lunes, 11 de junio de 2018
CAPITULO 14 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro era consciente de que, poco a poco y de manera discreta, estaba empezando a perder los papeles. Se le iba la cabeza adonde no se le debería ir y había tenido que hacer horas extras varios días simplemente porque no podía dejar de pensar en que Paula estaba aquí, en su casa, arrastrándolo hacia la locura.
«Si no me la tiro pronto, me voy a volver loco».
Se alegró de que Paula fuera por delante, pues así no podría ver lo empalmado que estaba.
Mientras la seguía a la cocina, se quedó contemplando el balanceo de sus caderas bajo los vaqueros que le marcaban el trasero. Su cuerpo emanaba un fresco aroma seductor y, loco por esa fragancia, la inhaló como haría un hombre privado de oxígeno.
Percibía su olor en todos los sitios, hasta en el dormitorio.
Tenía la sensación de que el aroma de Paula se aferraba a cada centímetro de su casa para recordarle su presencia.
¡Como si pudiera olvidarla! ¿Qué tendría esta mujer que le fascinaba tanto? Era evidente que ella no se había propuesto resultarle irresistible: apenas se maquillaba y, por ahora, solo la había visto en vaqueros —excepto aquella noche que casi se le para el corazón cuando Paula apareció con una minifalda y un jersey ajustado—, pero lo tenía completamente cautivado.
—¿Cómo es que no tienes novio? —le preguntó con curiosidad—. ¿No hubiera sido más fácil hacer la carrera teniendo un hombre en tu vida?
Habían llegado a la cocina y Paula estaba sacando lechuga, pimientos y otras verduras de la nevera.
—¿Me ayudas a hacer una ensalada? Voy a preparar unos filetes al horno. —Sacó carne de la nevera antes de añadir—: ¿Para qué iba a querer un novio mientras estoy estudiando?
Paula le dedicó una mirada de perplejidad antes de colocar en la encimera una tabla de cortar y darle un cuchillo.
—Para tener a alguien que te eche una mano —respondió mientras lavaba las verduras—. ¿No te hubiera resultado más fácil?
Pedro comenzó a cortar las hortalizas de una forma peculiar y casi se rebanó un dedo.
Obviamente cocinar no era una de sus virtudes.
Paula rio y respondió:
—Mi experiencia me dice que los novios no son de gran ayuda.
Aunque parecía estar pasándoselo bien, Pedro advirtió en su voz que aún estaba dolida.
—¿Tuviste una mala experiencia?
—Sí.
—¿Qué ocurrió?
Colocó los filetes en la parrilla del horno y empujó a Pedro para poder abrir la nevera. Sacó una cerveza, le quitó la chapa y se la dio, invitándolo a que se sentara junto a la isla de la cocina.
—Ya lo corto yo. Si sigues así, te amputarás un dedo o dos.
Pedro frunció el ceño mientras se sentaba y se quedó contemplando a Paula cortar y trocear las verduras como una auténtica profesional.
—Bueno, entonces, ¿qué ocurrió?
Paula suspiró antes de decidirse a contar la historia:
—Salí cinco años con Christian. Pensaba que acabaríamos casándonos, pero, por desgracia, un día salí antes del trabajo y al llegar a casa lo pillé en la cama con la persona que yo creía que era mi mejor amiga.
«¿Ese tío está zumbado? ¿Se acostaba con Paula todas las noches y quería tirarse a otra?».
—Menudo imbécil.
—No estábamos hechos el uno para el otro. Menos mal que al menos no nos habíamos casado.
—Aún estás dolida.
Paula se encogió de hombros.
—Ocurrió hace mucho tiempo.
—¡Menudo cabrón! —Pedro no pudo reprimirse más, le habían entrado ganas de pegar una paliza al gilipollas ese.
—¿Y tú?
Le lanzó una mirada mientras echaba los trocitos de pimiento verde en la ensaladera.
—¿Yo?
—¿Tienes novia? Me da apuro estar complicándote la vida, o sea, que el hecho de que yo viva aquí te esté complicando la vida —comentó sin mirarlo mientras se ponía a cortar los tomates.
Pedro se encogió de hombros.
