miércoles, 13 de junio de 2018

CAPITULO 20 (PRIMERA HISTORIA)





Paula exhaló un leve suspiro y tomó un trago del vaso de plástico con la esperanza de que el café la ayudara a concentrarse. Tuvo que tragar con fuerza porque el líquido con sabor a quemado se resistía a pasar. Desvió la mirada hacia Magda y le dedicó una débil sonrisa.


—Creo que ya queda poco.


Ya había identificado a los dos sospechosos en las fotos de la ficha policial, a los dos hombres que habían irrumpido en la clínica por la mañana y le habían exigido medicamentos a punta de pistola. En aquel momento Magda estaba en la sala de reconocimiento con un niño y su madre, y no había visto a los hombres, pero Paula los había observado bien de cerca. Puso mala cara pensando que ojalá no lo hubiera hecho. Se había quedado sola en la sala de espera cuidando del otro hijo de la señora que estaba en la consulta con Magda. Paula jamás olvidaría la mirada sin vida de los hombres y sus rostros demacrados, reflejo de años de drogadicción.


Conocía esa mirada, la había visto a menudo de joven, pero nunca le habían apuntado con una pistola a la cabeza. Ese instante, ese momento aterrador en el que no supo si aquellos segundos serían los últimos, había bastado para acojonarla de verdad. Aun así, había cogido al niño y, tras darle a un botón de emergencia que tenían bajo la mesa, había echado a correr con él hasta una esquina de la sala, donde lo había protegido con su propio cuerpo. La alarma no era precisamente silenciosa y el escándalo había bastado para que Magda saliera corriendo de la consulta y los hombres se esfumaran. Pero antes de largarse a uno de ellos, que se había puesto muy nervioso, se le había disparado el arma y la bala había pasado tan cerca de la cabeza de Paula que había sentido una ráfaga de aire en la mejilla.


Se frotó los brazos, pues estaba temblando, pero no porque tuviera frío, sino porque el recuerdo de sus rostros la alteraba y no podía dejar de dar vueltas a la terrible frase que gritaron al cruzar la puerta de la clínica: «¡Ya te cogeremos, zorra!».


Magda tan solo los había visto de espaldas, porque, cuando llegó a la sala de espera, ya se habían dado media vuelta y habían echado a correr.


Por suerte nadie había resultado herido.


—El poli que nos está atendiendo, que por cierto es muy majo, no tardará en volver y en cuanto confirmemos los informes policiales podremos largarnos de aquí —comentó Magda muy seria, sin quitar la vista de encima a Paula—. ¿Seguro que te encuentras bien? Estás un poco pálida.


Paula se encogió de hombros fingiendo que la situación no le afectaba.


—Estoy un poquito alterada. Eso es todo. Estoy… bien.


«Muerta de miedo. Acojonada. Pero, por lo demás, perfectamente».


Lo último que quería era alarmar a su amiga, pues sabía que se sentía culpable de que Paula se hubiera librado por los pelos de que le pegaran un tiro.Magda estiró el brazo, la cogió de la mano y se la apretó tan fuerte que la dejó sin circulación.


—Te han disparado. Es normal que estés alterada. Te has librado de milagro. Lo siento de veras, Paula.


—No fue por tu culpa…


—¿Quién narices le ha disparado? —bramó una voz masculina desde la puerta.


Paula no tuvo que girarse para saber quién era. 


Reconoció de inmediato el tono insolente de Pedro. No solía gritar, pero compensaba el volumen con intensidad. Cuando el ambiente se caldeaba, Pedro ladraba con más agresividad que nadie.


—¿Qué narices ha pasado? El policía me ha dicho que te asaltaron en una clínica…


—En mi clínica —interrumpió Magda, poniéndose de pie para plantar cara a Pedro.


—¿Tú de dónde has salido?


«¡Oh, oh!».


Paula se puso de pie dispuesta a separarlos si era necesario. Magdalena tenía una cara angelical de rasgos perfectos enmarcada por unos exuberantes tirabuzones de color fuego, pero que nadie se dejara engañar: cuando la situación lo requería, era capaz de ponerse como un auténtico basilisco. Sin embargo, no solía mostrar esa faceta. De hecho, sus pacientes, tanto los más pequeños como los mayores, la adoraban porque era muy risueña, pero cuando luchaba por una causa justa o por alguien en quien creía podía convertirse en un peligroso enemigo.


