jueves, 6 de septiembre de 2018
CAPITULO 45 (SEXTA HISTORIA)
A Pedro se le había acabado el tiempo.
Se aferró al volante del todoterreno un poco más fuerte, todo el cuerpo tenso. Después de acordar seguir juntos el día anterior, los remordimientos le revolvían el estómago, la culpa casi lo devoraba.
«Tengo que decírselo».
Ni una sola vez había pensado intentar librarse sin decirle que él había montado toda aquella farsa del matrimonio. Después de empezarlo todo mal, quiso arreglar la situación. El problema era que no estaba totalmente seguro de cómo hacerlo y que no podía soportar la idea de que Paula lo dejara.
«Merece la verdad».
Paula había mentido, pero no era nada que afectara personalmente la vida de Pedro, o eso pensaba ella. Además, se lo había confesado todo. El secreto que guardaba él era personal y bien podría acabar odiándolo Paula. Joder, él se odiaba a sí mismo por ello.
«Se queda conmigo. Tengo exactamente lo que quiero».
Pero, en realidad, no lo tenía. «¡Joder!». Había pasado la mayor parte de su vida sin una condenada inseguridad. Incluso cuando se hizo cargo de la compañía de su padre y descubrió que prácticamente estaba arruinada, había creído que podía arreglar el problema.
Ahora, no podía pasar dos segundos sin pensar en Paula: en cómo reaccionaría al enterarse de que en realidad él había orquestado su boda, tanto si ella era feliz como si acababa sufriendo o triste.
«El amor es un infierno».
Pedro sabía que amaba a Paula. Se había vuelto tan loco como German, y Dios sabía que su amigo prácticamente había perdido la cabeza por su mujer, Emilia.
Decírselo ahora o decírselo después. De cualquier manera, estaba jodido y necesitaba decírselo. No iban a ser felices hasta que lo hiciera.
«Cabrón egoísta».
No quería hacerle daño a Paula, no después de todo lo que había sufrido y de lo lejos que había llegado confiando en él. Sin embargo, parte de sus dudas eran egoístas, su deseo personal de no ver la mirada dolida en el rostro de Paula cuando averiguara lo que había hecho. Su propio corazón acabaría roto porque le había hecho daño… otra vez.
—Nunca volveré a mentirle —dijo enfadado entre dientes al entrar en el camino privado de la casa de invitados.
Había ido a la ciudad a comprar unas cuantas cosas que necesitaban para cenar y dejó a Paula en casa porque quería ver y organizar algunas de las fotografías que había tomado el día anterior. Pedro había tardado más de lo que pretendía: se detuvo en la floristería a comprar flores para Paula y en la joyería, la misma donde había comprado sus alianzas antes de volar a Las Vegas. Terminó comprando un collar con un corazón de diamante, rodeado de diamantes con un corazón de esmeralda en el centro que hacía juego con sus ojos. Era la mejor manera de expresar cuánto la amaba y podía llevarlo todo el tiempo. Aún insatisfecho, entró en una tienda de especialidades y le compró una cámara resistente al agua, con la esperanza de que la utilizara para sus viajes en el yate.
Pedro salió del todoterreno, recogió todo y anduvo la corta distancia hasta la casa con el corazón batiéndole en el pecho y los nervios a flor de piel. Se lo diría ahora, antes de que pasara más tiempo. No formaba parte de su naturaleza aplazar algo desagradable, algo que tenía que hacer, razón por la cual los remordimientos le corroían las entrañas. Por el bien de ambos, necesitaba acabar con aquella tarea y confiar en el corazón generoso de Paula, en su capacidad de perdonar.
«Tal vez si entiende que la amo, que perdí la cabeza temporalmente…».
Pedro puso la llave en la cerradura, que había echado antes de irse.
Sorprendentemente, encontró la cerradura abierta.
«Sé que la cerré con llave».
Había sido una prioridad y recordaba haberlo hecho; no quería dejar a Paula vulnerable, aunque estuvieran en una ciudad pequeña.
