sábado, 25 de agosto de 2018

CAPITULO 4 (SEXTA HISTORIA)



«No voy a sobrevivir a esta noche». 


Pedro Alfonso tuvo que tragarse un quejido al ver a Paula sentada frente a la chimenea de su casa y gemir al dar el primer bocado al s’more, un tradicional sándwich de galleta de malvavisco tostado y chocolate derretido que le había preparado: se le cerraron los ojos y sacó la lengua para atrapar las gotas de chocolate y malvavisco que se le pegaron a los labios. El chocolate nunca le había parecido tan erótico.


«Joder. La deseo». 


Los instintos posesivos de Pedro lo golpearon de lleno y apenas pudo contener el deseo punzante de tenerla más cerca y de lamer esos deliciosos labios él mismo. Él seguiría dedicado a la tarea mucho después de que el maldito chocolate y el malvavisco hubieran desaparecido.


«No debería haber venido a Maine esta noche. Sabía que probablemente estaría aquí». 


Sí, lo sabía, y para ser sincero, admitiría que el hecho de que estuviera allí era parte del atractivo que lo había llevado a Maine. Claro que quería ver a los hermanos Chaves, especialmente a German, porque quería conocer a la mujer que le había robado el corazón a su solitario amigo. Pero se mentiría si no reconociera que saber que Paula estaría allí era tanto un elemento disuasorio como una tentación. El encanto de volver a verla ganó, la victoria contra su fuerza de voluntad llegó con bastante facilidad.


Disgustado consigo mismo, Pedro había intentado olvidar el deseo torturado que lo golpeó cuando vio a la Paula de dieciocho años. 


«Dios».


Acababa de graduarse del instituto y, aunque por aquel entonces él sólo tenía veintitrés años, aun así le parecía algo… malo. Paula era la hermana pequeña de German y Pedro era amigo de todo el clan Chaves. Paula era una chica triste y tímida, una niña pelirroja adorable, pecosa y de gran corazón a la que Pedro siempre había querido hacer sonreír. 


La adoraba como a la hermana que nunca había tenido y la había protegido como lo haría cualquier hermano mayor.


Aun así, todo cambió cuando pasó por su fiesta de graduación del instituto. Al verla quedó desconcertado y confuso con respecto a toda su relación. Entonces quiso hacerla suya. Ahora, ocho años después, el deseo era una maldita obsesión. Por desgracia, su pene tampoco había olvidado a Paula. No había sentido esa clase de deseo arrasador desde que la vio a los dieciocho años, pero su pene se puso firme una vez más y con la misma adoración ferviente en el momento en que la divisó al otro lado de la sala aquella noche.


A lo largo de los años, se había encogido cada vez que oía decir a German que Paula estaba saliendo con alguien. Los celos prácticamente lo consumían vivo cada vez que la veía, conocedor de que otro hombre la tocaba. Pero había lidiado con ello trabajando y acostándose con otras mujeres; esperaba que ese miedo constante de que terminase permanentemente unida a otro hombre pasara tarde o temprano. No había pasado. Sus ansias por poseerla sólo se habían vuelto más fuertes, más profundas.


Y ahora estaba viviendo un infierno.


Si su manía hubiese sido por cualquier otra mujer excepto por Paula, la habría seducido hacía mucho tiempo, habría intentado sacársela de la cabeza acostándose con ella. El problema era que se trataba de Paula y que la conocía casi desde hacía tanto tiempo como podía recordar. Así que estaba completa e irrevocablemente jodido en ese momento. No solo quería acostarse con ella más que respirar, sino que además le gustaba de verdad. Paula era una de las chicas más dulces que había conocido nunca y su gran corazón era auténtico.


«Ella también me desea».


Su cuerpo había respondido a él, y eso hacía que se volviera aún más loco.


Que hubiera química por parte de ambos hacía que le resultase prácticamente imposible no tocarla.


—Gracias por llevarme a ver los fuegos artificiales.


La voz de Paula interrumpió los pensamientos lujuriosos de Pedro. Después de marcharse de la fiesta de German, condujeron hasta la playa y vieron los fuegos artificiales desde su coche de alquiler. Se dieron la mano como adolescentes, porque Pedro parecía incapaz de soltarla completamente ahora que estaba allí… libre de trabas. Pedro tenía que reconocer que había
observado a Paula más que el cielo iluminado de colores brillantes, pero su rostro era tan expresivo que no pudo evitarlo.


—Me alegro de que disfrutaras —contestó finalmente en tono ronco.


