domingo, 15 de julio de 2018
CAPITULO 4 (TERCERA HISTORIA)
Kevin hablaba en voz baja, apenas audible.
Tenía la cabeza vuelta de forma que sólo Pedro pudiera oírlo. Pedro lo ignoró, se deshizo del abrazo de su cuñado mientras se levantaba respondiendo a la llamada de la tristeza que sentía viniendo de aquella mujer. Sin dejar de mirarla, dejó la mesa. La sensación de familiaridad que sentía hacía desvanecerse todo el ruido a su alrededor hasta sólo oír el tumultuoso latido de su corazón y sentir la misteriosa sensación de conocer a la mujer que estaba a la vez tan cerca y tan lejos de él.
Déjà vu.
Esa fue exactamente la sensación que experimentó cuando miró a Paula por primera vez y se perdió en el intenso azul de sus ojos. Cuando él se acercó, ella se echó hacia atrás. Esquivando la mirada, se dio la vuelta y empezó a correr, sus estilizadas extremidades, que unos pantalones cortos y una camiseta dejaban al descubierto, se alejaban ágiles, con paso ligero.
Maldita sea. No. No corras. Por favor, no corras.
La desesperación lo embargó y echó a correr detrás de ella, golpeando con furia el polvo.
Rápidamente salvó la distancia entre los dos.
—Espere, sólo quiero hablar con usted —le gritó, lo suficientemente cerca que casi la podía tocar. Sin dejar de correr, ella giró la cabeza, asustada por la proximidad de la voz, el pánico en la expresión. La distracción le impidió ver el bordillo de la acera delante de ella y tropezó. Cayó con violencia, golpeando el suelo con la cabeza. Como estaba mirando hacia atrás, no tuvo oportunidad de usar los brazos para amortiguar la caída.
—¡Mierda! —Sorprendido, Pedro tuvo que saltar para evitar caer encima de ella, encogiéndose al ver cómo la mujer se golpeaba la cabeza contra el cemento. Casi sin aliento, se agachó al suelo a su lado, sintiéndose culpable por haberla perseguido como un lunático y provocando tal caída—. ¿Se encuentra bien? —preguntó preocupado mientras le daba la vuelta, sujetándole con cuidado la cabeza.
Estaba mareada, la expresión perpleja como queriendo saber qué había pasado.
—No te has afeitado hoy.
Debería haber sido extraño que dijera algo así, pero no lo fue. Él solía ser meticuloso con su afeitado. A veces, se afeitaba dos veces al día para mantener un aspecto más pulido. Ya no se preocupaba tanto de eso ahora, se afeitaba por la mañana e ignoraba la sombra que asomaba pasada la tarde. La seductora y confundida voz llegó a Pedro golpeándole el estómago hasta dejarlo casi sin respiración, sin poder ni siquiera pensar.
—¿Paula?
Apenas el nombre pudo salir de sus labios mientras recogía su frágil forma entre sus brazos, su cuerpo entero temblando de emoción. La mujer movió la cabeza de un lado a otro, como intentando aclarar la mente.
—No. Yo no soy la mujer que busca —dijo ella negando con la cabeza hasta quedarse con la expresión en blanco. Cerró los ojos tras un breve parpadeo y se desvaneció en sus brazos, la cabeza apoyada en su pecho.
No sabes lo que dices. Eres exactamente la mujer que busco.
—No. Despiértate. Quédate conmigo —susurró
Pedro fervientemente, apretándola más contra su pecho.
Sintió humedad en la mano que le sostenía la cabeza. La retiró un poco. Estaba llena de sangre a causa de un corte en la cabeza. Las heridas en la cabeza sangran muchísimo. Podría no ser tan grave como parecía.
Calma. No. ¡Qué coño! ¿A quién quiero engañar? Ha perdido el conocimiento.
Samuel, Simon y Kevin llegaron cuando Pedro se puso de pie, sosteniendo el liviano peso de la mujer en sus brazos.
—¿Has perdido la puta cabeza? ¿Por qué coño
corriste de esa manera? —Kevin miró a la mujer que Pedro tenía en los brazos—. ¿Qué le ha pasado?
—Tropezó. Está inconsciente. Se golpeó la cabeza contra el suelo. Necesitamos llevarla al hospital. Llama a una ambulancia.
Por una vez, Kevin no discutió. Se metió la mano en el bolsillo buscando su teléfono. Pedro empezó a andar, su mente racional estaba funcionando. Sabía que tenía que sacarla del parque y salir a la carretera al encuentro de la ambulancia. Podía sentir el aliento cálido de ella en su piel y su pulso acelerado en la punta de los dedos en los que descansaba el cuello de la mujer.
Vive. Paula vive.
Era algo extraordinario, por muchas razones, pero Pedro sabía que no era el momento de pensar en eso. Lo sabría todo cuando llegara el momento. En ese momento, Paula necesitaba cuidados médicos. Si no se concentrara en eso y sólo en eso… se volvería loco y su famosa flema lo abandonaría por completo.
Pedro atravesó tan deprisa como pudo el parque, intentando no mover mucho a la mujer que llevaba en brazos. Simon y Samuel lo flanqueaban en silencio, uno a cada lado. Kevin iba detrás de él, todavía al teléfono, resoluto, dando detalles de su localización a los servicios de emergencia.
—Yo puedo llevarla un rato —sugirió Samuel,
poniendo la mano en el hombro de Samuel para intentar detenerlo.
—No —protestó Pedro. No iba a dejar que nadie más que él la tuviera en los brazos. Antes se helaría el infierno. La había recuperado, no la iba a dejar ir.
Con un movimiento del hombro, se deshizo de la
mano de Samuel y siguió adelante.