—¡Paula! —vociferó al entrar por la puerta. No estaba en el salón, donde la había dejado al marcharse.
Pedro dejó la carga que llevaba en la encimera de la cocina con un plaf y se movió rápido para encontrarla. Finalmente, volvió a la cocina. La casa estaba vacía.
«¿Dónde demonios ha ido?».
Al mirar por la cocina, esperando encontrar una nota, encontró algo más que hizo que se quedara inmóvil durante un momento mientras lo miraba. Era el recibo de sus anillos, un papel muy parecido al que le habían dado aquel día cuando hizo su otra compra en la misma tienda. ¿Cómo había terminado allí?
No estaba allí cuando se fue. A Pedro se le cayó el alma a los pies. El recibo estaba fechado, prueba de que había comprado los anillos antes de ir a Las Vegas. Tenía que haberse caído de su cartera, probablemente cuando guardó la tarjeta de crédito.
Obviamente, Paula lo había encontrado.
—¡Mierda!
Pedro corrió afuera y buscó alrededor de la casa. El miedo lo superaba.
—¡Paula! —gritó en vano. No había señales de ella.
«Ha desaparecido. Se ha ido. Cabrón idiota. Debería habérselo dicho».
Sin pararse a pensar, sacó su teléfono móvil del bolsillo y marcó el número de German.
—¿Has oído algo de Paula? —le preguntó de inmediato, con urgencia, cuando German respondió.
—No. No, desde hace tiempo. ¿Por qué? —preguntó German con cautela.
—Estábamos juntos y ha desaparecido. Esperaba que te llamara a ti — reconoció Pedro. Le daba vueltas a la cabeza frenéticamente intentando averiguar dónde había ido.
—¿Estabais juntos? ¿Por qué?
Pedro inspiró hondo y le explicó rápidamente lo que había hecho y lo que había ocurrido sin omitir ninguno de sus propios actos, nada estelares. No le contó a German ninguno de los secretos de Paula. Esos eran sus secretos para
guardarlos… o no.
—Cabrón —dijo German con voz áspera—. ¿Emborrachaste a mi hermana en una ciudad extraña y la obligaste a casarse contigo?
Pedro ni siquiera iba a discutir que Paula no lo hizo obligada. Ella estaba incapacitada y él era un imbécil.
—La amo, German. No quería que se casara con otro hombre. Ahora Paula es todo mi mundo, mi mujer. Necesito encontrarla. Mátame después, pero ahora ayúdame. Por favor.
—No habría desaparecido si no la hubieras traicionado —gruñó German enfadado. Permaneció en silencio durante un momento—. Voy a hablar con mis hermanos, pero ellos también van a querer castrarte.
—Bien. —A Pedro no le importaba lo que le hiciera nadie siempre y cuando pudiera encontrar a Paula—. Voy a buscar en las sendas. No tenía coche. No podría haber llegado muy lejos.
A Pedro se le cayó el alma a los pies al ver la funda de la cámara junto al sillón reclinable. Debía de estar muy disgustada. Paula nunca salía de la casa sin su cámara.
—Más vale que la encuentres y que estés preparado para arrastrarte.
Pedro nunca se había arrastrado antes, pero ahora estaba dispuesto a hacerlo.
—Estoy listo. Llámame y hazme saber lo que averigües por tus hermanos. —Colgó el teléfono y volvió a metérselo a la fuerza en el bolsillo de los pantalones.
El reclamo lastimero de un animal llegó desde la puerta y Pedro bajó la mirada para encontrarse a Daisy enroscada en sus tobillos. La recogió, pero la gata siguió maullando lastimosamente.
—Tú también estás preocupada, ¿verdad? —le preguntó a Daisy, intentando calmar a la gata acariciándole la cabeza inútilmente.
Con Daisy de vuelta en el suelo, Pedro salió por la puerta con determinación, sin molestarse en cerrarla con llave tras de sí
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