martes, 17 de julio de 2018
CAPITULO 10 (TERCERA HISTORIA)
— No puedo encontrar mi anillo de boda. Lo he buscado por todas partes —dijo Paula en voz baja, mientras cenaban. Pedro había ordenado comida italiana del restaurante favorito de Paula.
— Lo tendrías puesto cuando desapareciste. Nunca lo he visto por aquí —respondió Pedro, mirándola y dejando caer el tenedor en su plato vacío. Paula pudo ver el dolor en los ojos de Pedro y casi la destroza.
Obviamente, había notado que no llevaba el anillo, pero no había dicho nada.
— ¿Por qué me lo iba a quitar? Nunca me lo quitaba.
— Lo sé —respondió con un gesto adusto—.
Yo también me lo he preguntado.
Frustrada, Paula dejó caer la servilleta en su plato vacío y agarró su copa de vino. Le dio un sorbo, intentando desesperadamente recordar lo que había sucedido, evocar memorias, cualquier indicio acerca de los últimos pocos años. Como de costumbre, no podía encontrar nada más que un espacio vacío, como si hubiera estado durmiendo todo ese tiempo.
— No puedo acordarme —admitió en voz baja,
queriendo saber lo que había pasado. Necesitaba saberlo, también Pedro. Sin duda, la incertidumbre los estaba consumiendo a los dos—. Dime qué pasó después de que desaparecí. ¿Hubo alguna vez algún indicio de a dónde fui, qué hice?
— No —respondió Pedro sombrío—. Lo último que recuerdas sucedió una o dos semanas antes de que desaparecieras. —Se detuvo y le dio un trago a su cerveza antes de continuar—. No estoy seguro qué día desapareciste. Encontré tus cosas en la playa cuando regresé de un viaje de negocios. Sólo había estado fuera una noche. Podría haber sido el mismo día que me fui o el siguiente. Volví tarde a casa. Me odié a mí mismo por haber hecho ese viaje.
Parecía atormentado y ella no podía soportarlo.
—Pedro, no fue culpa tuya. Estabas pensando meterte en política y tenías asuntos en otros sitios.
— Cuentos. Todos. Nunca quise ser un político y podía haber dejado los viajes para mis gerentes.
Fui un cabrón y un cobarde, Paula. Hacía esos viajes para distanciarme de nosotros.
Después de terminar de una vez su cerveza, se levantó abruptamente y fue al frigorífico por otra.
Paula sintió que le temblaba la mano cuando fue a coger su copa de vino. Le dio un buen trago.
¿Él necesitaba distancia? ¿Había querido romper su matrimonio?
—¿Te estaba sofocando por amarte demasiado?
—Era una pregunta difícil de hacer, pero necesitaba saberlo. Pedro había sido todo su mundo desde que se conocieron y quizás eso fuera demasiado para él.
Tenía tendencia a ser un poco extremada en todo lo que hacía, mientras que Pedro era exactamente lo opuesto. Probablemente no podía con su intensidad por largos periodos de tiempo, aunque había intentado cambiar por él para que no se fuera de su lado.
Pedro retiró con la mano la chapa de la cerveza,
riéndose abruptamente mientras la arrojaba al cubo de la basura.
— No eras tú. Era yo. Quería que me sofocaras, quería ser el único hombre que hubieras conocido, el único que existía para ti.
— Pero, Pedro, lo eras.
— No me bastaba —dijo abruptamente mientras se sentaba de nuevo, penetrándola con una mirada posesiva como Paula nunca había visto—. Algo en mi mente me decía que lo que deseaba no era legítimo. Mi padre amaba a mi madre y la trataba con cariño y devoción. Y aunque yo sentía lo mismo, me acompañaba también esta total obsesión que me parecía desnaturalizada. Eres mi mujer, una mujer a quien tengo que respetar. Nunca quería que me dejaras. No quería asustarte actuando como un maníaco. Lo que sentía por ti no era racional. Quería matar a cualquier hombre que te mirase.
Dios mío. Él había sentido lo mismo que ella y no había sido capaz de tolerarlo. El amor desatado, el deseo incontrolable de arrancarle la ropa y disfrutar del sexo sin barreras, con locura, hasta que los dos estuvieran tan saciados que no se pudieran mover. Su siempre juicioso Pedro, su sensato marido, su tierno amante, sentía las mismas emociones animales. Simplemente no había querido que ella lo supiera.