—¿Tú no has disfrutado? —preguntó Paula con curiosidad. Terminó el último trozo de sándwich de malvavisco y se lamió los dedos—. ¿No vas a hacer uno para ti? Sé que quieres el chocolate. Estaba delicioso.


«¡Joder! Chuparse el dedo, no… ¿Está intentando matarme?», pensó Pedro.


A medida que observaba su lengua rosada lamiéndose los dedos, deseó que se pusiera manos a la obra con otra parte de su cuerpo, preferiblemente al sur del ombligo.


Pedro forzó a su mente sucia a callarse de una vez. Había sido una buena noche y no quería estropearla. Lo que le había dicho antes era verdad. Con Paula, no tenía que fingir ser alguien que no era. Habían vuelto a casa de Paula en la península de Amesport después de los fuegos artificiales, tras detenerse en el supermercado abierto las veinticuatro horas para comprar lo que necesitaban para hacer los malvaviscos. Ambos se pusieron pantalones y sudaderas antes de sentarse junto al fuego.


—Sí. Solo estaba ocupado observándote. 
Parecía que estabas disfrutándolo. Pedro también lo había disfrutado, pero ahora estaba sentado sobre una erección incansable.


—Sí. —Asintió con la cabeza—. Ya no me permito tomar chocolate muy a menudo.


—¿Por qué? —Clavó un malvavisco en el pincho de asar y lo sostuvo sobre el fuego. No comer chocolate todos los días era inconcebible para él. Lo anhelaba casi tanto como el sexo. 


Bueno… ni de cerca tanto como anhelaba el
sexo con Paula, pero sí lo bastante como para asegurarse de tener la despensa bien surtida siempre.


Paula lo miró poniendo los ojos en blanco.


—Creo que tengo genes regordetes. No soy precisamente delgada, Pedro.


Pedro la miró de arriba abajo, ávidamente. 


Parecía tener buena forma física, pero obviamente el ejercicio no parecía reducir sus caderas curvilíneas y trasero redondeado. «¡Gracias a Dios!». La delgadez de las supermodelos nunca le había parecido realmente atractiva, y se alegraba de que no hubiera perdido la suavidad atractiva de esas caderas y ese trasero, por no decir sus pechos esponjosos. 


«Es perfecta, joder».


—Creo que tus genes tienen muy buen aspecto —respondió en tono ávido. Tenía curvas en los lugares adecuados. Su cuerpo suave y cálido encajaba con el suyo como si estuviera diseñado para estar ahí—. Eres preciosa.


Ella le lanzó una mirada sorprendida y, durante solo un momento, Pedro se perdió en su mirada verde esmeralda, sus ojos brillantes y dulces. Su cabello de fuego enmarcaba esa bonita cara. Pedro se preguntó si ese era el aspecto que tendría cuando llegase al orgasmo para él.


—Estás que ardes —exclamó Paula, medio divertida, medio alarmada.


Pedro tardó un segundo en percatarse de que se refería a su malvavisco. Lo sacó de las llamas y apagó el amasijo ardiente.


—Me gustan quemados —mintió desvergonzadamente mientras aplastaba el
malvavisco ennegrecido antes el chocolate y la galleta. Sólo por el chocolate derretido merecía la pena comerse el malvavisco quemado.


Paula lo miró arrugando la nariz mientras lo observaba comiendo el desastre pegajoso.


—¿Cómo es que Dante no ha venido a buscarte? ¿No te quedabas en su casa?


No se lo pedí. Probablemente ha dado por hecho que me quedo con German. Y él probablemente da por hecho que me quedo con Dante. Espero que no hablen de ello. —Todos los hermanos Chaves tenían una casa allí, en la península, aunque German era el único que vivía allí.


—Puedes quedarte aquí conmigo. No es como si no tuviera espacio —le dijo Paula seriamente.


Pedro tenía su avión privado aparcado en el aeropuerto, fuera de la ciudad, el piloto listo para partir cuando Pedro estuviera preparado.


—Probablemente tome el vuelo. El avión está a la espera.


—Al contrario que el resto de vosotros, yo tuve que volar en un avión comercial como hace la mayoría de la gente normal —bromeó Paula—.
Aunque Enzo me lleva de vuelta a Colorado. Y después vuela con Dante a California. Tiene negocios allí.


Pedro tragó el último bocado de su sándwich de malvavisco quemado.


