jueves, 7 de junio de 2018
CAPITULO 3 (PRIMERA HISTORIA)
¡Menudo día de perros había tenido Paula Chaves!
Volvió a colocarse la mochila sobre el hombro para sujetarla con más firmeza y se tiró del dobladillo de la falda. Se sentía ridícula con aquella falda, que era tan corta que apenas le tapaba el culo. A Lisa, una compañera de clase, le sentaba muy bien esa ropa pero, claro, Lisa medía varios centímetros menos y era siete años menor. Por desgracia, a Paula, que era más alta y más corpulenta, no le quedaba igual.
Su generoso pecho iba embutido en aquel jersey y la falda era sumamente corta.
Se había criado en una de las zonas más problemáticas de Tampa y para superar aquella experiencia sin un solo rasguño había tenido que espabilarse. Paula sabía de sobra cómo cuidar de sí misma y cómo evitar llamar la atención de quien no quería. Pero, entonces, ¿qué hacía así vestida? ¿Buscar jaleo? «Eres tonta, Paula. Tonta de remate».
Frunció el ceño y se obligó a no aminorar la marcha. No pasaría nada.
Estaba en un buen barrio, ¿qué más daba que pareciera una gatita en celo con zapatillas de deporte?
Le quedaban ocho manzanas para llegar a casa y, una vez allí, podría ponerse cómoda y cambiar ese conjunto ridículo por unos vaqueros y una camiseta.
Paula suspiró centrando toda su atención en un objetivo: llegar al minúsculo apartamento que compartía con otra estudiante. Como tenía las piernas congeladas y había empezado a temblar, apresuró la marcha para entrar en calor.
Durante el mes de enero en Tampa hace buena temperatura por el día, pero por la noche refresca. Esa mañana debería haber cogido la cazadora, pero había salido a toda prisa porque llegaba tarde. Nunca se hubiera imaginado que acabaría con las piernas descubiertas y el trasero prácticamente al aire.
«Ya queda poco para que acabe el día».
¡Gracias a Dios!
Por la mañana se le había caído un café y se había manchado los vaqueros y la camiseta.
Como no le daba tiempo de ir a casa a cambiarse antes del trabajo, Paula había aceptado agradecida la ropa limpia que le había ofrecido Lisa, una compañera que siempre llevaba algún trapito de sobra en el coche. No es que Paula no apreciara su amabilidad, todo lo contrario; sin embargo, le daba rabia no saber llevar esa ropa con la actitud con la que lo hacía Lisa. Pero es que… era incapaz. Estaba acostumbrada a pasar inadvertida y le mortificaba la idea de parecer una prostituta de lujo con unas zapatillas de deporte que no le pegaban ni con cola. Se había pasado la mañana y la tarde ruborizada tratando por todos los medios de no agacharse.
Al llegar al restaurante, su amable jefa, Helena Alfonso, se había apiadado de ella y había estado rebuscando en los cajones hasta encontrar un mandil que le llegara a las rodillas y le cubriera el trasero.
Mientras pensaba con frustración que ojalá se hubiera llevado el delantal puesto, volvió a tirar del dobladillo de la ceñida falda con la esperanza de que lo único que estuviera mostrando fuera un muslo desnudo.
Le pesaba el agotamiento y le rugían las tripas.
Había estado tan ocupada en el trabajo que no le había dado tiempo a comer. Como era viernes, habían tenido más gente de lo normal en el acogedor bistró. En realidad, se alegraba de que hubiera habido tantos clientes, pues el dinero que había conseguido con las propinas era lo único que la alejaba de una cuenta bancaria completamente vacía.
Quizá podría comprar algo de comida. La despensa de su casa estaba vacía y todo apuntaba a que la situación económica de su compañera de piso era aún más precaria que la suya.
Lidia nunca compraba nada y, en cuanto Paula llevaba algo de comida a casa, desaparecía como por arte de magia.
«¡Solo queda un semestre! ¡Tú puedes!».
Caray…, los últimos cuatro años se le habían hecho muy largos y Paula, a sus veintiocho años, se sentía mucho más vieja de lo que realmente era.
Es más, se sentía vieja. ¡Punto! Mientras sus compañeros de clase apenas tenían veinte años y lo único que les preocupaba era salir de fiesta, en lo único en lo que pensaba Paula era en que cada día que pasaba estaba un pasito más cerca de la graduación.
A los dieciocho años Paula había perdido a sus padres en un accidente de coche y desde entonces había tenido que enfrentarse ella sola a la vida.
Tras varios años trabajando de camarera y sobreviviendo a duras penas se había dado cuenta de que tenía dos opciones: matricularse en la universidad o resignarse a una vida muy complicada en la que la pobreza sería una amenaza permanente.
Aunque no se arrepentía de su decisión, estudiar una carrera había sido muy duro; un camino arduo y solitario cuyo final por fin vislumbraba.
«Lo lograrás. ¡Ya casi lo tienes!».
Paula se paró en seco al sentir que la acera se inclinaba y que se le nublaba la vista. Ay, Dios.
Estiró un brazo para agarrarse a una farola y tratar de recuperar el equilibrio mientras la cabeza le daba vueltas y le temblaba el cuerpo entero. El mareo le impedía seguir adelante, continuar avanzando. «Mierda. Debería haber hecho una pausa para comer».
«¡Paula!», una voz de barítono logró abrirse paso entre su mente nublada y alcanzar sus oídos. Era un tono brusco y serio, pero la tranquilizaba saber que estaba cerca alguien que la conocía y que la había reconocido.
Movió la cabeza tratando de recuperar la visión y se aferró con fuerza al poste de metal, concentrando sus esfuerzos en no desmayarse y caer en la fría y dura acera, pero su cuerpo se tambaleaba con precariedad preparándose para la caída.
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Ya me atrapó esta historia.
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