— ¿Así que, en realidad, eres un macho dominante en el armario? —preguntó ella, sintiendo un escalofrío cuando lo miró a la cara. La turbulencia de sus deseos brillaba en las motas doradas de sus ojos mientras la miraba como si quisiera tragársela entera. Un calor en el vientre al invadió al verlo luchar consigo mismo. Esperaba en secreto que el macho alfa se soltara de sus cadenas.
Por una vez, le gustaría ver a Pedro perder por completo el control, no de mala manera, sino de una muy, muy buena manera. Lo haría más humano, más real, y ella lo aceptaría gustosa.
Si eso es algo de Pedro que no conocía,
bienvenido sea.
— Creo que más que eso, y no pienso que continúe en el armario. Y sigo siendo perfectamente racional con todos y con todo, excepto contigo. Eres la única mujer que me ha hecho sentir de esta manera —dijo como en rugidos, su cara empapada de sudor.
Paula intentó ocultar el anhelo que estaba segura mostraba su cara, queriendo a la vez subirse al regazo de Pedro y hacerlo perder el control. El poder de hembra que tenía sobre él se convirtió de pronto en una sensación embriagadora, mareante. Aquel hombre, que era su mundo entero, la quería por encima de todas las cosas, de cualquier otra mujer en el planeta, y sabía que podía hacerle perder el control. Pero él se había confiado a ella y ella no iba a aprovecharse ahora de su vulnerabilidad. Lo amaba demasiado. Lo que le habían enseñado los padres que tanto quiso y lo que deseaba en ese momento luchaban uno contra otro dentro de él.
Todo en su interior se regocijaba, jubilosa de saber que él había sentido lo mismo que ella, que su amor era todo menos tibio y comedido, sujeto al control y la cordura. Ahora le parecía ridículo que nunca se hubieran revelado la intensidad de sus deseos por miedo a perder la persona a la que querían hasta la locura.
— Conmigo puedes ser tú mismo, Pedro. Nunca
dejaré de amarte.
— Ese es el problema. Nunca me sentí vivo de verdad hasta que te conocí. Yo era el que nunca perdía los nervios, el que nunca dejaba que sus sentimientos interfirieran con su trabajo y era indiferente a casi todo lo demás. Lo único que quería era ser un buen hijo para mis padres adoptivos porque todo lo que ellos me habían dado. Supongo que creía que necesitaba estar hecho a su imagen, actuar como un Alfonso, para compensar el que no fuera su hijo biológico. Ni siquiera sabía quién era — admitió Pedro.
— Y ahora, ¿sabes quién eres? —preguntó Paula con delicadeza, amándolo aún más por abrirse a ella por entero.
— No del todo —dijo con un viril suspiro—.
Pero puedo asegurarte que no soy indiferente,
especialmente cuando se trata de ti. Sé exactamente lo que siento por ti. Lo he sabido siempre. Simplemente, no sabía si tú podrías aceptarlo.
— Puedo —le respondió enfática. Queriendo darle una tregua, alejó la mirada de él y, con calma, le hizo una pregunta—. Dime, ¿qué pasó después de que supiste que yo había desaparecido?
Pedro respiró hondo antes de responder.
— Naturalmente, hubo una búsqueda intensiva,
pero duró sólo una semana porque no había ninguna pista a seguir. Después de eso, se convencieron de que o te habías ahogado o había sólo un posible sospechoso si habías sido asesinada. Nunca investigaron otras posibilidades porque ninguna tenía sentido.
—¿Quién? —preguntó confusa.
—Yo —respondió, su voz ronca y grave—. Una mujer sin enemigos desaparece y no la pueden encontrar, el sospechoso habitual es el marido.
— Dios mío. Pedro, lo siento. —Tuvo que ser terrible para él, ser sospechoso de asesinar a su propia esposa—. No había ningún motivo, ninguna razón para sospechar de ti.
Pedro se encogió de hombros.