—¿Por qué nunca has querido que administre tus fondos por ti? —Paula nunca se lo había pedido, pero habría estado encantado de invertir su fortuna como había hecho por German y Dante, convertir su considerable herencia en miles de millones. Eso era lo que mejor se le daba, convertir un poco de dinero en mucho dinero.


—El dinero nunca ha significado mucho para mí y tú estás ocupado. El dinero está bien cuando necesito algo y me permite conservar mi libertad, pero en realidad no me importa si aumenta o no. Tengo más de lo que podría gastar en toda una vida, aunque fuera extravagante, que no lo soy.


—Nunca estoy demasiado ocupado para cuidar de ti, Paula. ¿Qué estás haciendo con los fondos? —preguntó bruscamente.


Ella explicó cómo había almacenado su fortuna cuando la recibió y Pedro hizo una mueca. No había dedicado ni un centavo a acciones o inversiones sólidas. «Dios».


—Las cuentas de mercado de dinero y las cuentas bancarias no te están generando mucho dinero, Paula. —El inversor que había en él retrocedió horrorizado—. No puedo creer que Enzo no interviniera.


—Nadie tiene que intervenir —contestó Paula airada—. Es mi dinero y no me importa lo rápido que crezca. Ya se lo dije a todos mis hermanos y por fin dejaron de acosarme. Rara vez gasto nada. Las únicas cosas que he comprado desde que terminé el instituto son un pequeño apartamento en Aspen y mis coches. Fui a la universidad, ¿recuerdas? Puedo trabajar.


«Mierda, se ve extraordinariamente furiosa». 


Sus ojos verdes le lanzaban llamaradas y aquello sólo consiguió que a Pedro se le endureciera más el pene.


Paula siempre había sido independiente, razón por la cual el perdedor de su novio siempre había sido un misterio para él. Era dulce, pero nunca había sido la clase de chica que aguantaba mucha mierda de ningún hombre, incluso de sus hermanos dominantes.


—Ahora mismo no estás trabajando. Tienes que generar más ingresos — discutió irritado—. Especialmente si vas a seguir escogiendo tipos que no tienen un puñetero trabajo. —«Joder». 


Eso dolió. No había nada que lo molestara más que pensar en cualquier hombre tocando a Paulaexcepto él.


—Estoy… —Paula cerró la boca con fuerza e inspiró hondo, sin terminar el comentario—. Estoy bien —terminó con más calma. Apartó la mirada del rostro de Pedro.


—¿De verdad estás bien, Paula? —preguntó ferozmente después de cruzar la corta distancia que los separaba para tomarla del mentón y obligarla a mirarlo a los ojos—. ¿O te sientes tan jodidamente perdida como yo ahora mismo? —Pedro sabía que estaba perdiendo el control, pero no podía obligarse a que le importara una mierda. ¿Quién cuidaba de Paula? Acababa de romper con su novio. ¿Tenía el corazón roto? ¿Era feliz en Colorado? ¿Por qué se quedaba allí si su relación había terminado finalmente?


—Estoy bien —respondió ella en voz baja, esta vez mirándolo a los ojos.


—¿Y qué hay de tu ex novio? ¿Cómo puedes estar bien?


Paula le lanzó una sonrisa débil.


—Creo que ya era hora. Simplemente no éramos buenos el uno para el otro. Lo superaré. —Hizo una pausa—. ¿Qué te pasa, Pedro? ¿Algo va mal? Pareces… agitado.


Por alguna razón, el hecho de que Paula sonara como una amiga preocupada lo volvió completamente loco.


—Nada va mal, pero tengo un problema, definitivamente.


—¿Qué? —preguntó ella con delicadeza.


—Tú —gruñó a medida que tomaba su mano y la presionaba contra su erección palpitante—. No puedo dejar de desearte. Te he deseado durante lo que parece una eternidad. Puedo tomar mi puñetero avión y volar de vuelta a Nueva York, pero la distancia ya no va a funcionar para mí. Estaré pensando en ti de todas maneras, masturbándome con fantasías de penetrarte tan a fondo que no puedas pensar en nada más que en mí. —Su mano serpenteó hasta situarse en su nuca y le cubrió la boca con un beso antes de que ella pudiera decir nada más o negar la atracción que había entre ellos. Pedro se desató por completo cuando ella se sentó a horcajadas sobre su regazo, lo empujó sobre la alfombra y cubrió su cuerpo con el suyo. Empuñó su cabello y lo besó
como si su vida dependiera de ello. Sus lenguas se encontraron lametón a lametón, como si Paula nunca hubiera sentido deseo sexual y tuviera que poseerlo ahora que lo había descubierto.




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