—No puedes tenerla en brazos hasta que la ambulancia llegue. Puede tardar algo —quiso razonar Simon.
— Sí puedo —respondió Pedro hoscamente,
involuntariamente estrechando el abrazo a la mujer a medida que alargaba sus pasos—. Es mi mujer. La llevaré en brazos tanto como haga falta.
Necesitaba conservarla, necesitaba abrazarla.
No se dio cuenta de la expresión atónita de Sam y Simon, que lo miraban como si hubiera perdido la cabeza.
—¿Piensas que es Paula? —preguntó Samuel,
confundido.
—Es Paula —respondió Pedro con seguridad.
—Pedro, no se parece a Paula.
Pedro giró el cuello para mirar a Samuel.
—Es ella —dijo beligerante. Él la conocía. Y aquella mujer olía como Paula, se sentía como Paula.
Era Paula.
Llegaron al aparcamiento. La mujer empezó a agitarse cuando Kevin se unió a los tres hombres. Se oían las sirenas en la distancia, acercándose rápidamente.
—Ya viene la ambulancia —murmuró Kevin,
metiéndose las manos en los bolsillos y mirando a Pedro con preocupación—. Pedro, ya sé que crees que es Paula, pero tienes que saber que no lo es en realidad.
Pedro la vio abrir los ojos lentamente,
pestañeando como si estuviera intentando aclarar la vista y mirando alrededor con cautela.
—¿Qué ha pasado? ¿Por qué me llevas en brazos? —dijo con sorpresa.
—Te caíste y te golpeaste la cabeza, cariño —
respondió Pedro con calma.
—¿Me haces el favor de soltarme? —le pidió ella, revolviéndose.
—De ninguna manera. Tienes una herida —dijo frunciendo el ceño.
Irritada, miró a su hermano.
—Kevin, ¿quieres decirle a Pedro que estoy bien? ¿De dónde has sacado esa camisa tan horrorosa? Es peor que aquella violeta con pájaros. —Sus ojos confundidos se dirigieron a Simon y Samuel — ¿Qué hacen Simon y Samuel aquí? ¿Dónde estamos? Dios mío, me siento como si me hubiera pasado un tren por encima.
Descansó su cabeza en el hombro de Pedro otra vez, sin protestar más porque la tuviera en brazos, su momento de lucidez aparentemente desvanecido.
Los cuatro hombres quedaron mirándose unos a otros, sin moverse, antes de mirar a la mujer que Pedro sostenía.
—¡No es posible! —exclamaron Simon y Samuel
al unísono.
El pulso de Pedro se aceleró, empezó a secársele la boca. Se vio a sí mismo incapaz de decir nada, intentando buscar sentido a lo que estaba pasando…
Y fracasó estrepitosamente. Kevin sacó el teléfono de su bolsillo y oprimió uno de los botones. Elevando la voz para que pudieran oírlo por encima de las sirenas de la ambulancia que se acercaba, gritó al teléfono.
—¿Teo? Necesito que te reúnas con nosotros
en el hospital. Creo que hemos encontrado a Paula. Está viva.
Magdalena, Karen y el resto de los asistentes al picnic llegaron, todos hablando a la vez cuando los paramédicos saltaron de la ambulancia y acercaron una camilla. De mala gana, Pedro dejó a Paula sobre la inmaculada sábana que cubría la colchoneta, pero la sujetó de la mano y no la soltó. Ignorando el caos a su alrededor, siguió a su mujer en todo momento.
Subió a la ambulancia y se sentó a su cabecera.
Dejó que el paramédico hiciera su trabajo, pero agarrado de su mano, apretándola ligeramente, necesitado de su contacto.
—Señor, ¿tiene usted alguna herida? —preguntó el paramédico con marcialidad.
La pregunta apenas penetró la niebla que nublaba la mente de Pedro. Lentamente bajó la mirada a su camiseta, dándose cuenta de que estaba cubierto por la sangre de Paula.
—No —dijo de forma casi inaudible, negando
con la cabeza—. Ya no.
El perplejo joven miró a Pedro un instante y se
encogió de hombros, convencido, sin duda, de que la sangre pertenecía a Paula. Volvió a lo suyo. Detuvo la sangre que salía de la herida de Paula, le estabilizó la cabeza y el cuello y empezó a hacer preguntas a Pedro acerca de la salud de su esposa. Sacándose bruscamente de sus propios pensamientos, Pedro conectó su piloto automático, respondió a todas las preguntas, con coherencia, dándole al paramédico toda la información que podía para ayudar a Paula.
Convocando todo el autocontrol de los Alfonso,
Pedro se calmó y dejó a un lado las emociones.
Debería haber sido fácil. Era algo que había hecho toda su vida. Pero en ese momento le costó un esfuerzo enorme, un esfuerzo que no parecía importarle si no lo conseguía.
Hazlo por Paula. Ella necesita que estés lúcido y que te domines.
Con ese pensamiento, Pedro fue capaz de sujetar la rienda, ser el hombre racional que todos esperaban siempre que fuera. Para cuando la ambulancia llegó al hospital, Pedro estaba completamente en control de sí mismo. Lo único que indicaba que no había logrado del todo dominar sus emociones era el firme, inquebrantable lazo que mantenía sobre la mano de Paula. Por algún desconocido fenómeno, Pedro sabía que la vida le daba una segunda oportunidad. Por muy imposible que pareciese, su mujer le había sido devuelta y esta vez no iba a echarla a perder. Siempre con una expresión grave, no dejó a Paula por un instante, ni cuando le pedían que esperara fuera. Había esperado demasiado. Tenía a su esposa de la mano y no iba a dejarla ir otra vez.
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