domingo, 16 de septiembre de 2018

CAPITULO 22 (SEPTIMA HISTORIA)




—Supongo que no tendrás una llave —le preguntó Paula a Pedro esperanzada de pie ante la puerta de entrada normal del nuevo hangar enorme que había sido terminado durante el verano. Se envolvió el cuerpo con los brazos y saltó de un pie al otro para intentar mantener el calor. Había salido el sol y el día era cristalino después de la tormenta, pero hacía mucho frío.


—No necesito una llave. —Pedro se metió la mano en el bolsillo de los pantalones y sacó una navaja, extendiendo una sección que tenía varias extensiones finas de metal.


—¿Vas a forzar la cerradura? —Paula empezó a tiritar.


Pedro se agachó sin contestar y la puerta se abrió en menos de un minuto.


—No estaba forzándola. Estaba abriendo una puerta en mi propiedad de una manera poco convencional. —Pedro abrió la puerta y le hizo un gesto para que entrara—. Querías echar un vistazo… ya estás dentro —dijo en tono seco mientras volvía a guardarse la navaja en el bolsillo.


Paula no discutió mientras entraba en el espacio cálido y enorme. El hangar era lo bastante grande como para albergar varios aviones o un par de aviones privados. En ese preciso momento, el espacio central estaba vacío, excepto por el equipo de mantenimiento para el avión.


Se le hundió el corazón mientras miraba la expresión de remordimiento de Pedro. Podía estar convencido de la inocencia de su hermano, pero Paula se percató de que no le gustaba invadir el espacio de su hermano sin permiso.


Pedro se cruzó de brazos.


—Echa un vistazo y salgamos de aquí.


No había ningún avión aparcado en el espacio gigantesco, así que Paula pudo moverse rápidamente por el área grande, evitando unas salas pequeñas con escritorios, obviamente pequeños despachos.


«El área no es lo suficientemente grande para una gran cantidad de explosivos».


Se quitó los guantes y los puso en el bolsillo con cremallera de su abrigo de esquí para tener las manos libres y sacó su teléfono móvil del bolsillo de sus pantalones para enviar un mensaje.


Estoy dentro, buscando.


Había llamado al director de su división en cuanto supo que tendría acceso a un posible almacén para los cargamentos de explosivos. 


Aunque solo estaba llevando a cabo una investigación en busca de posibles pruebas, él quería que tuviera refuerzos disponibles. No había tiempo para mandar su equipo habitual allí, a Colorado, desde Washington, D. C., por lo que su jefe la había puesto en contacto con un equipo que había sido formado y desplegado desde Denver rápidamente. La pista de aterrizaje estaba actualmente rodeada de agentes federales en caso de que encontrara algo durante su registro.


Todos los despachos estaban vacíos, a excepción de una mesa, una silla o el almacén de equipos para los aviones y helicópteros.


Hasta que llegó a una puerta cerrada con llave.


—¿Qué hay aquí? —llamó a Pedro, que seguía de pie junto a la puerta de salida.


Él se acercó a la puerta e intentó abrirla él mismo.


—No tengo ni idea.


—A juzgar por el exterior, es un espacio bastante grande —reflexionó Paula.


Pedro se agachó de nuevo y sacó su navaja para forzar la cerradura con mano experta.


—Chsss. ¿No tenéis un sistema de alarma aquí? —preguntó Paula con curiosidad.


Pedro se encogió de hombros mientras abría la puerta de un empujón.


—¿Para qué? ¿Como si alguien que resultara ser piloto fuera a venir aquí, en medio de las Montañas Rocosas para robar un avión? Y todos nuestros empleados llevan años con nosotros. Confiamos en ellos.


«Increíble». En el lugar de donde venía Paula, nadie confiaba en nadie. Pero nunca había vivido en una ciudad pequeña. Y Rocky Springs definitivamente era un lugar remoto. Sus casas y la pista de aterrizaje estaban a una distancia bastante buena del resort en sí mismo.


Paula entró en la habitación delante de Pedro y se detuvo en seco; él chocó contra su espalda.


—Ay, Dios. ¿Qué es todo esto? —Sus ojos recorrieron el enorme espacio del almacén.


Todo estaba embalado, y había demasiadas cajas para contar. El almacén gigantesco parecía lleno de cajas de embalaje apiladas.


—Solo hay una forma de averiguarlo —dijo Pedro con gesto sombrío mientras sacaba su navaja para abrir una de las cajas—. ¡Joder! —exclamó con voz ronca. La tapa golpeó el suelo de cemento con un fuerte estrépito—. Aquí hay suficiente C4 para causar importantes daños.


Paula observó cómo Pedro abría la tapa caja tras caja, descubriendo una enorme colección de explosivos, misiles, armas y equipo para montar bombas grandes.


Ella parpadeó para reprimir las lágrimas cuando sacó su teléfono móvil y envió un mensaje de texto.


Pruebas encontradas.


—No es posible. Esto no es posible, joder —se enfureció Pedro mientras seguía arrancando las tapas de más cajas.


Pedro, para. Por favor. —Paula no podía soportar seguir observándolo, su tormento casi tangible.


—Marcos no ha hecho esto. Él no haría esto. —Pedro dejó caer otra tapa al suelo y se volvió hacia ella—. Él no lo haría.


La feroz actitud protectora en su expresión casi desgarró a Paula.


—Me temo que sí y que lo ha hecho —dijo en tono monótono una voz masculina detrás de Paula.


Ella se volvió rápidamente, justo a tiempo para encontrarse mirando el cañón de varios rifles de asalto, y el rostro de Marcos Alfonso.


Marcos tenía los distintivos ojos grises de los Alfonso, pero en ese momento eran insensibles, sin vida. Dio órdenes cortantes en árabe, casi con toda probabilidad para que los inmovilizaran. 


Una cosa que Paula sabía sobre Marcos
Alfonso era que hablaba varios idiomas con fluidez, incluido el árabe. Sus propios conocimientos del idioma eran mínimos y entendió muy poco de lo que dijo Marcos, pero se dio cuenta por su tono de voz de que estaba dando órdenes.



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