Magda echó los hombros hacia atrás y la bata blanca de médico que llevaba puesta subrayó las peligrosas curvas que acompañaban a su angelical rostro. Paula, que estaba observando con atención cómo se preparaba su amiga para la batalla, reprimió una sonrisa al ver cómo se estiraba para tratar de compensar su escaso metro y medio de altura.


—Soy… —Pedro se detuvo en seco, como si no estuviera seguro de qué decir, y acabó la frase con indecisión— un amigo de Paula. Y quiero saber a cuento de qué le han disparado.


—Hooolaaa. Estoy aquí, Pedro. —Paula estiró el brazo y le cogió de la mandíbula para forzarlo a que la mirara—. Soy perfectamente capaz de responder a tus preguntas.


El rostro de Pedro se transformó: la ira se disipó en cuanto sus ojos se cruzaron con los de Paula. La cogió por los hombros antes de preguntar:
—¿Qué ha ocurrido? ¿Estás bien? ¿Te han herido?


Deslizó las manos por sus brazos, antes de volver a posarlas sobre sus hombros.


Viendo que se le habían bajado un poco los humos, Paula los presentó y los tres tomaron asiento en las incómodas y endebles sillas que había junto a la gran mesa. A continuación Paula trató de responder como pudo al chaparrón de preguntas que disparó el hombre que tenía sentado delante.


Explicar los sucesos resultó bastante agotador porque Pedro la interrumpía constantemente con tacos a cual más bestia y con lo que a Paula le parecieron millones de preguntas. Sin embargo, se armó de paciencia y trató de calmarlo respondiendo a todas y cada una de ellas.


Pedro se pasó toda la conversación echando pestes mientras Magda, atónita, lo miraba sin dar crédito.


—¿Los han cogido?—preguntó Pedro con una voz ruda, como si el que hubiera pasado ese infierno hubiera sido él.


Magda se decidió por fin a entrar en la conversación:
—No. Y Paula debe andarse con ojo porque la amenazaron —advirtió con un tono protector.


—¡Vaya, te habías olvidado de mencionar eso! —Pedro fulminó a Paula con la mirada.


Un policía vestido de paisano interrumpió la conversación. 


Era un joven rubio y educado, que se había presentado como agente Harris. Colocó varios papeles delante de Paula y de Magda, y les preguntó con amabilidad:
—¿Pueden leer los informes y avisarme si desean añadir algo?


Colocó la mano como quien no quiere la cosa en el respaldo de la silla de Paula y se inclinó por encima de su hombro para examinar el informe con detenimiento.


Pedro emitió un sonido gutural y Paula despegó la vista del documento para mirarlo. Pero no la estaba observando a ella. Estaba fulminando con los ojos al agente Harris. Esa mirada amenazante dejó a Paula perpleja.


Por el contrario, como era de esperar, el agente no se sintió nada intimidado.


—¿Es su novio? —preguntó en voz baja; tan baja que Pedro no pudo descifrar las palabras.


—Un amigo —musitó enfadada consigo misma por desear que la respuesta hubiera sido un sencillo «sí».


Paula leyó el informe con agilidad; a una velocidad que le permitió acabar rápido, sin saltarse ningún detalle por ir demasiado deprisa. 


Cuando terminó con el papeleo, se puso de pie para estirar la espalda, pero empezó a marearse.


—¡Cuidado! —El policía la cogió del brazo al ver que se balanceaba ligeramente—. Ha tenido un día muy duro —comentó afable. Sacó dos tarjetas de visita del bolsillo y entregó una a Paula y otra a Magda—. Mi tarjeta. Pueden llamarme a cualquier hora. He apuntado también mi número de móvil por si lo necesitan.


—¿Es estrictamente necesario? —gruñó Pedro mientras cogía a Paula por la cintura y la acercaba hacia él.


El agente se encogió de hombros.


—Sí. Lo es. La han amenazado. Es importante que estas señoritas puedan localizarme a cualquier hora.


—Muchas gracias, agente. Ha sido muy amable. —Sonriendo, Paula le estrechó la mano.


Magda hizo lo mismo antes de salir con la pareja del edificio.



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