domingo, 10 de junio de 2018

CAPITULO 10 (PRIMERA HISTORIA)




Pedro se acercó aún más y ella se estremeció al sentir el calor que irradiaba su cuerpo. Descalza medía metro setenta, pero él la superaba en altura, fuerza y potencia. Pedro agachó la cabeza y le rozó la oreja con los labios.


—Tú. En mi cama. Una noche. Es todo lo que quiero, todo lo que necesito.


Una llamarada de fuego recorrió el cuerpo entero de Paula al oír aquel susurro seductor.


—¿Yo? —Se le escapó un chillido mientras los labios hambrientos de Pedro le recorrían el cuello y el anhelo la hacía estremecerse por dentro y humedecer las braguitas.


—Tú. Una noche —repitió bajando las manos hasta sus caderas, acariciando la bata de seda, explorando con avidez sus formas femeninas.


Paula dejó caer la cabeza a un lado dándole vía libre para explorar la sensible piel de su cuello. 


Santo Dios, cuánto placer. Y qué bien olía.


Cuando la boca de Pedro descendió hacia la suya, perdió por completo la capacidad de pensar.


Pedro no preguntaba, exigía. Empujó con la lengua la puerta de sus labios hasta que cedieron. Ella se dejó hacer y Pedro se apropió de su boca con exigentes lengüetazos. A Paula se le escapó un gemido; aquel beso la hacía sentir extasiada y abrumada, y su reacción impulsiva fue de deseo.


Empujó la lengua y la enroscó con la suya, explorándolo, catándolo…


Siguió abrazándola con pasión mientras le desataba la bata y amasaba imperioso su cuerpo entero, pero sobre todo sus pezones duros, que reaccionaban con entusiasmo. Para aumentar su deseo fue combinando las caricias con los pellizcos hasta que logró que perdiera el control por completo. Le metió entre las piernas el muslo, aquel fornido músculo enfundado en unos vaqueros, y ella se frotó contra él, atormentada por el deseo. Paula recorrió su cabello oscuro con las manos y, cuando la ola de placer se hizo aún más intensa, se agarró a él con fuerza. Pedro separó su boca de la de ella y empezó a jadear como si acabara de correr un maratón.


—Madre mía, Paula, me pones a cien. Eres brutal. ¡Y tan receptiva!


A Paula le palpitaba el cuerpo entero y Pedro le posó la mano en el vientre antes de repetir:
—Quiero una noche.


Paula pegó un respingo cuando los dedos de Pedro le tocaron el sexo, que estaba empapado. Retiró el muslo para explorarla con más facilidad y poder estimular a sus anchas el anhelado trocito de carne rosada.


—Estás tan húmeda, tan dispuesta… —susurró trazando círculos en el clítoris—. Huelo tu excitación y me estoy poniendo a mil. Quiero tenerte.


—Oh, sí… Por favor.


Paula se dejó llevar por las sensaciones. Le ardía cada terminación nerviosa de su cuerpo y, para no perder el equilibrio y poder mantenerse de pie, apoyó las manos en los robustos hombros de Pedro.


—Eres tan dulce… —le murmuró Pedro al oído.


Entonces empezó a lamerle el cuello a un ritmo que imitaba lo que le gustaría hacer en otro sitio; exactamente en el mismo sitio al que Paula deseaba que llegara pronto, pues ardía en deseos de sentir aquella lengua de terciopelo entre sus muslos. Tanto lo deseaba que comenzó a bambolear las caderas para lograr que el contacto fuera más intenso, para sentir más el roce de aquellos dedos maravillosos que la estaban volviendo loca.


Pedro, necesito…


—Sé lo que necesitas. ¡Exactamente lo mismo que yo! Pero de momento solo puedo ofrecerte esto.


Trazó otro círculo en su pubis hambriento y deslizó los dedos entre sus pliegues empapados hasta encontrar el lugar exacto que necesitaba que le tocaran. Ella empezó a jadear cada vez más alto a medida que él aumentaba el ritmo y la intensidad. Tenía la sensación de que, si no la penetraba de inmediato, se moriría, y tuvo que expresar su frustración con un gimoteo, pues Pedro no cejaba en aquella erótica tortura: con una mano le amasaba los pechos y con la otra asaltaba implacable el inflamado clítoris.


—Sí, oh, sí…


Aunque Paula sabía que esa voz ardiente y excitada era la suya, le costaba reconocerla. 


Esa voz aguda imploraba que la satisficiera, pero la boca de Pedro se tragó sus gemidos como si quisiera poseer cada ápice de su gozo. 


Paula reaccionó mordiéndole el labio y se abrió de piernas para invitarlo a que la poseyera, para entregarse en cuerpo y alma. Apretó las entrañas y sintió que el inminente clímax se acercaba desde la punta de los pies. Arrancó su boca de la de él, dejó caer la cabeza hacia atrás y gimió desatada, invadida por un potente orgasmo, engullida por unas olas de placer que jamás había experimentado.


