado escribiéndolos durante años. Debería haberlos empaquetado yo misma.
–Lo hice yo. No quería que nadie te conociera más que yo –dijo, celoso, mientras la tomaba de la mano y le colocaba el anillo en el dedo–. Dime ahora que te casarás conmigo mañana –exigió
levantándose al tiempo que la hizo levantarse para abrazarla.
–Pedro, no podemos.
–Claro que podemos.
Sin previo aviso, la cogió en brazos. Paula gritó sorprendida y se abrazó al cuello de Pedro.
–Pedro, ¿qué estás…?
–Se acabó el diálogo. Hora de usar argumentos más convincentes –protestó Pedro.
Paula reprimió la risa, recordando que le había dicho que la tenía que convencer en lugar de darle órdenes.
Descansando en su enorme, cálido, musculoso cuerpo, respiró hondo, absorbiendo aquel olor que era tan genuinamente él.
De alguna manera, la acompañaba el sentimiento de que acabaría casándose al día siguiente si Pedro se salía con la suya. Examinó su expresión decidida y supo que no sería capaz de decir que no. Con franqueza, no quería decir que no. Pedro y ella habían esperado mucho tiempo para estar juntos.
Mientras Pedro saltaba los escalones de dos en dos, Paula estuvo a punto de decirle que sí, pero se detuvo antes de que las palabras abandonaran sus labios.
¿Estoy loca? Tengo al hombre más deseable del planeta llevándome a la cama para convencerme de que me case con él mañana.
Paula decidió esperar y dejar que la persuadiera. El sí estaba garantizado, pero podía esperar hasta más tarde… mucho más tarde.
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