miércoles, 13 de junio de 2018
CAPITULO 22 (PRIMERA HISTORIA)
Pedro no se dirigió directo al piso, sino que paró en un aparcamiento cercano y estacionó el deportivo en una plaza vacía.
—Tenemos que comer algo. Este es el mejor restaurante italiano de la zona, pero no te preocupes, no es nada pijo.
Salió del coche, lo rodeó de una carrera para abrir la puerta del copiloto y ofreció a Paula la mano para ayudarla a salir.
—Pero es que… No voy muy elegante, que digamos—protestó ella.
Llevaba los vaqueros y el jersey que se había puesto para ir a la clínica, y era consciente de que estaba hecha un asco. Física y emocionalmente.
—Estás preciosa, pero sé que ha sido un día duro. ¿Te apetece entrar?
—Un montón. Me encanta la comida italiana y estoy muerta de hambre.
Y así era. Por la mañana no había desayunado porque se había quedado dormida y la hora de la comida se les había pasado mientras esperaban en comisaría.
Pedro le sujetó la puerta y la invitó a pasar con una mano en la parte baja de la espalda. ¡Madre mía, qué modales! Paula tendría que felicitar a
Helena por educar tan bien a su hijo. No era capaz de recordar la última vez que un tío había echado a correr para abrirle la puerta.
Probablemente… nunca.
La iluminación del restaurante era tenue. En el centro de cada mesa había una vela ancha y alta. No era una pijada, pero tampoco era un cuchitril.
—Me alegro de volver a verlo, señor Alfonso —comentó una chica guapísima de largas piernas mientras le indicaba una mesa en una esquina y esbozaba una sonrisa que parecía sacada de un anuncio de dentífrico.
Tras sentarse Pedro pidió una caña y Paula un té helado. La rubia zalamera estuvo remoloneando y, cuando por fin se marchó a por las bebidas, Paula respiró aliviada:
—¡Menuda fresca!
Se arrepintió de aquel comentario en cuanto lo hizo. ¿Qué le importaba a ella si una mujer ligaba con Pedro? Igual a él le gustaba.
—¿Quién? ¿Kate?
Pedro la miró sorprendido mientras cerraba la carta. Obviamente ya había decidido lo que iba a pedir.
—¿Se llama así? A mí no se me ha presentado. Parecía mucho más interesada en ti.
«Cállate, idiota. Pareces una novia en pleno ataque de celos».
—No estaba ligando conmigo. Soy un cliente habitual. Tiene que ser amable —repuso encogiéndose de hombros.
Madre de Dios, el pobre no se enteraba de nada. Paula se concentró en la carta para olvidarse del tema.
—Tú ya conoces el sitio, ¿alguna sugerencia?
—Todo está buenísimo. Yo voy a tomar el pollo al parmesano.
Paula miraba la carta como un niño delante de una tienda de golosinas.
Llevaba tanto tiempo sin ir a comer a un restaurante que ya no estaba acostumbrada a elegir entre tantos platos.
—No sé qué pedir.
Cuando por fin levantó la mirada de la carta, vio que Pedro estaba sonriendo.
—Parece que te estuvieras devanando los sesos para resolver un problema complejo.
—¿Se nota que no salgo mucho? —Se rio burlándose de sí misma.
Pedro le dedicó una mirada tan intensa y penetrante que sintió cómo una ola de calor se propagaba por su cuerpo hasta recorrer cada centímetro de su piel.
—Eres la mujer más adorable que se ha sentado conmigo a una mesa. Las demás no te llegan ni a la altura de los zapatos.
El comentario bastó para sonrojarla, pero la mirada abrasadora que le dedicó a continuación en plan «Quiero follarte» acabó de ponerla como un tomate. Ningún hombre le hacía perder los papeles como Pedro. Bastaba una palabra, una frase, una mirada… para que se pusiera como una adolescente en celo.
Paula se alegró de que viniera a traer la bebida y a tomar nota de la comanda una camarera mayor de pelo oscuro. Decidió no complicarse la vida y pidió lo mismo que Pedro. Cuando la camarera se hubo marchado, Paula cogió el vaso perpleja:
—Creo que me han puesto un té con alcohol.
Pedro se echó a reír mientras miraba la bebida que tenía Paula en la mano.
—Claro que tiene alcohol. No pensé que quisieras un té de verdad.
—¿Qué lleva? —preguntó observando el líquido, que tenía un color muy parecido al té helado, pero que estaba servido en un vaso ancho con una cereza en el borde.
En los restaurantes en los que había trabajado nunca habían servido cócteles y no era precisamente una experta en bebidas alcohólicas.
Pedro esbozó una sonrisa traviesa.
—Ron, ginebra, tequila, vodka, triple seco…, un chorrito de cola y otro de sour mix.
Mamma mia! Acabaría bailando encima de la mesa. Una copa de vino le bastaba para ponerse contentilla. Nunca había tenido gran tolerancia al alcohol; seguramente porque rara vez bebía.
—Prométeme que, cuando me acabe esta copa, no me dejarás bailar desnuda encima de la mesa. —Elevó una ceja esperando a que aceptara el trato.
Pedro soltó una sonora carcajada antes de coger aire para preguntar:
—¿En serio? Por tomarte una o dos copas.
—No tiene gracia. No estoy acostumbrada a beber —repuso a la defensiva.
De pronto, sentada frente a un multimillonario que ya se las sabía todas —pero todas todas—, se sintió como un bicho raro totalmente fuera de lugar.
