viernes, 13 de julio de 2018
CAPITULO FINAL (SEGUNDA HISTORIA)
Pedro y Paula se casaron al día siguiente, al atardecer, en una ceremonia privada.
Su boda fue la jubilosa unión de dos almas que estaban destinadas a permanecer unidas. Almas
gemelas que finalmente encontraron el sosiego que da el no estar solas después de años de separación, tristeza y desolación.
Pedro no había tenido ningún problema en organizar un vuelo privado a Las Vegas. Llamó a Mauro y su amigo lo arregló inmediatamente, sin preguntarle nada.
Paula había hecho algunas objecciones simbólicas, pero no muchas. Al final, la ceremonia fue más un ritual privado de sanación, algo que necesitaban después de los años de dolor y distancia que los dos habían vivido.
Lo celebrarían a lo grande en su momento, celebración que Karen estaba ya planificando mientras que Paula descansaba en los brazos de su flamante esposo, alma y cuerpo regocijándose en la unión.
–No puedo creer que estemos casados –dijo quedamente, con asombro y extrañeza.
–Eres mía para siempre –replicó Pedro, acercándosela más, tumbado en la gigantesca cama de la suite del hotel. Voverían a Tampa al día siguiente. Pedro quería llevársela de luna de miel por un prolongado periodo de tiempo, pero lo harían después de la celebración.
Realmente, todo lo que siempre he deseado ya lo tengo. Pedro es mi marido.
Acurrucada en el cálido cuerpo de Pedro, Paula suspiró plena de felicidad.
–Gracias por una cremonia tan especial. No sé cómo te las arreglaste, pero fue preciosa.
Se habían casado en una capilla privada en uno de los mejores hoteles de Las Vegas. Pedro se puso un esmoquin y ella tenía el traje ideal esperándola en el vestidor de su habitación. Su hombre se había hecho cargo de todo, desde las flores hasta las velas en la capilla. Todo había sido… mágico.
–Te merecías algo más –dijo Pedro–. Pero no podía esperar más, cielo. Hemos esperando tanto tiempo. Necesitaba hacerte mía. Te compensaré con nuestra luna de miel.
Paula sonrió, apoyada en su hombro.
–Creí que ya habíamos disfrutado nuestra luna de miel.
Pedro la había poseído con tal intensidad minutos antes que la había dejado sin aliento. Los latidos de su corazón aún no habían recuperado su ritmo.
–Nos iremos lejos los dos. Durante varias semanas. Justo después de la celebración que mamá y Karen insisten que tengamos. Quiero llevarte adonde quieras ir, Paula. Quiero recuperar el tiempo perdido – le dijo, cogiéndola de la mano y llevándose los dedos entrecruzados al pecho.
–No creo que tengamos que recuperar nada, Pedro. Es probable que todo haya pasado como tenía que pasar. Es lo que nos ha llevado hasta aquí. Nunca daré por sentado nada entre nosotros porque sé lo que duele vivir sin ti –dijo Paula con un suspiro–. Me centré en mis estudios y mi profesión todos estos años. Tú estabas enfrascado con conquistar el mundo. Probablemente no era el momento de estar juntos. Repetiría todo otra vez, sufriría la misma soledad de años para acabar justo donde estoy ahora mismo.
–Pero te hice daño. Y me he despreciado por eso desde aquel día –respondió Pedro. Su voz,
entrecortada.
–Hiciste lo que tenías que hacer, Pedro. Sobreviví. Tienes que perdonarte. No hay nada que necesite perdón por lo que a mí respecta. Solo querías protegerme. Yo habría hecho lo mismo si tuviera que protegerte, por muy difícil que hubiese sido –admitió Paula.
–¿Lo habrías hecho?
–Sí –respondió enfáticamente–. Sin duda. Si tuvieras que revivir todo otra vez, ¿harías lo mismo?
Pedro permaneció en silencio unos instantes antes de contestar.
–¿Ahora? De ninguna manera. Te ataría a mi lado y te protegería. Pero entonces no tenía los recursos o las conexiones que ahora tengo. Así que sí, probablemente lo haría si estuviera en la misma que situación que estaba antes. Tu seguridad antes que nada.
Su respuesta fue tan franca, tan sincera, que arrancó lágrimas a Paula. ¿Cómo podía haber tenido la suerte de tener el corazón de un hombre como Pedro?
–Te quiero tanto que me da miedo –le susurró a Pedro.
–No tengas miedo. Ámame tanto como quieras. Nunca será bastante para mí –murmuró, poniéndola encima de él mientras lo decía.
–No más arrepentirse de nada, Pedro. Para ninguno de los dos. Este es nuestro momento. Todo el dolor del pasado ha trazado el camino hasta aquí –dijo Paula con nostalgia.
–Entonces, todo ha merecido la pena porque me haces tan feliz que pasaría por encima de carbones encendidos para estar a tu lado –dijo taciturno. Acariciándola, colocó la pelvis de Paula en contacto con su incipiente erección–. Te haré feliz, Paula. Juro que lo haré –se comprometió formalmente.
Las lágrimas asomaron al rostro de Paula, su voto fue pronunciado como una promesa solemne por la que moriría antes de romperla.
–Pedro, ya lo has hecho.
Una lágrima solitaria se desprendió cayendo delicadamente en el rostro de Pedro.
–No llores, Paula. Por favor. No quiero volver a verte llorar –le dijo, suplicante.
–Son lágrimas de felicidad –le dijo mientras Pedro le limpiaba la cara con la mano.
–Da igual. No me gusta –gruño, pasándole la mano, suavemente, a lo largo de la espalda–. Prefiero oírte gemir de placer.
Paula sonrió y le pasó las manos por el pelo, suspirando al contacto de la sedosa textura con sus dedos.
–Creo que yo también lo prefiero.
Sus entrañas ardiendo y su entrepierna humedecida solo de pensar en Pedro poseyéndola. Una vez más.
El se dio la vuelta, poniéndose encima de ella, su cuerpo enorme, musculoso, la cubría enteramente.
–Podría hacer que empezaras con esos gemidos tuyos de satisfacción en cuestión de segundos – amenazó Pedro arrogante, desafiante.
Paula se mordió los labios para no reírse, asombrada de lo rápidamente que podía ir de amante tierno a macho alfa de las cavernas.
–Puedes intentarlo, claro –le dijo, retándolo con el tono de su voz.
–Yo no intento nada. Yo hago –rugió–. Me lo vas a suplicar.
Se le endurecieron los pezones y su vagina se contrajo, el tono dominante de Pedro la había excitado.
–Neandertal –lo acusó, más que lista para que la hiciera suplicar.
–Me amas. Y lo sabes –replicó él con humor y confianza, pero con una cierta dosis de vulnerabilidad.
–Sin duda, te quiero –le respondió Paula inmediatamente.
–Yo también te quiero, cielo –dijo Pedro tiernamente, sus manos empuñando el pelo de Paula para que su boca se encontrara con su beso hambriento, codicioso.
Las palabras se hicieron innecesarias cuando sus cuerpos compartieron aquella primitiva forma de comunicación, la consumación de su amor de la forma más elemental, animal, carnal.
Algo que las palabras no podrían expresar.
Antes de perderse en la locura de la fiera necesidad de Pedro, Paula reconoció que, a veces, el amor bien merecía el dolor.
Fue el último pensamiento coherente que tuvo antes de entregarse al único hombre que había amado en su vida, el hombre que quería tener y conservar, el hombre por quien había esperado tanto, el hombre por quien había valido tanto la espera.
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Amé esta historia.
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