Apoyó la cabeza en el hombro de él mientras las olas de placer continuaban produciéndole espasmos.


—Dios mío, ¿qué ha sido eso? —jadeó mientras Pedro le cerraba la bata y apoyaba su exhausto cuerpo contra el de él.


—Placer. Acabas de catar una muestra de lo que podríamos experimentar en la cama —respondió con tranquilidad mientras la mecía balanceando ligeramente su musculoso cuerpo—. Me gustaría pasar una noche contigo, Paula. No estás obligada a hacerlo, pero tú también lo deseas. Te ayudaré sea cual sea tu decisión. Tú decides si estás dispuesta a concederme lo que deseo. Pero te advierto una cosa… Me gusta controlar la situación.


Paula, que aún no se había recuperado y era incapaz de pensar con claridad, preguntó vacilante:
—¿Qué quieres decir exactamente?


—Sumisión absoluta —susurró con una voz sugerente y vibrante que revelaba una pasión desenfrenada—. Piénsatelo. Dime que sí y te daré todo el placer que soy capaz de ofrecer.


—Pero es que… no tengo mucha experiencia. Te defraudaré.


Llevaba más de cinco años sin acostarse con nadie y solo había mantenido relaciones sexuales con una persona: su exnovio. Después de salir cinco años juntos habían acabado muy mal.


—No quiero acostarme con una mujer experimentada; quiero acostarme contigo —afirmó con rotundidad mientras se apartaba un poco para dejarle espacio.


Paula se fijó en la tensión que reflejaban los ojos de Pedro y en los surcos que perfilaban su boca. Bajó la mirada a su entrepierna y vio que el paquete apenas le cabía en los vaqueros. Pedro se inclinó hacia delante y la besó en la frente.


—Ya lo decidirás más tarde. Hoy has tenido un día muy largo y necesitas recuperarte de la enfermedad. Descansa. Come. Relájate. Estaré arriba, en la sala de informática, si me necesitas. Nina no tardará en llegar con tu ropa. Puedes quedarte con la bata. Te sienta muy bien. Pero que sepas que me empalmo cada vez que te la veo puesta. Fantasearé con las deliciosas reacciones con las que has respondido a cada una de mis caricias y con todos los dulces sonidos que has emitido mientras te corrías en mis brazos.


Paula se aferró a la encimera que tenía a sus espaldas con tanta fuerza que los nudillos se le quedaron blancos. Pedro se dio media vuelta, se alejó sin prisa y salió de la cocina como si no hubiera pasado nada, tensando y destensando los perfectos músculos del trasero y de la espalda.


«¿De verdad acaba de pasar lo que acaba de pasar?», susurró perpleja con la esperanza de que el día entero no fuera más que una pesadilla de la que se despertaría en la cama de su minúsculo piso.


Pedro Alfonso era un peligro para su salud y tenía que alejarse de él; cuanto más, mejor.


Cuatro meses. ¿Sería capaz de superar esta prueba? Estiró la columna y se ajustó la bata. 


Era una superviviente y sobreviviría. Pedro le había explicado que acostarse con él no era una condición. No tenía por qué ocurrir.


Paula respiró hondo tratando de relajarse. Haría todo lo que estuviera en su mano para ayudar a Pedro excepto acostarse con él. 


Cocinaría, limpiaría y le echaría una mano en todo lo que necesitara. Llevaba toda la vida currando, por lo que encontrarse de pronto sin nada que hacer iba a ponerla un poco de los nervios. Seguro que encontraba otras maneras de recompensarlo.


«Quieres hacerlo. En el fondo sabes que le deseas».


Agitó la cabeza tratando de silenciar sus díscolos pensamientos. Tener una relación con Pedro Alfonso no era una buena idea. El genio multimillonario era la clase de tío que la dejaría hecha polvo. Aquí tenía la prueba: ni siquiera se habían acostado y ya le había puesto el mundo del revés.


«Lo malo es que ahora sabes que sería una noche increíble que jamás olvidarías».


Sí, sería increíble. De eso era precisamente de lo que tenía miedo Paula.


De que fuera demasiado memorable.


Negó con la cabeza y entonces se acordó de que debería haber ido a la clínica por la mañana.


«¡Mierda! Tengo que llamar a Magda. ¿Cómo he podido olvidarme?».


Todos los sábados por la mañana Paula acudía como voluntaria a la clínica infantil gratuita de la doctora Magdalena Reynolds. Había empezado un año antes y no había faltado ni un solo sábado. Aunque aún no tenía licencia para ejercer como enfermera, echaba una mano en todas las tareas para las que estaba capacitada y, de ese modo, Magda podía atender a más niños.



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