martes, 28 de agosto de 2018
CAPITULO 13 (SEXTA HISTORIA)
Paula se despertó más consciente de lo que la rodeaba, el dolor de cabeza ahora sólo era un dolor sordo. Ya no tenía náuseas y estaba sedienta.
El lado de la cama de Pedro estaba vacío y la almohada aplastada era el único indicativo de que antes tampoco había tenido un sueño absurdo de que él estuviera allí.
«Las tres de la tarde».
El reloj de la mesilla de noche indicaba que se había pasado todo el día durmiendo.
—Mierda —susurró, todavía desorientada.
Debía de haber estado completamente borracha, aunque no recordaba cuántas copas se había tomado.
¡Obviamente, demasiadas! Sus pies se encontraron con la lujosa alfombra cuando salía de la cama, haciendo que suspirase en silencio, nerviosa. ¿Cómo era posible que se hubiera emborrachado tanto? Fue al baño y bebió un poco más de agua. Al volver a entrar en el dormitorio, se percató de su equipaje apilado en una esquina de la habitación.
«¿Cómo ha llegado hasta aquí? ¿Acaso Pedro tuvo que hacer que dejara mi habitación y me trajo junto con el equipaje dondequiera que se aloje él?».
Se encogió al ver su enorme portafolio junto a su maleta. Malditas pruebas.
¿Era posible que Pedro no se hubiera dado cuenta?
Paula se sorprendió al sentir una sensación familiar: Daisy, su gata, le rozó las piernas desnudas a Paula en un círculo de bienvenida.
—¿Daisy? —recogió a su gata automáticamente.
«¿Qué demonios…?».
Abrió la puerta de la habitación y miró a su alrededor lo que, decididamente, no era una suite de hotel, como vio demasiado tarde.
Acariciando a Daisy con nerviosismo, recorrió el vestíbulo hasta un salón espacioso con una chimenea y vigas de madera que atravesaban un techo alto de catedral a la izquierda. A la derecha, había una preciosa cocina con cacerolas de cobre colgadas y resplandecientes encimeras de granito.
—Increíble —musitó. ¿Cómo había conseguido Pedro un sitio como aquel en Las Vegas, aunque fuera multimillonario? Debía de alojarse en The Strip o fuera de la ciudad.
—¿Estás bien? —musitó Pedro desde un sillón reclinable en el salón.
Paula no lo había visto. Estaba demasiado ocupada mirando el techo.
—Sí. Eso creo. —Estaba como para comérselo con unos pantalones y una camisa con el cuello desabrochado que hacía juego con sus gloriosos ojos azules—. ¿Qué estás haciendo? ¿Dónde estamos?
Pedro se puso en pie.
—Estaba esperando que despertaras. —Dejó el ordenador portátil que había estado utilizando a un lado y lo colocó sobre la silla al levantarse.
—Siento muchísimo que haya ocurrido esto. Nunca me emborracho. Siento que hayas tenido que cuidar de mí anoche. Voy a darme una ducha y me quitaré de en medio. Tomaré el primer vuelo que pueda conseguir a Aspen.
—No fue solo anoche —la informó Pedro con aire despreocupado—. Paula, nos encontramos hace dos días a esta hora aproximadamente.
—¿D-dos días? —tartamudeó. «Imposible»—. Ay, Dios. Tengo que volver a Colorado. —Temblorosa, dejó a Daisy en el suelo.
—Ya estás de vuelta. —Pedro atravesó la habitación para detenerse frente a ella.
—¿En Aspen?
—En Rocky Springs —respondió él de repente.
¿Rocky Springs? Paula sabía acerca de la localidad del resort decadente y lujoso, pero nunca había ido allí.
—¿Por qué estoy aquí? ¿Por qué está aquí Daisy?
Pedro se encogió de hombros.
—Mis negocios en Las Vegas habían concluido. Se trajo aquí a la gata porque no estaba seguro de si alguien estaba cuidando de ella porque te retrasaste. Los Colter, la familia dueña de esta propiedad, son amigos. Tenía que hablar de unos negocios con Gustavo Colter, de modo que te traje conmigo.
Ella había oído hablar de los Colter. Todo el mundo en Colorado sabía algo acerca de la familia obscenamente rica que era dueña de prácticamente todo en aquella zona.