— Un crimen pasional. Otra mujer. Otro hombre. Dinero, Créeme, investigaron todas las posibles razones, escudriñaron cada rincón para asegurarse de que no te había hecho nada por alguna de esas razones. Cuando finalmente decidieron que no era culpable, asumieron que te habías ahogado. Dijeron que no sospechaban nada turbio. Nunca hubo una demanda de dinero, ninguna razón para creer que te hubieran secuestrado. No había movimientos en tu cuenta bancaria. Era como si simplemente hubieras desaparecido.
Las lágrimas se asomaron a los ojos de Paula mientras observaba cómo él trataba con todas sus fuerzas de narrar los hechos de una manera impersonal, cuando era evidente que había sufrido.
Si hubiera estado en su lugar, no estaba segura de haber podido salir de todo aquello sin perder la cabeza.
— Los medios de comunicación se cebarían contigo.
— Por suerte, me evitaron eso. Hicieron la investigación discretamente. Yo cooperé, les di toda la información que me pidieron.
Fuera lo que fuera lo que había hecho, Paula se odiaba a sí misma por haber creado un infierno para Pedro. Él era un hombre de honor, un hombre íntegro, y ser cuestionado como fue durante la investigación tuvo que haber sido devastador.
— Ojalá pudiera recordar. Ojalá pudiera saber por qué te hice todo esto —le susurró con dulzura, apretando los ojos para evitar las lágrimas.
Pedro se levantó de la silla y la cogió en brazos, volviendo a sentarse donde ella estaba y acunándola en su regazo.
— Vamos. No llores. No sabes las razones ni qué sucedió. No te culpes. Sobreviví. Tú estás aquí ahora. Eso es lo que importa.
— ¿Por qué llevas aún el anillo? Habrías abandonado toda esperanza, creído que estaba muerta —preguntó, las lágrimas cayendo por sus mejillas cuando abrió los ojos. Le levantó la mano, recorriendo con un dedo la banda de platino y sintiéndose perdida sin su propio anillo de boda. Por supuesto, no era más que un objeto, pero también el símbolo de su amor por Pedro y echaba de menos el
peso en su dedo. El día de su boda había sido el más feliz de su vida y la pérdida de su anillo la mataba.
Enredando sus manos en el pelo de Paula, Pedro le echó la cabeza hacía atrás mientras le hablaba.
— Nunca abandoné la esperanza. Justo después de que desapareciste, me juré que nunca te abandonaría. No podría. El corazón nunca aceptó que estuvieras muerta. Supongo que creía que si lo estabas lo sabría.
Paula dejó escapar un suspiro mientras observaba la expresión firme, genuina de Pedro.
¿Por qué? ¿Qué razón podría tener para haberlo hecho pasar por todo eso? Podía rememorar su vida juntos hasta una semana más o menos antes de desaparecer. Es cierto que los dos se habían ocultado, temerosos de revelar algo oscuro de ellos mismos, pero se habían amado mutuamente y nunca, ni una sola vez, había pensado en traicionar o abandonar a Pedro por ninguna razón.
Aferrándose a su camisa, cerrando los puños
sobre la tela mientras lloraba, con angustia en la voz, consiguió hablarle.
— Quiero recordar. Tengo que saber por qué.
Pedro le cogió las muñecas y puso los brazos de
Paula alrededor de su cuello. Sus movimientos fueron delicados, pero su voz firme.
— No sigas. No sigas haciéndote esto. Ya lo
recordarás y todo se arreglará.
Se estremeció cuando las fuerzas la abandonaron, exhausta, dejando caer la cabeza sobre sus anchos hombros. Tenía la boca cerrada contra la piel de su cuello y aspiró profundamente, dejando que su olor masculino, sensual, la envolviera.
En ese momento, se sentía segura en los brazos de Pedro. Desgraciadamente, por alguna razón, no podía compartir su optimismo. Una alarma, un persistente sexto sentido le decía que aunque necesitaba recordar, las cosas no se iban a arreglar. Algo fue mal, algo fue terriblemente mal. Sólo esperaba que cuando el vacío en su memoria dejara de serlo, no destrozara a ninguno de los dos.
Dos mujeres en un mismo cuerpo. Todo lo que podía desear ahora era saber quién era ella y quién era realmente Paula.
Suscribirse a:
Enviar comentarios (Atom)
No hay comentarios:
Publicar un comentario