viernes, 22 de junio de 2018

CAPITULO 47 (PRIMERA HISTORIA)




Tras una exhalación temblorosa Pedro se puso de pie y cogió su maletín mientras contemplaba el elegante despacho. Toda la estancia —a excepción de la mesa y la silla— era art déco, un estilo que en realidad no le gustaba. ¿Cómo había sucedido eso?


Hace años que tenía ese despacho, pero nunca se había parado a pensarlo, nunca le había importado.


«Será porque le dijiste a la decoradora que hiciera lo que le viniera en gana».


Sí, esas fueron sus palabras exactas. Le daba totalmente igual la decoración que eligiera la
diseñadora de interiores. Cada mañana venía al trabajo a ocuparse del negocio y después volvía a su piso para enfrascarse en sus proyectos en la sala de informática. A veces, al entrar y al salir del edificio de oficinas, saludaba con apatía a la secretaria y a su ayudante personal. A veces no. 


Siempre estaba tan concentrado en el trabajo, tan inmerso en esa burbuja, que de vez en cuando se olvidaba hasta de decir hola.


Tiró del nudo de la corbata color Borgoña para aflojársela y desabrochó el botón del cuello de la
camisa. ¡Odiaba llevar traje!


«Cuidado con la corbata, ¡es una de las favoritas de Paula!».


En realidad no sabía si eso era cierto. No estaba seguro de que tuviera una favorita. Todas las
mañanas, cuando entraba a la cocina vestido con traje y corbata, Paula le decía que estaba muy guapo.


Pero la primera vez que se lo había dicho llevaba esa corbata y, desde ese día, le había dado por ponérsela bastante.


Se dirigió hacia la puerta del despacho sin hacer apenas ruido, pues la alfombra amortiguaba el
sonido de las pisadas. ¡Estaba enamorado! 


¿Desde cuándo se preocupaba por la corbata que se ponía, por la decoración de su despacho o por si era amable o no con sus empleadas?


Era obvio que había llegado la hora de irse a casa.


«A casa. Paula ha convertido mi piso en un hogar. Ya no es el lugar al que voy cuando acabo de currar. Su risa, su voz y su mera presencia lo convierten en un hogar».


Salió del despacho y cerró con delicadeza la puerta a sus espaldas. Entonces, desvió la mirada hacia Nina y frenó en seco ante su mesa.


—¿Necesita algo, señor? —preguntó con un tono profesional que contrastaba con su amplia y sincera sonrisa.


Miró con el ceño fruncido a su ayudante de pelo cano, que prácticamente quedaba oculta tras un
gran ramo de rosas colocado en un sitio privilegiado de la mesa. ¿Se le había pasado su cumpleaños?


No. Imposible. El cumpleaños de Nina era en septiembre y además Marcie, su secretaria, siempre se lo recordaba.


—Bonitas flores. ¿A qué se debe? —preguntó con curiosidad.


Nina le miró sorprendida con las gafas de cerca en la punta de la nariz.


—Es 14 de febrero, jefe. El día de los enamorados. Ya sabe: corazones, flores, romanticismo... — Esbozó una sonrisa de oreja a oreja—. Mi Ralph lleva 37 años enviándome dos docenas de rosas por San Valentín. —Suspiró—. ¡Siempre ha sido un romántico!


Su voz transmitía el cariño y la adoración que sentía por su pareja.


¿El día de los enamorados? Sí, conocía la tradición, pero nunca le había prestado atención: San Valentín pasaba cada año sin que le afectara lo más mínimo. Era otro día cualquiera, un periodo de veinticuatro horas durante el cual veía un montón de cupidos y corazones rojos…, eso si decidía prestarles atención, algo que no era habitual.


Echó un vistazo al despacho de su secretaria, que estaba al lado del de Nina, y le preguntó:
—¿Y tus flores?


Marcie dejó de teclear con diligencia para desviar la atención de la pantalla del ordenador y responder a la pregunta:
—Aún no me las ha dado. Mi marido me las regala todos los años antes de que salgamos a cenar. Es una tradición.


—Eh..., ¿es lo que se suele hacer? ¿Cena? ¿Flores?


Volvió a mirar a Nina con el ceño fruncido.


¡Maldita sea! No había preparado nada para Paula. Ella merecía romanticismo, corazones, flores y todas esas cosas que los hombres hacían por las mujeres el día de los enamorados.


—Depende. Cada pareja suele tener una tradición diferente —respondió su ayudante con una mirada inquisitiva—. ¿Se encuentra bien?


¡Mierda! No sabía qué hacer y odiaba esa sensación. ¿Qué podría convertirse en una bonita tradición? ¿Qué haría feliz a una mujer? ¿Qué la haría sentirse valorada? ¿Le habría mandado flores su ex? ¿La habría llevado a cenar?


Dejó el maletín en el suelo y trató de superar los celos que empezaban a crecerle por dentro. 


Daba exactamente igual lo que aquel capullo hubiera hecho por ella en el pasado…Pedro lo haría mejor.


Ahora era su chica y su deber era protegerla e idolatrarla. Quería que ese San Valentín fuera tan memorable que a partir de ese día no pudiera pensar en nada más que en él. El problema era que no tenía ni pajolera idea de cómo lograr su objetivo.


Se acercó a Nina inclinándose por encima de las flores y le susurró con vacilación:
—Paula.


Nina sonrió.


—Esa chica vale un potosí. Es una jovencita encantadora, jefe.


Solo una mujer en el mundo era capaz de hacerle pronunciar una palabra que jamás había salido de su boca:
—Ayúdame. —Curiosamente, como la petición estaba relacionada con Paula, no le resultó tan difícil decirla—. No sé qué hacer. ¿Podrías ayudarme, Nina?


Su ayudante se levantó de un salto con un entusiasmo y una velocidad que no eran normales para su edad. Hizo aspavientos a Marcie para que se acercara y las dos lo acorralaron para freírle a preguntas.


Normalmente se hubiera sentido avergonzado en una situación así: Pedro Alfonso, el
multimillonario y socio de una de las empresas más potentes del mundo, en un corrillo con dos
empleadas. Pero no se sentía abochornado, sino que escuchaba con suma atención cada palabra que pronunciaban las mujeres y cada consejo que le ofrecían.


Samuel pasó por allí para dirigirse al ascensor y, a pesar de que cuchicheaban como si estuvieran
organizando una conspiración, esbozó una sonrisa al lograr captar parte de la conversación.


Al ver la expresión de burla en el rostro de Samuel, Pedro le hizo una peineta sin apenas despegar los ojos de las dos mujeres que parecían conocer al dedillo los misterios femeninos. En ese momento para él eran diosas.


Hizo caso omiso de la risilla que soltó Samuel mientras se alejaba. Menuda pieza. Estaba deseando que llegara el día en que su hermano acudiera a él en busca de consejo.


Volvió a centrar toda su atención en Nina y Marcie y, dispuesto a aprender, las escuchó con los cinco sentidos.


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