—Vale. —Paula exhaló un suspiro pensativo—. Eso lo hará más fácil, supongo. Por lo menos he vuelto. Entiendo que tengo que darte las gracias por traerme de vuelta a Colorado. Obviamente, Pedro la había subido a su avión privado. Ya le había causado bastantes problemas. Le resultaría fácil volver a Aspen—Si no te importa, me daré una ducha y dejaré de estorbarte. Seguro que puedo alquilar un coche en la ciudad, pero tal vez necesite que me lleves allí.—Giró sobre sus talones para batirse en retirada, avergonzada de haber perdido tanto el control que no recordaba dos días enteros de su vida.
No llegó demasiado lejos. Pedro la agarró del brazo y le dio la vuelta.
—Vas a quedarte durante un tiempo —le informó con rostro impasible.
—No puedo quedarme. Tengo obligaciones —dijo ella en irritada, nada contenta con el tono autoritario.
—Te quedas —repitió Pedro—. Y vamos a tener una pequeña charla. Después te llevaré a la cama y tendremos sexo hasta que no puedas pensar en nada más que en mí. Creo que hemos ignorado nuestra atracción mutua durante demasiado tiempo.
Paula lo miró boquiabierta, estupefacta.
—Me voy y no voy a tener sexo contigo —se enfureció—. Estoy… comprometida.
—Otra cosa de la que tenemos que hablar. Pronto —dijo Pedro en tono inquietante.
—No hay nada de lo que hablar —contestó ella a la defensiva.
«Tengo que alejarme de él. Ahora».
Pedro la agarró por los hombros.
—¿Cuánto de nuestro tiempo en Las Vegas recuerdas exactamente?
¿Y qué importaba eso ahora? Obviamente, se había emborrachado lo suficiente como para pasar inconsciente la mayor parte del viaje de vuelta a Colorado y su recuperación de la resaca del demonio.
—Recuerdo haberte visto. Recuerdo haber salido a tomar unas copas. No recuerdo mucho después de eso —admitió exasperada.
—Entonces has olvidado mucho —la informó Pedro en tono que no auguraba nada bueno—. No habrá otros hombres. No estás prometida con nadie más. Ya estás casada. Conmigo —terminó en tono vehemente. Tomó su mano izquierda entre las suyas, entrelazó sus dedos y sostuvo los dedos unidos contra su pecho.
Paula lanzó un grito ahogado cuando su mirada se posó sobre las manos entrelazadas de ambos. El brillo del diamante en su dedo le devolvía un centelleo con sorna. Pedro tenía un anillo de oro en el dedo anular derecho y ella portaba un exquisito anillo de diamante del que ni siquiera se había percatado antes porque estaba demasiado aturdida.
—No. —Horrorizada, sacudió la cabeza con rotundidad.
—Sí —espetó Pedro en respuesta—. Estamos casados, Paula.
—No puedo estar casada contigo. No podría haber olvidado mi propia boda. —«¡Imposible!».
Pedro le soltó la mano, que cayó de vuelta a su costado. Sin hablar, se llevó la mano bolsillo y sacó un trozo de papel que le entregó.
Paula lo abrió con frenesí y miró la licencia matrimonial como si fuera una pena de muerte. Ojeó el documento y se detuvo en la firma al final. Era temblorosa, pero el nombre de la firma era el suyo y había optado por utilizar el apellido de Pedro como su apellido de casada.
—Ay, Dios. Esto no puede ser real. —Gimió.
—Es muy real. Cuando la encontré, hice que revisaran el matrimonio. Ocurrió, Paula. La boda está siendo registrada en el juzgado de Las Vegas — contestó Pedro tranquilamente.
—¿Pronunciamos votos de verdad?
—Por lo visto, sí —murmuró él.
A Paula le daba vueltas la cabeza, el cuerpo prácticamente inmóvil por la conmoción al mirar la expresión fría de Pedro. Le lanzó una mirada penetrante.
—¿Tú también estabas borracho? —Tenía que ser la única explicación posible. Ambos estaban fuera de sus cabales—. Todo esto no es más que un error garrafal. Podemos hacer que lo anulen. Podemos decirles que ninguno de los dos estábamos en nuestro sano juicio en ese momento —le dijo sin aliento.
—Yo lo negaría —dijo Pedro despiadadamente—. Ahora que estás aquí, tenemos un asunto pendiente que resolver.
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