—Nunca he tenido.
Paula soltó el cuchillo asombrada y se quedó mirándolo boquiabierta.
—¿En serio?
Pedro no mencionó a la única mujer que, cuando tenía dieciséis años, le había cambiado la vida para siempre.
Llevaba años sin pronunciar su nombre ni hablar de ella con nadie.
—En serio. No soy muy sociable. El ligón profesional es Samuel. Es el guapo de la familia —respondió secamente antes de pegarle un trago a la cerveza.
Paula murmuró algo inaudible.
—¿Qué has dicho? —preguntó Pedro sin entender por qué se estaba poniendo roja como un tomate.
—He dicho que tú eres más guapo.
A Pedro se le resbaló la cerveza de las manos, pero logró cogerla justo antes de que se le cayera en el regazo.
—¿Has visto a Samuel?
Paula se fue al comedor a llevar la ensaladera y gritó desde el pasillo:
—¡Claro! Tienes fotos de Helena y de él por toda la casa.
Se quedó con la boca abierta y esperó a que volviera a echarle un ojo a los filetes para contestar con brusquedad:
—En ese caso sabes que lo que dices no es cierto.
—Para mi gusto sí —insistió con tozudez—. Pero que no se te suba a la cabeza.
Pedro sonrió. Paula era la única persona capaz de hacerle un cumplido y bajarle los humos de inmediato. Aun así, no se creía que de verdad le pareciera atractivo.
—¿Qué hay de mis cicatrices? Samuel es rubio con los ojos verdes, parece una estrella de Hollywood. A las mujeres les encanta.
A las mujeres les encantaba Samuel… y a Samuel le encantaban las mujeres.
¡Todas! Seducía a mujeres de todas las edades.
Lo malo es que esa adoración se esfumaba poco después de que empezaran a salir.
—Supongo que me gustan más los hombres morenos, altos y gruñones —le dijo como si nada mientras sacaba los filetes del horno.
Pedro se puso una manopla y esbozó una sonrisa cada vez mayor mientras le quitaba la bandeja a Paula y servía los filetes en sendos platos.
La miró con los ojos entrecerrados tratando de averiguar si le estaba tirando los tejos. No tenía ni la menor idea. Quizá solo estaba siendo simpática. Al fin y al cabo, ni siquiera conocía a Samuel y estaba viviendo en su casa. En cualquier caso, el comentario de Paula le hizo sentirse arropado, especial. Nadie que lo hubiera comparado con Samuel lo había considerado guapo, excepto quizá su madre. Las mujeres que se acostaban con él lo hacían por motivos económicos; se trataba de un acuerdo mutuo que le había convenido… ¡hasta ahora!
Con Paula era otra historia. Su instinto le advertía de que llegar con ella a un trato similar lo mataría por dentro.
Cuando se sentaron a la mesa del comedor, Pedro se acordó de que tenía que darle una cosa.
—Tengo algo para ti.
Casi suelta una carcajada al ver la reacción de ella, que frunció el ceño, negó con la cabeza y respondió:
—Pedro, no voy a aceptar nada más. Ya has hecho bastante por mí. Demasiado.
Aunque a él no le parecía que hubiera hecho bastante, se limitó a replicar:
—Esto sí lo aceptarás.
—Que no.
Madre mía, ¡se moría de la risa cuando se ponía tan cabezota! Echó la silla hacia atrás y se metió la mano en el bolsillo delantero de los vaqueros.
Extendió la mano pero, como Paula seguía negando con la cabeza con obstinación, dejó el objeto sobre la mesa.
—Dios mío… —susurró Paula con una voz llena de asombro y deleite. Cogió el anillo con dedos temblorosos y se lo puso despacio—. ¡El anillo de mi madre! Pensé que no volvería a verlo. ¿Dónde lo has encontrado?
—En una casa de empeños —respondió satisfecho de haber hecho que sus empleados rastrearan la zona hasta encontrarlo—. Sabía que era la única cosa que te había entristecido perder.
—No tiene mucho valor, pero para mí significa mucho. Es lo único que tengo de mi madre. —Estaba tan emocionada que se le quebró la voz.
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