lunes, 27 de agosto de 2018

CAPITULO 10 (SEXTA HISTORIA)




Pedro intentó apaciguar su culpa diciéndose a sí mismo que Paula terminaría siendo más feliz a la larga, pero eso no lo ayudó esta vez. 


Esa maldita voz exasperante de su cabeza había vuelto y no parecía capaz de cerrar la puerta del todo a sus emociones. De acuerdo, la voz no era lo bastante alta como para impedir que hiciera lo que tenía que hacer, pero era molesto tener remordimientos acerca de, básicamente, secuestrar a Paula, aunque ella hubiera ido con él por voluntad propia, aunque completamente borracha.


Volvió a sentarse con el ordenador de Paula, incapaz de evitar utilizar cada ápice de información que pudo encontrar. Gustavo había dejado el ordenador abierto y buscar información sobre Paula era una tentación demasiado grande.


Desesperado por descifrar su vida, intentó encajar toda la información. Parte de ella tenía sentido; mucha, no lo tenía.


Paula tenía muchos emails de un tipo llamado David. ¿Era este el misterioso prometido? «¡Ni siquiera sé el nombre del tipo!». Sin embargo, la mayor parte de los correos intercambiados no eran nada más que lugares de encuentro y planes de viaje. No había nada romántico y se intercambiaba muy poca información personal. Por lo visto, David estaba en Oklahoma, por lo que Pedro pudo conjeturar.


Curioso, buscó en Google su personaje de P. Chaves, igual que había hecho Gustavo, y llegó a la misma conclusión que él: era una fotógrafa muy respetada especializada en fotografía de fenómenos meteorológicos extremos.


Incluso tenía una página web, pero no había ni una sola foto de ella. Todas las fotos eran de tormentas violentas o del periodo posterior a los desastres.


«Dios. ¿Cómo lidia Paula con un sufrimiento y un dolor semejantes?».


Paula era la clase de mujer que daría cobijo a un gato sordo porque no podía soportar ver sufrir al animal. ¿Cómo lidiaba con la tragedia humana a esa escala?


En algunas de las fotos, vio al mismo hombre —un joven moreno, alto, probablemente de la edad de Paula. Normalmente estaba en medio de estos desastres, al igual que la mujer que tomaba las fotografías.


—¿Su prometido? —se preguntó a sí mismo con voz disgustada.


Demonios, ni siquiera sabía el nombre de su prometido, y eso lo molestaba. Al menos debería saber el nombre del tipo, ¿verdad?


Enojado, Pedro sacó su teléfono y marcó el número de German.


—¿Cómo se llama el prometido de Paula? —preguntó Pedro después de que German dijera hola, sin intercambiar ninguna de las chorradas habituales.


—Siempre se ha referido a él únicamente como Javier. Una vez le pregunté su apellido y dijo que era Smith —refunfuñó German—. Si vas a intentar echarle un vistazo, olvídalo. Yo ya lo intenté. ¿Sabes lo común que es ese nombre en Colorado? Sin una profesión ni ninguna otra información identificativa, no puedo estar totalmente seguro de qué Javier Smith está aprovechándose de mi hermana pequeña —admitió Grady bruscamente.


—Mierda —espetó Pedro malhumorado—. ¿Viven juntos? ¿Está en Aspen?


—No lo sé. Paula siempre dice que no es de mi incumbencia. Nunca quiere hablar de él. Lo único que dijo cuando hablé con ella era que estaban resolviendo sus problemas y que iban a casarse. Entonces me dijo que iba a Las Vegas con sus amigas durante unos días para una despedida de soltera. A menos que haga que la sigan, no puedo sonsacarle la puñetera información. Y, créeme, he pensado en ponerle una sombra. Pero si llegara a enterarse, se sentiría realmente dolida. Lleva una vida tranquila en Aspen y nunca ha querido estar en los medios de comunicación ni llamar la atención —suspiró German—. Todos nosotros hemos amenazado con ir allí a conocer al tipo, pero Paula prometió que lo traería a Amesport o que todos nos encontraríamos en algún sitio antes de que se case con él. Ni siquiera ha fijado una fecha aún, así que no la presioné. Sonaba agotada el día que me lo contó. Dijo que estaba cansada.


Pedro estuvo muy cerca de descubrirse, de decirle a German lo que había hecho exactamente, pero no lo hizo. Si German supiera que había encontrado a su hermana pequeña en Las Vegas y que después la había emborrachado tanto que ella no sabía lo que estaba haciendo, le daría una paliza. A Pedro no le preocupaba pagar por lo que había hecho. A decir verdad, lo esperaba.


Simplemente no quería irse de la lengua demasiado pronto. Primero necesitaba
tiempo con Paula.


—Estaba pensando en echarle un vistazo después de que me contaras que iba a casarse con él. Estoy preocupado porque vaya a casarse con un tipo al que no conoce nadie —admitió Pedro, más preocupado ahora de lo que había estado nunca antes. Paula no estaba llevando la vida tranquila en Aspen que German pensaba, ni de lejos.


—No sabía que vosotros dos manteníais realmente el contacto —dijo German pensativo.


—No nos ponemos en contacto tan a menudo como a mí me gustaría — confesó Pedro—. Desde tu fiesta de compromiso en Año Nuevo, nos escribimos, pero siempre la he considerado una amiga. —Pedro estuvo a punto de atragantarse con la palabra amiga, y decir que se «escribían» era una exageración. Le enviaba una frase corta todas las semanas y ella le respondía las dos mismas palabras: «Estoy bien».


—Es todo un detalle por tu parte que te importe lo suficiente como para preocuparte —dijo German en voz baja y sincera.


Pedro empezaba a sentirse realmente asfixiado por la culpa. Sólo le importaba porque era un cabrón egoísta, no por la bondad de su corazón.


—Me importa —respondió con voz ronca. Al menos aquella afirmación era verdad, independientemente de sus motivaciones—. Bueno, ¿cómo está Emilia? —preguntó Pedro con curiosidad.


German se reavivó de inmediato y empezó a ponerse poético sobre su esposa.


Pedro sonrió y su amigo siguió hablando sin cesar sobre cuánto había cambiado su vida Emilia. Obviamente no había problemas en ese matrimonio en particular. German adoraba a Emilia y se preocupaba por ella de manera
obsesiva. Aunque Pedro nunca había querido esa clase de apego con ninguna mujer, casi envidiaba a German. El hombre era feliz y había cambiado, definitivamente para mejor, desde que Emilia llegó a su vida. Otrora un solitario, ahora prácticamente lo adoraba toda la ciudad de Amesport, Maine.


Para Pedro, no cabía duda de que Emilia amaba a German con la misma intensidad con que él la amaba a ella. Lo había visto en sus ojos cuando los vio juntos durante las vacaciones.


Desgraciadamente, no había podido asistir a su boda. Llegó en un momento en que tenía que estar sin falta en Londres, por negocios, y German se había asegurado de casarse con Emilia con muy poca antelación, como si temiera que ella cambiase de idea. Por aquel entonces, Pedro no estaba seguro de si ese compromiso previo había sido una bendición o una maldición. Quería ver a Paula desesperadamente, pero no estaba seguro de si habría sido capaz de ocultar el hecho de que quería acostarse con ella si volvía a verla.


Sinceramente, no sabía con seguridad si no se la habría echado al hombro y embarcado en su avión privado con ella a cuestas para llevarla a cualquier lugar donde pudieran estar solos juntos.


Habló con German durante treinta minutos más, principalmente de Emilia y de los hermanos de German. Para cuando colgaron, Pedro casi veía doble y su cuerpo suplicaba que durmiera.




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