Pedro esbozó una amplia sonrisa.
—Lo sé. Pruébalo. Si no te gusta, te pido otra cosa. —Se puso serio y se le iluminaron los ojos con un sentimiento que ella no supo identificar—. Y, puedes estar tranquila, te prometo que no bailarás desnuda sobre la mesa a no ser que sea una actuación privada en mi casa —añadió con la voz aterciopelada y una mirada apasionada, como si estuviera imaginando la escena y tuviera muchas ganas de que se hiciera realidad.
Paula, que tenía un nudo en la garganta del tamaño de una pelota de tenis, trató de no mirarlo a los ojos.
¡Qué narices! Después de la mañana que había tenido le vendría bien tomarse una copa. Tomó un sorbito precavido y dejó que el líquido se deslizara por la lengua y le bajara por la garganta pese al nudo que había creado Pedro con su comentario picante.
—No está mal. —Se relamió los labios—. No sabe fuerte.
Pedro le dedicó otra mirada pícara:
—No te dejes engañar. Es bastante potente.
Disfrutaron comiendo, bebiendo y charlando alegremente. Pedro le contó historias de su familia y algunos proyectos que tenía entre manos.
Paula comentó algunas anécdotas graciosas de su trabajo de camarera y de los años en la carrera de Enfermería.
Pedro rebañó su plato de pollo al parmesano y, cuando Paula ya no pudo más, se acabó también el de ella. Después pidió dos tiramisús y otra ronda.
El postre estaba delicioso, pero Paula no se lo pudo terminar. Daba igual, él estaba más que dispuesto a echarle una mano. Comía como una lima.
Seguramente necesitaba tanta energía para mantener ese cuerpo fibroso y atlético que dejaba a Paula con la lengua fuera, como un perro delante de un hueso, cada vez que lo veía.
—¿Cómo puedes tener ese cuerpazo con todo lo que comes?
Al momento quiso que se la tragara la tierra.
¿Cómo se había atrevido a decirle eso? Era el alcohol el que hablaba, no ella.
«Autonota: A partir de ahora no beberé más de una copa de vino y la rebajaré siempre con agua».
Pedro la miró con picardía:
—¿Cuerpazo?
Paula se encogió de hombros. ¿Qué sentido tenía negar la verdad? Tenía un cuerpazo.
—Pues sí.
«Un cuerpazo duro como una roca. Para caerse de culo. El cuerpo más sexy del planeta».
—Hago ejercicio en el gimnasio que tengo en casa todos los días. Si te gusta mi aspecto, supongo que el esfuerzo merece la pena —comentó con incredulidad.
«¡Ya te digo! Merece mucho la pena».
—Se nota —respondió Paula intentando que no se notara demasiado que estaba deseando hacerle de todo—. Es uno de los motivos por los que mujeres como Kate caen rendidas a tus pies. No es el único, pero es una razón de peso.
«¡Mierda! ¿Lo había dicho en voz alta? ¡Maldito alcohol! Tenía que aprender a morderse la lengua».
—Las mujeres no admiran ni mi cuerpo ni mi personalidad, ni nada de eso. Solo les gusta mi dinero —afirmó Pedro con pragmatismo.
Paula se quedó mirándolo pasmada. ¿De verdad pensaba eso?
—Ya, ¿así que no afecta para nada que estés como un tren, seas un genio, tengas gracia y además seas un cachito de pan? ¿Lo único que les interesa a las mujeres es la pasta?
Madre mía, la estaba sacando de quicio. ¿No se enteraba de nada? ¿No se daba cuenta de que tenía muchas más cosas que ofrecer aparte de su dinero?
—Eso es.
Paula sintió una punzada en el corazón al darse cuenta de que Pedro estaba convencido de que el dinero era su única virtud. ¿Cómo podía pensar algo así un hombre que le había demostrado lo generoso que era en múltiples ocasiones? Paula se lo quedó mirando con deseo, incapaz de creer que el hombre más atractivo y cautivador al que había visto en la vida pudiera pensar eso.
—Lo haré. —Las palabras se escaparon de la boca con premura y Pedro se quedó mirándola desconcertado—. Te deseo. Y no tiene nada que ver con tu dinero. —La frase salió a borbotones de entre sus labios, sin medias tintas. Paula desvió la mirada avergonzada por lo que acababa de confesar, pero le estaba sacando de quicio que no fuera capaz de ver lo mucho que valía—. Tu dinero me importa una mierda.
—Ya… Me he dado cuenta —respondió con una voz ronca.
Por fin Paula se atrevió a devolverle la mirada, pero no supo interpretar su expresión.
¿Perplejidad? ¿Desconfianza? ¿Incredulidad? ¿Esperanza?
Expresaba todas esas emociones, pero no sabía cuál era la predominante.
Inclinó el vaso para acabar el segundo té helado.
—No bebo más.
Si se tomaba otra copa, acabaría arrancándose la ropa y suplicándole que se la tirara en ese preciso momento.
Se preguntó si más tarde se arrepentiría de haber sido tan espontánea y decidió que seguramente no. Tenía que abrirle los ojos de algún modo, aunque hacerlo le resultara incómodo y bochornoso. Era un hombre autosuficiente y contenido, pero bajo aquella superficie se ocultaba alguien vulnerable. En más de una ocasión sus preciosos ojos marrones habían mostrado desconfianza en sí mismo, y un hombre tan guapo, tan amable y tan generoso no debería dudar ni por un instante de su capacidad.
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